SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Martes 6 de enero de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la solemnidad de la Epifanía, la "manifestación" del Señor. El Evangelio cuenta cómo Jesús vino al mundo con gran humildad y ocultamiento. Sin embargo, san Mateo refiere el episodio de los Magos, que llegaron de oriente, guiados por una estrella, para rendir homenaje al recién nacido rey de los judíos. Cada vez que escuchamos esta narración, nos impresiona el claro contraste que se aprecia entre la actitud de los Magos, por una parte, y la de Herodes y los judíos, por otra. En efecto, el Evangelio dice que, al escuchar las palabras de los Magos, "el rey Herodes se sobresaltó y con él toda Jerusalén" (Mt 2, 3). Esta reacción se puede comprender de diferentes maneras: Herodes se alarma porque ve en aquel a quien buscan los Magos a un competidor para él y para sus hijos. Los jefes y los habitantes de Jerusalén, por el contrario, parecen más bien atónitos, como si despertaran de una especie de sopor y necesitaran reflexionar. Isaías, en realidad, había anunciado: "Un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado, y su nombre es: Maravilla de Consejero, Dios fuerte, Padre perpetuo, Príncipe de la paz" (Is 9, 5).
Entonces, ¿por qué se sobresalta Jerusalén? Parece que el evangelista quiere anticipar, en cierto modo, la actitud que tomarán después los sumos sacerdotes y el sanedrín, así como parte del pueblo, ante Jesús durante su vida pública. Ciertamente, resalta el hecho de que el conocimiento de las Escrituras y de las profecías mesiánicas no lleva a todos a abrirse a él y a su palabra. Esto lleva a pensar que, poco antes de la pasión, Jesús lloró sobre Jerusalén porque no había reconocido el tiempo de su visita (cf. Lc 19, 44).
Tocamos aquí uno de los puntos cruciales de la teología de la historia: el drama del amor fiel de Dios en la persona de Jesús, que "vino a los suyos y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,11). A la luz de toda la Biblia, esta actitud de hostilidad, de ambigüedad o de superficialidad representa la de todo hombre y del "mundo" —en sentido espiritual—, cuando se cierra al misterio del Dios verdadero, que sale a nuestro encuentro con la desarmante mansedumbre del amor. Jesús, el "rey de los judíos" (cf. Jn 18, 37), es el Dios de la misericordia y de la fidelidad; quiere reinar con el amor y la verdad, y nos pide que nos convirtamos, que abandonemos las obras malas y que recorramos con decisión el camino del bien.
Por tanto, en este sentido, "Jerusalén" somos todos nosotros. Que la Virgen María, que acogió con fe a Jesús, nos ayude a no cerrar nuestro corazón a su Evangelio de salvación. Más bien, dejémonos conquistar y transformar por él, el "Emmanuel", el Dios que vino a nosotros para darnos su paz y su amor.
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Después del Ángelus
Dirijo mi cordial felicitación a los hermanos y hermanas de las Iglesias orientales, que, siguiendo el calendario juliano, celebrarán mañana la santa Navidad. Que la memoria del nacimiento del Salvador encienda cada vez más en su corazón la alegría de ser amados por Dios. El recuerdo de estos hermanos nuestros en la fe me lleva espiritualmente a Tierra Santa y a Oriente Próximo. Sigo con profunda preocupación los violentos enfrentamientos armados que tienen lugar en la franja de Gaza. Además de reafirmar que el odio y el rechazo del diálogo sólo llevan a la guerra, quiero hoy alentar las iniciativas y los esfuerzos de quienes, para promover la paz, están tratando de ayudar a israelíes y palestinos a sentarse en torno a una mesa y a hablar. Que Dios sostenga el compromiso de estos valientes "constructores de paz".
En muchos países, la fiesta de la Epifanía es también la fiesta de los niños. Por eso, pienso de modo especial en todos los niños, que son la riqueza y la bendición del mundo, y sobre todo en aquellos a los que se les niega una infancia serena. Deseo llamar la atención, en particular, sobre la situación de decenas de niños y muchachos que, en estos últimos meses, incluido el período navideño, en la provincia oriental de la República democrática del Congo, han sido secuestrados por bandas armadas, que han atacado las aldeas y causado numerosas víctimas y heridos. Hago un llamamiento a los autores de estas crueldades inhumanas para que devuelvan esos muchachos a sus familias y a su futuro de seguridad y desarrollo, al que tienen derecho, al igual que esas queridas poblaciones. Al mismo tiempo, manifiesto mi cercanía espiritual a las Iglesias locales, también golpeadas en sus hijos y en sus obras, mientras exhorto a los pastores y fieles a permanecer fuertes y firmes en la esperanza.
Los episodios de violencia contra los muchachos, que por desgracia se registran también en otras partes de la tierra, son aún más deplorables si se considera que en 2009 se celebra el vigésimo aniversario de la Convención de los derechos del niño: un compromiso que la comunidad internacional está llamada a renovar para defender, tutelar y promover la infancia de todo el mundo.
Que el Señor ayude a quienes trabajan diariamente —y son innumerables— al servicio de las nuevas generaciones, ayudándoles a ser protagonistas de su futuro. Además, la Jornada de la infancia misionera, que se celebra hoy en la fiesta de la Epifanía, es una ocasión oportuna para subrayar que los niños y los muchachos pueden desempeñar un papel importante en la difusión del Evangelio y en las obras de solidaridad en favor de sus coetáneos más necesitados. Que el Señor se lo recompense.