Ut unum sint

IOANNES PAULUS PP. II
Ut unum sint
Carta encíclica sobre el Empeño Ecuménico
25 de mayo de 1995

INTRODUCCIÓN

1. Ut unum sint! La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes, especialmente al aproximarse el Año Dos mil que será para ellos un Jubileo sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo hombre para salvar al hombre.

El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación. Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se puede trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio.

Cristo llama a todos sus discípulos a la unidad. Me mueve el vivo deseo de renovar hoy esta invitación, de proponerla de nuevo con determinación, recordando cuanto señalé en el Coliseo romano el Viernes Santo de 1994, al concluir la meditación del Vía Crucis, dirigida por las palabras del venerable hermano Bartolomé, Patriarca ecuménico de Constantinopla. En aquella circunstancia afirmé que, unidos en el seguimiento de los mártires, los creyentes en Cristo no pueden permanecer divididos. Si quieren combatir verdadera y eficazmente la tendencia del mundo a anular el Misterio de la Redención, deben profesar juntos la misma verdad sobre la Cruz (1). ¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella las raíces de su nueva vida; pensando que la Cruz no pueda abrir ni perspectivas ni esperanzas: el hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese.

2. A nadie escapa el desafío que todo esto supone para los creyentes. Ellos deben aceptarlo. En efecto, ¿cómo podrían negarse a hacer todo lo posible, con la ayuda de Dios, para derribar los muros de la división y la desconfianza, para superar los obstáculos y prejuicios que impiden el anuncio del Evangelio de la salvación mediante la Cruz de Jesús, único Redentor del hombre, de cada hombre?

Doy gracias a Dios porque nos ha llevado a avanzar por el camino difícil, pero tan rico de alegría, de la unidad y de la comunión entre los cristianos. El diálogo interconfesional a nivel teológico ha dado frutos positivos y palpables; esto anima a seguir adelante.

Sin embargo, además de las divergencias doctrinales que hay que resolver, los cristianos no pueden minusvalorar el peso de las incomprensiones ancestrales que han heredado del pasado, de los malentendidos y prejuicios de los unos contra los otros. No pocas veces, además, la inercia, la indiferencia y un insuficiente conocimiento recíproco agravan estas situaciones. Por este motivo, el compromiso ecuménico debe basarse en la conversión de los corazones y en la oración, lo cual llevará incluso a la necesaria purificación de la memoria histórica. Con la gracia del Espíritu Santo, los discípulos del Señor, animados por el amor, por la fuerza de la verdad y por la voluntad sincera de perdonarse mutuamente y reconciliarse, están llamados a reconsiderar juntos su doloroso pasado y las heridas que desgraciadamente éste sigue produciendo también hoy. Están invitados por la energía siempre nueva del Evangelio a reconocer juntos con sincera y total objetividad los errores cometidos y los factores contingentes que intervinieron en el origen de sus lamentables separaciones. Es necesaria una sosegada y limpia mirada de verdad, vivificada por la misericordia divina, capaz de liberar los espíritus y suscitar en cada uno una renovada disponibilidad, precisamente para anunciar el Evangelio a los hombres de todo pueblo y nación.

3. Con el Concilio Vaticano II la Iglesia católica se ha comprometido de modo irreversible a recorrer el camino de la acción ecuménica, poniéndose a la escucha del Espíritu del Señor, que enseña a leer atentamente los «signos de los tiempos». Las experiencias que ha vivido y continúa viviendo en estos años la iluminan aún más profundamente sobre su identidad y su misión en la historia. La Iglesia católica reconoce y confiesa las debilidades de sus hijos, consciente de que sus pecados constituyen otras tantas traiciones y obstáculos a la realización del designio del Salvador. Sintiéndose llamada constantemente a la renovación evangélica, no cesa de hacer penitencia. Al mismo tiempo, sin embargo, reconoce y exalta aún más el poder del Señor, quien, habiéndola colmado con el don de la santidad, la atrae y la conforma a su pasión y resurrección.

Enseñada por las múltiples vicisitudes de su historia, la Iglesia está llamada a liberarse de todo apoyo puramente humano, para vivir en profundidad la ley evangélica de las Bienaventuranzas. Consciente de que «la verdad no se impone sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra, con suavidad y firmeza a la vez, en las almas» (2), nada pide para sí sino la libertad de anunciar el Evangelio. En efecto, su autoridad se ejerce en el servicio de la verdad y de la caridad.

Yo mismo quiero promover cualquier paso útil para que el testimonio de toda la comunidad católica pueda ser comprendido en su total pureza y coherencia, sobre todo ante la cita que la Iglesia tiene a las puertas del nuevo Milenio, momento excepcional para el cual pide al Señor que la unidad de todos los cristianos crezca hasta alcanzar la plena comunión (3). A este objetivo tan noble mira también la presente Carta encíclica, que en su índole esencialmente pastoral quiere contribuir a sostener el esfuerzo de cuantos trabajan por la causa de la unidad.

4. Esta es un preciso deber del Obispo de Roma como sucesor del apóstol Pedro. Yo lo llevo a cabo con la profunda convicción de obedecer al Señor y con plena conciencia de mi fragilidad humana. En efecto, si Cristo mismo confió a Pedro esta misión especial en la Iglesia y le encomendó confirmar a los hermanos, al mismo tiempo le hizo conocer su debilidad humana y su particular necesidad de conversión: «Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32). Precisamente en la debilidad humana de Pedro se manifiesta plenamente cómo el Papa, para cumplir este especial ministerio en la Iglesia, depende totalmente de la gracia y de la oración del Señor: «Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca» (Lc 22, 32). La conversión de Pedro y de sus sucesores se apoya en la oración misma del Redentor, en la cual la Iglesia participa constantemente. En nuestra época ecuménica, marcada por el Concilio Vaticano II, la misión del Obispo de Roma trata particularmente de recordar la exigencia de la plena comunión de los discípulos de Cristo.

El Obispo de Roma en primera persona debe hacer propia con fervor la oración de Cristo por la conversión, que es indispensable a «Pedro» para poder servir a los hermanos. Pido encarecidamente que participen de esta oración los fieles de la Iglesia católica y todos los cristianos. Junto conmigo, rueguen todos por esta conversión.

Sabemos que la Iglesia en su peregrinar terreno ha sufrido y continuará sufriendo oposiciones y persecuciones. La esperanza que la sostiene es, sin embargo, inquebrantable, como indestructible es la alegría que nace de esta esperanza. En efecto, la roca firme y perenne sobre la que está fundada es Jesucristo, su Señor.

I. EL COMPROMISO ECUMÉNICO DE LA IGLESIA CATÓLICA

El designio de Dios y la comunión

5. Junto con todos los discípulos de Cristo, la Iglesia católica basa en el designio de Dios su compromiso ecuménico de congregar a todos en la unidad. En efecto, «la Iglesia no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, pues ha sido enviada al mundo para anunciar y testimoniar, actualizar y extender el misterio de comunión que la constituye: a reunir a todos y a todo en Cristo; a ser para todos ‘sacramento inseparable de unidad’» (4).

Ya en el Antiguo Testamento, refiriéndose a la situación de entonces del pueblo de Dios, el profeta Ezequiel, recurriendo al simple símbolo de dos maderos primero separados, después acercados uno al otro, expresaba la voluntad divina de «congregar de todas las partes» a los miembros del pueblo herido: «Seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y sabrán las naciones que yo soy el Señor, que santifico a Israel, cuando mi santuario esté en medio de ellos para siempre» (cf. 37, 16-28). El Evangelio de san Juan, por su parte, y ante la situación del pueblo de Dios en aquel tiempo, ve en la muerte de Jesús la razón de la unidad de los hijos de Dios: «Iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (11, 51-52). En efecto, la Carta a los Efesios enseñará que «derribando el muro que los separaba, por medio de la cruz, dando en sí mismo muerte a la enemistad», de lo que estaba dividido hizo una unidad (cf. 2, 14-16).

6. La unidad de toda la humanidad herida es voluntad de Dios. Por esto Dios envió a su Hijo para que, muriendo y resucitando por nosotros, nos diese su Espíritu de amor. La víspera del sacrificio de la Cruz, Jesús mismo ruega al Padre por sus discípulos y por todos los que creerán en Él para que sean una sola cosa, una comunión viviente. De aquí se deriva no sólo el deber, sino también la responsabilidad que incumbe ante Dios, ante su designio, sobre aquellos y aquéllas que, por medio del Bautismo llegan a ser el Cuerpo de Cristo, Cuerpo en el cual debe realizarse en plenitud la reconciliación y la comunión. ¿Cómo es posible permanecer divididos si con el Bautismo hemos sido «inmersos» en la muerte del Señor, es decir, en el hecho mismo en que, por medio del Hijo, Dios ha derribado los muros de la división? La división «contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el Evangelio a toda criatura» (5).

El camino ecuménico: camino de la Iglesia

7. «El Señor de los tiempos, que prosigue sabia y pacientemente el plan de su gracia para con nosotros pecadores, últimamente ha comenzado a infundir con mayor abundancia en los cristianos separados entre sí el arrepentimiento y el deseo de la unión. Muchísimos hombres, en todo el mundo, han sido movidos por esta gracia y también entre nuestros hermanos separados ha surgido un movimiento cada día más amplio, con ayuda de la gracia del Espíritu Santo, para restaurar la unidad de los cristianos. Participan en este movimiento de unidad, llamado ecuménico, los que invocan al Dios Trino y confiesan a Jesús como Señor y Salvador; y no sólo individualmente, sino también reunidos en grupos, en los que han oído el Evangelio y a los que consideran como su Iglesia y de Dios. No obstante, casi todos, aunque de manera diferente, aspiran a una Iglesia de Dios única y visible, que sea verdaderamente universal y enviada a todo el mundo, a fin de que el mundo se convierta al Evangelio y así se salve para gloria de Dios» (6).

8. Esta afirmación del Decreto Unitatis redintegratio se debe comprender en el contexto de todo el magisterio conciliar. El Concilio Vaticano II expresa la decisión de la Iglesia de emprender la acción ecuménica en favor de la unidad de los cristianos y de proponerla con convicción y fuerza: «Este santo Sínodo exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, participen diligentemente en el trabajo ecuménico» (7).

Al indicar los principios católicos del ecumenismo, el Decreto Unitatis redintegratio enlaza ante todo con la enseñanza sobre la Iglesia de la Constitución Lumen gentium, en el capitulo que trata sobre el pueblo de Dios (8). Al mismo tiempo, tiene presente lo que se afirma en la Declaración conciliar Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa (9).

La Iglesia católica asume con esperanza la acción ecuménica como un imperativo de la conciencia cristiana iluminada por la fe y guiada por la caridad. También aquí se puede aplicar la palabra de san Pablo a los primeros cristianos de Roma: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo»; así nuestra «esperanza… no defrauda» (Rm 5, 5). Esta es la esperanza de la unidad de los cristianos que tiene su fuente divina en la unidad Trinitaria del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.

9. Jesús mismo antes de su Pasión rogó para «que todos sean uno» (Jn 17, 21). Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad. Dios quiere la Iglesia, porque quiere la unidad y en la unidad se expresa toda la profundidad de su ágape.

En efecto, la unidad dada por el Espíritu Santo no consiste simplemente en el encontrarse juntas unas personas que se suman unas a otras. Es una unidad constituida por los vínculos de la profesión de la fe, de los sacramentos y de la comunión jerárquica (10). Los fieles son uno porque, en el Espíritu, están en la comunión del Hijo y, en Él, en su comunión con el Padre: «Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 3). Así pues, para la Iglesia católica, la comunión de los cristianos no es más que la manifestación en ellos de la gracia por medio de la cual Dios los hace partícipes de su propia comunión, que es su vida eterna. Las palabras de Cristo «que todos sean uno» son pues la oración dirigida al Padre para que su designio se cumpla plenamente, de modo que brille a los ojos de todos «cómo se ha dispensado el Misterio escondido desde siglos en Dios, Creador de todas las cosas» (Ef 3, 9). Creer en Cristo significa querer la unidad; querer la unidad significa querer la Iglesia; querer la Iglesia significa querer la comunión de gracia que corresponde al designio del Padre desde toda la eternidad. Este es el significado de la oración de Cristo: «Ut unum sint».

10. En la situación actual de división entre los cristianos y de confiada búsqueda de la plena comunión, los fieles católicos se sienten profundamente interpelados por el Señor de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha reforzado su compromiso con una visión eclesiológica lúcida y abierta a todos los valores eclesiales presentes entre los demás cristianos. Los fieles católicos afrontan la problemática ecuménica con un espíritu de fe.

El Concilio afirma que «la Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos en comunión con él» y al mismo tiempo reconoce que «fuera de su estructura visible pueden encontrarse muchos elementos de santificación y de verdad que, como dones propios de la Iglesia de Cristo, empujan hacia la unidad católica» (11).

«Por tanto, las mismas Iglesias y Comunidades separadas, aunque creemos que padecen deficiencias, de ninguna manera carecen de significación y peso en el misterio de la salvación. Porque el Espíritu de Cristo no rehúsa servirse de ellas como medios de salvación, cuya virtud deriva de la misma plenitud de gracia y verdad que fue confiada a la Iglesia católica» (12).

11. De este modo la Iglesia católica afirma que, durante los dos mil años de su historia, ha permanecido en la unidad con todos los bienes de los que Dios quiere dotar a su Iglesia, y esto a pesar de las crisis con frecuencia graves que la han sacudido, las faltas de fidelidad de algunos de sus ministros y los errores que cotidianamente cometen sus miembros. La Iglesia católica sabe que, en virtud del apoyo que le viene del Espíritu, las debilidades, las mediocridades, los pecados y a veces las traiciones de algunos de sus hijos, no pueden destruir lo que Dios ha infundido en ella en virtud de su designio de gracia. Incluso «las puertas del infierno no prevalecerán contra ella» (Mt 16, 18). Sin embargo la Iglesia católica no olvida que muchos en su seno ofuscan el designio de Dios. Al recordar la división de los cristianos, el Decreto sobre el ecumenismo no ignora la «culpa de los hombres por ambas partes» (13), reconociendo que la responsabilidad no se puede atribuir únicamente a los «demás». Gracias a Dios, no se ha destruido lo que pertenece a la estructura de la Iglesia de Cristo, ni tampoco la comunión existente con las demás Iglesias y Comunidades eclesiales.

En efecto, los elementos de santificación y de verdad presentes en las demás Comunidades cristianas, en grado diverso unas y otras, constituyen la base objetiva de la comunión existente, aunque imperfecta, entre ellas y la Iglesia católica.

En la medida en que estos elementos se encuentran en las demás Comunidades cristianas, la única Iglesia de Cristo tiene una presencia operante en ellas. Por este motivo el Concilio Vaticano II habla de una cierta comunión, aunque imperfecta. La Constitución Lumen gentium señala que la Iglesia católica «se siente unida por muchas razones» (14) a estas Comunidades con una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo.

12. La misma Constitución explicita ampliamente «los elementos de santificación y de verdad» que, de diversos modos, se encuentran y actúan fuera de los límites visibles de la Iglesia católica: «Son muchos, en efecto, los que veneran la Sagrada Escritura como norma de fe y de vida y manifiestan un amor sincero por la religión, creen con amor en Dios Padre todopoderoso y en el Hijo de Dios Salvador y están marcados por el Bautismo, por el que están unidos a Cristo, e incluso reconocen y reciben en sus propias Iglesias o Comunidades eclesiales otros sacramentos. Algunos de ellos tienen también el Episcopado, celebran la sagrada Eucaristía y fomentan la devoción a la Virgen Madre de Dios. Se añade a esto la comunión en la oración y en otros bienes espirituales, incluso una cierta verdadera unión en el Espíritu Santo. Este actúa, sin duda, también en ellos y los santifica con sus dones y gracias y, a algunos de ellos, les dio fuerzas incluso para derramar su sangre. De esta manera, el Espíritu suscita en todos los discípulos de Cristo el deseo de trabajar para que todos se unan en paz, de la manera querida por Cristo, en un solo rebaño bajo un solo Pastor» (15).

El Decreto conciliar sobre el ecumenismo, refiriéndose a las Iglesias ortodoxas llega a declarar que «por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de esas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios» (16). Reconocer todo esto es una exigencia de la verdad.

13. El mismo Documento presenta someramente las implicaciones doctrinales. En relación a los miembros de esas Comunidades, declara: «Justificados por la fe en el Bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor» (17).

Refiriéndose a los múltiples bienes presentes en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, el Decreto añade: «Todas estas realidades, que proceden de Cristo y conducen a El, pertenecen, por derecho, a la única Iglesia de Cristo. Nuestros hermanos separados practican también no pocas acciones sagradas de la religión cristiana, las cuales, de distintos modos, según la diversa condición de cada Iglesia o comunidad, pueden sin duda producir realmente la vida de la gracia, y deben ser consideradas aptas para abrir el acceso a la comunión de la salvación» (18).

Se trata de textos ecuménicos de máxima importancia. Fuera de la comunidad católica no existe el vacío eclesial. Muchos elementos de gran valor (eximia), que en la Iglesia católica son parte de la plenitud de los medios de salvación y de los dones de gracia que constituyen la Iglesia, se encuentran también en las otras Comunidades cristianas.

14. Todos estos elementos llevan en sí mismos la llamada a la unidad para encontrar en ella su plenitud. No se trata de poner juntas todas las riquezas diseminadas en las Comunidades cristianas con el fin de llegar a la Iglesia deseada por Dios. De acuerdo con la gran Tradición atestiguada por los Padres de Oriente y Occidente, la Iglesia católica cree que en el evento de Pentecostés Dios manifestó ya la Iglesia en su realidad escatológica, que Él había preparado «desde el tiempo de Abel el Justo» (19). Está ya dada. Por este motivo nosotros estamos ya en los últimos tiempos. Los elementos de esta Iglesia ya dada existen, juntos en su plenitud, en la Iglesia católica y, sin esta plenitud, en las otras Comunidades (20), donde ciertos aspectos del misterio cristiano han estado a veces más eficazmente puestos de relieve. El ecumenismo trata precisamente de hacer crecer la comunión parcial existente entre los cristianos hacia la comunión plena en la verdad y en la caridad.

Renovación y conversión

15. Pasando de los principios, del imperativo de la conciencia cristiana, a la realización del camino ecuménico hacia la unidad, el Concilio Vaticano II pone sobre todo de relieve la necesidad de conversión interior. El anuncio mesiánico «el tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca» y la llamada consiguiente «convertíos y creed en la Buena Nueva» (Mc 1, 15), con la que Jesús inaugura su misión, indican el elemento esencial que debe caracterizar todo nuevo inicio: la necesidad fundamental de la evangelización en cada etapa del camino salvífico de la Iglesia. Esto se refiere, de modo particular, al proceso iniciado por el Concilio Vaticano II, incluyendo en la renovación la tarea ecuménica de unir a los cristianos divididos entre sí. «No hay verdadero ecumenismo sin conversión interior» (21).

El Concilio llama tanto a la conversión personal como a la comunitaria. La aspiración de cada Comunidad cristiana a la unidad es paralela a su fidelidad al Evangelio. Cuando se trata de personas que viven su vocación cristiana, el Evangelio habla de conversión interior, de una renovación de la mente (22).

Cada uno debe pues convertirse más radicalmente al Evangelio y, sin perder nunca de vista el designio de Dios, debe cambiar su mirada. Con el ecumenismo la contemplación de las «maravillas de Dios» (mirabilia Dei) se ha enriquecido de nuevos espacios, en los que el Dios Trinitario suscita la acción de gracias: la percepción de que el Espíritu actúa en las otras Comunidades cristianas, el descubrimiento de ejemplos de santidad, la experiencia de las riquezas ilimitadas de la comunión de los santos, el contacto con aspectos impensables del compromiso cristiano. Por otro lado, se ha difundido también la necesidad de penitencia: el ser conscientes de ciertas exclusiones que hieren la caridad fraterna, de ciertos rechazos que deben ser perdonados, de un cierto orgullo, de aquella obstinación no evangélica en la condena de los «otros», de un desprecio derivado de una presunción nociva. Así la vida entera de los cristianos queda marcada por la preocupación ecuménica y están llamados a asumirla.

16. En el magisterio del Concilio hay un nexo claro entre renovación, conversión y reforma. Afirma así: «La Iglesia, peregrina en este mundo, es llamada por Cristo a esta reforma permanente de la que ella, como institución terrena y humana, necesita continuamente; de modo que si algunas cosas, por circunstancias de tiempo y lugar, hubieran sido observadas menos cuidadosamente, deben restaurarse en el momento oportuno y debidamente» (23). Ninguna Comunidad cristiana puede eludir esta llamada.

Dialogando con franqueza, las Comunidades se ayudan a mirarse mutuamente unas a otras a la luz de la Tradición apostólica. Esto las lleva a preguntarse si verdaderamente expresan de manera adecuada todo lo que el Espíritu ha transmitido por medio de los Apóstoles (24). En relación a la Iglesia católica, en diversas circunstancias, como con ocasión del aniversario del Bautismo de la Rus’ (25), o del recuerdo, después de once siglos, de la obra evangelizadora de los santos Cirilo y Metodio (26), me he referido a estas exigencias y perspectivas. Más recientemente, el Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo, publicado con mi aprobación por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, las ha aplicado en el campo pastoral (27).

17. En relación a los demás cristianos, los principales documentos de la Comisión Fe y Constitución (28) y las declaraciones de numerosos diálogos bilaterales han ofrecido ya a las Comunidades cristianas instrumentos útiles para discernir lo que es necesario para el movimiento ecuménico y para la conversión que éste debe suscitar. Estos estudios son importantes bajo una doble perspectiva: muestran los notables progresos ya alcanzados e infunden esperanza por constituir una base segura para la sucesiva y profundizada investigación.

La comunión creciente en una reforma continua, realizada a la luz de la Tradición apostólica, es sin duda, en la situación actual del pueblo cristiano, una de las características distintivas y más importantes del ecumenismo. Por otra parte, es también una garantía esencial para su futuro. Los fieles de la Iglesia católica deben saber que el impulso ecuménico del Concilio Vaticano II es uno de los resultados de la postura que la Iglesia adoptó entonces para escrutarse a la luz del Evangelio y de la gran Tradición. Mi predecesor, el Papa Juan XXIII, lo había comprendido bien rechazando separar actualización y apertura ecuménica al convocar el Concilio (29). Al término de la asamblea conciliar, el Papa Pablo VI, reanudando el diálogo de caridad con las Iglesias en comunión con el Patriarcado de Constantinopla, y realizando el gesto concreto y altamente significativo de «relegar en el olvido» —y hacer «desaparecer de la memoria y del interior de la Iglesia»— las excomuniones del pasado, consagró la vocación ecuménica del Concilio. Es interesante recordar que la creación de un organismo especial para el ecumenismo coincide con el comienzo mismo de la preparación del Concilio Vaticano II (30) y que, a través de este organismo, las opiniones y valoraciones de las demás Comunidades cristianas estuvieron presentes en los grandes debates sobre la Revelación, la Iglesia, la naturaleza del ecumenismo y la libertad religiosa.

Importancia fundamental de la doctrina

18. Basándose en una idea que el mismo Papa Juan XXIII había expresado en la apertura del Concilio (31), el Decreto sobre el ecumenismo menciona el modo de exponer la doctrina entre los elementos de la continua reforma (32). No se trata en este contexto de modificar el depósito de la fe, de cambiar el significado de los dogmas, de suprimir en ellos palabras esenciales, de adaptar la verdad a los gustos de una época, de quitar ciertos artículos del Credo con el falso pretexto de que ya no son comprensibles hoy. La unidad querida por Dios sólo se puede realizar en la adhesión común al contenido íntegro de la fe revelada. En materia de fe, una solución de compromiso está en contradicción con Dios que es la Verdad. En el Cuerpo de Cristo que es «camino, verdad y vida» (Jn 14, 6), ¿quién consideraría legítima una reconciliación lograda a costa de la verdad? La Declaración conciliar sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae atribuye a la dignidad humana la búsqueda de la verdad, «sobre todo en lo que se refiere a Dios y a su Iglesia» (33), y la adhesión a sus exigencias. Por tanto, un «estar juntos» que traicionase la verdad estaría en oposición con la naturaleza de Dios que ofrece su comunión, y con la exigencia de verdad que está en lo más profundo de cada corazón humano.

19. Sin embargo, la doctrina debe ser presentada de un modo que sea comprensible para aquellos a quienes Dios la destina. En la Carta encíclica Slavorum apostoli recordaba cómo Cirilo y Metodio, por este mismo motivo, tradujeron las nociones de la Biblia y los conceptos de la teología griega en un contexto de experiencias históricas y de pensamiento muy diverso. Querían que la única palabra de Dios fuese «hecha accesible de este modo según las formas expresivas propias de cada civilización» (34). Comprendieron pues que no podían «imponer a los pueblos, cuya evangelización les encomendaron, ni siquiera la indiscutible superioridad de la lengua griega y de la cultura bizantina, o los usos y comportamientos de la sociedad más avanzada, en la que ellos habían crecido» (35). Así hacían realidad aquella «perfecta comunión en el amor que preserva a la Iglesia de cualquier forma de particularismo o de exclusivismo étnico o de prejuicio racial, así como de cualquier orgullo nacionalista» (36). En este mismo espíritu, no dudé en decir a los aborígenes de Australia: «No tenéis que ser un pueblo dividido en dos partes. Jesús os invita a aceptar sus palabras y sus valores dentro de vuestra propia cultura» (37). Puesto que por su naturaleza la verdad de fe está destinada a toda la humanidad, exige ser traducida a todas las culturas. En efecto, el elemento que determina la comunión en la verdad es el significado de la verdad misma. La expresión de la verdad puede ser multiforme, y la renovación de las formas de expresión se hace necesaria para transmitir al hombre de hoy el mensaje evangélico en su inmutable significado (38).

«Esta renovación tiene, pues, gran importancia ecuménica» (39). Y es no sólo renovación del modo de expresar la fe, sino de la misma vida de fe. Se podría preguntar: ¿quién debe realizarla? El Concilio responde claramente a este interrogante: corresponde a «la Iglesia entera, tanto los fieles como los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad, ya sea en la vida cristiana diaria o en las investigaciones teológicas e históricas» (40).

20. Todo esto es sumamente importante y de significado fundamental para la actividad ecuménica. De ello resulta inequívocamente que el ecumenismo, el movimiento a favor de la unidad de los cristianos, no es sólo un mero «apéndice», que se añade a la actividad tradicional de la Iglesia. Al contrario, pertenece orgánicamente a su vida y a su acción y debe, en consecuencia, inspirarlas y ser como el fruto de un árbol que, sano y lozano, crece hasta alcanzar su pleno desarrollo.

Así creía en la unidad de la Iglesia el Papa Juan XXIII y así miraba a la unidad de todos los cristianos. Refiriéndose a los demás cristianos, a la gran familia cristiana, constataba: «Es mucho más fuerte lo que nos une que lo que nos divide». Por su parte, el Concilio Vaticano II exhorta: «Recuerden todos los fieles cristianos que promoverán e incluso practicarán tanto mejor la unión cuanto más se esfuercen por vivir una vida más pura según el Evangelio. Pues cuanto más estrecha sea su comunión con el Padre, el Verbo y el Espíritu, más íntima y fácilmente podrán aumentar la fraternidad mutua» (41).

Primacía de la oración

21. «Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual» (42).

Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquellos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión —la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.

Este amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico. La oración es «un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad», una «expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados» (43). Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad de los cristianos, sino por otros motivos, como, por ejemplo, por la paz, la oración se convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquellos que lo invocan: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).

22. Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la Fuente de su unidad que es Jesucristo. ¡El es el mismo ayer, hoy y siempre! (cf. Hb 13, 8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora «en nosotros», «con nosotros» y «por nosotros». El dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.

En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas.

23. En suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21). Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evangélico.

Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.

La oración «ecuménica» está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía. 44

24. Es motivo de alegría constatar cómo tantos encuentros ecuménicos incluyen casi siempre la oración y, más aún, culminan con ella. La Semana de Oración por la unidad de los cristianos, que se celebra en el mes de enero, o en torno a Pentecostés en algunos países, se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos. En este contexto, deseo evocar la experiencia particular de las peregrinaciones del Papa por las Iglesias, en los diferentes continentes y en los varios países de la oikoumene contemporánea. Soy bien consciente de que el Concilio Vaticano II orientó al Papa hacia este particular ejercicio de su ministerio apostólico. Se puede decir aún más. El Concilio hizo de este peregrinar del Papa una clara necesidad, en cumplimiento del papel del Obispo de Roma al servicio de la comunión. 45 Estas visitas casi siempre han incluido un encuentro ecuménico y la oración en común de los hermanos que buscan la unidad en Cristo y en su Iglesia. Recuerdo con una emoción muy especial la oración con el Primado de la Comunión anglicana en la catedral de Canterbury, el 29 de mayo de 1982, cuando en aquel admirable templo veía un «elocuente testimonio, al mismo tiempo, de nuestros largos años de herencia común y de los tristes años de división que vinieron a continuación»;46 tampoco puedo olvidar las realizadas en los Países escandinavos y nórdicos (1-10 de junio de 1989), en América, Africa, o aquélla en la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 de junio de 1984), organismo que tiene como objetivo llamar a las Iglesias y a las Comunidades eclesiales que forman parte «a la meta de la comunión visible en una sola fe y en una sola comunión eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo».47 Y ¿cómo podría olvidar mi participación en la liturgia eucarística en la iglesia de san Jorge, en el Patriarcado ecuménico (30 de noviembre de 1979), y la celebración en la Basílica de san Pedro durante la visita a Roma de mi venerable Hermano, el Patriarca Dimitrios I (6 de diciembre de 1987)? En aquella circunstancia, junto al altar de la Confesión, profesamos juntos el Símbolo niceno-constantinopolitano, según el texto original griego. No se pueden describir con pocas palabras los aspectos concretos que han caracterizado cada uno de estos encuentros de oración. Por los condicionamientos del pasado que, de modo diverso, pesaban sobre cada uno de ellos, todos tienen una propia y singular elocuencia; todos están grabados en la memoria de la Iglesia, guiada por el Paráclito en la búsqueda de la unidad de todos los creyentes en Cristo.

25. No sólo el Papa se ha hecho peregrino. En estos años muchos dignos representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales me han visitado en Roma y he podido rezar con ellos en encuentros públicos y privados. Ya he mencionado la presencia del Patriarca ecuménico Dimitrios I. Quisiera ahora recordar también el encuentro de oración con los Arzobispos luteranos, primados de Suecia y Finlandia, en la misma Basílica de san Pedro, para la celebración de Vísperas, con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida (5 de octubre de 1991). Se trata de un ejemplo, porque la Iglesia es consciente de que el deber de orar por la unidad es propio de su vida. No hay un acontecimiento importante y significativo que no se beneficie con la presencia recíproca y la oración de los cristianos. Me es imposible enumerar todos estos encuentros, aunque cada uno merezca ser nombrado. Verdaderamente el Señor nos lleva de la mano y nos guía. Estos intercambios, estas oraciones han escrito ya páginas y páginas de nuestro «Libro de la unidad», «Libro» que debemos siempre hojear y releer para hallar inspiración y esperanza.

26. La oración, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras «uno solo es vuestro Padre» (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). La oración «ecuménica» manifiesta esta dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.

La oración «ecuménica», la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio: «El Señor Jesús, cuando pide al Padre ‘que todos sean uno 1 como nosotros también somos uno’ (Jn 17, 21-22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».48

La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: «Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemos implorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos».49

27. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, sólo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983. 50 Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar.

Diálogo ecuménico

28. Si la oración es el «alma» de la renovación ecuménica y de la aspiración a la unidad; sobre ella se fundamenta y en ella encuentra su fuerza todo lo que el Concilio define como «diálogo». Esta definición no está ciertamente lejos del pensamiento personalista actual. La actitud de «diálogo» se sitúa en el nivel de la naturaleza de la persona y de su dignidad. Desde el punto de vista filosófico, esta posición se relaciona con la verdad cristiana sobre el hombre expresada por el Concilio. En efecto, el hombre «es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma»; por tanto «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo».51 El diálogo es paso obligado del camino a recorrer hacia la autorrealización del hombre, tanto del individuo como también de cada comunidad humana. Si bien del concepto de «diálogo» parece emerger en primer plano el momento cognoscitivo (dia-logos), cada diálogo encierra una dimensión global, existencial. Abarca al sujeto humano totalmente; el diálogo entre las comunidades compromete de modo particular la subjetividad de cada una de ellas.

Esta verdad sobre el diálogo, expresada tan profundamente por el Papa Pablo VI en la Encíclica Ecclesiam suam, 52 fue también asumida por la doctrina y la actividad ecuménica del Concilio. El diálogo no es sólo un intercambio de ideas. Siempre es de todos modos un «intercambio de dones».53

29. Por este motivo, el Decreto conciliar sobre el ecumenismo pone también en primer plano «todos los esfuerzos para eliminar palabras, juicios y acciones que no respondan, según la justicia y la verdad, a la condición de los hermanos separados, y que por lo mismo hagan más difíciles las relaciones mutuas con ellos».54 Este Documento afronta la cuestión desde el punto de vista de la Iglesia católica y se refiere al criterio que ella debe aplicar en relación con los demás cristianos. Sin embargo, en todo esto hay una exigencia de reciprocidad. Seguir este criterio es un compromiso indispensable de cada una de las partes que quieren dialogar y es condición previa para comenzarlo. Es necesario pasar de una situación de antagonismo y de conflicto a un nivel en el que uno y otro se reconocen recíprocamente como asociados. Cuando se empieza a dialogar, cada una de las partes debe presuponer una voluntad de reconciliación en su interlocutor, deunidad en la verdad. Para realizar todo esto, deben evitarse las manifestaciones de recíproca oposición. Sólo así el diálogo ayudará a superar la división y podrá acercar a la unidad.

30. Se puede afirmar, con viva gratitud hacia el Espíritu de verdad, que el Concilio Vaticano II fue un tiempo providencial durante el cual se realizaron las condiciones fundamentales para la participación de la Iglesia católica en el diálogo ecuménico. Por otra parte, la presencia de numerosos observadores de varias Iglesias y Comunidades eclesiales, su profunda implicación en el acontecimiento conciliar, los numerosos encuentros y las oraciones en común que el Concilio ha hecho posibles, han contribuido a que se dieran las condiciones para el diálogo. Durante el Concilio, los representantes de las Iglesias y Comunidades cristianas experimentaron la disposición para el diálogo del episcopado católico del mundo entero y, en particular, de la Sede Apostólica.

Estructuras locales de diálogo

31. El diálogo ecuménico, tal y como se ha manifestado desde los días del Concilio, lejos de ser una prerrogativa de la Sede Apostólica, atañe también a las Iglesias locales o particulares. Las Conferencias episcopales y los Sínodos de las Iglesias orientales católicas han instituido comisiones especiales para la promoción del espíritu y de la acción ecuménicos. Oportunas estructuras análogas trabajan a nivel diocesano. Estas iniciativas manifiestan el deber concreto y general de la Iglesia católica de aplicar las orientaciones conciliares sobre ecumenismo: este es un aspecto esencial del movimiento ecuménico. 55 No sólo se ha emprendido el diálogo, sino que se ha convertido en una necesidad declarada, una de las prioridades de la Iglesia; en consecuencia, se ha perfilado la «técnica» para dialogar, favoreciendo al mismo tiempo el crecimiento del espíritu de diálogo. En este contexto se quiere ante todo considerar el diálogo entre cristianos de las diferentes Iglesias o Comunidades, «entablado entre expertos adecuadamente formados, en el que cada uno explica con mayor profundidad la doctrina de su Comunión y presenta con claridad sus características».56 Sin embargo, conviene que cada cristiano conozca el método adecuado al diálogo.

32. Como afirma la Declaración conciliar sobre la libertad religiosa, «la verdad debe buscarse de un modo adecuado a la dignidad de la persona humana y a su naturaleza social, es decir, mediante la investigación libre, con la ayuda del magisterio o enseñanza, de la comunicación y del diálogo, en los que unos exponen a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber encontrado, para ayudarse mutuamente en la búsqueda de la verdad; una vez conocida la verdad, hay que adherirse a ella firmemente con el asentimiento personal».57

El diálogo ecuménico tiene una importancia esencial. «Pues, por medio de este diálogo, todos adquieren un conocimiento más auténtico y una estima más justa de la doctrina y de la vida de cada Comunión; además, también las Comuniones consiguen una mayor colaboración en aquellas obligaciones en pro del bien común exigidas por toda conciencia cristiana, y se reúnen, en cuanto es posible, en la oración unánime. Finalmente, todos examinan su fidelidad a la voluntad de Cristo sobre la Iglesia y emprenden valientemente, como conviene, la obra de renovación y de reforma».58

Diálogo como examen de conciencia

33. En la intención del Concilio, el diálogo ecuménico tiene el carácter de una búsqueda común de la verdad, particularmente sobre la Iglesia. En efecto, la verdad forma las conciencias y orienta su actuación en favor de la unidad. Al mismo tiempo, exige que la conciencia de los cristianos, hermanos divididos entre sí, y sus obras se conformen a la oración de Cristo por la unidad. Existe una correlación entre oración y diálogo. Una oración más profunda y consciente hace el diálogo más rico en frutos. Si por una parte la oración es la condición para el diálogo, por otra llega a ser, de forma cada vez más madura, su fruto.

34. Gracias al diálogo ecuménico podemos hablar de mayor madurez de nuestra oración común. Esto es posible en cuanto el diálogo cumple también y al mismo tiempo la función de un examen de conciencia. ¿Cómo no recordar en este contexto las palabras de la Primera Carta de Juan? «Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él 2 para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia» (1, 8-9). Juan nos lleva aún más allá cuando afirma: «Si decimos: ‘No hemos pecado’, le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros» (1, 10). Una exhortación que reconoce tan radicalmente nuestra condición de pecadores debe ser también una característica del espíritu con que se afronta el diálogo ecuménico. Si éste no llegara a ser un examen de conciencia, como un «diálogo de las conciencias», ¿podríamos contar con la certeza que la misma Carta nos transmite? «Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo. El es víctima de propiciación por nuestros pecados, no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (2, 1-2). El sacrificio salvífico de Cristo se ofrece por todos los pecados del mundo, y por tanto también los cometidos contra la unidad de la Iglesia: los pecados de los cristianos, tanto de los pastores como de los fieles. Incluso después de tantos pecados que han contribuido a las divisiones históricas, es posible la unidad de los cristianos, si somos conscientes humildemente de haber pecado contra la unidad y estamos convencidos de la necesidad de nuestra conversión. No sólo se deben perdonar y superar los pecados personales, sino también los sociales, es decir, las «estructuras» mismas del pecado que han contribuido y pueden contribuir a la división y a su consolidación.

35. Una vez más el Concilio Vaticano II nos ayuda. Se puede decir que todo el Decreto sobre el ecumenismo está lleno del espíritu de conversión. 59 El diálogo ecuménico presenta en este documento un carácter propio; se transforma en «diálogo de la conversión», y por tanto, según la expresión de Pablo VI, en auténtico «diálogo de salvación».60 El diálogo no puede desarrollarse siguiendo una trayectoria exclusivamente horizontal, limitándose al encuentro, al intercambio de puntos de vista, o incluso de dones propios de cada Comunidad. Tiende también y sobre todo a una dimensión vertical que lo orienta hacia Aquél, Redentor del mundo y Señor de la historia, que es nuestra reconciliación. La dimensión vertical del diálogo está en el común y recíproco reconocimiento de nuestra condición de hombres y mujeres que han pecado. Precisamente esto abre en los hermanos que viven en comunidades que no están en plena comunión entre ellas, un espacio interior en donde Cristo, fuente de unidad de la Iglesia, puede obrar eficazmente, con toda la potencia de su Espíritu Paráclito.

Diálogo para resolver las divergencias

36. El diálogo es también un instrumento natural para confrontar diversos puntos de vista y sobre todo examinar las divergencias que obstaculizan la plena comunión de los cristianos entre sí. El Decreto sobre el ecumenismo describe, en primer lugar, las disposiciones morales con las que se deben afrontar las conversaciones doctrinales: «Los teólogos católicos, afianzados en la doctrina de la Iglesia, deben seguir adelante en el diálogo ecuménico con amor a la verdad, caridad y humildad, investigando juntamente con los hermanos separados sobre los misterios divinos».61

El amor a la verdad es la dimensión más profunda de una auténtica búsqueda de la plena comunión entre los cristianos. Sin este amor sería imposible afrontar las objetivas dificultades teológicas, culturales, psicológicas y sociales que se encuentran al examinar las divergencias. A esta dimensión interior y personal está inseparablemente unido el espíritu de caridad y humildad. Caridad hacia el interlocutor, humildad hacia la verdad que se descubre y que podría exigir revisiones de afirmaciones y actitudes.

En relación al estudio de las divergencias, el Concilio pide que se presente toda la doctrina con claridad. Al mismo tiempo, exige que el modo y el método de enunciar la fe católica no sea un obstáculo para el diálogo con los hermanos. 62 Ciertamente es posible testimoniar la propia fe y explicar la doctrina de un modo correcto, leal y comprensible, y tener presente contemporáneamente tanto las categorías mentales como la experiencia histórica concreta del otro.

Obviamente, la plena comunión deberá realizarse en la aceptación de toda la verdad, en la que el Espíritu Santo introduce a los discípulos de Cristo. Por tanto debe evitarse absolutamente toda forma de reduccionismo o de fácil «estar de acuerdo». Las cuestiones serias deben resolverse, porque de lo contrario resurgirían en otros momentos, con idéntica configuración o bajo otro aspecto.

37. El Decreto Unitatis redintegratio señala también un criterio a seguir cuando los católicos tienen que presentar o confrontar las doctrinas: «Han de recordar que existe un orden o ‘jerarquía’ de las verdades de la doctrina católica, puesto que es diversa su conexión con el fundamento de la fe cristiana. Así se preparará el camino por el cual todos, por esta emulación fraterna, se estimularán a un conocimiento más profundo y a una exposición más clara de las riquezas insondables de Cristo».63

38. En el diálogo nos encontramos inevitablemente con el problema de las diferentes formulaciones con las que se expresa la doctrina en las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, lo cual tiene más de una consecuencia para la actividad ecuménica.

En primer lugar, ante formulaciones doctrinales que se diferencian de las habituales de la comunidad a la que se pertenece, conviene ante todo aclarar si las palabras no sobrentienden un contenido idéntico, como, por ejemplo, se ha constatado en recientes declaraciones comunes firmadas por mis Predecesores y por mí junto con los Patriarcas de Iglesias con las que desde siglos existía un contencioso cristológico. En relación a la formulación de las verdades reveladas, la Declaración Mysterium Ecclesiae afirma: «Si bien las verdades que la Iglesia quiere enseñar de manera efectiva con sus fórmulas dogmáticas se distinguen del pensamiento mutable de una época y pueden expresarse al margen de estos pensamientos, sin embargo, puede darse el caso de que tales verdades pueden ser enunciadas por el sagrado Magisterio con palabras que sean evocación del mismo pensamiento. Teniendo todo esto presente hay que decir que las fórmulas dogmáticas del Magisterio de la Iglesia han sido aptas desde el principio para comunicar la verdad revelada y que, permaneciendo las mismas, lo serán siempre para quienes las interpretan rectamente».64 A este respecto, el diálogo ecuménico, que anima a las partes implicadas a interrogarse, comprenderse y explicarse recíprocamente, permite descubrimientos inesperados. Las polémicas y controversias intolerantes han transformado en afirmaciones incompatibles lo que de hecho era el resultado de dos intentos de escrutar la misma realidad, aunque desde dos perspectivas diversas. Es necesario hoy encontrar la fórmula que, expresando la realidad en su integridad, permita superar lecturas parciales y eliminar falsas interpretaciones.

Una de las ventajas del ecumenismo es que ayuda a las Comunidades cristianas a descubrir la insondable riqueza de la verdad. También en este contexto, todo lo que el Espíritu realiza en los «otros» puede contribuir a la edificación de cada comunidad 65 y en cierto modo a instruirla sobre el misterio de Cristo. El ecumenismo auténtico es una gracia de cara a la verdad.

39. Finalmente, el diálogo pone a los interlocutores frente a las verdaderas y propias divergencias que afectan a la fe. Estas divergencias deben sobre todo ser afrontadas con espíritu sincero de caridad fraterna, de respeto de las exigencias de la propia conciencia y la del prójimo, con profunda humildad y amor a la verdad. La confrontación en esta materia tiene dos puntos de referencia esenciales: la Sagrada Escritura y la gran Tradición de la Iglesia. Para los católicos es una ayuda el Magisterio siempre vivo de la Iglesia.

La colaboración práctica

40. Las relaciones entre los cristianos no tienden sólo al mero conocimiento recíproco, a la oración en común y al diálogo. Prevén y exigen desde ahora cualquier posible colaboración práctica en los diversos ámbitos: pastoral, cultural, social, e incluso en el testimonio del mensaje del Evangelio. 66

«La cooperación de todos los cristianos expresa vivamente aquella conjunción por la cual están ya unidos entre sí y presenta bajo una luz más plena el rostro de Cristo siervo».67 Una cooperación así fundada sobre la fe común, no sólo es rica por la comunión fraterna, sino que es una epifanía de Cristo mismo.

Además, la cooperación ecuménica es una verdadera escuela de ecumenismo, es un camino dinámico hacia la unidad. La unidad de acción lleva a la plena unidad de fe: «Con esta cooperación, todos los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».68

A los ojos del mundo la cooperación entre los cristianos asume las dimensiones del común testimonio cristiano y llega a ser instrumento de evangelización en beneficio de unos y otros.

II. FRUTOS DEL DIALOGO

La fraternidad reencontrada

41. Cuanto he dicho anteriormente en relación al diálogo ecuménico desde la clausura del Concilio en adelante, lleva a dar gracias al Espíritu de la verdad prometido por Cristo Señor a los Apóstoles y a la Iglesia (cf. Jn 14, 26). Es la primera vez en la historia que la acción en favor de la unidad de los cristianos ha adquirido proporciones tan grandes y se ha extendido a un ámbito tan amplio. Esto es ya un don inmenso que Dios ha concedido y que merece toda nuestra gratitud. De la plenitud de Cristo recibimos «gracia por gracia» (Jn 1, 16). Reconocer lo que Dios ya ha concedido es condición que nos predispone a recibir aquellos dones aún indispensables para llevar a término la obra ecuménica de la unidad.

Una visión de conjunto de los últimos treinta años ayuda a comprender mejor muchos de los frutos de esta conversión común al Evangelio de la que el Espíritu de Dios ha hecho instrumento al movimiento ecuménico.

42. Sucede por ejemplo que —en el mismo espíritu del Sermón de la Montaña— los cristianos pertenecientes a una confesión ya no consideran a los demás cristianos como enemigos o extranjeros, sino que ven en ellos a hermanos y hermanas. Por otra parte, hoy se tiende a sustituir incluso el uso de la expresión hermanos separados por términos más adecuados para evocar la profundidad de la comunión —ligada al carácter bautismal— que el Espíritu alimenta a pesar de las roturas históricas y canónicas. Se habla de «otros cristianos», de «otros bautizados», de «cristianos de otras Comunidades». El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo llama a las Comunidades a las que pertenecen estos cristianos como «Iglesias o Comunidades eclesiales que no están en plena comunión con la Iglesia católica».69 Esta ampliación de la terminología traduce una notable evolución de la mentalidad. La conciencia de la común pertenencia a Cristo se profundiza. Lo he podido constatar personalmente muchas veces, durante las celebraciones ecuménicas que constituyen uno de los eventos importantes de mis viajes apostólicos por las diversas partes del mundo, o en los encuentros y celebraciones ecuménicas realizados en Roma. La «fraternidad universal» de los cristianos se ha convertido en una firme convicción ecuménica. Relegando al olvido las excomuniones del pasado, las Comunidades que en un tiempo fueron rivales hoy en muchos casos se ayudan mutuamente; a veces se prestan los edificios de culto, se ofrecen becas de estudio para la formación de los ministros de las Comunidades carentes de medios, se interviene ante las autoridades civiles para defender a otros cristianos injustamente acusados, se demuestra la falta de fundamento de las calumnias que padecen ciertos grupos.

En una palabra, los cristianos se han convertido a una caridad fraterna que abarca a todos los discípulos de Cristo. Si sucede que, como consecuencia de agitaciones políticas violentas, surge en situaciones concretas una cierta agresividad o un espíritu de revancha, las autoridades de las partes en conflicto se afanan generalmente por hacer prevalecer la «Ley nueva» del espíritu de caridad. Desgraciadamente, este espíritu no ha podido transformar todas las situaciones de conflicto cruento. El compromiso ecuménico en estas circunstancias exige no raramente de quien lo vive opciones de auténtico heroísmo.

Es preciso afirmar a este respecto que el reconocimiento de la fraternidad no es la consecuencia de un filantropismo liberal o de un vago espíritu de familia. Tiene su raíz en el reconocimiento del único Bautismo y en la consiguiente exigencia de que Dios sea glorificado en su obra. El Directorio para la aplicación de los principios y de las normas acerca del ecumenismo alienta a un reconocimiento recíproco y oficial de los Bautismos. 70 Esto es mucho más que un mero acto de cortesía ecuménica, y constituye una afirmación eclesiológica importante.

Es oportuno recordar que el carácter fundamental del Bautismo en la obra de la edificación de la Iglesia se ha puesto de relieve claramente también gracias al diálogo multilateral. 71

La solidaridad al servicio de la humanidad

43. Sucede cada vez más que los responsables de las Comunidades cristianas adoptan conjuntamente posiciones, en nombre de Cristo, sobre problemas importantes que afectan a la vocación humana, la libertad, la justicia, la paz y el futuro del mundo. Obrando así «comulgan» con uno de los elementos constitutivos de la misión cristiana: recordar a la sociedad, de un modo realista, la voluntad de Dios, haciendo ver a las autoridades y a los ciudadanos el peligro de seguir caminos que llevarían a la violación de los derechos humanos. Es claro, y la experiencia lo demuestra, que en algunas circunstancias la voz común de los cristianos tiene más impacto que una voz aislada.

Los responsables de las Comunidades no son sin embargo los únicos que se unen en este compromiso por la unidad. Numerosos cristianos de todas las Comunidades, movidos por su fe, participan juntos en proyectos audaces que pretenden cambiar el mundo para que triunfe el respeto de los derechos y de las necesidades de todos, especialmente de los pobres, los marginados y los indefensos. En la Carta encíclica Sollicitudo rei socialis he constatado con alegría esta colaboración, señalando que la Iglesia católica no puede soslayarla. 72 En efecto, los cristianos que tiempo atrás actuaban de modo independiente, ahora están comprometidos juntos al servicio de esta causa para que la benevolencia de Dios pueda triunfar.

La lógica es la del Evangelio. Por ello, reafirmando lo que escribí en mi primera Carta encíclica Redemptor hominis, he tenido oportunidad «de insistir sobre este punto y de estimular todo esfuerzo realizado en esta dirección, a todos los niveles en los que nos encontramos con los otros cristianos hermanos nuestros» 73 y he dado gracias a Dios por «lo que ha realizado en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales y por medio de ellas», como también por medio de la Iglesia católica. 74 Hoy constato con satisfacción que la ya vasta red de colaboración ecuménica se extiende cada vez más. También se realiza una gran tarea en este campo gracias al Consejo Ecuménico de las Iglesias.

Convergencias en la palabra de Dios y en el culto divino

44. Los progresos de la conversión ecuménica son también significativos en otro sector, el relativo a la palabra de Dios. Pienso ante todo en un hecho tan importante para diversos grupos lingüísticos como son las traducciones ecuménicas de la Biblia. Después de la promulgación, por parte del Concilio Vaticano II, de la Constitución Dei Verbum, la Iglesia católica acogió con alegría dicha iniciativa. 75 Estas traducciones, obra de especialistas, ofrecen generalmente una base segura para la oración y la actividad pastoral de todos los discípulos de Cristo. Quien recuerda todo lo que influyeron las disputas en torno a la Escritura en las divisiones, especialmente en Occidente, puede comprender el notable paso que representan estas traducciones comunes.

45. A la renovación litúrgica realizada por la Iglesia católica, corresponde en diversas Comunidades eclesiales la iniciativa de renovar sus cultos. Algunas de ellas, a partir de los deseos expresados a nivel ecuménico, 76 han abandonado la costumbre de celebrar su liturgia de la Cena sólo en contadas ocasiones y han optado por una celebración dominical. Por otra parte, comparando los ciclos de las lecturas litúrgicas de distintas Comunidades cristianas occidentales, se constata que convergen en lo esencial. Siempre a nivel ecuménico, 77 se ha dado un relieve muy especial a la liturgia y a los signos litúrgicos (imágenes, iconos, ornamentos, luces, incienso, gestos). Además, en los institutos de teología donde se forman los futuros ministros el estudio de la historia y del significado de la liturgia comienza a formar parte de los programas, como una necesidad que se está descubriendo.

Se trata de signos convergentes en varios aspectos de la vida sacramental. Ciertamente, a causa de las divergencias relativas a la fe, no es posible todavía concelebrar la misma liturgia eucarística. Y sin embargo, tenemos el ardiente deseo de celebrar juntos la única Eucaristía del Señor, y este deseo es ya una alabanza común, una misma imploración. Juntos nos dirigimos al Padre y lo hacemos cada vez más «con un mismo corazón». En ocasiones, el poder consumar esta comunión «real aunque todavía no plena» parece estar más cerca. ¿Quién hubiera podido pensarlo hace un siglo?

46. En este contexto, es motivo de alegría recordar que los ministros católicos pueden, en determinados casos particulares, administrar los sacramentos de la Eucaristía, la Penitencia y la Unción de enfermos a otros cristianos que no están en comunión plena con la Iglesia católica, pero que desean vivamente recibirlos, los piden libremente y manifiestan la fe que la Iglesia católica confiesa en estos sacramentos. Recíprocamente, en determinados casos y por circunstancias particulares, también los católicos pueden solicitar estos mismos sacramentos a los ministros de aquellas Iglesias en que sean válidos. Las condiciones para esta acogida recíproca están fijadas en normas cuya observancia es necesaria para la promoción ecuménica. 78

Apreciar los bienes presentes en los otros cristianos

47. El diálogo no se desarrolla sólo en relación a la doctrina, sino que abarca toda la persona: es también un diálogo de amor. El Concilio afirmó: «Es necesario que los católicos reconozcan con gozo y aprecien los bienes verdaderamente cristianos, procedentes del patrimonio común, que se encuentran en nuestros hermanos separados. Es justo y saludable reconocer las riquezas de Cristo y las obras de virtud en la vida de otros que dan testimonio de Cristo, a veces hasta el derramamiento de la sangre: Dios es siempre admirable y digno de admiración en sus obras».79

48. Las relaciones que los miembros de la Iglesia católica han establecido con los demás cristianos a partir del Concilio, han hecho descubrir lo que Dios realiza en quienes pertenecen a las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. Este contacto directo, a varios niveles, entre los pastores y entre miembros de las Comunidades nos ha hecho tomar conciencia del testimonio que los otros cristianos ofrecen a Dios y a Cristo. Se ha abierto así un espacio amplísimo para toda la experiencia ecuménica, que es al mismo tiempo el reto de nuestra época. ¿No es acaso el siglo veinte un tiempo de gran testimonio, que llega «hasta el derramamiento de la sangre?» ¿No mira también este testimonio a las distintas Iglesias y Comunidades eclesiales, que toman su nombre de Cristo, crucificado y resucitado?

Este común testimonio de santidad, como fidelidad al único Señor, es un potencial ecuménico extraordinariamente rico de gracia. El Concilio Vaticano II señaló que los bienes presentes en los otros cristianos pueden contribuir a la edificación de los católicos: «No hay que olvidar tampoco que todo lo que la gracia del Espíritu Santo obra en los hermanos separados puede contribuir también a nuestra edificación. Todo lo que es verdaderamente cristiano no se opone nunca a los bienes auténticos de la fe: es más, siempre puede conseguir que se alcance de modo más perfecto el misterio de Cristo y de la Iglesia».80 El diálogo ecuménico, como verdadero diálogo de salvación, no dejará de animar este proceso, bien encaminado ya en sí mismo a avanzar hacia la verdadera y plena comunión.

Crecimiento de la comunión

49. El crecimiento de la comunión es un fruto precioso de las relaciones entre los cristianos y del diálogo teológico que mantienen. Lo uno y lo otro han hecho a los cristianos conscientes de los elementos de fe que tienen en común. Esto ha servido para consolidar posteriormente su compromiso hacia la plena unidad. En ello el Concilio Vaticano II aparece como potente foco de promoción y orientación.

La Constitución dogmática Lumen gentium relaciona la doctrina sobre la Iglesia católica con el reconocimiento de los elementos salvíficos que se encuentran en las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. 81 No se trata de una toma de conciencia de elementos estáticos, presentes pasivamente en esas Iglesias o Comunidades. Como bienes de la Iglesia de Cristo, por su naturaleza, tienden hacia el restablecimiento de la unidad. De esto se deriva que la búsqueda de la unidad de los cristianos no es un hecho facultativo o de oportunidad, sino una exigencia que nace de la misma naturaleza de la comunidad cristiana.

Igualmente, los diálogos teológicos bilaterales con las mayores Comunidades cristianas parten del reconocimiento del grado de comunión ya presente para discutir después, de modo progresivo, las divergencias existentes con cada una. El Señor ha concedido a los cristianos de nuestro tiempo ir superando las discusiones tradicionales.

El diálogo con las Iglesias de Oriente

50. A este respecto, se debe ante todo constatar, con gratitud particular a la Providencia divina, que la relación con las Iglesias de Oriente, debilitada durante siglos, se ha afianzado con el Concilio Vaticano II. Los observadores de estas Iglesias presentes en el Concilio, junto con los representantes de las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente, manifestaron públicamente, en un momento tan solemne para la Iglesia católica, la voluntad común de buscar la comunión.

El Concilio, por su parte, consideró con objetividad y con profundo afecto a las Iglesias de Oriente, poniendo de relieve su eclesialidad y los vínculos objetivos de comunión que las unen con la Iglesia católica. El Decreto sobre el ecumenismo afirma: «Por la celebración de la Eucaristía del Señor en cada una de estas Iglesias, se edifica y crece la Iglesia de Dios», añadiendo que estas Iglesias «aunque separadas, tienen verdaderos sacramentos, y sobre todo, en virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía, con los que se unen aún con nosotros con vínculos estrechísimos».82

De las Iglesias de Oriente se reconoce su gran tradición litúrgica y espiritual, el carácter específico de su desarrollo histórico, las disciplinas observadas por ellas desde los primeros tiempos y sancionadas por los Santos Padres y por los Concilios ecuménicos, su modo propio de enunciar la doctrina. Todo esto con la convicción de que la legítima diversidad no se opone de ningún modo a la unidad de la Iglesia, sino que por el contrario aumenta su honor y contribuye no poco al cumplimiento de su misión.

El Concilio Ecuménico Vaticano II quiere fundamentar el diálogo sobre la comunión existente y llama la atención precisamente sobre la rica realidad de las Iglesias de Oriente: «Por ello, el sacrosanto Sínodo exhorta a todos, pero principalmente a aquellos que desean trabajar por la instauración de la deseada comunión plena entre las Iglesias orientales y la Iglesia católica, a que tengan la debida consideración de esta peculiar condición de las Iglesias que nacen y crecen en Oriente y de la índole de las relaciones existentes entre éstas y la Sede de Roma antes de la separación, y a que se formen una recta opinión sobre todas estas cosas».83

51. Esta orientación conciliar ha sido fecunda tanto por las relaciones de fraternidad, que se han ido desarrollando a través del diálogo de caridad, como por la discusión doctrinal en el ámbito de la Comisión mixta para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. Igualmente han sido muy fructíferas las relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente.

Ha sido un proceso lento y laborioso, pero fuente de mucha alegría; ha sido también alentador porque ha permitido reencontrar progresivamente la fraternidad.

Reanudación de contactos

52. En relación a la Iglesia de Roma y al Patriarcado ecuménico de Constantinopla, el proceso al que acabamos de hacer alusión se inició gracias a la apertura recíproca mostrada por los Papas Juan XXIII y Pablo VI, y también por el Patriarca ecuménico Atenágoras I y sus sucesores. El cambio producido tiene su expresión histórica en el acto eclesial por medio del cual «se ha borrado de la memoria y del interior de las Iglesias» 84 el recuerdo de las excomuniones que, novecientos años antes, en 1054, se convirtieron en símbolo del cisma entre Roma y Constantinopla. Aquel acontecimiento eclesial, tan denso de contenido ecuménico, tuvo lugar en los últimos días del Concilio, el 7 de diciembre de 1965. La asamblea conciliar se concluía así con un acto solemne que era al mismo tiempo purificación de la memoria histórica, perdón recíproco y compromiso solidario por la búsqueda de la comunión.

Este gesto estuvo precedido por el encuentro entre Pablo VI y el Patriarca Atenágoras I en Jerusalén, en enero de 1964, durante la peregrinación del Papa a Tierra Santa. En aquella ocasión pudo encontrar también al Patriarca ortodoxo de Jerusalén, Benedictos. Posteriormente, el Papa Pablo VI visitó al Patriarca Atenágoras en El Fanar (Estambul), el 25 de julio de 1967 y, en el mes de octubre del mismo año, el Patriarca fue acogido solemnemente en Roma. Estos encuentros de oración señalaban el camino a seguir para el acercamiento entre la Iglesia de Oriente y la Iglesia de Occidente, y el restablecimiento de la unidad que existía entre ellas en el primer milenio.

Después de la muerte del Papa Pablo VI y del breve pontificado del Papa Juan Pablo I, cuando se me confió el ministerio de Obispo de Roma, consideré que era uno de los deberes primeros de mi ministerio pontificio tener de nuevo un contacto personal con el Patriarca ecuménico Dimitrios I, que en este tiempo había asumido la sucesión del Patriarca Atenágoras en la sede de Constantinopla. Durante mi visita a El Fanar el 29 de noviembre de 1979, el Patriarca y yo decidimos inaugurar el diálogo teológico entre la Iglesia católica y todas las Iglesias ortodoxas en comunión canónica con la sede de Constantinopla. Es importante añadir, a este propósito, que estaban ya entonces en curso los preparativos para la convocatoria del futuro Concilio de las Iglesias ortodoxas. La búsqueda de su armonía es una contribución a la vida y vitalidad de esas Iglesias hermanas, y esto considerando también la función que están llamadas a desarrollar en el camino hacia la unidad. El Patriarca ecuménico quiso devolverme la visita que le había hecho y, en diciembre de 1987, tuve la alegría de recibirlo en Roma con sincero afecto y con la solemnidad que le correspondía. En este contexto de fraternidad eclesial se debe recordar la costumbre, establecida ya desde hace varios años, de acoger en Roma, para la fiesta de los santos apóstoles Pedro y Pablo, una delegación del Patriarcado ecuménico, así como de enviar a El Fanar una delegación de la Santa Sede para la solemne celebración de san Andrés.

53. Estos contactos regulares permiten entre otras cosas un intercambio directo de informaciones y pareceres para una coordinación fraterna. Por otra parte, nuestra participación común en la oración nos habitúa a vivir al lado los unos de los otros, nos lleva a aceptar juntos, y por tanto a poner en práctica, la voluntad del Señor para con su Iglesia.

En el camino que hemos recorrido desde el Concilio Vaticano II, debemos mencionar al menos dos acontecimientos particularmente elocuentes y de gran importancia ecuménica en las relaciones entre Oriente y Occidente: en primer lugar, el Jubileo de 1984, convocado para conmemorar el XI centenario de la obra evangelizadora de Cirilo y Metodio, y en el que proclamé copatronos de Europa a los dos santos apóstoles de los Eslavos, mensajeros de fe. Ya el Papa Pablo VI en 1964, durante el Concilio, había proclamado patrón de Europa a san Benito. Asociar los dos hermanos de Tesalónica al gran fundador del monacato occidental quiere poner indirectamente de relieve la doble tradición eclesial y cultural tan significativa para los dos mil años de cristianismo que ha caracterizado la historia del continente europeo. No es superfluo recordar que Cirilo y Metodio provenían del ámbito de la Iglesia bizantina de su tiempo, época en la que estaba en comunión con Roma. Al proclamarlos, junto con san Benito, patronos de Europa quería no sólo ratificar la verdad histórica sobre el cristianismo en el continente europeo, sino también proporcionar un tema importante al diálogo entre Oriente y Occidente que tantas esperanzas ha suscitado en el posconcilio. En los santos Metodio y Cirilo, como en san Benito, Europa reencuentra sus raíces espirituales. Ahora que llega a término el segundo milenio del nacimiento de Cristo, se les debe venerar juntos, como patronos de nuestro pasado y como santos a quienes las Iglesias y las naciones del continente europeo confían su futuro.

54. El otro acontecimiento que me es grato recordar es la celebración del Milenio del Bautismo de la Rus’ (988-1988). La Iglesia católica, y de modo particular la Sede Apostólica, quisieron tomar parte en las celebraciones jubilares y trataron de señalar cómo el Bautismo conferido en Kiev a san Vladimiro fue uno de los sucesos centrales para la evangelización del mundo. A ello deben su fe no sólo las grandes naciones eslavas del Este europeo, sino también los pueblos que viven más allá de los montes Urales y hasta Alaska.

En esta perspectiva encuentra su motivo más profundo una expresión que he usado otras veces: ¡la Iglesia debe respirar con sus dos pulmones! En el primer milenio de la historia del cristianismo se hace referencia sobre todo a la dualidad BizancioRoma; desde el Bautismo de la Rus’ en adelante, esta expresión ensancha sus horizontes: la evangelización se ha extendido a un ámbito mucho más amplio, de modo que aquella expresión se refiere ya a la Iglesia entera. Si se considera además que este acontecimiento salvífico, que tuvo lugar en las orillas del Dniepr, se remonta a una época en la que la Iglesia de Oriente y la de Occidente no estaban divididas, se comprende claramente cómo la perspectiva que debe seguirse para buscar la comunión plena es aquella de la unidad en la legítima diversidad. Es lo que he afirmado con fuerza en la Carta encíclica Slavorum apostoli 85 dedicada a los santos Cirilo y Metodio y en la Carta apostólica Euntes in mundum 86 dirigida a los fieles de la Iglesia católica en la conmemoración del Milenio del Bautismo de la Rus’ de Kiev.

Iglesias hermanas

55. El Decreto conciliar Unitatis redintegratio tiene presente en su horizonte histórico la unidad que, a pesar de todo, se vivió en el primer milenio y que se configura, en cierto sentido, como modelo. «Es grato para el sagrado Concilio recordar a todos 1 que en Oriente florecen muchas Iglesias particulares o locales, entre las que ocupan el primer lugar las Iglesias patriarcales, y muchas de éstas se glorían de tener su origen en los mismos Apóstoles».87 El camino de la Iglesia se inició en Jerusalén el día de Pentecostés y todo su desarrollo original en la oikoumene de entonces se concentraba alrededor de Pedro y de los Once (cf. Hch 2, 14). Las estructuras de la Iglesia en Oriente y en Occidente se formaban por tanto en relación con aquel patrimonio apostólico. Su unidad, en el primer milenio, se mantenía en esas mismas estructuras mediante los Obispos, sucesores de los Apóstoles, en comunión con el Obispo de Roma. Si hoy, al final del segundo milenio, tratamos de restablecer la plena comunión, debemos referirnos a esta unidad estructurada así.

El Decreto sobre el ecumenismo señala un posterior aspecto característico, gracias al cual todas las Iglesias particulares permanecían en la unidad, la «preocupación y el interés por conservar las relaciones fraternas en comunión de fe y caridad que deben tener vigencia, como entre hermanos, entre las Iglesias locales».88

56. Después del Concilio Vaticano II y con referencia a aquella tradición, se ha restablecido el uso de llamar «Iglesias hermanas» a las Iglesias particulares o locales congregadas en torno a su Obispo. La supresión además de las excomuniones recíprocas, quitando un doloroso obstáculo de orden canónico y psicológico, ha sido un paso muy significativo en el camino hacia la plena comunión.

Las estructuras de unidad existentes antes de la división son un patrimonio de experiencia que guía nuestro camino para la plena comunión. Obviamente, durante el segundo milenio, el Señor no ha dejado de dar a su Iglesia abundante frutos de gracia y crecimiento.

Pero por desgracia el progresivo distanciamiento recíproco entre las Iglesias de Occidente y las de Oriente las ha privado de las riquezas de sus dones y ayudas mutuas. Es necesario hacer con la gracia de Dios un gran esfuerzo para restablecer entre ellas la plena comunión, fuente de tantos bienes para la Iglesia de Cristo. Este esfuerzo exige toda nuestra buena voluntad, la oración humilde y una colaboración perseverante que no se debe desanimar ante nada. San Pablo nos amonesta: «Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas» (Ga 6, 2). ¡Cómo se adapta a nosotros y qué actual es la exhortación del Apóstol! El término tradicional de «Iglesias hermanas» debería acompañarnos incesantemente en este camino.

57. Como deseaba el Papa Pablo VI, nuestro objetivo es el de reencontrar juntos la plena unidad en la legítima diversidad: «Dios nos ha concedido recibir en la fe este testimonio de los Apóstoles. Por el Bautismo somos uno en Cristo Jesús (cf. Ga 3, 28). En virtud de la sucesión apostólica, el Sacerdocio y la Eucaristía nos unimos más íntimamente; participando de los dones de Dios a su Iglesia, estamos en comunión con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo 2 En cada Iglesia local se realiza este misterio del amor divino. ¿Acaso no es éste el motivo por el que las Iglesias locales gustaban llamarse con la bella expresión tradicional de Iglesias hermanas? (cf. Decr. Unitatis redintegratio, 14). Esta vida de Iglesias hermanas la vivimos durante siglos, celebrando juntos los Concilios ecuménicos, que defendieron el depósito de la fe de toda alteración. Ahora, después de un largo período de división e incomprensión recíproca, el Señor nos concede redescubrirnos como Iglesias hermanas, a pesar de los obstáculos que en el pasado se interpusieron entre nosotros».89 Si hoy, a las puertas del tercer milenio, buscamos el restablecimiento de la plena comunión, debemos tender a la realización de este objetivo y debemos hacer referencia al mismo.

El contacto con esta gloriosa tradición es fecundo para la Iglesia. «Las Iglesias de Oriente —afirma el Concilio— poseen desde su origen un tesoro, del que la Iglesia de Occidente ha tomado muchas cosas en materia litúrgica, en la tradición espiritual y en el ordenamiento jurídico».90

Forman parte de este «tesoro» también «las riquezas de aquellas tradiciones espirituales que encontraron su expresión principalmente en el monaquismo. Pues allí, desde los tiempos gloriosos de los Santos Padres, floreció aquella espiritualidad monástica, que se extendió luego a Occidente».91 Como he señalado en la reciente Carta apostólica Orientale lumen, las Iglesias de Oriente han vivido con gran generosidad el compromiso testimoniado por la vida monástica, «comenzando por la evangelización, que es el servicio más alto que el cristiano puede prestar a su hermano, para proseguir con muchas otras formas de ayuda espiritual y material. Es más, se puede decir que el monaquismo fue en la antigüedad —y, en varias ocasiones, también en tiempos posteriores— el instrumento privilegiado para la evangelización de los pueblos».92

El Concilio no se limita a señalar todo lo que hace semejantes entre sí a las Iglesias en Oriente y en Occidente. En armonía con la verdad histórica no duda en afirmar: «No hay que admirarse, pues, de que a veces unos hayan captado mejor que otros y expongan con mayor claridad algunos aspectos del misterio revelado, de manera que hay que reconocer que con frecuencia las varias fórmulas teológicas, más que oponerse, se complementan entre sí».93 El intercambio de dones entre las Iglesias en su complementariedad hace fecunda la comunión.

58. El Concilio Vaticano II ha sacado de la consolidada comunión de fe ya existente conclusiones pastorales adecuadas para la vida concreta de los fieles y para la promoción del espíritu de unidad. En función de los estrechísimos vínculos sacramentales existentes entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas, el Decreto Orientalium ecclesiarum ha puesto de relieve que «la práctica pastoral demuestra, en lo que se refiere a los hermanos orientales, que se pueden y se deben considerar diversas circunstancias personales en las que ni sufre daño la unidad de la Iglesia, ni hay peligros que se deban evitar, y apremia la necesidad de salvación y el bien espiritual de las almas. Por eso, la Iglesia católica, según las circunstancias de tiempos, lugares y personas, usó y usa con frecuencia un modo de actuar más suave, ofreciendo a todos medios de salvación y testimonio de caridad entre los cristianos, mediante la participación en los sacramentos y en otras funciones y cosas sagradas».94

Esta orientación teológica y pastoral, con la experiencia de los años del posconcilio, ha sido recogida por los dos Códigos de Derecho Canónico. 95 Ha sido desarrollada desde el punto de vista pastoral por el Directorio para la aplicación de los principio y de las normas acerca del ecumenismo. 96

En esta materia tan importante y delicada, es necesario que los Pastores instruyan con atención a los fieles para que éstos conozcan con claridad las razones precisas tanto de esta participación en el culto litúrgico como de las distintas disciplinas existentes al respecto.

No se debe perder nunca de vista la dimensión eclesiológica de la participación en los sacramentos, sobre todo en la sagrada Eucaristía.

Progresos del diálogo

59. Desde su creación en 1979, la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto ha trabajado intensamente, orientando progresivamente su labor hacia las perspectivas que, de común acuerdo, habían sido determinadas con el fin de restablecer la plena comunión entre las dos Iglesias. Esta comunión basada en la unidad de fe, en continuidad con la experiencia y la tradición de la Iglesia antigua, encontrará su plena expresión en la concelebración de la Eucaristía. Con actitud positiva, basándose en cuanto tenemos en común, la Comisión mixta ha podido avanzar sustancialmente y, como pude declarar junto con el venerable Hermano, Su Santidad Dimitrios I, Patriarca ecuménico, ha logrado expresar «lo que la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa pueden ya profesar juntas como fe común sobre el misterio de la Iglesia y el vínculo entre la fe y los sacramentos».97 La comisión ha podido constatar y afirmar además que «en nuestras Iglesias la sucesión apostólica es fundamental para la santificación y la unidad del pueblo de Dios».98 Se trata de puntos de referencia importantes para la continuación del diálogo. Más aún: estas afirmaciones hechas en común constituyen la base que permite a los católicos y ortodoxos ofrecer desde ahora, en nuestro tiempo, un testimonio común fiel y concorde para que el nombre del Señor sea anunciado y glorificado.

60. Más recientemente, la Comisión mixta internacional ha dado un paso significativo en la cuestión tan delicada del método a seguir en la búsqueda de la comunión plena entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa, cuestión que ha alterado con frecuencia las relaciones entre católicos y ortodoxos. La Comisión ha puesto las bases doctrinales para una solución positiva del problema, que se fundamentan en la doctrina de las Iglesias hermanas. En este contexto se ha visto también claramente que el método a seguir para la plena comunión es el diálogo de la verdad, animado y sostenido por el diálogo de la caridad. El derecho reconocido a las Iglesias orientales católicas de organizarse y desarrollar su apostolado, así como la participación efectiva de estas Iglesias en el diálogo de la caridad y en el teológico, favorecerán no sólo un real y fraterno respeto recíproco entre los ortodoxos y los católicos que viven en un mismo territorio, sino también su común empeño en la búsqueda de la unidad. 99

Se ha dado un paso adelante. El esfuerzo debe continuar. Se puede constatar desde ahora una pacificación de los ánimos, que hace la búsqueda más fecunda.

Respecto a las Iglesias orientales en comunión con la Iglesia católica, el Concilio dijo: «Este santo Sínodo, dando gracias a Dios porque muchos orientales, hijos de la Iglesia 1 viven ya en comunión plena con los hermanos que practican la tradición occidental, declara que todo este patrimonio espiritual y litúrgico, disciplinar y teológico, en sus diversas tradiciones, pertenece a la plena catolicidad y apostolicidad de la Iglesia».100 Ciertamente las Iglesias orientales católicas, en el espíritu del Decreto sobre el ecumenismo, podrán participar positivamente en el diálogo de la caridad y en el diálogo teológico, tanto a nivel local como universal, contribuyendo así a la recíproca comprensión y a una búsqueda dinámica de la plena unidad. 101

61. En esta línea, la Iglesia católica no busca más que la plena comunión entre Oriente y Occidente. Para ello se inspira en la experiencia del primer milenio. En efecto, en este período «el desarrollo de diferentes experiencias de vida eclesial no impedía que, mediante relaciones recíprocas, los cristianos pudieran seguir teniendo la certeza de que en cualquier Iglesia se podían sentir como en casa, porque de todas se elevaba, con una admirable variedad de lenguas y de modulaciones, la alabanza al único Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo; todas se hallaban reunidas para celebrar la Eucaristía, corazón y modelo para la comunidad no sólo por lo que atañe a la espiritualidad o a la vida moral, sino también para la estructura misma de la Iglesia, en la variedad de los ministerios y de los servicios bajo la presidencia del Obispo, sucesor de los Apóstoles. Los primeros Concilios son un testimonio elocuente de esta constante unidad en la diversidad».102 ¿Cómo reconstruir la unidad después de casi mil años? Esta es la gran tarea que debe asumir y que corresponde también a la Iglesia ortodoxa. De ahí se comprende la gran actualidad del diálogo, sostenido por la luz y la fuerza del Espíritu Santo.

Relaciones con las antiguas Iglesias de Oriente

62. Después del Concilio Vaticano II la Iglesia católica, con modalidades y ritmos diversos, ha reanudado también las relaciones fraternas con aquellas antiguas Iglesias de Oriente que contestaron las fórmulas dogmáticas de los Concilios de Efeso y Calcedonia. Todas estas Iglesias enviaron observadores delegados al Concilio Vaticano II; sus Patriarcas nos han honrado con sus visitas y con ellos el Obispo de Roma ha podido hablar como con unos hermanos que, después de mucho tiempo, se reencuentran con alegría.

La reanudación de las relaciones fraternas con las antiguas Iglesias de Oriente, testigos de la fe cristiana en situaciones con frecuencia hostiles y trágicas, es un signo concreto de cómo Cristo nos une a pesar de las barreras históricas, políticas, sociales y culturales. Precisamente en relación al tema cristológico, hemos podido declarar junto con los Patriarcas de algunas de estas Iglesias nuestra fe común en Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. El Papa Pablo VI de venerable memoria firmó unas declaraciones en este sentido con Su Santidad Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca copto ortodoxo, 103 con el Patriarca siro ortodoxo de Antioquía, Su Santidad Jacoub III. 104 Yo mismo he podido ratificar este acuerdo cristológico y extraer consecuencias: para el desarrollo del diálogo con el Papa Shenouda 105 y para la colaboración pastoral con el Patriarca siro de Antio- quía Mar Ignacio Zakka I Iwas. 106

Con el venerable Patriarca de la Iglesia de Etiopía, Abuna Paulos, que me visitó en Roma el 11 de junio de 1993, hemos puesto de relieve la profunda comunión existente entre nuestras dos Iglesias: «Compartimos la fe transmitida por los Apóstoles, así como los mismos sacramentos y el mismo ministerio, que se remontan a la sucesión apostólica 2. Hoy, además, podemos afirmar que profesamos la misma fe en Cristo, a pesar de que durante mucho tiempo esto fue causa de división entre nosotros».107

Más recientemente, el Señor me ha concedido la gracia de firmar una declaración común cristológica con el Patriarca asirio de Oriente, Su Santidad Mar Dinkha IV, que por este motivo me visitó en Roma en el mes de noviembre de 1994. Teniendo en cuenta las formulaciones teológicas diferentes, hemos podido así profesar juntos la verdadera fe en Cristo. 108 Quiero manifestar mi alegría por todo esto con las palabras de la Virgen: «Proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1, 46).

63. En las controversias tradicionales sobre la cristología, los contactos ecuménicos han hecho pues posible clarificaciones esenciales, que nos han permitido confesar juntos aquella fe que tenemos en común. Una vez más se debe constatar que este importante logro es seguramente fruto de la profundización teológica y del diálogo fraterno. Y no sólo esto. Ello nos estimula: en efecto, nos muestra que el camino recorrido es justo y que es razonable esperar encontrar juntos la solución para las demás cuestiones controvertidas.

Diálogo con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales en Occidente

64. En el amplio objetivo dirigido al restablecimiento de la unidad entre todos los cristianos, el Decreto sobre ecumenismo toma en consideración igualmente las relaciones con las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente. A fin de instaurar un clima de fraternidad cristiana y de diálogo, el Concilio presenta dos consideraciones de orden general: una de carácter histórico-psicológico y otra de carácter teológico-doctrinal. Por una parte, el documento citado señala: «Las Iglesias y Comunidades eclesiales que se separaron de la Sede Apostólica Romana, bien en aquella gravísima crisis que comenzó en Occidente ya a finales de la Edad Media, bien en tiempos posteriores, están unidas con la Iglesia católica por una peculiar relación de afinidad a causa del mucho tiempo en que, en siglos pasados, el pueblo cristiano llevó una vida en comunión eclesiástica».109 Por otra parte, se constata con idéntico realismo: «Hay que reconocer que entre estas Iglesias y Comunidades y la Iglesia católica existen discrepancias de gran peso, no sólo de índole histórica, sociológica, psicológica y cultural, sino, ante todo, de interpretación de la verdad revelada».110

65. Son comunes las raíces y son semejantes, a pesar de las diferencias, las orientaciones que han inspirado en Occidente el desarrollo de la Iglesia católica y de las Iglesias y Comunidades surgidas de la Reforma. Por lo tanto, ellas poseen una característica occidental común. Las «divergencias» mencionadas antes, aunque importantes, no excluyen pues recíprocas influencias y aspectos complementarios.

El movimiento ecuménico comenzó precisamente en el ámbito de las Iglesias y Comunidades de la Reforma. Contemporáneamente, ya en enero de 1920, el Patriarcado ecuménico había expresado su deseo de que se organizase una colaboración entre las Comuniones cristianas. Este hecho muestra que la incidencia del trasfondo cultural no es determinante. En cambio es esencial la cuestión de la fe. La oración de Cristo, nuestro único Señor, Redentor y Maestro, habla a todos del mismo modo, tanto al Oriente como al Occidente. Esa oración es un imperativo que nos exige abandonar las divisiones, para buscar y reencontrar la unidad, animados incluso por las mismas y amargas experiencias de la división.

66. El Concilio Vaticano II no pretende hacer la «descripción» del cristianismo posterior a la Reforma, ya que «estas Iglesias y Comunidades eclesiales difieren mucho, no sólo de nosotros, sino también entre sí», y esto «por la diversidad de su origen, doctrina y vida espiritual».111 Además, el mismo Decreto observa cómo el movimiento ecuménico y el deseo de paz con la Iglesia católica no ha penetrado aún en todas partes. 112 Sin embargo, el Concilio propone el diálogo independientemente de estas circunstancias.

El Decreto conciliar trata después de «ofrecer 3 algunos puntos que pueden y deben ser fundamento y estímulo para este diálogo».113

«Nuestra atención se dirige 4 a aquellos cristianos que confiesan públicamente a Jesucristo como Dios y Señor, y único mediador entre Dios y los hombres, para gloria del único Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo».114

Estos hermanos cultivan el amor y la venera- ción por las Sagradas Escrituras: «Invocando al Espíritu Santo, buscan en la Sagrada Escritura a Dios como a quien les habla en Cristo, anunciado por los profetas, Verbo de Dios, encarnado por nosotros. En ella contemplan la vida de Cristo y cuanto el divino Maestro enseñó y realizó para la salvación de los hombres, sobre todo los misterios de su muerte y resurrección 5; afirman la autoridad divina de los Sagrados Libros».115

Al mismo tiempo, sin embargo, «piensan de distinta manera que nosotros 6 acerca de la relación entre las Escrituras y la Iglesia, en la cual, según la fe católica, el magisterio auténtico tiene un lugar peculiar en la exposición y predicación de la palabra de Dios escrita».116 A pesar de esto, «en el diálogo 7… las Sagradas Escrituras son un instrumento precioso en la mano poderosa de Dios para lograr la unidad que el Salvador ofrece a todos los hombres».117

Además, el sacramento del Bautismo, que tenemos en común, representa «un vínculo sacramental de unidad, vigente entre los que han sido regenerados por él».118 Las implicaciones teológicas, pastorales y ecuménicas del común Bautismo son muchas e importantes. Si bien por sí mismo constituye «sólo un principio y un comienzo», este sacramento «se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la incorporación plena en la economía de la salvación, como el mismo Cristo quiso, y finalmente a la incorporación íntegra en la comunión eucarística».119

67. Han surgido divergencias doctrinales e históricas del tiempo de la Reforma a propósito de la Iglesia, de los sacramentos y del Ministerio ordenado. El Concilio pide por tanto «establecer como objeto de diálogo la doctrina sobre la Cena del Señor, sobre los demás sacramentos, sobre el culto y los ministerios de la Iglesia».120

El Decreto Unitatis redintegratio, poniendo de relieve cómo a las Comunidades posteriores a la Reforma les falta «esa unidad plena con nosotros que dimana del Bautismo», advierte que ellas, «sobre todo por defecto del sacramento del Orden, no han conservado la sustancia genuina e íntegra del Misterio eucarístico», aunque, «al conmemorar en la santa Cena la muerte y resurrección del Señor, profesan que en la comunión con Cristo se significa la vida, y esperan su venida gloriosa».121

68. El Decreto no olvida la vida espiritual y las consecuencias morales: «La vida cristiana de estos hermanos se nutre de la fe en Cristo y se fomenta con la gracia del Bautismo y la escucha de la palabra de Dios. Se manifiesta en la oración privada, en la meditación bíblica, en la vida de la familia cristiana, en el culto de la comunidad congregada para alabar a Dios. Por otra parte, su culto presenta, a veces, elementos notables de la antigua liturgia común».122

Además, el documento conciliar no se limita a estos aspectos espirituales, morales y culturales, sino que extiende su consideración al vivo sentimiento de la justicia y a la caridad sincera hacia el prójimo, que están presentes en estos hermanos; no olvida tampoco sus iniciativas para hacer más humanas las condiciones sociales de la vida y para restablecer la paz. Todo esto con la sincera voluntad de adherirse a la palabra de Cristo como fuente de la vida cristiana.

De este modo el texto manifiesta una problemática que, en el campo ético-moral, se hace cada vez más urgente en nuestro tiempo: «Muchos cristianos no entienden el Evangelio 8 de igual manera que los católicos».123 En esta amplia materia hay un gran espacio de diálogo sobre los principios morales del Evangelio y sus aplicaciones.

69. Los deseos y la invitación del Concilio Vaticano II se han realizado, y progresivamente se ha abierto el diálogo teológico bilateral con las diferentes Iglesias y Comunidades cristianas mundiales de Occidente.

Por otra parte, en relación al diálogo multilateral, ya en 1964 se inició el proceso para la constitución de un «Grupo Mixto de Trabajo» con el Consejo Ecuménico de las Iglesias, y desde 1968, algunos teólogos católicos entraron a formar parte, como miembros de pleno derecho, del Departamento teológico de dicho Consejo, la Comisión «Fe y Constitución».

El diálogo ha sido y es fecundo, rico de promesas. Los temas propuestos por el Decreto conciliar como materia de diálogo han sido ya afrontados, o lo serán pronto. La reflexión de los diversos diálogos bilaterales, realizados con una entrega que merece el elogio de toda la comunidad ecuménica, se ha centrado sobre muchas cuestiones controvertidas como el Bautismo, la Eucaristía, el Ministerio ordenado, la sacramentalidad y la autoridad de la Iglesia, la sucesión apostólica. Se han delineado así perspectivas de solución inesperadas y al mismo tiempo se ha comprendido la necesidad de examinar más profundamente algunos argumentos.

70. Esta investigación difícil y delicada, que implica problemas de fe y respeto de la propia conciencia y de la del otro, ha estado acompañada y sostenida por la oración de la Iglesia católica y de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales. La oración por la unidad, tan enraizada y difundida ya en la realidad eclesial, muestra que los cristianos son conscientes de la importancia de la cuestión ecuménica. Precisamente porque la búsqueda de la plena unidad exige confrontar la fe entre creyentes que tienen un único Señor, la oración es la fuente que ilumina la verdad que se ha de acoger enteramente.

Asimismo, por medio de la oración, la búsqueda de la unidad, lejos de quedar restringida al ámbito de los especialistas, se extiende a cada bautizado. Todos, independientemente de su misión en la Iglesia y de su formación cultural, pueden contribuir activamente, de forma misteriosa y profunda.

Relaciones eclesiales

71. Es necesario dar gracias también a la Divina Providencia por todos los acontecimientos que testimonian el progreso hacia la búsqueda de la unidad. Junto al diálogo teológico es oportuno mencionar las demás formas de encuentro, la oración en común y la colaboración práctica. El Papa Pablo VI dio un gran impulso a este proceso con su visita el 10 de junio de 1969 a la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, y recibiendo muchas veces a representantes de varias Iglesias y Comunidades eclesiales. Estos contactos contribuyen eficazmente a mejorar el conocimiento recíproco y a incrementar la fraternidad cristiana.

El Papa Juan Pablo I, al inicio de su brevísimo pontificado, manifestó la voluntad de continuar el camino. 124 El Señor me ha concedido a mí proseguir en esta dirección. Además de los importantes encuentros ecuménicos en Roma, una parte significativa de mis visitas pastorales se dedica regularmente al testimonio en favor de la unidad de los cristianos. Algunos de mis viajes tienen incluso una «prioridad» ecuménica, especialmente en los países donde las comunidades católicas constituyen una minoría respecto a las Comuniones posteriores a la Reforma; o donde estas últimas representan una porción considerable de los creyentes en Cristo de una sociedad determinada.

72. Esto se refiere sobre todo a los países europeos, donde tuvieron inicio estas divisiones, y a América del Norte. En este contexto, y sin hacer de menos las demás visitas, merecen atención especial las que, en el continente europeo, realicé por dos veces a Alemania, en noviembre de 1980 y en abril-mayo de 1987; la visita al Reino Unido (Inglaterra, Escocia y Gales) en mayo-junio de 1982; a Suiza en junio de 1984; y a los Países escandinavos y nórdicos (Finlandia, Suecia, Noruega, Dinamarca e Islandia), a donde fui en junio de 1989. En el gozo, el respeto recíproco, la solidaridad cristiana y la oración, me he encontrado con tantos y tantos hermanos, todos comprometidos en la búsqueda de la fidelidad al Evangelio. Constatar todo esto ha sido para mí motivo de gran aliento. Hemos experimentado la presencia del Señor entre nosotros.

Quisiera a este respecto recordar una actitud inspirada por la caridad fraterna y caracterizada por la profunda luz de fe que he vivido con intensa participación. Me refiero a las celebraciones eucarísticas que presidí en Finlandia y Suecia durante mi viaje a los Países escandinavos y nórdicos. En el momento de la comunión, los Obispos luteranos se acercaron al celebrante. Ellos quisieron manifestar con un gesto concordado el deseo de alcanzar el momento en que nosotros, católicos y luteranos, podremos participar en la misma Eucaristía, y quisieron recibir la bendición del celebrante. Con amor, los bendije. El mismo gesto, tan rico de significado, se repitió en Roma durante la misa que presidí en la plaza Farnese con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida, el 6 de octubre de 1991.

He encontrado también sentimientos análogos al otro lado del océano, en Canadá, en septiembre de 1984; y especialmente en septiembre de 1987 en los Estados Unidos, donde se percibe una gran apertura ecuménica. Es el caso, por ejemplo, del encuentro ecuménico en Columbia, en Carolina del Sur el 11 de septiembre de 1987. El hecho de que tengan lugar con regularidad estos encuentros entre los hermanos de la «Posreforma» y el Papa es en sí mismo importante. Estoy profundamente agradecido porque tanto los responsables de las diferentes Comunidades, como las Comunidades en su conjunto, me han acogido de buen grado. Desde este punto de vista considero significativa la celebración ecuménica de la Palabra, tenida en Columbia sobre el tema de la familia.

73. Además es motivo de gran alegría comprobar que durante el período posconciliar y en las Iglesias locales abundan las iniciativas y las acciones en favor de la unidad de los cristianos, las cuales extienden su incidencia directa a las Conferencias episcopales, diócesis y comunidades parroquiales, así como a los distintos movimientos eclesiales.

Colaboraciones realizadas

74. «No todo el que me diga: ‘Señor, Señor’, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21). La coherencia y honestidad de las intenciones y afirmaciones de principio se verifican aplicándolas en la vida concreta. El Decreto conciliar sobre el ecumenismo nota cómo en los otros cristianos «la fe con la que se cree en Cristo produce frutos de alabanza y acción de gracias por los beneficios recibidos de Dios; se añade, además, un vivo sentido de la justicia y una sincera caridad para con el prójimo».125

Esto último es un terreno fértil no sólo para el diálogo, sino también para una colaboración dinámica: la «fe activa ha producido también no pocas instituciones para aliviar la miseria espiritual y corporal, para cultivar la educación de la juventud, para humanizar las condiciones sociales de vida, para consolidar la paz en el mundo».126

La vida social y cultural ofrece amplios espacios de colaboración ecuménica. Cada vez con más frecuencia los cristianos se unen para defender la dignidad humana, para promover el bien de la paz, la aplicación social del Evangelio, para hacer presente el espíritu cristiano en las ciencias y en las artes. Se unen cada vez más para hacer frente a las miserias de nuestro tiempo: el hambre, las calamidades y la injusticia social.

75. Esta cooperación, que se inspira en el Evangelio mismo, nunca es para los cristianos una mera acción humanitaria. Tiene su razón de ser en la palabra del Señor: «Tuve hambre, y me disteis de comer» (Mt 25, 35). Como ya he señalado, la cooperación de todos los cristianos manifiesta claramente aquel grado de comunión que ya existe entre ellos. 127

De cara al mundo, la acción conjunta de los cristianos en la sociedad tiene entonces el valor trasparente de un testimonio dado en común al nombre del Señor. Asume también las dimensiones de un anuncio, ya que revela el rostro de Cristo.

Las divergencias doctrinales que permanecen ejercen un influjo negativo y ponen límites incluso a la colaboración. Sin embargo, la comunión de fe ya existente entre los cristianos ofrece una base sólida no sólo para su acción conjunta en el campo social, sino también en el ámbito religioso.

Esta cooperación facilitará la búsqueda de la unidad. El Decreto sobre el ecumenismo señala que con ella «los que creen en Cristo aprenderán fácilmente cómo pueden conocerse mejor los unos a los otros, apreciarse más y allanar el camino de la unidad de los cristianos».128

76. ¿Cómo no recordar, en este contexto, el interés ecuménico por la paz que se manifiesta en la oración y en la acción con una participación creciente de los cristianos y con una motivación teológica cada vez más profunda? No podría ser de otro modo. ¿Acaso no creemos en Jesucristo, Príncipe de la paz? Los cristianos están cada vez más unidos en el rechazo de la violencia, de todo tipo de violencia, desde la guerra a la injusticia social.

Estamos llamados a un esfuerzo cada vez más activo, para que se vea aún más claramente que los motivos religiosos no son la causa verdadera de los conflictos actuales, aunque, lamentablemente, no haya desaparecido el riesgo de instrumentalizaciones con fines políticos y polémicos.

En 1986, en Asís, durante la Jornada Mundial de oración por la paz, los cristianos de las diversas Iglesias y Comunidades eclesiales invocaron con una sola voz al Señor de la historia por la paz del mundo. Aquel día, de modo distinto pero paralelo, rezaron por la paz también los Hebreos y los Representantes de las religiones no cristianas, en una sintonía de sentimientos que hicieron vibrar las dimensiones más profundas del espíritu humano.

No quisiera olvidar la Jornada de oración por la paz en Europa, especialmente en los Balcanes, que me llevó como peregrino a la ciudad de san Francisco el 9 y 10 de enero de 1993, y la Misa por la paz en los Balcanes, y en particular en Bosnia-Herzegovina, que presidí el 23 de enero de 1994 en la Basílica de san Pedro en el marco de la Semana de oración por la unidad de los cristianos.

Cuando nuestra mirada recorre el mundo, la alegría invade nuestro ánimo. En efecto, constatamos cómo los cristianos se sienten cada vez más interpelados por el problema de la paz. Lo consideran relacionado íntimamente con el anuncio del Evangelio y con la venida del Reino de Dios.

III. QUANTA EST NOBIS VIA?

Continuar intensificando el diálogo

77. Podemos ahora preguntarnos cuánto camino nos separa todavía del feliz día en que se alcance la plena unidad en la fe y podamos concelebrar en concordia la sagrada Eucaristía del Señor. El mejor conocimiento recíproco que ya se da entre nosotros, las convergencias doctrinales alcanzadas, que han tenido como consecuencia un crecimiento afectivo y efectivo de la comunión, no son suficientes para la conciencia de los cristianos que profesan la Iglesia una, santa, católica y apostólica. El fin último del movimiento ecuménico es el restablecimiento de la plena unidad visible de todos los bautizados.

En vista de esta meta, todos los resultados alcanzados hasta ahora no son más que una etapa, si bien prometedora y positiva.

78. Dentro del movimiento ecuménico, no es sólo la Iglesia católica, junto con las Iglesias ortodoxas, quien posee esta concepción exigente de la unidad querida por Dios. La tendencia hacia una unidad de este tipo aparece expresada también por otros. 129

El ecumenismo implica que las Comunidades cristianas se ayuden mutuamente para que en ellas esté verdaderamente presente todo el contenido y todas las exigencias de «la herencia transmitida por los Apóstoles».130 Sin eso, la plena comunión nunca será posible. Esta ayuda mutua en la búsqueda de la verdad es una forma suprema de caridad evangélica.

La búsqueda de la unidad se ha puesto de manifiesto en varios documentos de las numerosas Comisiones mixtas internacionales de diálogo. En tales textos se trata del Bautismo, de la Eucaristía, del Ministerio y la Autoridad partiendo de una cierta unidad fundamental de doctrina.

De esta unidad fundamental, aunque parcial, se debe pasar ahora a la necesaria y suficiente unidad visible, que se exprese en la realidad concreta, de modo que las Iglesias realicen verdaderamente el signo de aquella comunión plena en la Iglesia una, santa, católica y apostólica que se realizará en la concelebración eucarística.

Este camino hacia la necesaria y suficiente unidad visible, en la comunión de la única Iglesia querida por Cristo, exige todavía un trabajo paciente y audaz. Para ello es necesario no imponer más cargas de las indispensables (cf. Hch 15, 28).

79. Desde ahora es posible indicar los argumentos que deben ser profundizados para alcanzar un verdadero consenso de fe: 1) las relaciones entre la sagrada Escritura, suprema autoridad en materia de fe, y la sagrada Tradición, interpretación indispensable de la palabra de Dios; 2) la Eucaristía, sacramento del Cuerpo y Sangre de Cristo, ofrenda de alabanza al Padre, memorial sacrificial y presencia real de Cristo, efusión santificadora del Espíritu Santo; 3) el Orden, como sacramento, bajo el triple ministerio del episcopado, presbiterado y diaconado; 4) el Magisterio de la Iglesia, confiado al Papa y a los Obispos en comunión con él, entendido como responsabilidad y autoridad en nombre de Cristo para la enseñanza y salvaguardia de la fe; 5) la Virgen María, Madre de Dios e Icono de la Iglesia, Madre espiritual que intercede por los discípulos de Cristo y por toda la humanidad.

En este valiente camino hacia la unidad, la claridad y prudencia de la fe nos llevan a evitar el falso irenismo y el desinterés por las normas de la Iglesia. 131 Inversamente, la misma claridad y la misma prudencia nos recomiendan evitar la tibieza en la búsqueda de la unidad y más aún la oposición preconcebida, o el derrotismo que tiende a ver todo como negativo.

Mantener una visión de la unidad que tenga presente todas las exigencias de la verdad revelada no significa poner un freno al movimiento ecuménico. 132 Al contrario, significa no contentarse con soluciones aparentes, que no conducirían a nada estable o sólido. 133 La exigencia de la verdad debe llegar hasta el fondo. ¿Acaso no es ésta la ley del Evangelio?

Acogida de los resultados alcanzados

80. Mientras prosigue el diálogo sobre nuevos temas o se desarrolla con mayor profundidad, tenemos una nueva tarea que llevar a cabo: cómo acoger los resultados alcanzados hasta ahora. Estos no pueden quedarse en conclusiones de las Comisiones bilaterales, sino que deben llegar a ser patrimonio común. Para que sea así y se refuercen los vínculos de comunión, es necesario un serio examen que, de modos, formas y competencias diversas, abarque a todo el pueblo de Dios. En efecto, se trata de cuestiones que con frecuencia afectan a la fe, y éstas exigen el consenso universal, que se extiende desde los Obispos a los fieles laicos, todos los cuales han recibido la unción del Espíritu Santo. 134 Es el mismo Espíritu que asiste al Magisterio y suscita el sensus fidei.

Para acoger los resultados del diálogo es necesario pues un amplio y cuidadoso proceso crítico que los analice y verifique con rigor su coherencia con la Tradición de fe recibida de los Apóstoles y vivida en la comunidad de los creyentes reunida en torno al Obispo, su legítimo Pastor.

81. Este proceso, que debe hacerse con prudencia y actitud de fe, es animado por el Espíritu Santo. Para que tenga un resultado favorable, es necesario que sus aportaciones sean divulgadas oportunamente por personas competentes. A este respecto, es de gran importancia la contribución que los teólogos y las facultades de teología están llamados a dar en razón de su carisma en la Iglesia. Además es claro que las comisiones ecuménicas tienen, en este sentido, responsabilidades y cometidos muy singulares.

Todo el proceso es seguido y ayudado por los Obispos y la Santa Sede. La autoridad docente tiene la responsabilidad de expresar el juicio definitivo.

En todo esto, será de gran ayuda atenerse metodológicamente a la distinción entre el depósito de la fe y la formulación con que se expresa, como recomendaba el Papa Juan XXIII en el discurso pronunciado en la apertura del Concilio Vaticano II. 135

Continuar el ecumenismo espiritual y testimoniar la santidad

82. Se comprende que la importancia de la tarea ecuménica interpele profundamente a los fieles católicos. El Espíritu los invita a un serio examen de conciencia. La Iglesia católica debe entrar en lo que se podría llamar «diálogo de conversión», en donde tiene su fundamento interior el diálogo ecuménico. En ese diálogo, que se realiza ante Dios, cada uno debe reconocer las propias faltas, confesar sus culpas, y ponerse de nuevo en las manos de Aquél que es el Intercesor ante el Padre, Jesucristo.

Ciertamente, en este proceso de conversión a la voluntad del Padre y, al mismo tiempo, de penitencia y confianza absoluta en el poder reconciliador de la verdad que es Cristo, se halla la fuerza para llevar a buen fin el largo y arduo camino ecuménico. El «diálogo de conversión» de cada comunidad con el Padre, sin indulgencias consigo misma, es el fundamento de unas relaciones fraternas diversas de un mero entendimiento cordial o de una convivencia sólo exterior. Los vínculos de la koinonia fraterna se entrelazan ante Dios y en Jesucristo.

Sólo el ponerse ante Dios puede ofrecer una base sólida para la conversión de los cristianos y para la reforma continua de la Iglesia como institución también humana y terrena, 136 que son las condiciones preliminares de toda tarea ecuménica. Uno de los procedimientos fundamentales del diálogo ecuménico es el esfuerzo por comprometer a las Comunidades cristianas en este espacio espiritual, interior, donde Cristo, con el poder del Espíritu, las induce sin excepción a examinarse ante el Padre y a preguntarse si han sido fieles a su designio sobre la Iglesia.

83. He hablado de la voluntad del Padre, del espacio espiritual en el que cada comunidad escucha la llamada a superar los obstáculos para la unidad. Pues bien, todas las Comunidades cristianas saben que una exigencia y una superación de este tipo, con la fuerza que da el Espíritu, no están fuera de su alcance. En efecto, todas tienen mártires de la fe cristiana. 137 A pesar del drama de la división, estos hermanos han mantenido una adhesión a Cristo y a su Padre tan radical y absoluta que les ha permitido llegar hasta el derramamiento de su sangre. ¿No es acaso esta misma adhesión la que se pide en esto que he calificado como «diálogo de conversión» ? ¿No es precisamente este diálogo el que señala la necesidad de llegar hasta el fondo en la experiencia de verdad para alcanzar la plena comunión?

84. Si nos ponemos ante Dios, nosotros cristianos tenemos ya un Martirologio común. Este incluye también a los mártires de nuestro siglo, más numerosos de lo que se piensa, y muestra cómo, en un nivel profundo, Dios mantiene entre los bautizados la comunión en la exigencia suprema de la fe, manifestada con el sacrifico de su vida. 138 Si se puede morir por la fe, esto demuestra que se puede alcanzar la meta cuando se trata de otras formas de aquella misma exigencia. Ya he constatado, y con alegría, cómo la comunión, imperfecta pero real, se mantiene y crece en muchos niveles de la vida eclesial. Considero ahora que es ya perfecta en lo que todos consideramos el vértice de la vida de gracia, el martyria hasta la muerte, la comunión más auténtica que existe con Cristo, que derrama su sangre y, en este sacrificio, acerca a quienes un tiempo estaban lejanos (cf. Ef 2, 13).

Si los mártires son para todas las Comunidades cristianas la prueba del poder de la gracia, no son sin embargo los únicos que testimonian ese poder. La comunión aún no plena de nuestras comunidades está en verdad cimentada sólidamente, si bien de modo invisible, en la comunión plena de los santos, es decir, de aquéllos que al final de una existencia fiel a la gracia están en comunión con Cristo glorioso. Estos santos proceden de todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, que les abrieron la entrada en la comunión de la salvación.

Cuando se habla de un patrimonio común se debe incluir en él no sólo las instituciones, los ritos, los medios de salvación, las tradiciones que todas las comunidades han conservado y por las cuales han sido modeladas, sino en primer lugar y ante todo esta realidad de la santidad. 139

En la irradiación que emana del «patrimonio de los santos» pertenecientes a todas las Comunidades, el «diálogo de conversión» hacia la unidad plena y visible aparece entonces bajo una luz de esperanza. En efecto, esta presencia universal de los santos prueba la trascendencia del poder del Espíritu. Ella es signo y testimonio de la victoria de Dios sobre las fuerzas del mal que dividen la humanidad. Como cantan las liturgias, «al coronar sus méritos coronas tu propia obra».140

Donde existe la voluntad sincera de seguir a Cristo, el Espíritu infunde con frecuencia su gracia en formas diversas de las ordinarias. La experiencia ecuménica nos ha permitido comprenderlo mejor. Si en el espacio espiritual interior que he descrito las comunidades saben verdaderamente «convertirse» a la búsqueda de la comunión plena y visible, Dios hará por ellas lo que ha hecho por sus santos. Hará superar los obstáculos heredados del pasado y las guiará, por sus caminos, a donde El quiere: a la koinonia visible que al mismo tiempo es alabanza de su gloria y servicio a su designio de salvación.

85. Ya que Dios en su infinita misericordia puede siempre sacar provecho incluso de las situaciones que se contraponen a su designio, podemos descubrir cómo el Espíritu ha hecho que las contrariedades sirvieran en algunos casos para explicitar aspectos de la vocación cristiana, como sucede en la vida de los santos. A pesar de la división, que es un mal que debemos sanar, se ha producido como una comunicación de la riqueza de la gracia que está destinada a embellecer la koinonia. La gracia de Dios estará con todos aquellos que, siguiendo el ejemplo de los santos, se comprometen a cumplir sus exigencias. Y nosotros, ¿cómo podemos dudar de convertirnos a las expectativas del Padre? El está con nosotros.

Aportación de la Iglesia católica en la búsqueda de la unidad de los cristianos

86. La Constitución Lumen gentium, en una de sus afirmaciones fundamentales recogida por el Decreto Unitatis redintegratio,141 declara que la única Iglesia de Cristo subsiste en la Iglesia católica.142 El Decreto sobre el ecumenismo señala la presencia en la misma de la plenitud (plenitudo) de los medios de salvación. 143 La plena unidad se realizará cuando todos participen de la plenitud de medios de salvación que Cristo ha confiado a su Iglesia.

87. En el camino que conduce hacia la plena unidad, el diálogo ecuménico se esfuerza en suscitar una recíproca ayuda fraterna a través de la cual las comunidades se comprometan a intercambiarse aquello que cada una necesita para crecer según el designio de Dios hacia la plenitud definitiva (cf. Ef 4, 11-13). He afirmado cómo somos conscientes, en cuanto Iglesia católica, de haber recibido mucho del testimonio, de la búsqueda e incluso del modo como las otras Iglesias y Comunidades cristianas han puesto de relieve y vivido ciertos valores cristianos comunes. Entre los progresos alcanzados en los treinta últimos años, se debe destacar el fraterno y recíproco influjo. En la presente etapa, 144 este dinamismo de enriquecimiento mutuo debe ser tomado seriamente en consideración. Basado en la comunión que existe ya gracias a los elementos eclesiales presentes en las Comunidades cristianas, no dejará de impulsar hacia la comunión plena y visible, meta ansiada del camino que estamos realizando. Es la expresión ecuménica de la ley evangélica del compartir. Esto me anima a repetir: «Hay que demostrar en cada cosa la diligencia de salir al encuentro de lo que nuestros hermanos cristianos, legítimamente, desean y esperan de nosotros, conociendo su modo de pensar y su sensibilidad 1. Es preciso que los dones de cada uno se desarrollen para utilidad y beneficio de todos».145

El ministerio de unidad del Obispo de Roma

88. Entre todas las Iglesias y Comunidades eclesiales, la Iglesia católica es consciente de haber conservado el ministerio del Sucesor del apóstol Pedro, el Obispo de Roma, que Dios ha constituido como «principio y fundamento perpetuo y visible de unidad»,146 y que el Espíritu sostiene para que haga partícipes de este bien esencial a todas las demás. Según la hermosa expresión del Papa Gregorio Magno, mi ministerio es el del servus servorum Dei. Esta definición preserva de la mejor manera el riesgo de separar la potestad (y en particular el primado) del ministerio, lo cual estaría en contradicción con el significado de potestad según el Evangelio: «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve» (Lc 22, 27), dice nuestro Señor Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Por otra parte, como tuve la oportunidad de afirmar con ocasión del importante encuentro con el Consejo Ecuménico de las Iglesias en Ginebra, el 12 de junio de 1984, el convencimiento de la Iglesia católica de haber conservado, en fidelidad a la tradición apostólica y a la fe de los Padres, en el ministerio del Obispo de Roma, el signo visible y la garantía de la unidad, constituye una dificultad para la mayoría de los demás cristianos, cuya memoria está marcada por ciertos recuerdos dolorosos. Por aquello de lo que somos responsables, con mi Predecesor Pablo VI imploro perdón. 147

89. Sin embargo es significativo y alentador que la cuestión del primado del Obispo de Roma haya llegado a ser actualmente objeto de estudio, inmediato o en perspectiva, y también es significativo y alentador que este asunto esté presente como tema esencial no sólo en los diálogos teológicos que la Iglesia católica mantiene con las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, sino incluso de un modo más general en el conjunto del movimiento ecuménico. Recientemente los participantes en la quinta asamblea mundial de la Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias, celebrada en Santiago de Compostela, recomendaron que esta comisión «inicie un nuevo estudio sobre la cuestión de un ministerio universal de la unidad cristiana».148 Después de siglos de duras polémicas, las otras Iglesias y Comunidades eclesiales escrutan cada vez más con una mirada nueva este ministerio de unidad. 149

90. El Obispo de Roma es el Obispo de la Iglesia que conserva el testimonio del martirio de Pedro y de Pablo: «Por un misterioso designio de la Providencia, 2 termina en Roma su camino en el seguimiento de Jesús y en Roma da esta prueba máxima de amor y de fidelidad. También en Roma Pablo, el Apóstol de las Gentes, da el testimonio supremo. La Iglesia de Roma se convertía así en la Iglesia de Pedro y de Pablo».150

En el Nuevo Testamento Pedro tiene un puesto peculiar. En la primera parte de los Hechos de los Apóstoles, aparece como cabeza y portavoz del colegio apostólico, designado como «Pedro… con los Once» (2, 14; cf. también 2, 37; 5, 29). El lugar que tiene Pedro se fundamenta en las palabras mismas de Cristo, tal y como vienen recordadas por las tradiciones evangélicas.

91. El Evangelio de Mateo describe y precisa la misión pastoral de Pedro en la Iglesia: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos» (16, 17-19). Lucas señala cómo Cristo recomienda a Pedro que confirme a sus hermanos, pero al mismo tiempo le muestra su debilidad humana y su necesidad de conversión (cf. Lc 22, 31-32). Es precisamente como si, desde la debilidad humana de Pedro, se manifestara de un modo pleno que su ministerio particular en la Iglesia procede totalmente de la gracia; es como si el Maestro se dedicara de un modo especial a su conversión para prepararlo a la misión que se dispone a confiarle en la Iglesia y fuera muy exigente con él. Las misma función de Pedro, ligada siempre a una afirmación realista de su debilidad, se encuentra en el cuarto Evangelio: «Simón de Juan, ¿me amas más que éstos? 3 Apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-19). Es significativo además que según la Primera Carta de Pablo a los Corintios, Cristo resucitado se aparezca a Cefas y luego a los Doce (cf. 15, 5).

Es importante notar cómo la debilidad de Pedro y de Pablo manifiesta que la Iglesia se fundamenta sobre la potencia infinita de la gracia (cf. Mt 16, 17; 2 Cor 12, 7-10). Pedro, poco después de su investidura, es reprendido con severidad por Cristo que le dice: «¡Escándalo eres par mí!» (Mt 16, 23). ¿Cómo no ver en la misericordia que Pedro necesita una relación con el ministerio de aquella misericordia que él experimenta primero? Igualmente, renegará tres veces de Jesús. El Evangelio de Juan señala además que Pedro recibe el encargo de apacentar el rebaño en una triple profesión de amor (cf. 21, 15-17) que se corresponde con su triple traición (cf. 13, 38). Por su parte Lucas, en la palabra de Cristo que ya he citado, a la cual unirá la primera tradición en un intento por describir la misión de Pedro, insiste en el hecho de que deberá «confirmar a sus hermanos cuando haya vuelto» (cf. Lc 22, 32).

92. En cuanto a Pablo, puede concluir la descripción de su ministerio con la desconcertante afirmación que ha recibido de los labios del Señor: «Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» y puede pues exclamar: «Cuando estoy débil, entonces es cuando soy fuerte» (2 Cor 12, 9-10). Esta es una característica fundamental de la experiencia cristiana.

Heredero de la misión de Pedro, en la Iglesia fecundada por la sangre de los príncipes de los Apóstoles, el Obispo de Roma ejerce un ministerio que tiene su origen en la multiforme misericordia de Dios, que convierte los corazones e infunde la fuerza de la gracia allí donde el discípulo prueba el sabor amargo de su debilidad y de su miseria. La autoridad propia de este ministerio está toda ella al servicio del designio misericordioso de Dios y debe ser siempre considerada en este sentido. Su poder se explica así.

93. Refiriéndose a la triple profesión de amor de Pedro, que corresponde a la triple traición, su sucesor sabe que debe ser signo de misericordia. El suyo es un ministerio de misericordia nacido de un acto de misericordia de Cristo. Toda esta lección del Evangelio ha de ser releída continuamente, para que el ejercicio del ministerio petrino no pierda su autenticidad y trasparencia.

La Iglesia de Dios está llamada por Cristo a manifestar a un mundo esclavo de sus culpabilidades y de sus torcidos propósitos que, a pesar de todo, Dios puede, en su misericordia, convertir los corazones a la unidad, haciéndoles acceder a su comunión.

94. Este servicio a la unidad, basado en la obra de la divina misericordia, es confiado, dentro mismo del colegio de los Obispos a uno de aquéllos que han recibido del Espíritu el encargo, no de ejercer el poder sobre el pueblo —como hacen los jefes de las naciones y los poderosos (cf. Mt 20, 25; Mc 10,42)—, sino de guiarlo para que pueda encaminarse hacia pastos tranquilos. Este encargo puede exigir el ofrecer la propia vida (cf. Jn 10, 11-18). Después de haber mostrado que Cristo es «el único Pastor, en el que todos los pastores son uno», san Agustín concluye: «Que todos se identifiquen con el único Pastor y hagan oír la única voz del Pastor, para que la oigan las ovejas y sigan al único Pastor, y no a éste o a aquél, sino al único y que todos en él hagan oír la misma voz, y que no tengan cada uno su propia voz 4 Que las ovejas oigan esta voz, limpia de toda división y purificada de toda herejía».151 La misión del Obispo de Roma en el grupo de todos los Pastores consiste precisamente en «vigilar» (episkopein) como un centinela, de modo que, gracias a los Pastores, se escuche en todas las Iglesias particulares la verdadera voz de Cristo-Pastor. Así, en cada una de estas Iglesias particulares confiadas a ellos se realiza la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Todas las Iglesias están en comunión plena y visible porque todos los Pastores están en comunión con Pedro, y así en la unidad de Cristo.

El Obispo de Roma, con el poder y la autoridad sin los cuales esta función sería ilusoria, debe asegurar la comunión de todas las Iglesias. Por esta razón, es el primero entre los servidores de la unidad. Este primado se ejerce en varios niveles, que se refieren a la vigilancia sobre la trasmisión de la Palabra, la celebración sacramental y litúrgica, la misión, la disciplina y la vida cristiana. Corresponde al Sucesor de Pedro recordar las exigencias del bien común de la Iglesia, si alguien estuviera tentado de olvidarlo en función de sus propios intereses. Tiene el deber de advertir, poner en guardia, declarar a veces inconciliable con la unidad de fe esta o aquella opinión que se difunde. Cuando las circunstancias lo exigen, habla en nombre de todos los Pastores en comunión con él. Puede incluso —en condiciones bien precisas, señaladas por el Concilio Vaticano I— declarar ex cathedra que una doctrina pertenece al depósito de la fe. 152 Testimoniando así la verdad, sirve a la unidad.

95. Todo esto, sin embargo, se debe realizar siempre en la comunión. Cuando la Iglesia católica afirma que la función del Obispo de Roma responde a la voluntad de Cristo, no separa esta función de la misión confiada a todos los Obispos, también ellos «vicarios y legados de Cristo».153 El Obispo de Roma pertenece a su «colegio» y ellos son sus hermanos en el ministerio.

Lo que afecta a la unidad de todas las Comunidades cristianas forma parte obviamente del ámbito de preocupaciones del primado. Como Obispo de Roma soy consciente, y lo he reafirmado en esta Carta encíclica, que la comunión plena y visible de todas las Comunidades, en las que gracias a la fidelidad de Dios habita su Espíritu, es el deseo ardiente de Cristo. Estoy convencido de tener al respecto una responsabilidad particular, sobre todo al constatar la aspiración ecuménica de la mayor parte de las Comunidades cristianas y al escuchar la petición que se me dirige de encontrar una forma de ejercicio del primado que, sin renunciar de ningún modo a lo esencial de su misión, se abra a una situación nueva. Durante un milenio los cristianos estuvieron unidos «por la comunión fraterna de fe y vida sacramental, siendo la Sede Romana, con el consentimiento común, la que moderaba cuando surgían disensiones entre ellas en materia de fe o de disciplina».154

De este modo el primado ejercía su función de unidad. Dirigiéndome al Patriarca ecuménico, Su Santidad Dimitrios I, he afirmado ser consciente de que «por razones muy diversas, y contra la voluntad de unos y otros, lo que debía ser un servicio pudo manifestarse bajo una luz bastante distinta. Pero 5 por el deseo de obedecer verdaderamente a la voluntad de Cristo, me considero llamado, como Obispo de Roma, a ejercer ese ministerio 6 Que el Espíritu Santo nos dé su luz e ilumine a todos los Pastores y teólogos de nuestras Iglesias para que busquemos, por supuesto juntos, las formas con las que este ministerio pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros».155

96. Tarea ingente que no podemos rechazar y que no puedo llevar a término solo. La comunión real, aunque imperfecta, que existe entre todos nosotros, ¿no podría llevar a los responsables eclesiales y a sus teólogos a establecer conmigo y sobre esta cuestión un diálogo fraterno, paciente, en el que podríamos escucharnos más allá de estériles polémicas, teniendo presente sólo la voluntad de Cristo para su Iglesia, dejándonos impactar por su grito «que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)?

La comunión de todas las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma: condición necesaria para la unidad

97. La Iglesia católica, tanto en su praxis como en sus documentos oficiales, sostiene que la comunión de las Iglesias particulares con la Iglesia de Roma, y de sus Obispos con el Obispo de Roma, es un requisito esencial —en el designio de Dios— para la comunión plena y visible. En efecto, es necesario que la plena comunión, que encuentra en la Eucaristía su suprema manifestación sacramental, tenga su expresión visible en un ministerio en el cual todos los Obispos se sientan unidos en Cristo y todos los fieles encuentren la confirmación de la propia fe. La primera parte de los Hechos de los Apóstoles presenta a Pedro como el que habla en nombre del grupo apostólico y sirve a la unidad de la comunidad, y esto respetando la autoridad de Santiago, cabeza de la Iglesia de Jerusalén. Esta función de Pedro debe permanecer en la Iglesia para que, bajo su única Cabeza, que es Cristo Jesús, sea visiblemente en el mundo la comunión de todos sus discípulos.

?No es acaso de un ministerio así del que muchos de los que están comprometidos en el ecumenismo sienten hoy necesidad? Presidir en la verdad y en el amor para que la barca —hermoso símbolo que el Consejo Ecuménico de las Iglesias eligió como emblema— no sea sacudida por las tempestades y pueda llegar un día a puerto.

Plena unidad y evangelización

98. El movimiento ecuménico de nuestro siglo, más que las iniciativas ecuménicas de siglos pasados, cuya importancia sin embargo no debe subestimarse, se ha distinguido por una perspectiva misionera. En el versículo se san Juan que sirve de inspiración y orienta —«que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21)— se ha subrayado para que el mundo crea con tanta fuerza que se corre el riesgo de olvidar a veces que, en el pensamiento del evangelista, la unidad es sobre todo para gloria del Padre. De todos modos, es evidente que la división de los cristianos está en contradicción con la Verdad que ellos tienen la misión de difundir y, por tanto, perjudica gravemente su testimonio. Lo comprendió y afirmó bien mi Predecesor el Papa Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi: «En cuanto evangelizadores, nosotros debemos ofrecer a los fieles de Cristo, no la imagen de hombres divididos y separados por las luchas que no sirven para construir nada, sino la de hombres adultos en la fe, capaces de encontrarse más allá de las tensiones reales gracias a la búsqueda común, sincera y desinteresada de la verdad. Sí, la suerte de la evangelización está ciertamente vinculada al testimonio de unidad dado por la Iglesia 7 Dicho esto, queremos subrayar el signo de la unidad entre todos los cristianos, como camino e instrumento de evangelización. La división de los cristianos constituye una situación de hecho grave, que viene a cercenar la obra misma de Cristo».156

En efecto, ¿cómo anunciar el Evangelio de la reconciliación sin comprometerse al mismo tiempo en la obra de la reconciliación de los cristianos? Si es cierto que la Iglesia, movida por el Espíritu Santo y con la promesa de la indefectibilidad, ha predicado y predica el Evangelio a todas las naciones, es también cierto que ella debe afrontar las dificultades que se derivan de las divisiones. ¿Contemplando a los misioneros en desacuerdo entre sí, aunque todos se refieran a Cristo, sabrán los incrédulos acoger el verdadero mensaje? ¿No pensarán que el Evangelio es un factor de división, incluso si es presentado como la ley fundamental de la caridad?

99. Cuando afirmo que para mí, Obispo de Roma, la obra ecuménica es «una de las prioridades pastorales» de mi pontificado, 157 pienso en el grave obstáculo que la división constituye para el anuncio del Evangelio. Una Comunidad cristiana que cree en Cristo y desea, con el ardor del Evangelio, la salvación de la humanidad, de ningún modo puede cerrarse a la llamada del Espíritu que orienta a todos los cristianos hacia la unidad plena y visible. Se trata de uno de los imperativos de la caridad que debe acogerse sin compromisos. El ecumenismo no es sólo una cuestión interna de las Comunidades cristianas. Refleja el amor que Dios da en Jesucristo a toda la humanidad, y obstaculizar este amor es una ofensa a El y a su designio de congregar a todos en Cristo. El Papa Pablo VI escribía al Patriarca ecuménico Atenágoras I: «Pueda el Espíritu Santo guiarnos por el camino de la reconciliación, para que la unidad de nuestras Iglesias llegue a ser un signo siempre más luminoso de esperanza y de consuelo para toda la humanidad».158

EXHORTACIÓN

100. Dirigiéndome recientemente a los Obispos, al clero y a los fieles de la Iglesia católica para indicar el camino a seguir en vista de la celebración del Gran Jubileo del Año 2000, he afirmado entre otras cosas que «la mejor preparación al vencimiento bimilenario ha de manifestarse en el renovado compromiso de aplicación, lo más fiel posible, de las enseñanzas del Vaticano II a la vida de cada uno y de toda la Iglesia».159 El Concilio es el gran comienzo —como el Adviento— de aquel itinerario que nos lleva al umbral del Tercer Milenio. Considerando la importancia que la Asamblea conciliar atribuyó a la obra de recomposición de la unidad de los cristianos, en esta época nuestra de gracia ecuménica, me ha parecido necesario reafirmar las convicciones fundamentales que el Concilio infundió en la conciencia de la Iglesia católica, recordándolas a la luz de los progresos realizados en este tiempo hacia la comunión plena de todos los bautizados.

No hay duda de que el Espíritu actúa en esta obra y está conduciendo a la Iglesia hacia la plena realización del designio del Padre, en conformidad a la voluntad de Cristo, expresada con un vigor tan ferviente en la oración que, según el cuarto Evangelio, pronunciaron sus labios cuando iniciaba el drama salvífico de su Pascua. Al igual que entonces, también hoy Cristo pide que un impulso nuevo reavive el compromiso de cada uno por la comunión plena y visible.

101. Exhorto pues a mis Hermanos en el episcopado a poner toda su atención en este empeño. Los dos Códigos de Derecho Canónico incluyen entre las responsabilidades del Obispo la de promover la unidad de todos los cristianos, apoyando toda acción o iniciativa dirigida a fomentarla en la conciencia de que la Iglesia es movida a ello por la voluntad misma de Cristo. 160 Esto forma parte de la misión episcopal y es una obligación que deriva directamente de la fidelidad a Cristo, Pastor de la Iglesia. Todos los fieles, también, son invitados por el Espíritu de Dios a hacer lo posible para que se afiancen los vínculos de comunión entre todos los cristianos y crezca la colaboración de los discípulos de Cristo: «La preocupación por el restablecimiento de la unión atañe a la Iglesia entera, tanto a los fieles como a los pastores; y afecta a cada uno según su propia capacidad».161

102. La fuerza del Espíritu de Dios hace crecer y edifica la Iglesia a través de los siglos. Dirigiendo la mirada al nuevo milenio, la Iglesia pide al Espíritu la gracia de reforzar su propia unidad y de hacerla crecer hacia la plena comunión con los demás cristianos.

?Cómo alcanzarlo? En primer lugar con la oración. La oración debería siempre asumir aquella inquietud que es anhelo de unidad, y por tanto una de las formas necesarias del amor que tenemos por Cristo y por el Padre, rico en misericordia. La oración debe tener prioridad en este camino que emprendemos con los demás cristianos hacia el nuevo milenio.

?Cómo alcanzarlo? Con acción de gracias ya que no nos presentamos a esta cita con las manos vacías: «El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza 8 intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26) para disponernos a pedir a Dios lo que necesitamos.

?Cómo alcanzarlo? Con la esperanza en el Espíritu, que sabe alejar de nosotros los espectros del pasado y los recuerdos dolorosos de la separación; El nos concede lucidez, fuerza y valor para dar los pasos necesarios, de modo que nuestro empeño sea cada vez más auténtico.

Si nos preguntáramos si todo esto es posible la respuesta sería siempre: sí. La misma respuesta escuchada por María de Nazaret, porque para Dios nada hay imposible.

Vienen a mi mente las palabras con las que san Cipriano comenta el Padre Nuestro, la oración de todos los cristianos: «Dios tampoco acepta el sacrificio del que no está en concordia con alguien, y le manda que se retire del altar y vaya primero a reconciliarse con su hermano; una vez que se haya puesto en paz con él, podrá también reconciliarse con Dios en sus plegarias. El sacrificio más importante a los ojos de Dios es nuestra paz y concordia fraterna y un pueblo cuya unión sea un reflejo de la unidad que existe entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo». 162

Al alba del nuevo milenio, ¿cómo no pedir al Señor, con impulso renovado y conciencia más madura, la gracia de prepararnos, todos, a este sacrificio de la unidad?

103. Yo, Juan Pablo, humilde servus servorum Dei, me permito hacer mías las palabras del apóstol Pablo, cuyo martirio, unido al del apóstol Pedro, ha dado a esta Sede de Roma el esplendor de su testimonio, y os digo a vosotros, fieles de la Iglesia católica, y a vosotros, hermanos y hermanas de las demás Iglesias y Comunidades eclesiales, «sed perfectos; animaos; tened un mismo sentir; vivid en paz, y el Dios de la caridad y de la paz estará con vosotros 9. La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13, 11.13).

Dado en Roma, junto a san Pedro, el día 25 de mayo, solemnidad de la Ascensión del Señor, del año 1995, decimoséptimo de mi Pontificado.

 


1. Cf. Palabras la final del Vía Crucis del Viernes Santo (1 abril 1994), 3: AAS 87 (1995), 88.

2. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.

3. Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 16: AAS 87 ( 1995 ), 15.

4. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis noto, a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 mayo 1992), 4: AAS 85 (1993 ), 840.

5. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratrio, sobre el ecumenismo, 1.

6. Ibid.

7. Ibid., 4.

8. Cf, Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

9. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1 y 2.

10. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.

11. Ibid., 8.

12. Conc. Ecum. Vat. II. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

13. Ibid.

14. N.15.

15. Ibid.

16. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 15.

17. Ibid., 3.

18. Ibid.

19. Cf. S. Gregorio Magno, Homiliae in Evangelia 19,1: PL 76, 1154 citado en Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 2.

20. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

21. Ibid., 7.

22. Cf. ibid.

23. Ibid., 6.

24. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática Dei Verbum, sobre la divina revelación, 7.

25. Cf. Carta ap. Euntes in mundum (25 enero 1988): AAS 80 ( 1988), 935-956.

26. Cf. Carta enc. Slavorum apostoli (2 junio 1985). AAS 77 (1985), 779-813.

27. Cf. Directoire pour l’application des principes et des normes sur l’oecuménisme (25 marzo 1993): AAS 85 (1993) 1039-1119.

28. Cf. en particular el Documento llamado de Lima: Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench. Oecum. 1,1392-1446, y el Documento n. 153 de «Fe y Constitución» Confessing the «One» Faith, Ginebra 1991.

29. Cf. Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962): AAS 54 (1962), 793.

30. Se trata del Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, creado por el Papa Juan XXIII Con el Motu proprio Superno Dei nutu (5 junio 1960), 9: AAS 52 (1960), 436 y confirmado por los documentos sucesivos: Motu proprio Appropinquante Concilio (6 agosto 1962), c. III, a, 7, § 2, I: AAS 54 (1962), 614; cf, Pablo VI, Const. ap. Regimini ecclesiae universae (15 agosto 1967), 92-94: AAS 59 (1967), 918-919. Este Dicasterio se denomina actualmente Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos: cf. Const. ap. Pastor Bonus (28 junio 1988), V, art. 135-138: AAS 80 (1988), 895-896.

31. Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11 octubre 1962): AAS 54 11962), 792.

32. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.

33. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 1.

34. Carta enc. Slavorum apostoli (2 junio 1985), 11: AAS 77 ( 1985 ), 792. .

35. Ibid., 13, l.c., 794.

36. Ibid., 11, l.c., 792.

37. Discurso a los aborígenes (29 noviembre 1986), 12: AAS 79 ( 1987), 977.

38. Cf. S. Vicente de Lerins, Commonitorium primum, 23: PL 50, 667-668.

39. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.

40. Ibid., 5.

41 Ibid.,7.

42. Ibid., 8.

43. Ibid.

44. Ibid., 4.

45. Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 24: AAS 87 (1995), 19-20.

46. Discurso en la catedral de Canterbury (29 mayo 1982), 5: AAS 74 ( 1982 ), 922.

47. Consejo Ecuménico de las Iglesias, Reglamento, III,1 Citado en Ench. Oecum. 1, 1392.

48. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

49. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 7.

50. María Gabriela Sagheddu, nacida en Dorgali (Cerdeña) en 1914. A los 21 años entra en el Monasterio Trapense de Grottaferrata. Conociendo, a través de la acción apostólica del Abbé Paul Couturier, la necesidad de oraciones y ofrecimientos espirituales por la unidad de los cristianos, en 1936, con ocasión del Octavario por la unidad, decide ofrecer su vida por esta causa. Después de una grave enfermedad, muere el 23 de abril de 1939.

51. Conc. Ecum. Vat. I I, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

52. Cf. AAS 56 ( 1964), 609-659.

53. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 13.

54. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

55. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 755; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 902-904.

56. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

57. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 3.

58. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

59. Cf. ibid., 4.

60. Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), III: AAS 56 ( 1964), 642.

61. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 11.

62. Cf. ibid.

63. Ibid.; Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia (24 junio 1973 ), 4: AAS 65 (1973 ), 402.

64. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Ecclesiae, sobre la doctrina católica acerca de la Iglesia (24 junio 1973 ), 5: AAS 65 ( 1973 ), 403.

65. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

66. Cf. Declaración cristológica común entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 noviembre 1994), 5.

67. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 12.

68. Ibid.

69. Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l’application des principes et des normes sur l’oecuménisme (25 marzo 1993), 5: AAS 85 (1993). 1040.

70. Ibid., 94, l.c., 1078.

71. Cf. Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench.Oecum. 1, 1391-1447, en particular 1398-1408.

72. Cf. Carta enc. Sollicittulo rei socialis (30 diciembre 1987), 32: AAS 80 (1988), 556.

73. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 10: AAS 77 (1985), 1158; cf. Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 11: AAS 71 (1979), 277-278.

74. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 10: AAS 77 ( 1985), 1158.

75. Cf. Secretariado para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y Comité Ejecutivo de las Sociedades Bíblicas Unidas, Principios para la colaboración interconfesional en la traducción de la Biblia, Documento concordado (1968): Ench. Oecum. 1, 319-331, revisado y actualizado en el Documento Directives concernant la coopération interconfessionelle dans la traduction de la Bible (16 noviembre 1987), Tipografía Políglota Vaticana 1987, 20.

76. Cf. Comisión «Fe y Constitución» del Consejo Ecuménico de las Iglesias. Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench.Oecum. 1, 1391-1447.

77. Por ejemplo, durante las últimas asambleas del Consejo Ecuménico de las Iglesias, en Vancouver en 1983 y en Canberra en 1991, y de «Fe y Constitución» en Santiago de Compostela en 1993.

78. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 8 y 15; Código de Derecho Canónico, can. 844; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671; Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l’application des principes et des normes sur l’oecuménisme (25 marzo 1993), 122-125: AAS 85 (1993), 1086-1087; 129-131, l.c., 1088-1089; 123 y 132, l.c., 1087. 1089.

79. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4..

80. Ibid.

81. Cf. n. 15.

82. N. 15.

83. Ibid., 14.

84. Cf. Declaración común del Papa Pablo VI y del Patriarca de Constantinopla Atenágoras I (7 diciembre 1965): Tomos agapis, Vatican-Phanar (1958-1970), Roma-Estambul 1971, 280-281.

85. Cf. AAS 77 (1985), 779-813.

86. Cf. AAS 80 (1988), 935-956; cf. también Carta Magnum Baptismi donum (14 febrero 1988), 1. c., 988-997.

87. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.

88. Ibid.

89. Breve ap. Anno ineunte (25 julio 1967): Tomos agapis, Vatican-Phanar (1958-1970), Roma-Estambul 1971, 388-391.

90. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.

91. Ibid., 15.

92. N. 14: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (5 mayo 1995), 8.

93. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 17.

94. N. 26.

95. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 844, §§ 2 y 3; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 671, §§ 2 y 3.

96. Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l’application des principes et des normes sur l’oecuménisme (25 marzo 1993), 122-128: AAS 85 (1993), 1086-1088,

97. Declaración común del Sumo Pontífice Juan Pablo II y del Patriarca ecuménico Dimitrios I (7 diciembre 1987): AAS 80 ( 1988), 253.

98. Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto, Documento El sacramento del Orden en la estructura sacramental de la Iglesia, en particular la importancia de la sucesión apostólica para la santificación y la unidad del pueblo de Dios (26 junio 1988), 1: Service d’information 68 (1988), 195.

99. Cf. Carta a los Obispos del Continente europeo sobre las relaciones entre católicos y ortodoxos en la nueva situación de Europa central y oriental (31 mayo 1991), 6; AAS 84 (1992), 168.

100. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 17.

101. Cf. Carta ap. Orientale lumen (2 mayo 1995), 24. L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (5 mayo 1995), 9.

102. Ibid., 18, l.c., 8.

103. Cf. Declaración común del Sumo Pontífice Pablo VI y de Su Santidad Shenouda III, Papa de Alejandría y Patriarca de la sede de S. Marcos de Alejandría (10 mayo 1973): AAS 65 (1973), 299-301.

104. Cf. Declaración común del Sumo Pontífice Pablo VI y de Su Santidad Mar Ignacio Jacoub III, Patriarca de la Iglesia de Antioquía de los sirios y de todo el Oriente (27 octubre 1971): AAS 63 (1971), 814-815.

105. Cf. Discurso a los enviados de la Iglesia copta ortodoxa (2 junio 1979): AAS 71 (1979), 1000-1001.

106. Cf. Declaración común del Papa Juan Pablo II y de Su Santidad Moran Mar Ignacio Zakka I Iwas, Patriarca siro-ortodoxo de Antioquía y de todo el Oriente (23 junio 1984): Insegnamenti VII, 1 (1984), 1902-1906.

107. Discurso dirigido a Su Santidad Abuna Paulos, Patriarca de la Iglesia ortodoxa de Etiopía (11 junio 1993): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (16 junio 1993), 3.

108. Cf. Declaración cristológica común entre la Iglesia católica y la Iglesia asiria de Oriente: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (18 noviembre 1994), 5.

109. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 19.

110. Ibid.

111. Ibid., 19.

112. Cf. ibid.

113. Ibid.

114. Ibid., 20.

115. Ibid., 21.

116. Ibid.

117. Ibid.

118. Ibid., 22.

119. Ibid.

120. Ibid., 22; cf. 20.

121. Ibid., 22.

122. Ibid., 23.

123. Ibid.

124. Cf. Radiomensaje Urbi et Orbi (27 agosto 1978): AAS 70 ( 1978), 695-696,

125.Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 23.

126. Ibid.

127. Cf. ibid., 12.

128 Ibid.

129. El paciente trabajo de la Comisión «Fe y Constitución» llegó a una visión análoga, que la VII Asamblea del Consejo Ecuménico de las Iglesias hizo suya en la declaración llamada de Canberra (7-20 febrero 1991, cf. Signs of the Spirit, Official report, Seventh Assembly, WCC, Ginebra 1991, 235-258) y que ha sido reafirmada por la Conferencia mundial de «Fe y Constitución» en Santiago de Compostela (3-14 agosto 1993, cf. Service d’information 85 119941, 18-38).

130. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14.

131. Cf. ibid., 4 y 11.

132. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 6; AAS 77 (1985), 1153.

133. Cf. ibid.

134. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.

135. Cf. AAS 54 ( 1962 ), 792.

136. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 6.

137. Cf. ibid., 4; Pablo VI, Homilía para la canonización de los mártires ugandeses (18 octubre 1964): AAS 56 (1964), 906.

138. Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 37: AAS 87 (1995), 29-30; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993 ), 93: AAS 85 ( 1993 ), 1207.

139. Cf. Pablo VI, Discurso pronunciado en el insigne santuario de Namugongo, Uganda (2 agosto 1969): AAS 61 (1969), 590-591.

140. Cf. Missale Romanum, Praefatium de Sanctis I. Sanctorum «coronando merita tua dona coronans».

141. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 4.

142. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const, dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

143. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 3.

144. Después del Documento llamado de Lima de la Comisión «Fe y Constitución» sobre Bautismo, Eucaristía, Ministerio (enero 1982): Ench. Oecum. 1, 1392-1446, y en el espíritu de la Declaración de la VII asamblea general del Consejo Ecuménico de las Iglesias sobre La unidad de la Iglestá como koinonia: don y exigencia (Canberra 7-20 febrero 1991): cf. Istina 36 (1991), 389-391.

145. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985 ), 4: AAS 77 (1985), 1151-1152.

146. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23.

147. Cf. Discurso al Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 junio 1984), 2: Insegnamenti VII, 1 (1984), 1686.

148. Conferencia Mundial DE «FE Y CONSTITUCIÓN», Relación de la II Sección, Santiago de Compostela (14 agosto 1993): Confessing the one faith to God’s glory, 31, 2, Faith and Order Paper, 166, WCC, Ginebra 1994, 243.

149. Por citar algunos ejemplos: la Relación final de la Anglican-Roman Catholic International Commission – ARCIC I (septiembre 1981): Ench. Oecum. 1, 3-88; la Comisión mixta internacional para el diálogo entre la Iglesia católica y los discípulos de Cristo, Relación 1981: Ench. Oecum. 1, 529-547; la Comisión mixta nacional conjunta católico-luterana, Documento El ministerio pastoral en la Iglesia (13 marzo 1981): Ench. Oecum. 1, 703-742; el problema se señala, en una clara perspectiva, en el estudio dirigido por la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto.

150. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985 ), 3: AAS 77 (1985), 1150.

151. Sermo XLVI, 30: CCL 41, 557.

152. Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Pastor aeternus, sobre la Iglesia de Cristo: DS 3074.

153. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 27.

154. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14,

155. Homilía en la Basílica de San Pedro en presencia de Dimitrios I, Arzobispo de Constantinopla y Patriarca ecuménico (6 diciembre 1987), 3: AAS 80 ( 1988), 714.

156. Exhort, ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 77: AAS 68 (1976), 69; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1; Pontificio Consejo para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directoire pour l’application des principes et des normes sur l’oecuménisme (25 marzo 1993), 205-209: AAS 85 (1993 ), 1112-1114.

157. Discurso a los Cardenales y a la Curia Romana (28 junio 1985), 4: AAS 77 ( 1985), 1151.

158. Carta del 13 de enero de 1970: Tomos agapis, Vatican-Phanar (1958-1970), Roma-Estambul 1971, 610-611,

159. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 20: AAS 87 (1995 ), 17.

160. Cf. Código de Derecho Canónico, can. 755; Código de los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 902.

161. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 5.

162. De Dominica oratione, 23: CSEL 3, 284-285.

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