La Arquidiócesis de Los Ángeles tiene una larga historia de participación de los fieles laicos en la vida y misión de la Iglesia local.
En el año 2000, mi predecesor, el Cardenal Roger Mahony convocó un sínodo, con el cual dio inicio a un proceso de tres años que concluyó con la publicación de una serie de propuestas e iniciativas pastorales que se publicarían en un documento llamado “Nos reunió y nos envía”.
Día a día, contamos con una amplia colaboración y participación de los fieles laicos en el funcionamiento del Consejo Pastoral Arquidiocesano y en los consejos pastorales y económicos de nuestras parroquias.
En los dos últimos años, hemos ido profundizando e intensificando nuestra experiencia de colaboración durante nuestra preparación para el sínodo mundial de los obispos que el Papa Francisco ha convocado para ser celebrado en Roma del 4 al 29 de octubre.
Cerca de 19,000 de nuestros hermanos y hermanas, incluidos muchos jóvenes, participaron en nuestros preparativos locales para el sínodo, que incluyeron sesiones de consulta y de escucha, que fueron realizadas en toda la arquidiócesis.
En total, realizamos más de 500 sesiones de escucha en 158 parroquias y 19 comunidades, desde enero hasta abril de 2022.
Estas reuniones estuvieron impregnadas de oración y fueron muy fructíferas, y a partir de los cientos de informes obtenidos en esas sesiones, entregamos nuestro informe arquidiocesano a la oficina del sínodo que está en el Vaticano.
El tema del próximo Sínodo es “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.
Y el propósito de éste es el de guiarnos a todos los que formamos parte de la Iglesia —clérigos, religiosos y fieles laicos— a una nueva apreciación de la responsabilidad que tenemos con respecto a la misión de la Iglesia de llevar a todas las almas a conocer a Jesucristo y su salvación.
En estos días y semanas posteriores a la Pascua, escuchamos lecturas tomadas del libro de los Hechos de los Apóstoles.
Siempre es impresionante recordar que la Iglesia permaneció unida desde el principio. Todos —la madre de Jesús, los apóstoles, los primeros obispos y sacerdotes, con los diáconos que ellos nombraron, los fieles laicos y las santas mujeres—trabajaban unidos para difundir la buena nueva de Jesús.
Me encanta esa hermosa imagen de la Iglesia que aparece en Hechos 2. En esa lectura vemos que la Iglesia es como una familia en la que unos se preocupan por los otros, proveyendo para “las necesidades de cada uno”.
Entonces, como ahora, la Iglesia ha estado unida por “la enseñanza de los apóstoles”, que tenemos en la palabra de Dios, y por la “fracción del pan”, que fue el primer nombre que tuvo la Eucaristía.
Lo que también notamos en los Hechos de los Apóstoles es con cuánta frecuencia los primeros cristianos compartían el Evangelio personalmente, de corazón a corazón. Así, vemos cómo San Pedro convirtió a Cornelio y San Felipe bautizó al etíope.
Sucedió lo mismo con Jesús. El Evangelio es la historia que narra cómo un alma tras otra fue encontrando a Jesús, y cómo fueron hallando en él la verdadera orientación para sus vidas. Acuérdense de la mujer que estaba junto al pozo, o de Zaqueo, subido en el sicómoro.
Los primeros cristianos fueron tan solo 11 apóstoles, la Santísima Virgen María y algunas mujeres santas, tales como Santa María Magdalena. El mundo que los rodeaba era frío y estaba lleno de idolatría, inhumanidad e injusticia. Como dijo San Pablo cuando estuvo en Atenas: la gente de aquellos tiempos tenía muchos dioses, es decir, eran muy “espirituales”. Pero el Dios vivo, el Señor del cielo y de la tierra, seguía siendo desconocido para ellos.
Y, sin embargo, al amar a Jesús y vivir su fe dentro de sus familias, en sus lugares de trabajo y en sus vecindarios y al compartir esa fe con su prójimo, ese pequeño grupo de cristianos finalmente llegaría a crecer y a convertir a todo el Imperio Romano.
Sin ejércitos y sin violencia, ellos cambiaron el mundo a través de su amor.
Para mí, ésta es la promesa que conlleva lo que el Santo Padre llama “el camino sinodal”, es decir, la promesa de hacer que la Iglesia vuelva a vivir el propósito original de nuestra vocación, que es la misión de la evangelización.
La Iglesia está viva en todos nosotros, en los obispos y sacerdotes, en los diáconos y seminaristas, en los hombres y mujeres religiosos y consagrados, en los laicos y laicas de todos los ámbitos de la vida.
Y todos compartimos la misma misión de aquellos primeros cristianos: la de hacer conocer y amar a Jesús y, por medio de Él ayudar a nuestro prójimo a encontrar el camino que conduce a la vida eterna y al amor que nunca acaba.
Esta es nuestra responsabilidad y oportunidad, sin importar quiénes seamos o cuál sea nuestro papel en la Iglesia. Y es una misión muy importante en la actualidad.
En nuestra sociedad hay mucha gente, incluso de nuestras propias familias, que se ha alejado de Dios o de la Iglesia. Estas personas están esperando una nueva invitación para encontrarse otra vez con Jesús. Ellos están a la espera de esa invitación de ustedes y mía.
Oren por mí y yo oraré por ustedes.
Y pidámosle a María Santísima, la madre de la Iglesia, que ella nos ayude a crecer en nuestro amor a su Hijo y en nuestro deseo de hablarle de ese amor a todos aquellos con quienes nos encontremos.