La historia se ha escrito tomando como punto de referencia las guerras entre naciones. Se necesitan hombres dispuestos a perdonar y reconciliarse.
Por Anselm Grün
La historia se ha escrito tomando como punto de referencia las guerras entre naciones y este dato ha contribuido a ahondar más los fosos de separación entre los hombres. Mientras no se allanen esos fosos no es pensable la paz estable en nuestro mundo. El pueblo alemán del Tercer Reich es reo de una grave culpa por su intento de erradicar al pueblo judío. No sólo los judíos. También los pueblos del Este europeo sufrieron la acción devastadora del ejército alemán. Nadie debe extrañarse de que hayan surgido por todas partes juicios de condena contra la Alemania de entonces. Gracias a Dios hubo siempre notables excepciones. El comandante alemán en la ciudad italiana de Asís recibió una invitación después de la guerra de los habitantes de esta ciudad para hacerle un homenaje. ¿Razón? Su acción decidida a favor de la población. Había donado a la ciudad todo el equipamiento del lazareto alemán. Sin embargo, en otras muchas partes siguen sangrando las heridas abiertas por los soldados alemanes en los países ocupados durante la guerra, especialmente por las SS y la GESTAPO.
Terminada la guerra se encontraban los alemanes ante la difícil situación de encarar con responsabilidad sus propios errores. Hay quienes hoy desearían de corazón eludir la obligación de reconocer su culpa y pedir perdón. Para hacer cicatrizar las heridas en los países contra los que luchó Alemania en la segunda guerra mundial concibió en 1950 el cristiano Albrecht Füsrt, en Castell-Castell, la idea de abrir nuevos caminos de reconciliación apoyado por un grupo de amigos. Él mismo había luchado como soldado los dos últimos años de la guerra. Invitó, pues, a unos amigos cristianos y a dos judíos a hacer un viaje juntos por los países contra los que había hecho la guerra Alemania para pedir perdón a sus ciudadanos en nombre del pueblo alemán. En Auschwitz pidió perdón por el antisemitismo de su familia y de la aristocracia alemana. Pretendía con estos gestos suscitar un movimiento de perdón y de reconciliación, especialmente en el corazón de las personas de edad, cargados todavía con el peso de una responsabilidad irreconciliada desde los tiempos de la guerra. Ante el gesto de petición de perdón del príncipe alemán hizo un gitano su propia confesión. Él mismo había sufrido los horrores del campo de Dachau, pero ante el noble gesto de Fürst aseguró sentirse libre de miedos, de rabia, de resentimientos contra Alemania; se sentía como recién nacido. La petición de perdón de Fürst dio origen a la creación de un clima de confianza que permitió a todos los que habían sufrido la guerra llorar los dolores pasados y sentirse otra vez libres. Así empezó una época de nuevas relaciones de amistad. Las antiguas víctimas se sentían comprendidas en su dolor, en su rabia y en la impotencia soportada durante muchos años. Ya era posible caminar otra vez juntos.
Hay quienes creen que una nación no puede estar eternamente andando de acá para allá vestida como un penitente de saco y de cilicio. Eso llevaría a una inevitable neurosis colectiva. Otra cosa es pedir perdón a los países a los que ha causado sufrimientos injustos. Porque eso no es humillación sino justicia; es una manera de empezar otra vez a vivir y llevar con dignidad la cabeza alta. La petición de perdón alivia del enorme lastre de una mala conciencia que muchos arrastran sin darse cuenta. Arroja también mucha luz sobre lo que deben ser las rectas relaciones entre los pueblos. Siempre sufro el mismo dolor cuando me cuentan las injusticias sufridas por otros pueblos. Porque también los pueblos antes oprimidos por la Alemania nazi han contribuido al sufrimiento de la población alemana posterior. Es una ley psicológica que el que ha sufrido hace también sufrir. Han ido acumulando deseos de venganza mientras sufrían vejaciones pero al tomar la revancha lo único que hacen es aumentar la anterior injusticia. Es la espiral de la violencia sembrada por la violencia alemana. Esta espiral sólo puede romperse cuando el iniciador dé muestras de disposición para pedir perdón sin poner en el debe de los adversarios sus propias deudas. El que pide perdón obliga de alguna manera con su gesto al otro a reconocer también su parte de culpabilidad. Así se ponen las premisas para un nuevo caminar juntos en paz, libres del lastre de la culpa. Una culpa no confesada es muchas veces la causa de aparición de grupos violentos de extrema derecha.
Lo que verdaderamente necesitamos no es quedarnos mirando al pasado de nuestra historia. En nuestro mundo aparecen nuevos conflictos cuyo origen es la falta de reconciliación entre determinadas etnias o razas. Queda aún reciente el deplorable conflicto en la antigua Yugoslavia. Han sido tales injusticias cometidas por todas partes que va a ser muy difícil lograr una convivencia pacífica de estos pueblos. La superación de los odios no se consigue con la intervención de la fuerza militar. El odio oculto y reprimido reaparecerá de nuevo a la menor ocasión e intentará tomarse el desquite contra los que asesinaron a parientes o amigos. Por desgracia, no siempre han actuado sobre el pueblo con espíritu de reconciliación ni las iglesias locales ni los políticos responsables. Con demasiada frecuencia se han solidarizado con unos en contra de los otros a los que han anatematizado y calificado de salvajes. Lo que de verdad se necesita son hombres dispuestos a perdonar y reconciliarse.
En África del Sur hubo un largo tiempo en que el apartheid fue causa de muchos y graves conflictos. Hombres como Mandela y De Klerk lograron poner las bases para un proceso de reconciliación. Este proceso necesita tiempo en el que pueden surgir inesperados conflictos. Pero el hecho parece en sí mismo un verdadero milagro: blancos y negros pueden cooperar juntos.
Parecido milagro hizo Martin Luter King en los Estados Unidos. Con una política de protesta sin violencia en la calle y sin odio en el corazón llevó un movimiento de reconciliación a los frentes endurecidos entre blancos y negros.
En el Oriente Próximo fue Sadat el que no descansó hasta enterrar la secular enemistad de su pueblo con Israel. Él fue el que lideró y llevó adelante el proceso de paz entre judíos y árabes. También aquí hay muchos escollos que superar. Pero se ha hecho evidente que es posible al menos dialogar y, mediante el diálogo, encontrar una solución acordada. Siempre se trata de hombres reconciliados consigo mismos en el interior de su corazón, libres de prejuicios que enfrentaban hasta entonces a pueblos y a grupos. Lograron romper la espiral de las mutuas inculpaciones. No se negaron reconocer la culpa, pero estaban dispuestos a perdonarla y a iniciar nuevas andaduras hacia un futuro en paz.
Los conflictos en Ruanda y Burundi han enfrentado a dos etnias que se odian a muerte. Mientras perviva este odio nada conseguirán las ayudas económicas y militares que les pueda enviar. Lo que primero se necesita es reconciliación en los corazones. Sólo después será posible una reconciliación social y política. En este cometido juegan un papel importantisimo las iglesias cristianas de ambos grupos. Lo que sucede es que el mensaje cristiano de reconciliación a veces sólo llega a las cabezas dirigentes sin penetrar en los estratos sociales inferiores donde residen los odios. Evidentemente, existen fuerzas irracionales en los bajos fondos humanos que se resisten a toda argumentación de la racionalidad. Esas fuerzas inconscientes tienen ciertamente muchísimo que ver con la historia de los enfrentamientos entre etnias diversas, pero también con una secular injusticia y estado de opresión. Aquí se necesitan hombres y mujeres del mundo de la iglesia y de la política capaces de darse la mano en el compromiso común por la causa de la reconciliación. Su ejemplo tendría una enorme repercusión en las actitudes del pueblo.
Un caso escandaloso para nosotros en cuanto cristianos es el conflicto en Irlanda del Norte. Es verdaderamente vergonzoso que católicos y protestantes se ataquen de una manera tan brutal. A pesar de los intentos de pacificación por ambas partes sigue allí hirviendo el rescoldo de los odios. Y es evidente que sus motivaciones no son sólo confesionales. Las desventajas económicas y sociales de los católicos han ido acumulando un arsenal tan enorme de odio y violencia que es imposible destruirlo con buenas palabras. Sin embargo las iniciativas de paz en Irlanda del Norte no han sido inútiles. También aqui pueden detectarse signos de distensión y cambio de mentalidad. Cabe, por tanto, esperar que la renuncia verbal a la violencia sea en el futuro respetada y que con ello se irá estableciendo y afianzando progresivamente la paz en las cabezas y en los corazones. Queda ahora la disposición para el perdón como condición previa para la paz.
El autor, monje benedictino en la abadía de Münsterschwarzach (Alemania), es doctor en Teología y consejero espiritual. Ha publicado numerosos libros para la meditación y el crecimiento espiritual.