San Ignacio de Loyola, vasco universal

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GrecaEl capitán Loyola, orgulloso y galante, comenzó a servir a Dios cuando un cañonazo le quebró la pierna y la altiveza. De caballero pasó a ser mendigo y ermitaño. Luego descubrió que la plenificación de su vida era la formación de una orden que difundiera el Evangelio a todos los hombres de todas las culturas y lugares. La Compañía de Jesús ha dado santos, científicos, misioneros, sabios y un Papa.

El Renacimiento

Cuando entre los años 1491-1556, la corrupción del Renacimiento invadía hasta la misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma protestante hervía en las Universidades alemanas, Dios llamó al hombre destinado a oponer un dique a esa doble inundación.

Es un gentilhombre español, nacido en el seno de una noble familia guipuzcoana. Engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta todavía la casa solariega de su linaje, como una fortaleza medieval.

Iñigo, el hijo de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en conquistas evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo de los honores y a la gloria de las armas.

Desde su adolescencia tiene un protector poderoso, el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuéllar, contador mayor de Castilla. Con él vive unas veces en Arévalo y otras en la corte, entre compañeros que serán grandes políticos o famosos conquistadores. Es un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero español de su tiempo.

Cuentan que la mujer del contador le decía: «Iñigo, no asesarás hasta que te quiebren una pierna.» Soldado desgarrado y sin letras, le llamará el Padre Granada.

De mundano a santo

Era muy buen escribano, escribe el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejaban indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, cuidar su ondulada cabellera rubia, esgrimir la lanza y galantear.

Fue procesado por sus graves desórdenes; se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le guardó las debidas consideraciones, «y si no hubiera quien le detuviera, o matara a algunos de ellos, o le mataran”.

Era, dicen los mismos compañeros de su vida cristiana, hombre metido en todas las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido, amigo de galas y buen vividor.

No obstante, se hacía querer de todos, «porque era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho».

La gran pasión de Íñigo a los veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona en 1521 como ayudante del duque de Nájera, cuando los franceses sitiaron la ciudad. Tratábase ya en el castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso defendiendo la resistencia hasta la muerte.

Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de cañón le dejó destrozada una pierna y herida la otra. Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y conducido a Loyola. Allí empezó la cura de los cirujanos.

Quisieron atarle, como se acostumbraba en semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno e inmóvil, aguantó la espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños. Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente, y no estuvo dispuesto a sufrirlo.

Le advirtieron que su desaparición le produciría dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y en las fiestas cortesanas. Y por segunda vez ofreció su pierna a la sierra con valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse; «todo -dice Rivadeneira-, poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se usaba».

El poder de los libros

Para entretener el ocio de la convalecencia, pidió que le trajesen libros de caballerías, el Amadís, o algún otro de los que hacían las delicias de la juventud, pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un “Flos Sanctorum” y la “Vida de Cristo”, del Cartujano.

Estas lecturas empezaron a despertar en su alma sentimientos de noble emulación. Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de heroísmos más vasto que el que se vivía en Europa. ¿Por qué no había de hacer él lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir de saco, comer hierbas y sufrir los tormentos de los mártires?.

Entusiasmado con su lectura, se le oía exclamar: “Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo de hacer; San Francisco hizo esto, pues yo lo tengo de hacer.» Pero apenas cerraba el libro, caía sobre él el tumulto de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado.

La señora de sus pensamientos era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien dice que era la viuda del Rey don Fernando el Católico, Germana de Foix.

«Tan poseído en ella tenía el seso, que se estaba embebido en pensar en ella dos, tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba; los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella; y estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuán imposible era poderlo alcanzar: porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas era su estado más alto que ninguno destos.»

Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí, notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría.

Poco a poco la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella voluntad indomable.

La conversión

Una noche, se levantó del lecho, se postró de rodillas ante una imagen de la Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral, definitiva.

Él nunca había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía particular devoción al príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento fue peregrinar a Jerusalén; luego se le ocurrió entrar en la Cartuja de Miraflores.

Las horas que antes gastaba pensando en su dama, las dedica ahora a orar, contemplando la noche estrellada y repitiendo aquella exclamación favorita: «¡Cuán baja me parece la tierra cuando miro al cielo!» .

Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota en un libro los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y su mente durante la lectura.

El don de la pureza

Escribe en su Autobiografía: “Y ya se le iban olvidando los pensamientos pasados con estos santos deseos que tenía, los cuales se le confirmaron con una visitación, de esta manera.

Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el Santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas.

Así, desde aquella hora hasta el agosto de 53, que esto se escribe, nunca más tuvo ni un mínimo consenso en cosas de carne; y por este efecto se puede .juzgar haber sido la cosa de Dios, aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo susodicho.

Mas así su hermano, como todos los demás de casa, fueron conociendo por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánima interiormente”. Comenta el Padre Victoriano Larrañaga: “Esta gracia extraordinaria tuvo lugar estando en su cama enfermo. Así lo indica la circunstancia de la hora: «Estando una noche despierto.» Y lo confirma el hecho, poco después registrado, de cuando comenzó a levantarse un poco por casa.

Una transformación radical y perpetua en materia de pureza, unida a una «consolación muy excesiva», fue el sello sobrenatural que quiso poner el cielo a la conversión de San Ignacio: desde ese momento pasaba a ser la casa-torre de Loyola «la santa casa» que venerarán los siglos.

Los efectos producidos interiormente en su alma se inician visibles aun a los ojos de sus familiares, y el tiempo que con ellos conversaba «todo lo gustaba en cosas de Dios, con lo cual hacia provecho a sus ánimas». Es entonces también cuando empieza a dedicar parte de las ´horas del día a la oración a tomar los apuntes de las vidas de Cristo y de los Santos.

El peregrino

Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se arrodilla primero ante la Virgen de Aránzazu, va luego a Navarrete para despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus criados, solo, montado en una mula.

Cuando se dirige en peregrinación a Montserrat, una alegría íntima llena su alma; medita penitencias, peregrinaciones y hazañas por Cristo; y para reparar su vida de pecado, se disciplina cada día hasta derramar sangre. En Montserrat se confiesa durante tres días; escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la espada y la daga ante el altar de la Virgen.

El soldado vanidoso y ambicioso ha muerto para siempre y ha nacido el general de la Compañía de Dios. Aquí empieza la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Faltó poco para que en el camino de la montaña no apuñalase a un moro que atacaba la perpetua virginidad de María. Extremoso en todo, quiso practicar todo lo que había leído de los héroes del cristianismo.

El 24 de marzo de 1522 halló un pobre andrajoso, le dio sus vestidos de caballero, y se vistió un traje que consistía en un saco de cáñamo, un pedazo de cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el de la herida.

Con estas galas y en la mano el bordón rematado en una calabaza, pasó una noche al pie del altar de la Virgen, según la costumbre de velar las armas de los caballeros medievales. Cojeando penosamente, llega a Manresa. Allí vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta.

Mal formado todavía en la vida del espíritu, se imagina que toda la santidad está en la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano en cuidar su persona, se deja ahora crecer las uñas y el cabello.

Se ríen de él, pero él lo sufre con paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro, las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. El sólo se llama el Peregrino.

En tiempos de turbación

Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le decía: «¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?». Pero esta prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: «¿Quién me asegura que voy a vivir una sola hora?».

No tardó en advertir en medio de la oración olas terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que había emprendido. Siguieron después los escrúpulos sobre su confesión, acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por un barranco. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de la divina misericordia.

En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber hasta recobrar la calma. Después de una semana, le echaron de menos unas mujeres piadosas que escuchaban sus consejos, y tras muchas pesquisas le encontraron en una ermita de la Virgen, tan extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie, y fue preciso que el confesor le negase la absolución, para hacerle tomar alimento.

La consolación

Después se sintió repentinamente inundado de paz y alegría. Llegaron los días de los regalos y las consolaciones. Escribirá en sus Ejercicios: “En tiempo de turbación, no hacer mudanza”. Según él mismo lo declara, «Dios trataba a su siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien instruye».

«Aunque no existieran los libros santos –añadía- estaría dispuesto a dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la contemplación se me ha comunicado.»

Un día, contemplando las cosas divinas en las cercanías de Manresa, se sentó en el camino, que pasa a la ribera del río Cardoner, y estuvo mirando el agua. «Allí -dice el Padre Laínez- aprendió en una hora más de lo que hubieran podido enseñarle todos los sabios del mundo.» Recuerda aquellos versos del Doctor Místico:

“Este saber no sabiendo
es de tan alto poder
Que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer
que no llega su saber
a no entender entendiendo,
toda ciencia trascendiendo”.

Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que los maliciosos llamaban las “Iñigas”, practicaban los Ejercicios espirituales bajo su dirección.

El libro de los ejercicios

Así nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e inteligible. Así nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de las verdades eternas o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu.

«El Peregrino -decía más tarde a uno de sus compañeros -observaba en su alma ya éstos, ya aquellos afectos y se aprovechó de ello, y por ahí vino a pensar que podrían bien aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios”.

Al principio, lo único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente; después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente transformado, se encontró con un método espiritual que podría obrar en los otros una transformación análoga a la suya.

La sustancia de esa obra, que resume el trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde, los experimentos que hizo con los otros le permitieron perfeccionar su sistema, que siguió enriqueciendo con nuevas aportaciones durante sus estudios teológicos y en el período italiano de su vida.

Eficacia maravillosa

La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para transformar y educar a las almas. Las causas de esta influencia, aparte del poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias, fruto de un estudio profundo del alma humana.

Escuela incomparable de hombres, de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para practicados. Entonces es cuando tienen su eficacia, cuando producen corazones como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de Sales, San Carlos Borromeo o San Pedro Canisio y un largo etcétera.

Críticos de todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonioso, una verdadera obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar. Todo resumido en la invitación de Cristo: «Toma tu cruz y sígueme», cuya esencia es el “abneget”, la renuncia.

Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas naturales, las intensifican, purificándolas de lo inferior y bestial, dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y potenciándolas con la ayuda de la gracia. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad personal; ya que su efecto es siempre un robustecimiento de la personalidad, orientada y polarizada en Dios.

Son la obra maestra de una pedagogía. Se ha reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del Espíritu. Pero es que San Ignacio ve en el razonamiento la base sólida de toda convicción.

Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre respetuoso con los movimientos del Espíritu, “que mueve a su ánima devota”. Hay que tener también presente que él sólo establece el método de la oración ordinaria.

Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa en lanzar el alma hacia ellas. Para él la perfección de la vida espiritual no consiste propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de cien personas de oración, las noventa vivían engañadas.

Consideraba que se daba más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del mundo.

Contemplativo en la acción

El período místico de Manresa sólo fue un episodio en la vida militante de San Ignacio. Hombre de acción, se lanzó en busca de su destino. No ha llegado a verlo todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la fe entre los infieles.

Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto.

En 1524 reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela. Comprendiendo su necesidad de instrucción religiosa y humanística, se entregó ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda clase de pensamientos devotos y dulzuras interiores cuando cogía la Gramática.

Siendo tan mayor entre niños el maestro le trataba con consideración, hasta que un día le rogó con ahínco que le tratase como al menor muchacho de sus discípulos, y que cuando le viese flojo y descuidado, le castigase y azotase como a los demás. Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la Filosofía y de la Teología.

Estudiante y buscador de almas

Pero a la vez que estudiante, era un fogoso apóstol. Un grupito de gentes piadosas escuchaban sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero, que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y universitarios se discutía al extraño penitente, que producía repentinos cambios de vida.

Unos le veneraban como a santo, otros empezaban a sospechar si sería uno de aquellos alumbrados fanáticos que, entre supuestas revelaciones, sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución: Ignacio tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir como los demás.

A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las sospechas, se le abrió un proceso canónico y se le encerró en la cárcel, donde permaneció dos meses. Él rehusaba defenderse pero hablaba a los inquisidores con la libertad propia de su carácter.

– “¿Qué mal habéis hallado en mí, después de tanto inquirir?” preguntaba al Vicario de Alcalá.

– “Nada -contestó el interpelado-; si algo se hallara en vos, os castigaran y aún os quemaran”.

Respondió Iñigo:

– “Así os quemarán a vos si errárades”.

–“ Es así” -replicó secamente el Vicario.

Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a Salamanca. Allí también fue acusado, procesado y encarcelado veintidós días en un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce palmos a los pies, y sin poder dormir «por la gran multitud de bestias varias». “¡No sabía, dijo, que fuera tan peligroso predicar a Cristo a los cristianos” .

Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a los doctores de la Sorbona.

Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes españoles de Flandes. A los tres años obtuvo el grado de maestro en filosofía. Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger limosnas. La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desarrapado seducía de una manera irresistible.

En Barcelona, en Alcalá, en Salamanca había encontrado discípulos que sufrían el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Lo mismo sucedía en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en el colegio de Santa Bárbara, el saboyano Pedro Fabro.

Después ganó el alma ardorosa del joven profesor navarro Francisco Javier. Siguieron Diego Laínez y el toledano Salmerón, el portugués Rodrígues de Acevedo y el joven Alfonso de Bobadilla, palentino.

Montmartre

El 15 de agosto de 1534, seguido por estos seis, en la colina de Montmartre, en una capilla, dedicada a San Dionisio, perteneciente a las monjas benedictinas, oyeron la misa celebrada por Pedro Fabro, que era el único sacerdote. A la comunión, Fabro se volvió a sus compañeros con la sagrada Hostia en la mano.

Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno a uno sus votos. Después, bajaron y se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un frugal banquete con pan y agua. La alegría era tan grande y el fervor tal, que se les pasaron las horas sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos de sus corazones.

Al año siguiente, Ignacio se dirigió por última vez a su tierra para restablecer su quebrantada salud. Aún no saben qué es lo que Dios quiere ellos. Por de pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Los iñiguistas de la Sorbona dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a llamarse Ignacio.

Alentado por una visión famosa ocurrida en la Iglesia de la Storta en la que Cristo le dijo “En Roma os seré propicio”, Ignacio viaja a Roma con dos de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo.

Aún sigue en la incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. “No sé lo que me espera en Roma –decía-, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados; sólo sé que Jesucristo nos será propicio.»

Persecuciones y aprobación

En Roma, frialdades, indiferencias y persecuciones. En los pulpitos se desautorizaba a aquella compañía de «sacerdotes reformados”. La causa de Ignacio parecía perdida, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres poderosos, ganados por la práctica de los Ejercicios. Príncipes, cardenales y embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro prodigioso.

El mismo Papa Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral del fundador y en sus conversaciones con el pontífice, empezó a esbozar el plan de una Orden nueva, que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en todos los aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo entero campo de su acción. Tal era el gran ideal en que había cuajado definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español.

El 27 de septiembre de 1540 aparecía la bula por la cual el Papa Paulo III aprobaba la nueva fundación, y el comienzo de la Compañía de Jesús.

Una serie de acontecimientos, independientes de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual, que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.

Innumerables obras en la Iglesia, y multitud de Santos en los altares, para la Mayor Gloria de Dios, Ad Majorem Dei Gloriam.

En el Gesu de Roma

Los quince años últimos de su vida los dedica Ignacio en el Gesú de Roma, a perfilar, acrecentar y completar la gran obra de su vida.

Escribe las Constituciones, forma a los novicios en el Colegio Romano, envía sus teólogos al Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las partes del mundo, escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre; una obediencia ciega.

El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a las Indias: «Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré las razones que me han decidido.»

Su mandato era a la vez firme y suave, razonado y autoritario. Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su obligación a obedecer.

Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: «O es verdad, o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad, déjenlo estar.»

Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas, privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad.

Era natural que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como el campeón de la disciplina cuando el mundo se indisciplinaba.

Su retrato

La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y lejana, contemplativa, pero insinuando una sonrisa enigmática.

Dice Ribadeneira que tenía una estatura mediana, o mejor, era pequeño y bajo de cuerpo; el rostro autorizado, la frente ancha y sin arrugas, hundidos los ojos, encogidos y arrugados los párpados por las muchas lágrimas que derramaba; las orejas medianas, la nariz alta y el color vivo y templado y con la calva de muy venerable aspecto, el rostro alegremente grave y gravemente alegre.

Su serenidad alegraba y con su gravedad componía a los que le miraban. Al trazar el retrato de su alma, se le ha representado como un luchador y un contemplativo, como un fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como una inteligencia de ideas amplias y vigorosas.

No era un sentimental, sino más bien cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; él aprendió el castellano en Arévalo, pues su lengua materna era el vascuence.

Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía: Ad maiorem Dei gloriam. Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones.

Podrá sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la ordena y armoniza por entero desde que deja el servicio del emperador y recoge y encauza la corriente de sus energías, su ingenio, su fantasía, su memoria, su prudencia y tenacidad, su temple de hierro y su ojo infalible para tomar la medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción.

Su fuerza superior, alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume. San Ignacio, dice Papini, es el más católico de los santos.

Don de lágrimas

Su don de lágrimas es tan excepcional que pocas veces habrá sido igualado en la hagiografía católica ni por los mayores santos contemplativos de la Iglesia.

En los primeros cuarenta días, dedicados a la elección de la pobreza de las casas e iglesias de la Compañía llegan hasta 175 las veces que nos habla de sus lágrimas; es decir, que por término medio venía a derramar lágrimas cuatro veces por día.

Llamaba la atención ante todo su misma abundancia, como él anota: «Viniendo en mucha grande devoción y muchas lágrimas intensísimas»; «cubriéndome tanto de lagrimas»: «con grande efusión de lágrimas por el rostro»; «un cubrirme de lagrimas y de amor».

Su Diario, es un caso asombroso de llevar la contabilidad de las lágrimas, el día que no llora más que tres veces, se siente desconsolado. Temió quedarse ciego de tanto llorar, y no podía sin mucho dolor en los ojos salir al sol y al aire. Es amoroso, no sentimental. Vive la mística del servicio y su virtud preferida es la obediencia.

En su mesa sólo tenía el Nuevo Testamento y el Gersoncito «la perdiz de los libros espirituales», el Kempis. Ignacio de Loyola (Loyola, Guipúzcoa, 1491- Roma, 1556) fundó la Compañía de Jesús en el año 1540 y fue elegido primer superior general.

En el año 1535, un año después de haber emitido sus primeros votos, llegó a Valencia donde residió a lo largo de varios meses y en 1542 fue nombrado prior de la cartuja de Porta Coeli en Valencia. Continuó vinculado con la ciudad de Valencia, donde decidió levantar un colegio jesuítico en 1544.

Años más tarde, mantuvo correspondencia periódica con los jesuitas de Valencia y, especialmente, con Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia entre 1544 y 1555, «con quien le unía una estrecha amistad». Murió el 31 de julio de 1556 y fue canonizado por Gregorio XV el 1622.

Jesús Martí Ballester
jmarti@ciberia.es


 

San Ignacio de Loyola

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