Entre los tesoros de la Iglesia, junto con la liturgia, la eucaristía y la caridad se encuentra la oración. La Iglesia misma surge como una comunidad de orantes que esperan la venida del Señor. Los apóstoles no abandonaron la oración, sino que la practicaron constantemente para vivir conforme al Espíritu que pronto recibirían.
Por la comunidad de los santos, la oración de todos los fieles se enmarca en un contexto social: un cristiano no ora solo, pues sus súplicas e intercesiones se unen a las de los otros fieles por la comunidad en un sólo Salvador, un sólo Dios y un sólo Evangelio. Nuestras oraciones se mantienen gracias a las oraciones de los primeros cristianos, no sólo como un eco en el tiempo o en la tradición, sino como una base de fe que se entrega a muchos hombres.
En este sentido, la Iglesia es guardiana de la oración. Primeramente porque en el marco social de la asamblea (Iglesia) de los cristianos, la oración se hace fuerte. Y también porque en el seno de la Iglesia subsisten diversas tradiciones y «escuelas de oración» que acercan a los hombres a Dios según los diversos carismas e intereses.
En el seno de la Iglesia pueden convivir tradiciones muy diferentes, que tienen al mismo Dios como fin y se mueven por el mismo Espíritu. Existen tradiciones antiguas como las de Oriente Medio, otras, surgieron en los monasterios, como la oración coral y la Liturgia de las Horas de los monjes benedictinos, cistercienses, o cartujos. Otras se acercaron del convento a la gente común como las oraciones franciscanas y el Santo Rosario de los dominicos. Otras son más nuevas como las oraciones carismáticas de los católicos contemporáneos. Todas estas tradiciones veneran al mismo Dios y buscan el descanso del alma humana en Él.