La «tercera edad» y la santa pureza

También los mayores deben cultivar la santa pureza

Puede sorprender que, en el contexto de la «educación para la castidad», se dedique un artículo a las personas ancianas o, al menos, muy próximas a esa edad de la experiencia, cuya tarea -tanto en la sociedad como en la Iglesia- es, precisamente, la de educadores que «ayudan a ver los acontecimientos terrenos con más sabiduría, porque las vicisitudes de la vida los han hecho expertos y maduros. Ellos son depositarios de la memoria colectiva y, por eso, intérpretes privilegiados del conjunto de ideales y valores» (Juan Pablo II, Carta a los ancianos, 1-X-1999, n. 13).

Pero sucede que la plenitud del cristiano viene descrita por Nuestro Señor con estas palabras:

«Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Y nadie, por muy mayor que sea, puede considerar alcanzado tal objetivo, mientras permanezca en esta vida temporal.

Según señala Juan Pablo II en el lugar citado, no cabe entender la vejez «como espera pasiva de un acontecimiento destructivo, sino como un acercamiento prometedor a la meta de la plena madurez», pues se trata de «un período que se ha de utilizar de modo creativo con vistas a profundizar en la vida espiritual» (n.16). Se comprende que, al final de sus días, escribiera San Pablo: «No es que ya la haya alcanzado -la plenitud-, o que ya sea perfecto, sino que continúo esforzándome por ver si la alcanzo […] Olvidando lo que queda atrás, una cosa intento: lanzarme hacia lo que tengo por delante, correr hacia la meta» (Filip 3, 12-14).

PLENITUD CRISTIANA

Se trata de un proceso, cuyo protagonismo principal corresponde al Espíritu Santo, que continúa trabajando en el alma incluso cuando la persona ha perdido el uso de sus facultades mentales. Pero, mientras conserva el dominio de sí mismo, cada uno debe colaborar activamente a la transformación indicada por San Pablo: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Gal 1,20).

La plenitud del cristiano radica en la caridad. Un amor a Dios y a los demás que transfigura e integra todas las dimensiones de la persona, incluidas las que de modo concreto vienen reguladas por la castidad o, en sentido más amplio, por el conjunto de virtudes que suelen designarse con el nombre genérico de «santa pureza». Con la fuerza transformante de la caridad, los afectos, la sensibilidad y hasta el propio cuerpo se articulan progresivamente según la luz de la fe, dentro del horizonte de la bienaventuranza que esperamos y cuya consecución es, previsiblemente, más cercana para los mayores.

Como es lógico, el anciano que ha tratado de vivir cristianamente ha ido madurando, con la gracia de Dios, en esa integración de la persona. Pero la literatura espiritual cristiana siempre ha considerado que, cuando el hombre se aproxima a la meta, el enemigo juega sus últimas bazas para separarlo de Dios. Así, el Beato Josemaría Escrivá señalaba: «No penséis que llegará un momento en que todo será fácil: pasarán los años -os lo digo por propia experiencia- y necesitaréis continuar luchando, incluso con más fuerza, porque el diablo se presenta de los modos más engañosos» (cit. en J. Echevarría, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, pp. 26-27). Y solía ejemplificar: «Lo que mancha a un niño de ocho años, mancha también a un hombre de ochenta» (Ibid. p. 220).

CADA PERSONA ES DISTINTA

Si bien es cierto que la disminución de las fuerzas físicas mitiga por lo general el ímpetu de las pasiones «corporales», también hay que contar con ellas en la tercera edad. Las reliquias del pecado original siguen ahí. Con los años suelen agudizarse algunas tentaciones de impaciencia, de irritabilidad, de avaricia previsora, de preocupación egoísta por uno mismo. Pero esto no significa que desaparezcan por completo las antiguas concupiscencias. Permanecen activas, quizá con fisonomías nuevas, retorcidas; o disimuladas por la habilidad adquirida para autojustificarse y por determinadas circunstancias, reales o imaginadas (soledad, insomnio, etcétera).

Claro está que cada persona es cada persona. La vejez es un concepto muy amplio, rico en fases variadas. Tampoco son lo mismo -como no lo fueron en la juventud o en la madurez- un hombre y una mujer. Además, las condiciones de cada uno -soltero, casado, célibe o viudo-, su historial, los hábitos adquiridos, la presente situación somática y psicológica, así como la formación (no sólo información) moral y cristiana son otros tantos factores que impiden hablar de las personas mayores como si todas fueran idénticas. Por poner un ejemplo hay un abismo entre los viejos corrompidos que trataban de forzar a la casta Susana (cfr. Dan, 13) y la abuelita piadosa que pasa sus días gastando las cuentas del Rosario.

ALGUNOS PROBLEMAS ESPECÍFICOS

Pero -aparte de patológicas obsesivas o demenciales: objeto de tratamiento más bien médico que moral- la castidad puede presentar dificultades peculiares para los ancianos.

Por lo común disponen de más tiempo para dar vueltas a la cabeza, y pesa sobre ellos el recuerdo las experiencias vividas, la imaginación de lo que lo que no hicieron (y, con razón, piensan no tendrán ya oportunidad de hacer).

A esto hay que añaden los ancianos casados, dificultad o imposibilidad de mantener relaciones conyugales. Y en cualquier persona de edad se pueden presentar situaciones psicosomáticas, de alguna manera parecidas a las la adolescencia: un cierto descontrol de la sensibilidad, cuya dinámica ordinaria era conocida, y ahora sorprende con reacciones inesperadas.

A veces gravita igualmente, sobre los mayores, la necesidad de cariño que parece no recibirse quienes debieran proporcionarlo, y se cree encontrar, por ejemplo, en personas del otro sexo: enfermeros, cuidadores, compañeros de residencia geriátrica (con el añadido de los obstáculos -familiares, fiscales, etcétera- impiden a muchos viudos plantearse siquiera eventualidad de contraer nuevas nupcias).

A todo ello se suma la agresión del erotismo ambiental -medios de comunicación, costumbres, literatura, modas, anuncios, espectáculos- que exaspera la curiosidad morbosa, induce al coqueteo, o sugiere conductas insospechadas. Esta presión no va dirigida específicamente hacia los mayores; pero a éstos se les ofrecen modelos y se les facilitan ocasiones -por ejemplo, fiestas, vacaciones o viajes frívolos- para comportarse «como si todavía fuesen jóvenes».

CLARIDAD DE IDEAS

Según queda indicado, conviene que los propios ancianos cuenten con todo ello, para desconfiar humildemente de sí mismos y para no descorazonarse si comprueban que les afectan esas cuestiones, que con la gracia de Dios, siempre son superables. También deben tenerlo en cuenta quienes los atienden, material o espiritualmente, sobre todo para comprenderles; así como para prevenir -sin fomentarlas- aquellas dificultades, y para ayudarles a superarlas.

Precisamente la claridad de ideas constituye una base imprescindible para encarar la vida cristiana, en cualquiera de sus dimensiones. Claridad para saber las metas hacia las que uno camina; para reconocer la tentación como tentación; y, si es del caso, para llamar al pecado por su nombre.

En ese sentido, resulta imprescindible también la rectitud de los criterios morales. Sin descender a pormenores, baste recordar que, al margen de la edad, el ejercicio de la sexualidad es legítimo, incluso santo, sólo dentro del matrimonio, con el propio cónyuge, y cuando se actúa de modo que -si persistiera la fertilidad, que de hecho ha desaparecido con los años- esas relaciones serían de suyo aptas para transmitir la vida.

Eventuales concreciones de ese criterio están aquí fuera de lugar: su lugar propio es la dirección espiritual personal o el confesionario. La sinceridad en la dirección espiritual y en la Confesión constituye precisamente, para los mayores como para los jóvenes, un medio eficacísimo de educación en la castidad. Y la gracia que Dios dispensa en los sacramentos reiterables -Penitencia y Sagrada Eucaristía- es la principal fuerza para vivir todas las virtudes cristianas, incluida la santa pureza.

VIDA DE ORACIÓN

Al comienzo de estas consideraciones se advertía que la castidad es, como toda otra virtud concreta, una dimensión particular de la caridad. En la Carta que se ha citado de Juan Pablo II a los ancianos, el Santo Padre describe la vejez como un período creativo en orden a profundizar en la vida espiritual «mediante la intensificación de la oración y el compromiso de una dedicación a los hermanos en la caridad» (n.16).

Ante todo, la oración. La disminución de los quehaceres permite dedicar un mayor tiempo y sosiego a las prácticas de piedad: asistencia, si es posible, a la Santa Misa; recitación pausada del Santo Rosario y de otras devociones; ejercicio de la oración mental; visitas al Santísimo Sacramento en la iglesia más próxima o, si la hay, en la capilla de la residencia… De este modo, el alma se va identificando con Dios, en orden a su perfecta transformación en Cristo.

Por descontado que la vida de oración presupone un esmerado recogimiento de los sentidos. Esto vale para la curiosidad de la vista (personas, imágenes, espectáculos o lecturas) o del oído (relatos que nada aportan, temas de conversación, letras de canciones, etcétera). También para las evocaciones de la memoria y de la imaginación. Ahora bien, aparte de las cautelas, lo decisivo para la guarda de los sentidos es fomentar positivamente su limpieza: tener a la vista imágenes de Jesús -niño, crucificado, mostrando su Corazón, o como sea- y de la Santísima Virgen; leer o escuchar grabaciones del Santo Evangelio y de otros textos que sugieren planteamientos cristianos de la vida; y, en general, purificar las facultades humanas con la Santa Cruz (aceptando pacientemente las propias limitaciones y molestias; mediante pequeños sacrificios en la comida, en la comodidad y en tantos otros campos).

DEDICACIÓN A LOS DEMÁS

La segunda palestra que señala el Santo Padre a los ancianos es la caridad, para cuyo ejercicio tantas oportunidades se ofrecen a las personas mayores.

De sus condiciones personales dependerá el tipo de servicios que puedan prestar. Por ejemplo, visitando enfermos; atendiendo a los nietos (hay grandes valores que, hoy día, prácticamente sólo pueden transmitir los abuelos); haciendo pequeños recados y trabajos de la casa; o con prestaciones a la parroquia e incluso a ONGs asistenciales. (Estos quehaceres constituyen, además, un buen conjuro para la sensación de inutilidad y frente a los peligros de la ociosidad).

En cualquier caso -y con cierto cuidado para evitar caer en dependencias afectivas inoportunas-, todos pueden mostrarse acogedores, comprensivos, pacificadores, positivos y agradecidos. También pueden escuchar los desahogos de los demás y ayudarles a que planteen sus problemas con sentido cristiano. Y todos pueden esforzarse por olvidarse de sí mismos, para adoptar el punto de vista de los otros y procurar satisfacer las conveniencias ajenas: en horarios, paseos, juegos, o programas de televisión.

Esta disposición generosa se traducirá incluso en las plegarias no limitadas a las propias necesidades. La caridad lleva a rezar por la Iglesia; por el Santo Padre y los obispos; por los sacerdotes y religiosos; por las vocaciones; por la unidad de los cristianos; por las necesidades de 1a familia y de la patria por la paz en el mundo por los enfermos y agonizantes; por los difuntos; por los presos; por los emigrantes; y por todas las intenciones para las cuales suele 1a gente pedir oraciones.

Así, por los caminos de la oración y del servicio al prójimo, se va haciendo realidad aquello de «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí». El corazón se va llenando del «amor hermoso en que consisten tanto 1a caridad como la castidad. El éxito en esa «educación para la castidad» de los ancianos, igual que de los jóvenes, está asegurado si toman como maestra a la bendita Mujer a quien, con razón, invocamos como Madre del Amor Hermoso.

José Miguel Pero-Sanz
Palabra, 442-443, IV-01 (231)

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