El Sacramento de la Eucaristía.
Somos conscientes de que Jesús, en la Misa, ofrece a la Santísima Trinidad un acto de adoración que es digno de Dios porque lo ofrece el mismo Hijo de Dios. En la Misa, Jesús nos congrega junto a Él. Participamos con todo nuestro ser, en su ofrecimiento; no somos simples espectadores. Jesús acepta del corazón de cada uno de nosotros la ofrenda de nuestro amor a Dios, y le da un valor eterno al unirla a su propio Amor infinito. Juntos, Jesús y nosotros, nos acercamos a Dios en unidad. Constituimos pues una sola Víctima, una sola Hostia, depositada al pie del trono divino. Podremos ser tres o tres mil, pero mire Dios-Padre donde mire, es a su Hijo a quien ve. Y, mientras el amor de Dios fluye hacia Jesús, ese amor del Padre a su Hijo se derrama en cada uno de nosotros.
Resulta, pues, evidente, que la disposición y actitud de nuestra mente y de nuestro corazón es más importante que todas las palabras que podamos pronunciar. El sacerdote tiene que hablar en el altar porque debe obrar el signo externo que hará la acción del Calvario presente, aquí y ahora. Nosotros, de pie o de rodillas, hablamos para expresar nuestra identificación con lo que está sucediendo. Sin embargo, cumpliríamos nuestra parte en la Misa aunque fuéramos sordomudos. La cumplimos cuando realmente nos hacemos uno con Jesús; uno con Él en su acto de amor; uno con Él en su realidad de Víctima.
Pero, ¿qué significa hacernos víctimas? Significa unirnos a Él en su ofrecimiento al Padre. Significa aceptar siempre nuestra propia inmolación, cuando y como Dios lo disponga. Significa continuar en el tiempo nuestra identificación con Jesús que hemos hecho en la Misa: hacer que ‘nuestro día sea una Misa’. La Misa será prolongada en nuestra tarea cotidiana unida al sacrificio redentor. El altar para uno será la mesa en la que escriba, y el altar para otro su tierra de labranza, y para otro la cama en que muere. El trabajo, la familia, el deporte y hasta las diversiones se unirán al sacrificio de Cristo, y serán por ello acciones gratísimas a la presencia de Dios Padre. Y la Misa, así prolongada, traerá una inmensa cantidad de fruto.
Diremos para terminar una última palabra sobre la Misa. En realidad es una palabra sobre Aquella que puede, mejor que nadie, enseñarnos a estar ahí. Ahora y siempre será Santa María el modelo para aprender a vivir la Misa, igual que lo es para permanecer junto al Sagrario, en la Comunión, y en todos los Misterios de la vida del Hombre-Dios. Igual que nosotros, Ella lo acompañaba presente en el Pan, comulgaba y, también como nosotros, participaba en la Misa, desde la primera del Calvario. Nadie como Ella vivió mejor la unión interior que todos hemos de buscar con Jesús oculto en el Sacramento y en el Sacrificio. Ningún corazón como el suyo ha palpitado con el de Él en tan perfecta armonía, ninguno se ha abrasado como el Suyo en el Amor. Pero decimos mal, y habremos de creerlo: no participaba en la Misa, ni estuvo acompañando al Sacramento: está, participa, con nosotros reza y se une. En cada Misa, aun en el más oscuro rincón del Planeta, Ella sigue, temblando de amor, cada paso de su Hijo, máximamente aquellos en que muere en agonía. Está con nosotros, a nuestro lado en la banca del templo, atenta, dulce, serena, con el hondo dolor que le produce la actualización del Holocausto que Ella presenció visiblemente, y con el inefable gozo de continuar, a una con su Hijo, corredimiendo siempre.
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