El revisor

I

GONZALO salía de París hacia Grenoble y, al pasar por la puerta de la estación que daba entrada a los andenes, entre una semiconfusa multitud que hacía lo mismo, reparó en un empleado de los ferrocarriles de Francia que, de pie y junto a la puerta, picaba los billetes de la gente que pasaba.

Le llamó la atención sin saber por qué. Muchas veces había visto revisores de ferrocarril. Este era un hombre alto, con bigotes, que llevaba, impecablemente puesto, el conocido uniforme de esta clase de empleados.

Pasó la puerta, tomó el tren, y se olvidó luego.

II

Cinco años más tarde, por otras complejas y variadas circunstancias de su vida, Gonzalo tuvo que hacer el mismo viaje y se dispuso a tomar el tren que seguía saliendo a la misma hora. Metido de nuevo en la diversa multitud que avanzaba hacia los andenes, llevaba su billete en la mano para su correspondiente revisión. Y he aquí su sorpresa cuando advirtió que, junto a la puerta, estaba el mismo revisor de años atrás, con el mismo uniforme, con los mismos mostachos, ocupado en la misma faena.

Empujado por la gente, que más bien le llevaba, alargó el billete, lo recibió mientras caminaba y se salió de la fila tan pronto como pudo, para quedarse junto a la puerta. Ahora, sin los apretones de antes, se puso a observar al hombre del uniforme. Sin perder su natural elegancia picaba los billetes de los viajeros: una colegiala con trenzas, una viejecita con sombrero, un turista negro, unos extranjeros, un grupo de obreros. A todos les taladraba sus billetes.

Como si estuviera poseído de una monomanía, todo para él era picar billetes. Se inclinaba galante, amable, cortés, según la condición del transeúnte del momento.

III

Gonzalo, que es un hombre profundo, veía en aquella actitud una insinuación de misterio. El revisor no advirtió que había sido observado por largo rato cuando Gonzalo le preguntó:

– Oiga, ¿por qué pica billetes?

– ¡Qué tontería! Es mi oficio -respondió.

El hombre de la puerta no se detuvo para contestar, ni siquiera alteró el ritmo con que picaba los billetes del río humano que pasaba incesantemente junto a él.

Gonzalo no se quedó muy satisfecho con la respuesta. La frase «es mi oficio» no justificaba plenamente, a sus ojos, que aquel hombre, después de cinco años, siguiera picando billetes. En estos pensamientos andaba, cuando el revisor, que no había perdido paso para mirar siquiera a su interlocutor, añadió:

– Además, tengo que trabajar para vivir.

-. ..Y ¿para qué vive? … -preguntó tímidamente Gonzalo.

No contestó ahora el revisor. Si lo hubiera hecho, sus palabras hubiesen sido: a usted no le importa. Siguió picando billetes mientras Gonzalo, clavado detrás de la puerta, rozado por aquella heterogénea humanidad, recorrió con su imaginación la vida del revisor. Cansado de su trabajo volvería a su casa. Allí tomaría alimentos y descansaría, cosas que podría hacer gracias a los medios económicos que le daba su oficio, y de ese modo lograría reponerse para otra nueva jornada. Y eso un día y otro.

– ¿Lleva usted muchos años en este trabajo? -preguntó Gonzalo.

– Treinta años -contestó el revisor, volviéndose ahora, con ese orgullo común de los funcionarios de esa clase-. Desde que entré en los ferrocarriles. Y además en esta misma puerta.

– ¡Treinta años!- exclamó Gonzalo con cara de susto.

IV

No preguntó ya más. Tampoco hizo el viaje. Se volvió a su casa andando por aquellas avenidas parisienses, pensando en el divorcio que hay entre lo que el hombre ansía y busca en la vida y las tristes cosas que consigue. 

Aquel revisor, como hombre, habría tenido en la vida grandes ambiciones, sueños, aspiraciones. Esa común pasión de vida. Habría tejido amados proyectos, ilusiones brillantes, ansias apasionadamente queridas… Después de treinta años, cuando el viento había barrido las nubes doradas de las esperanzas acariciadoras, sólo quedaba eso.

Toda la vida picando billetes.

Vivió para picar billetes. He ahí la realidad.

Eso era todo.

Ese es el abismo que existe entre los sueños entrañablemente amados y las pocas cosas que se logran. Esa es la tragedia de los hombres. Más aún la de los hombres de las ciudades; los que viven en el campo son menos ambiciosos, más humildes, tienen más contacto con Dios, son más humanos.

V

Gonzalo paseaba absorto en sus pensamientos. Y éstos no podían desentrañar el misterio que se le presentaba…

– ¿Vivir para eso? ¿Sólo para eso?

– No pueden -pensó- quedar sin respuesta esas grandes aspiraciones de la vida.

– Sin embargo -se dijo a sí mismo-, he presumido muchas veces de no tener fe. Pero ahora veo claramente que en eso sólo se quedan muchas existencias humanas: en picar billetes. Me da lo mismo que sean ministros de Estado, ricos índustriales, hombres de ciencia, madres de familia… Cualquier vida, cualquier actividad, puede meterse en los moldes vacíos del picador de billetes.

Volvió a su memoria la figura del revisor, estirado, uniformado, en la puerta de siempre. Le imaginó en su trabajo diario, jornada tras jornada, absorto en taladrar billetes desde la mañana hasta la noche, en una vaga inconsciencia… Como una máquina. Durante treinta años.

– Esas ansias de infinitud, esos deseos de perpetuidad, han de tener una senda oculta para su consecución- oyó que se decía en voz alta.

VI

Más tarde, mientras continuaba su paseo, le vino el recuerdo de las cosas que aprendió de niño, que nunca entendió. Este recuerdo se hacía cada vez más persistente, más claro.

– Sí -se dijo-, sólo el amor, sobre la base de la unión con Dios por la gracia, puede presentar el camino para alcanzar esas grandes aspiraciones del alma. Cualquier oficio honesto puede ser instrumento. El amor debe ser la chispa que convierte en divino lo humano. Si el revisor hubiera puesto un acto de amor de Dios en cada billete, hubiese hecho lo más grande que un hombre puede hacer en la vida.

– Asimismo -concluyó-, la profesión más brillantemente realizada con olvido de Dios, cuando desaparecen las ruidosas ilusiones transitorias de nuestro apasionante vivir, puede no pasar de ser un puro picar billetes.

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