En realidad, aquí está el centro y el corazón de todo el libro. La liberación estaba en función del encuentro de Dios con su pueblo y del pacto o alianza entre ambos. «Ya habéis visto… Cómo os he llevado sobre alas de águila y os he traído a mí» (19,4).
Todo está en función de esta alianza, de este pacto de amor, de esta comunión entre Dios y su pueblo. Ahora Israel será «propiedad personal» del Señor (19,5), es decir, especialmente querido y ligado a El. Y será «pueblo santo» (es decir, totalmente y exclusivamente dedicado a su servicio, a la escucha de su palabra, al cumplimiento de su voluntad) y «reino de sacerdotes» (o sea, lo que los sacerdotes israelitas son para sus hermanos, eso será todo Israel para el rersto del mundo: representante de todos los pueblos ante Yahveh, adorando e intercediendo en nombre de todos): 19,6. Todo ello a condición de «escuchar su voz» y «guardar su alianza» (19,5).
Dios se manifiesta de manera perceptible y a la vez velada, estrepitosa y secreta (19,16-24; 20,18-21). Desciende «a la vista de todo el pueblo» (19,11) y sin embargo hay que «mantener las distancias» (19,12): Dios es cercano e inaccesible a la vez; se revela, pero permanece en su misterio.
Finalmente, se sella la alianza (24,1-18). La iniciativa es totalmente de Yahveh (24,3a), pero el pueblo debe comprometerse, asintiendo libremente a la propuesta divina: «Cumpliremos todas las palabras que ha dicho Yahveh» (24,3b.7). La alianza es una comunión entre personas, y una comunión de vida: por eso se sella asperjando con la sangre -símbolo de la vida- a las dos partes, al altar que representa a Dios y al pueblo reunido (24,6 y 8). Es la «sangre de la alianza».
Como respuesta a esta alianza de vida, a este pacto de amor, cobran sentido todas las leyes y normas que aparecen en estos capítulos; no sólo el decálogo (20,1-17), sino todo el Código de la alianza (20,22-23,33) e incluso las normas sobre el culto (cap. 25 35). Cada minúsculo detalle no es una norma impersonal, sino expresión de la voluntad amorosa de Yahveh para el pueblo que ha liberado de la esclavitud y al que se ha unido en alianza. Del mismo modo, el cumplimiento de esas normas por parte de los israelitas no es algo mecánico y rutinario, sino adhesión libre y responsable y entrega de amor que ratifica la alianza y conduce a una comunión cada vez más viva y personal con el Dios de la alianza y con su voluntad: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho Yahveh» (24,7).
Mediante estas leyes y normas, la alianza impregna toda la vida de la comunidad y de cada uno de sus miembros, protegiendo ante todo la vida humana y defendiendo los derechos de los pobres y los derechos de Dios. Las normas sobre el culto (cap. 25-31), en particular, están indicando que la liturgia es el servicio más alto que los hombres libres pueden ofrecer a su Dios; lejos de ser ritos vacíos y formalistas, constituyen el lugar y el momento de comunión con el Dios vivo con el que han entrado en alianza; en ellos se adora al Dios liberador y se le agradece el don de la liberación, a la vez que, por la comunión con El, se crece en la verdadera libertad.
También nosotros cristianos -y más que el antiguo pueblo de Dios- somos «linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que nos ha llamado a salir de las tinieblas y a entrar en su luz admirable» (1Pe 2,9). Somos el pueblo de la nueva alianza. Para nosotros la «sangre» de la alianza» nueva y eterna -la sangre de Cristo- es la mejor prueba del amor que Dios nos tiene y de la fidelidad con que se ha comprometido con nosotros (Rom 5,8-10; 8,32; Jn 3,14-16). Y esta sangre es también la mayor exigencia de respuesta fiel a la alianza nueva y eterna: «¡Habéis sido comprados a buen precio!» (1Cor 6,20); «habéis sido rescatados no con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo» (1Pe 1,17-20).