Llegamos finalmente al momento decisivo del Éxodo. Después de tantas incertidumbres, por fin escuchamos: «Los israelitas salieron…»
Se nos da también la clave: «El Señor iba al frente de ellos». La salida de Egipto, después de tantas dificultades y obstáculos, va a ser obra enteramente suya. El Señor camina con ellos; más aún, dirige las operaciones. Su presencia guiadora es real y, sin embargo, misteriosa, inasible: esto es lo que simboliza la nube. Y esta presencia los acompaña de día y de noche, es decir, siempre: la totalidad del Camino y de la vida de este pueblo, con todas sus peripecias, se realiza bajo la guía de esta nube, de esta presencia invisible… Lo mismo que la nuestra.
De nuevo, el plan de Dios
Como en todos los acontecimientos anteriores la palabra del Señor da las instrucciones sobre lo porvenir, con todo detalle y precisión. La palabra de Dios dirige la historia.
Esta palabra nos asoma al designio de Dios. Nos indica que aún aparecerán dificultades. Pero ya hemos comprobado ampliamente que su palabra se cumple siempre y que su designio es irrevocable. «El Señor deshace los planes de las naciones, frustra los proyectos de los pueblos, pero el plan del Señor subsiste por siempre…» (Sal 33,10-11).
Podemos mirar las dificultades con serenidad: Dios las conoce, las tiene previstas, forman parte de su plan; más aún, nos dice su sentido: «Manifestaré mi gloria a costa del Faraón y de todo su ejército». Todos los obstáculos para que se realice el plan de Dios en realidad son permitidos en función de esto: para que Dios manifieste más nítidamente su gloria, para que se ponga más de relieve quién es El y cuán grande es su poder salvador, su bondad, su sabiduría… Encontramos un eco de esta afirmación en las palabras de Jesús a propósito del ciego de nacimiento: «Ni pecó éste ni sus padres; es para que se manifiesten en él la obras de Dios» (Jn 9,3).
La hora de la fe
Una vez situados en el plan de Dios, el autor sagrado continúa el relato del éxodo.
Y lo hace presentando una dificultad para la realización de este plan que parece ser definitiva. El texto se detiene ampliamente a considerar el alcance de la oposición que plantea el Faraón: «Tomó seiscientos carros escogidos, y todos los carros de Egipto, montados por sus combatientes…» «Los egipcios los persiguieron: todos los caballos, los carros del Faraón, con las gentes de los carros y su ejército…»
Hasta ahora el Faraón había respondido con su palabra, con sus órdenes; ahora responde con su ejército, desplegando todo su poder militar; más aún interviene él mismo en persona. (v.6).
Es importante resaltar este aspecto: precisamente cuando Dios ha empezado a actuar de manera decisiva, el Faraón pone en juego todo su poder para poner en jaque al pueblo de Dios. Es algo que contemplamos en toda la historia de la salvación. Lo vemos también en la vida de Cristo: justo en el momento de realizar la redención de la humanidad, Jesús exclama: «Esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Lo vemos en el Apocalipsis, que pone de relieve el combate entre Cristo y Satanás, el adversario de Dios y de sus planes. Lo vemos en la historia de la Iglesia, pues cada vez que surge un verdadero santo, un hombre de Dios, todos los poderes del infierno se desatan contra él para impedir que se realicen los planes de Dios. Es ésta precisamente la razón última de las persecuciones…
Deberíamos ser más realistas, deberíamos tener más en cuenta la acción de Satanás y del Anticristo que actúan ya en este mundo (Ap 12,17; 1Pe 5,8; 1Jn 4,1-3). Deberíamos ser más realistas, para luchar con las armas de Dios (Ef 6,11ss), las únicas que pueden vencerle. Deberíamos ser más realistas para entender que toda esta situación es misteriosamente permitida por Dios para manifestar su gloria a costa de Satanás y de todo su ejército (cfr. v.4), pues todo ese poder Cristo lo aniquilará con el soplo de su boca (2Tes 2,8). Deberíamos ser más realistas para comprender toda la grandeza y todo el alcance del combate en que estamos embarcados.
Finalmente leemos: «Y les dieron alcance mientras acampaban junto al mar». Conviene caer bien en la cuenta de la situación: los israelitas se encuentran encerrados, sin salida, entre el enorme ejército del Faraón que viene en su persecución y el mar que les cierra el paso. La situación es ciertamente desesperada, sin salida… En este sentido tienen razón los israelitas cuando exclaman: «¿Acaso no había sepulturas en Egipto para que nos hayas traído a morir en el desierto?» (vv.11-12).
En este sentido son realistas: humanamente hablando no hay solución, la única perspectiva es la muerte.
En esta situación reniegan de haber hecho caso a Moisés y haber salido de Egipto. Por eso le echan en cara: «¿Qué has hecho con nosotros sacándonos de Egipto? ¿No te dijimos claramente en Egipto: Déjanos en paz, queremos servir a los egipcios?». Se sienten defraudados, engañados. Por otra parte, el pueblo que clamaba por su liberación ahora prefiere la esclavitud; aún habiendo experimentado que la esclavitud era peor que la muerte, la situación desesperada les hace exclamar: «Mejor nos es servir a los egipcios que morir en el desierto». La falta de esperanza conduce a la esclavitud e impide ser libres.
La historia se repite. Cuando Dios interviene (como en la primera actuación de Moisés en el cap.5) los cosas parecen ir a peor. Pero es que al Señor le agradan las situaciones-límite. Le gusta que el hombre compruebe por experiencia sus límites, su incapacidad, su nada de criatura. Sólo entonces puede percibirse que la obra es suya, que quien salva es El (Lc 5,4-7; Jn 21,1-8). Pero ¡cuidado!: si en esas situaciones-límite es donde Dios más visiblemente manifiesta su gloria, también en ellas es más grande que nunca el peligro de volver atrás, de volver a Egipto; ante esa situación que se experimenta como muerte es fuerte la tentación de tornar a la esclavitud con tal de vivir en paz.
Sobre todo, contrasta la postura del pueblo con la de Moisés (vv.13-14). Parece que estuvieran contemplando situaciones distintas y sin embargo la escena que está ante sus ojos es la misma. Estaríamos tentados de considerar a Moisés un iluso y acusarle de poco realista si no fuera porque el narrador nos ha situado de antemano en el plan de Dios (vv.1-4). Pues bien, en ese plan de Dios se encuentra situado Moisés, hasta el punto de que ve la salvación como ya realizada. Parece como si estuviera ya en la otra orilla…
¿Cuál es, por tanto, la diferencia entre Moisés y el pueblo? Una sola, pero decisiva. Mientras el pueblo se queda en Moisés (y por eso le acusan de haberles sacado de Egipto y traído a morir en el desierto), Moisés cuenta con la presencia, invisible pero todopoderosa, del Señor: «El Señor peleará por vosotros, que vosotros no tendréis que preocuparos». Mientras el pueblo «ve» sólo a los egipcios (v.10), Moisés «ve» la salvación que el Señor está a punto de realizar: «Veréis la salvación que el Señor os otorgará en este día, pues los egipcios que ahora véis no lo volveréis a ver nunca jamás». La grandeza de Moisés está en que «ve» de ante mano lo que el pueblo sólo verá después de realizarse (vv.30-31). En consecuencia, mientras los israelitas «temieron mucho» (v.10), Moisés está tranquilo: «No temáis, estad firmes».
Atinadísimamente, aludiendo a este pasaje, la carta a los Hebreos comenta: «Por la fe, [Moisés] salió de Egipto sin temer la ira del rey; se mantuvo firme como viendo al Invisible» (Hb 11,27). Nos ha dado así la clave última de la postura de Moisés: «Como viendo al Invisible». Moisés aparece así como el hombre de la fe. Dios permanece invisible a los ojos humanos; pero la verdadera fe, cuando es intensa «casi» le ve, detecta su presencia, percibe su acción… Es esta fe la que causa la firmeza de Moisés y le libra del miedo. Es esta fe la que sostiene su esperanza y la proyecta hacia el futuro. Es esta fe la que le lleva a vencer las dificultades (1Jn 5,4: «Esta es la victoria que vence al mundo, nuestra fe»).
Moisés, que tantas dudas y vacilaciones había experimentado, es ahora el hombre de la fe. Dios le ha ido preparando por medio de pruebas y dificultades, por medio de signos y prodigios, para guiar al pueblo en nombre suyo. Ahora es el hombre de la fe, y gracias a esa fe se produce el milagro del éxodo: un milagro que realiza el Señor, pero que es hecho posible por la fe de Moisés.
Y ahí brilla también el «realismo» de Moisés. Vistas las cosas superficialmente el pueblo parecía realista, Moisés parecía ingenuo. Ahora vemos que Moisés tenía razón: los hechos se la han dado. Vemos que Moisés era realista y el pueblo no; en efecto, el pueblo veía con lucidez las dificultades, pero nada más, y ellas le conducían a la desesperanza total; Moisés, en cambio, veía ante todo a Dios, y las dificultades desde El, desde su presencia protectora y todopoderosa. En consecuencia, Moisés era el realista, pues veía la realidad total. Y gracias a ese realismo se produce el milagro de la liberación. En cambio, el «realismo» del pueblo sólo habría conducido a la muerte y al fracaso, en el mejor de los casos, en un volver a Egipto, a la esclavitud, a una opresión probablemente más dura que la anterior…
De la muerte a la vida
Una vez más es la palabra del Señor la que pone la historia en marcha (vv.15-18).
Son sus imperativos eficaces («di a los israelitas… alza tu cayado, extiende tu mano… divide el mar…») los que desencadenan la acción. La iniciativa de la salvación permanece suya de principio a fin. Y es su palabra la que da a conocer esta iniciativa y la realiza, la que da a conocer su plan y lo realiza. Una palabra eficaz…
Dios es así el protagonista de esta obra de salvación. Ya le habíamos visto ponerse «al frente» de su pueblo (13,21) como pastor, como jefe. Ahora, en el momento crítico y decisivo, se nos repite: «Se puso en marcha el Angel del Señor que iba al frente del ejército de Israel» (v.19). Y lo mismo simboliza la columna de nube… Más aún, se coloca entre los egipcios y los israelitas (v.20), como para impedir a Israel volver a Egipto, a la esclavitud (vv.11-12). El Señor no abandona a su pueblo, lo guía y lo conduce siempre… especialmente en los momentos más críticos, aunque su presencia siga siendo invisible.
De este modo, el pueblo pasa de la muerte a la vida. Se supera de la situación en que se encontraban y que ellos mismos consideraban de muerte inevitable (vv.11-12). Dios ha creado, literalmente, a su pueblo. No sólo lo ha arrancado de la esclavitud: lo ha sacado de la muerte, de la muerte inevitable, de la nada, de una situación humanamente insuperable.
Israel surge del fondo del mar. Sale de la muerte. La salvación del pueblo de Dios es verdadera creación, nueva creación. El éxodo ha sido un acto del Dios Creador. Israel ha sido creado como pueblo de Dios, ha pasado de la muerte a la vida.
Esta dinámica de muerte-vida aparece también en el símbolo de las aguas: aguas a derecha e izquierda es símbolo de situación agobiante, de amenaza de muerte. Y aparece también en el simbolismo tinieblas-luz. El aspecto de creación aparece apuntada también por diversas conexiones de vocabulario con el relato de la creación (mar, tierra seca, viento… cfr. Gen.1,9-10).
También para nosotros todo esto significa mucho. La salvación no es «echar una mano»; no se trata de una «pequeña ayuda». La salvación es arrancar de la muerte. Hemos sido salvados porque hemos sido sacados literalmente de las garras de la muerte (Col 1,13; Hch 26,18), de la condenación, del infierno. Esto es lo que pone de relieve el bautismo con su simbolismo de muerte y vida. Como Israel de las manos del Faraón, nosotros hemos sido liberados del poder de Satanás. Y ello ha sucedido a través del agua por el poder del Dios Creador. El cántico exultante de Israel (c.15) lo pondrá de relieve: no han sido librados de un peligro cualquiera, sino de la muerte misma. Nuestro canto no debería ser menos exultante ni menos victorioso: hemos sido liberados del Mal absoluto y de la muerte eterna al ser liberados del dominio de Satanás.
Estos aspectos que están en la liturgia del bautismo y -de modo más expresivo- en las catequesis bautismales de los Padres de la Iglesia deberían ser recordados más ampliamente para que todo creyente apreciase más el don de la salvación y la grandeza de su vocación cristiana. Es necesario apreciar de dónde hemos sido sacados…
Pues bien, una consecuencia de esta creación es la nueva actitud del pueblo de Israel, que pasa del miedo al gozo exultante. Los mismos de quienes se nos había dicho que «temieron mucho» (v.10), ayudados por la palabra y la fe de Moisés que les exhorta a «no temer» (v.13), son los que finalmente «temieron al Señor» (v.31). Y como consecuencia prorrumpen en cantos de júbilo y de victoria (c.15). Una vez más comprobamos que la fe en el Señor y en su palabra libera del miedo a la muerte, de la tristeza, de la desesperanza. Y todo ello gracias a la intervención del mediador…
Por el contrario, los egipcios quedan hundidos en el mar. Su arrogancia queda humillada y hasta ridiculizada. Se cumple también que el Señor «humilla a los soberbios» (Lc 1,51). Todas sus pretensiones se demuestran vanas e inconsistentes. Sus planes fracasan. Su actitud opresora manifiesta su verdadera cara, pues caen en su propias redes (Sal 9,16-17). Es la hora de la verdad, la hora del juicio de Dios.
Más aún, las palabras de los egipcios en el v.25 («el Señor pelea por ellos») son un verdadero acto de fe (cfr. v.14), y muestran que se cumple la palabra de Moisés (v.14) y la del mismo Dios (v.4.18). Por fin los egipcios reconocen que Dios es el Señor, el único Señor (cfr.5,2). Lo reconocen forzados por los hechos, por la realidad que se les impone. Pero ya es demasiado tarde, sus oportunidades de conversión han terminado (cfr. historia de las plagas) y el juicio de Dios se cierne sobre ellos implacable. Sólo ahora comprendemos toda la gravedad del endurecimiento del corazón…
Ahora comprobamos con toda evidencia que Moisés tenía razón, que el Señor tenía razón, y el Faraón y los egipcios no. La verdad triunfa siempre, pero al final. La hora del juicio último y definitivo es la hora de la verdad. Mientras tanto, la mentira, la injusticia parecen triunfar. Y corremos el peligro de dejarnos llevar por la apariencia, por lo que se ve, por lo que parece más real… Vale la pena vivir ya desde ahora cada momento y cada acción con la mirada puesta en la hora de la verdad, en el juicio de Dios. Lo demás se disipará como el humo (Sal 37,20).
El gozo de la salvación experimentada
Se trata de un cántico triunfal, un canto que brota de la fe (14,31) y de la experiencia «en propia carne» de la acción del Señor. Es el canto de los nuevos nacidos, de los que palpaban la angustia de la muerte y ahora experimentan la dicha de la vida. Es un canto de gozo exultante por la victoria. Es un canto al Señor de las victorias, que es «un guerrero» (v.3). Es un canto de admiración ante el Señor y ante sus obras («¿Quién como tú, Señor…?: v.11).
Toda la atención queda acaparada por el Señor, que con esta acción increíble, insospechada, ha manifestado su gloria, más aún, «se ha cubierto de gloria» (v.1). Todo -el enemigo, las dificultades, el pasado, el reto del futuro…- todo se desvanece ante la figura sublime y majestuosa del Señor. Incluso las difíciles etapas del camino aún por realizar (el desierto, la conquista de la tierra) se ven ya como un hecho (vv.13-17) ante esta acción fulgurante del Señor. El es Señor y reinará por siempre jamás (v.18).
El pueblo canta, alaba, exulta… La salvación no es una teoría. Es una realidad, y una realidad experimentada. El que se experimenta alcanzando por la salvación de Dios desborda de gozo y de gratitud… Si la alegría y la alabanza no brillan en nuestra vida, deberemos preguntarnos si la salvación ha entrado en nosotros. Pues la acción de Dios en el mar Rojo es poca cosa al lado de la resurrección del Señor, y la liberación de la esclavitud de Egipto es sombra en comparación con los bienes que nos ha aportado la redención de Cristo.
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