Después de la historia de Abraham (Gén. 12-25), el libro del Génesis nos refiere la de Isaac y Jacob (Gén. 25-36); después del padre del pueblo elegido, estos dos patriarcas son los depositarios de las promesas divinas, y con ellos continúa la historia de la salvación. También ellos prosiguen una existencia seminómada en Canaán como pastores de ganado menor que se desplazaban según las estaciones del año. Finalmente el hambre obliga a Jacob y a sus hijos a marchar a Egipto y a instalarse allí (ver también la historia de José: Gén. 37-50).
La Biblia guarda silencio acerca del largo período -más de 400 años- en que los hebreos permanecieron en Egipto; quizá no hay ninguna intervención especial de Dios que reseñar. La narración se reanuda con el relato de la opresión del pueblo hebreo (Ex.1). Esta situación va a ser la ocasión de una nueva y clamorosa intervención de Dios; la liberación de la esclavitud de Egipto será para todas las generaciones posteriores el hecho fundamental al que se referirá la fe de Israel (Dt. 26,5-8); el «Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob» será a partir de ahora el «Dios que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la servidumbre» (Ex. 20,1).
1.- El éxodo y la historia
Lo que se nos narra en la Biblia encaja perfectamente con lo que conocemos por otras fuentes extrabíblicas.
La bajada de Jacob y sus hijos a Egipto coincide con las noticias de que algunos pueblos semitas se introdujeron hacia 1700 a.C. en Egipto. Estos pueblos, los hicsos, dominaron durante casi dos siglos el país, hasta que finalmente fueron expulsados.
Los hebreos y otros grupos semitas permanecieron en el delta del Nilo. Pero el hecho de que hubieran sido aliados o colaboradores de los hicsos y la necesidad de abundante mano de obra para las nuevas construcciones provocó que se dictasen medidas opresoras contra ellos y que fueran convertidos en esclavos. Aunque no lo sepamos con certeza, es posible que el faraón que inició la persecución fuera Seti I (1309-1290) y que en el reinado de su sucesor, Ramsés II (1290-1224), se produjera el éxodo.
En esa situación de opresión es perfectamente verosímil que los hebreos anhelasen la libertad perdida de su antigua vida seminómada. Cuando por fin surge el caudillo capaz de guiarlos, una serie de circunstancias providenciales, en las que era fácil descubrir la mano de Dios, hacen que el faraón les deje salir.
Es indiscutible que lo que constituye la parte esencial del Éxodo, la base de estas narraciones, son los hechos concretos y reales; si negamos la realidad histórica de estos hechos resulta incomprensible la historia posterior de Israel. Las narraciones del Éxodo mantienen una fidelidad sustancial a los acontecimientos realmente ocurridos.
Ahora bien, sobre la base de este núcleo histórico, al autor sagrado lo que le interesa es extraer el mensaje religioso que esos acontecimientos encierran en cuanto intervención de Yahveh. Por eso, con un tono épico, de epopeya religiosa, subraya y acentúa lo grandioso de las acciones de Dios. Para recalcar más la intervención de Dios el autor sagrado omite muchas veces los medios o causas segundas de que se ha servido. Por ejemplo, algunas plagas (ranas, mosquitos, langostas…) son relativamente normales y frecuentes en Egipto; no obstante, estos azotes debieron producirse en un grado nunca visto, de manera que manifestaban patentemente «la mano de Yahveh». Por lo demás, no se debe excluir que hayan existido intervenciones prodigiosas y maravillosas en sentido estricto.
2.- La liberación de la esclavitud
Los primeros 15 capítulos del Éxodo nos refieren la liberación del pueblo de Israel; una liberación en que Dios tiene la iniciativa de principio a fin; una liberación en la que Él es el verdadero protagonista; una liberación que servirá de paradigma o punto de referencia para todas las etapas siguientes de la historia de salvación.
Después de descubrir la situación de opresión, que se hace cada vez más aguda e insoportable (c. 1), el autor sagrado dice: «Oyó Dios sus gemidos y se acordó Dios de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob y miró Dios a los hijos de Israel y conoció…» (Éx. 2,23-25). Dios se hace cargo de la situación y se dispone a tomar cartas en el asunto; porque Dios oye, se acuerda, mira y conoce, la historia de la salvación se pone en marcha de nuevo; Dios tiene un plan que va a comenzar a ejecutarse.
En realidad, ese plan ya está en marcha. Pues antes de los versículos citados se nos ha narrado cómo Dios ha suscitado al que va a ser instrumento de su acción liberadora, Moisés (c.2). En los capítulos siguientes asistimos a la «educación» de Moisés por parte de Dios para que llegue a ser instrumento dócil de sus planes; desde el c. 3, en que Dios le llama y le revela sus designios de salvación, vamos siendo testigos de la transformación de Moisés como enviado de Dios.
El plan de Dios incluye dificultades y obstáculos, algunos de los cuales parecen insalvables. Parecería que al intervenir Dios todo debe funcionar con absoluta facilidad. Sin embargo, no es así: el Faraón se opone a los planes de Moisés, los mismos israelitas no le hacen caso, la situación se complica cada vez más… A través de todas estas dificultades, humanamente insuperables, Moisés va aprendiendo -y nosotros con él- que sólo Dios puede salvar; la iniciativa y las argucias humanas fracasan y experimentan su propia impotencia; en cambio, el plan del Señor se abre paso y avanza, aunque sea por caminos desconcertantes.
De hecho, este es el significado de la historia de las plagas (c. 7-11). El autor sagrado nos había recordado que las dificultades a Dios no le resultaban imprevistas: «Ya sé yo que el rey de Egipto no os dejará ir …» (Éx. 3,19). Más aún, nos indicaba que esas dificultades eran ocasión para que manifestase más palmariamente su gloria (Éx. 7,3-5). Ahora, mediante las plagas, Dios comienza a dar signos de que está vivo, de que está presente, de que es poderoso… El que recapacite descubrirá que en ellas está presente «el dedo de Dios» (Éx. 8,15), que Dios está interviniendo; el que no quiera reconocer la mano de Dios y se obstine, tendrá que reconocer esa intervención de Dios a la fuerza, pues se impone por su propio peso, pero ya será demasiado tarde (c.14).
Antes de salir de Egipto, el pueblo celebra la fiesta de la Pascua (c. 12-13). Pascua significa «paso»: Dios ha pasado salvando a su pueblo, y el pueblo celebra festivamente, de manera litúrgica ese paso del Señor. A partir de ahora, la fiesta de la pascua será «memorial», recuerdo eficaz de ese paso salvador de Yahveh.
Finalmente, a punto de salir de Egipto aparece la dificultad mayor: parece que todo está definitivamente perdido (Éx. 14,5-12). Sin embargo, esta dificultad suprema va a ser la ocasión de la mayor intervención de Dios que se va a cubrir de gloria (Éx. 14,4) Al pueblo de Israel, que ha visto a los egipcios muertos a orillas del mar (Éx. 14,30) y sobre todo ha visto la mano fuerte de Yahveh (Éx. 14,31) no le queda más que admirarse y creer (Éx. 14,31) y cantar exultantes las hazañas del Señor que de manera tan patente ha experimentado (Éx. 15,1-21).
3.- El don de la alianza
La liberación de la esclavitud, con ser importante, no es todo. Gracias a ella desaparece la opresión; las tribus, que antes estaban dispersas, ahora constituyen un solo pueblo; la acción liberadora de Dios les ha aglutinado entre sí y les ha hecho experimentar que son un solo pueblo. Pero la libertad recuperada no es un fin en sí misma; si Dios los ha liberado, es en función de algo más: para que entren en alianza, en comunión de vida con el Dios que los ha liberado, para que sirvan a Yahveh (Éx.7,16).
El pueblo de Israel tenía experiencia de alianzas entre individuos, entre clanes y entre pueblos (ver, por ejemplo, la alianza entre Israel y los gabaonitas en Jos. 9,3-21). Hasta nosotros han llegado diversos formularios de alianza entre dos reyes en iguales condiciones o entre un rey vencedor y un vasallo. Estas alianzas eran pacto o contrato de mutua pertenencia, que unía con un vínculo sagrado a ambas partes, deparándoles derechos y deberes. Además, Dios ya había establecido su alianza con Noé (Gén. 9, 8-17) y con Abraham (Gén. 15; 17).
Ante todo, la alianza de Dios con su pueblo no arranca de ninguna necesidad u obligación; si Yahveh entra en alianza es por una iniciativa absolutamente libre y gratuita. Como recalcará el libro del Deuteronomio (7,7-8): «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres…»
El relato de la alianza (Éx. 19-24), que es sellada en el monte Sinaí, resalta esto mismo. A la propuesta de Yahveh a través de Moisés (Éx. 19,3-6) el pueblo no hace más que asentir (Éx. 19,7-8): «Haremos todo cuanto ha dicho Yahveh». Más aún, Dios mismo es quien va imponiendo las condiciones, en primer lugar el ser purificados para entrar dignamente en alianza (Éx. 19,10-15).
Purificado el pueblo, Dios se manifiesta en una impresionante teofanía (Éx. 19,16-24). En ella el Dios invisible muestra su grandeza y su sublime majestad. La prohibición de acercarse a Él subraya su trascendencia y santidad, el hecho de que Dios no puede ser apresado por el hombre.
Gracias a la alianza Israel se convierte en «propiedad personal de Yahveh» (Éx. 19,5), en nación consagrada a Él (Éx. 19,6) en pueblo suyo (Lev. 26,12). Yahveh, por su parte, queda «aliado», comprometido con Israel como «su Dios» (Lev. 26,12); ha entrado libremente en alianza, por iniciativa suya; pero una vez sellada la alianza Dios queda realmente comprometido. Yahveh se compromete a estar siempre cercano a su pueblo, a protegerle, a liberarle de los enemigos, a darle una tierra… De ahí que a lo largo de su historia, sobre todo en las dificultades, Israel apele a este compromiso que Yahveh ha adquirido: «Recuerda tu alianza» (Sal. 74,20).
El pueblo, por su parte, debe obedecer a la ley recibida de Yahveh para ser fiel a esta alianza. Israel no está pasivamente en la alianza; aunque la iniciativa sea de Dios, el pueblo debe adherirse a ella plenamente y esta adhesión debe expresarse de manera real y concreta en el cumplimiento de la voluntad de Yahveh: no sólo el Decálogo (Éx. 20,1-17), sino el Código de la Alianza (20,22-23,33) que aplica el decálogo a todas las circunstancias de la vida cotidiana. Cumpliendo la ley dada por Yahveh, el pueblo ratifica cada día y cada instante la alianza. Esta, en efecto, ha de ser vivida y mantenida cada día, como da a entender la condicional de Éx. 19,5: «Si de veras escucháis mi voz y guardáis mi alianza…»; siendo algo vivo y dinámico, la alianza ha de ser renovada en cierto modo continuamente; tomándola por algo estático e inamovible, el pueblo de Israel olvidó esta relación viva y personal con Yahveh y la alianza acabó fracasando; no ciertamente porque Dios fuera infiel, sino porque Israel rompió reiteradamente la alianza al desobedecer la voluntad de Dios…
Finalmente, la alianza es positivamente sellada (Éx. 24). Después de que Dios manifiesta su voluntad a través de Moisés y el pueblo la acepta (Éx. 24,3), se erigen estelas como recuerdo memorial del pacto (Éx. 24,4). Luego viene el rito de la sangre. Puesto que la sangre era para ellos la vida, el principio vital (Dt. 12,23; Lev. 17,14) rociar con sangre el altar -que representa a Dios- y el pueblo significa la comunión de vida que la alianza ha establecido entre Yahveh y su pueblo; y lo mismo significa el banquete (Éx. 24,9-11), símbolo de unión gozosa y pacífica entre los comensales.
4.- Hacia el nuevo éxodo y hacia la nueva alianza
La gran liberación experimentada por Israel fue punto de referencia para nuevas y continuas liberaciones. Ante las nuevas calamidades que lo afligían, el pueblo volvía sus ojos al Dios del Éxodo, al Dios liberador que volvería a realizar un nuevo Éxodo en favor de su pueblo. Así, por ejemplo, ante la opresión de Asiria (Is. 11,15-16) y ante la esclavitud del destierro de Babilonia (Is. 43,14-21; Jer. 23,7-8).
También Jesús realizó su propio éxodo y celebró su propia pascua, pasando -a través de la muerte- de este mundo al Padre (Jn. 13,1). Pero no lo realizó individualmente. El es el Jefe o Caudillo (Hech. 3,15; Heb. 2,10) que hace pasar de la muerte a la vida a los que a Él se acogen; como Israel ante el Mar Rojo, también nuestra situación es desesperada por la esclavitud que produce el pecado; pero Cristo, nuestro Cordero pascual (1Cor. 5,7), con su sangre nos libra del exterminio y, a través de las aguas del Bautismo, nos hace pasar de la muerte a la vida. Cuando alcancemos la salvación plena y la victoria sea definitiva en la Tierra prometida del cielo -ahora avanzamos aún por el desierto- entonces entonaremos exultantes «el cántico de Moisés y el cántico del Cordero» (Ap. 15,2-4).
También la alianza fue quicio permanente de la vida religiosa de Israel, renovándola en los momentos más cruciales de su historia: en Moab, antes de atravesar el Jordán para entrar en la tierra prometida (Dt. 28-32); en Siquem, una vez conquistada la Tierra (Jos. 24); con ocasión de la reforma religiosa llevada a cabo por el rey Josías el año 622 (2Re. 23); al volver del destierro de Babilonia y reedificar Jerusalén (Neh 8-10). Y durante toda la etapa de la monarquía los profetas centrarán su predicación en el espíritu y en las exigencias de la alianza.
Sin embargo, la tragedia de Israel fue su reiterada infidelidad a la alianza. Generación tras generación se repetían los mismos pecados. La alianza fracasa irremediablemente porque el «socio» humano es continuamente infiel a ella. Y la raíz del fracaso está en el corazón humano, pecador; el pecado se ha adherido al hombre hasta hacerse casi consustancial: "¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas? Y vosotros, habituados al mal, ¿podéis hacer el bien?" (Jer, 13,23). De ahí que Dios anuncia una alianza radicalmente nueva, consistente en la renovación interior del hombre, en el don de un corazón nuevo y en la efusión del Espíritu dentro del hombre (Jer. 31,31-33; Ez. 36, 25-28).
Cristo ha realizado efectivamente esta Nueva Alianza en su propia sangre (Lc. 22, 20). Mediante la ofrenda de su propia vida (Heb. 10, 5-10) ha establecido una alianza mejor (Heb. 8,6; 9,15) que conlleva la remisión de los pecados y el don del Espíritu. Ya no tenemos una ley escrita por fuera que hay que intentar cumplir, sino una ley inscrita en nuestros corazones renovados por la acción y el impulso del Espíritu (2Cor.
3,3-6), hasta el punto de que el mismo Espíritu vivificador se convierte en Ley interior que nos capacita para cumplir perfectamente la Ley (Rom. 8,2-4) y ser fieles a la alianza.
Esta nueva alianza que Dios ha sellado con nosotros en la Sangre de su Hijo nos llena de confianza y seguridad: «Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (Rom. 8,31). Pero también nos exige una mayor fidelidad y obediencia a la voluntad de Dios; de lo contrario sería una falsa confianza (Heb. 3, 7-4,11).
5.- Textos principales
Éxodo 1, 15; 19-24
Salmos 78; 105; 136
Sabiduría 10, 15-22; 14, 1-12
Isaías 41; 43
Hebreos 11, 23-29
Deuteronomio 1-11; 27-32
Josué 24
Jeremías 31, 27-37
Ezequiel 36, 16-38
Hebreos 8, 6 – 10,18