Democracia: Entrevistas

Conversación con Andrés Ollero Tasara

Verdad, fanatismo y democracia.

Conversación con Andrés Ollero Tasara, Catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada, Miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación de Granada.

¿Obliga realmente la democracia a prescindir, en la práctica, de la verdad; o, si lo prefiere, ¿nos obliga la democracia a poner entre paréntesis nuestras convicciones profundas? ¿la verdad y la convicción son enemigas de la democracia?

Andrés Ollero: Son muy frecuentes dos posturas antagónicas: la del que cree en un valor y, consiguientemente, en una verdad y una realidad absolutas; y la del que piensa que al conocimiento humano no son accesibles más que valores, verdades o realidades relativas. En este segundo caso, no es raro que se juzgue necesario oponer al versículo evangélico «la verdad os hará libres», el axioma siguiente: «para ser demócrata es preciso, previamente, liberarse de la verdad y de sus funestas consecuencias esclavizadoras». La democracia y los valores democráticos parecen implicar el relativismo y, a su vez, el relativismo parece llevar aparejado un drástico laicismo, que prohibiría a lo religioso toda incidencia en lo público. No es raro encontrar personas que construyen así su descalificación de los creyentes para la vida pública: «quien en su voluntad y actuaciones políticas -se ha dicho- puede invocar la inspiración divina o el apoyo sobrenatural, puede tener el derecho de cerrar su oído a la voz los hombres y de imponer su voluntad -que es la del sumo bien- a un mundo de descreídos y de ciegos, porque quieren de otro modo». La caricatura está servida. Las palabras que acabo de citar son de Hans Kelsen, célebre jurista, quien, en nombre -eso sí- de la tolerancia, pontifica de tal modo.

¿Un valor absoluto la dignidad humana? 

Andrés Ollero: ¿Es históricamente cierto que la democracia moderna plantee una ineludible "liberación" de toda verdad? Nada más gratuito. Para empezar, la democracia se apoya en una gran verdad, sin la cual ella misma se autodestruiría: la dignidad humana. Un relativismo fuerte, para el que nada es verdad ni mentira, asumido con rigor, llevaría a salir del ámbito de la dignidad y de la libertad. Si se relativiza la verdad es indudable que la dignidad y la libertad quedan también relativizadas. Las consecuencias estarían enormemente lejos de los postulados de la democracia moderna. De hecho, la negación de los valores absolutos conduce inevitablemente a la negación del valor absoluto que funda cualquier democracia en el sentido moderno de la palabra: la dignidad de la persona. Este es, justamente, si se quiere ser demócrata, un valor innegociable. La dignidad humana es una realidad objetiva, reconocible por todo el mundo. Por eso no se debería someter a nadie a normas en cuya elaboración no haya participado de algún modo. El relativismo a ultranza no es admisible en ética. Es éticamente inadmisible una cultura que permita el infanticidio o el geronticidio; que agravie a las mujeres o admita la esclavitud…

¿Podría decirme de qué documento del Magisterio de la Iglesia ha obtenido estas dos últimas aseveraciones tan rotundas, dogmáticas y trascendentes?

Andrés Ollero: No son de ningún documento del Magisterio, sino de una exhortación a la virtud pública de Victoria Camps, profesora de ética, vinculada, como es sabido, al socialismo laicista. ¿Son afirmaciones incongruentes con su relativismo ético? Qué duda cabe. Pero hay valores cuya absolutez es tan patente que sería locura negarla en cualquier foro académico. Y Camps no es una persona loca. El mismo Kelsen, aun a costa de ser inconsecuente, ha de acabar admitiendo que la libertad de expresión de ideas y pensamientos cobra una relevancia peculiar precisamente por su virtualidad conformadora de todo intento colectivo por acercarse a la verdad.

La democracia moderna, ¿no está vinculada más a la "opinión" que a la verdad? ¿No cabría decir que prima en ella la opinión sobre la verdad? ¿No es pues contraria desde el inicio a las fuertes convicciones (razonables)?

Andrés Ollero: Es cierto que la democracia está vinculada a la opinión. El punto de partida supone que hay opiniones diversas y contrastantes, que es preciso atender adecuadamente. Pero las opiniones no se han de entender necesariamente como contrapuestas formalmente a la verdad. La opinión honesta —acertada o no— se ofrece como aproximación a la verdad, no como si no tuviera nada que ver con ella. La democracia no excluye la verdad absoluta. Además ha de tenerse en cuenta que la política versa sobre la verdad práctica; es decir, mira sobre todo a la acción. Y siendo inmutables ciertas verdades, el modo de llevarlas a la práctica es plural. Por ejemplo, la propiedad privada es un derecho fundamental de la persona, que nunca se debe conculcar. Ahora bien, ¿qué exigencias prácticas impone esta verdad en cada circunstancia? ¿A qué cosas se extiende el derecho a la propiedad? Aquí ya estamos en un campo en el que, sin faltar a la verdad, pueden darse opiniones diversas.

En democracia puede entenderse que hay verdades innegociables, a la vez que modos negociables de aplicación. Se entiende que la capacidad humana de captar la verdad y lo bueno es limitada. También es siempre limitada la capacidad humana de conocer la verdad con sus exigencias prácticas. Es razonable que cada cual examine otras opiniones que puedan complementar y enriquecer la propia. No estoy suscribiendo lo que he llamado un relativismo fuerte, que llevaría a tener la opinión como algo ajeno al ámbito de la verdad y del bien objetivos; sino un relativismo débil, por decirlo de algún modo, en el sentido de que se entiende la captación de la verdad como si fuera siempre en cierta medida provisional, por lo que dejará inevitablemente siempre insatisfecha el ansia de hallarla definitiva y en plenitud.

El relativismo fuerte —negación de la existencia de verdades y valores absolutos— reduciría la democracia a mero cómputo de voluntades, dando paso así a una dictadura de la mayoría. Esto es incompatible con el espíritu de la democracia moderna, en la cual se admite, como digo, un relativismo débil, en el que la opinión no se entiende desvinculada de la verdad, sino emparentada con ella. Por eso la opinión pública viene a ser el quicio de toda la vida democrática.

Lo que usted llama "relativismo débil" me evoca el "pensiero debole" (pensamiento débil) de estos últimos lustros, que exalta todo lo "ligth" y niega, en consecuencia, todo lo fuerte del valor de la verdad. ¿Se podría interpretar así?

Andrés Ollero: No hay más que un mera coincidencia fónica. En realidad me parece que, paradójicamente, el llamado "pensiero debole" no consigue librarse del relativismo fuerte. No se atreve a adentrarse en lo más grave de los asuntos humanos y por ello será siempre insatisfactorio. Si lo prefiere, podemos llamar relativismo estricto al relativismo fuerte; y relativismo en sentido amplio al relativismo débil.

¿Se supone, entonces, en esa moderna democracia (utópica, por el momento), que dos opiniones sean más verdad que una, o que la verdad está precisamente en la opinión de la mayoría? ¿La opinión la de mayoría constituye la verdad?

Andrés Ollero: En la democracia moderna no se supone que la opinión pasa a ser verdad por el hecho de sostenerla una mayoría. Sí se confía en que el número de las confluyentes aumente las probabilidades de acercarse a ella. Pero no se descarta que en la opinión minoritaria esté latiendo una verdad reconocible en el futuro. De ahí deriva un rasgo esencial a dichas formas democráticas: el respeto a las minorías.

Muchos echamos de menos ese respeto en más de un presunto demócrata.

Andrés Ollero: Es lógico, pero estoy hablando no de cómo entienden y viven algunos o muchos los valores democráticos, sino cómo puede y debe ser la democracia en el mejor y más moderno sentido de la palabra; la democracia fundada sólidamente, asentada sobre un fundamento firme que impida la involución hacia formas de nuevo totalitarias e irracionales. Nadie debe estar excluido de aportar opiniones en los asuntos públicos, por mucho que discrepe de la dominante. La historia de los progresos humanos, no sólo éticos sino también científicos, certifica cómo la captación de aspectos de la verdad comienza frecuentemente por ser minoritaria, hasta acabar rompiendo paradigmas de normalidad.

¿Su conclusión es, pues, que no hay democracia sin el supuesto de la existencia de la verdad?

Andrés Ollero: Exacto. Todo el discurso político asume la estructura de un debate racional, que encuentra en el Parlamento y en los medios de opinión su núcleo decisivo. En el debate político la razón reflexiva pretende sustituir a la voluntad arbitraria, el argumento a la fuerza, la comunicación a la imposición, el diálogo a la guerra. Se comprende el desencanto popular hacia las formas democráticas cuando una excesiva partitocracia reduce la actividad parlamentaria a coreografía incapaz de enmascarar un mero cómputo de voluntades. Quizá un pulso entre forzudos o -por su dimensión colectiva- una competición de "soca-tira" reflejarían más fielmente la realidad del procedimiento.

Supuesto el legítimo pluralismo, la democracia es un sistema de gobierno que comporta inevitablemente el consenso. ¿Cómo puede ser compatible con las actitudes dogmáticas, sean o no religiosas?

Andrés Ollero: El sistema democrático difícilmente puede admitir carismas de infalibilidad. Si gira toda ella en torno a la opinión, parece lógico que rechace toda actitud dogmática, la cual por considerar ya lograda la captación de la verdad, considere la discrepancia como un claro síntoma de error. El debate implica que unos enseñan y otros aprenden. Pero el que profesa alguna forma de credo religioso no tiene por qué excluir a los no creyentes de entre los que participan en la verdad. Hombres profundamente religiosos, más concretamente, con una robusta fe católica, de santidad reconocida solemnemente por la Iglesia, han ido por el mundo con el ansia de aprender de todos. Vale la pena subrayar que el más representativo teólogo católico de la Historia de la Iglesia, Tomás de Aquino, afirma que la verdad, venga de donde venga, es del Espíritu Santo. En consecuencia, el católico puede y debe sentarse a la mesa con los demás y tratar en común los asuntos públicos. Los no creyentes habrán de respetar la opinión, incluso las creencias, de los católicos, pues el principio democrático que postula el respeto a la opinión minoritaria casaría mal con la exclusión de cualquier propuesta por el paradójico "pecado civil" de estar emparentada con un credo religioso. No digamos ya si todo inclina a pensar que los católicos puedan ser incluso mayoría… El pluralismo democrático resultaría así empobrecido. Si lo que realmente interesa es acercarse a la verdad, sería incluso obligado estar dispuesto a rectificar sinceramente la propia opinión ante quien no estuviera dispuesto, ni por asomo, a hacer tanto, ya que el perjudicado, en definitiva, sería él.

Sólo considerando de antemano falso cuanto el creyente pueda aportar, sería coherente excluir su opinión, pero tal actitud constituiría un cerrilismo de tal magnitud que sería la negación misma del espíritu democrático. También un cerrilismo ateo podría desencadenar -y no sería la primera vez- una guerra de religión. Por su parte, el creyente habrá de respetar la opinión opuesta a su fe -que no tiene porqué esgrimir en el debate parlamentario- o a sus convicciones racionales emparentadas con ella.

La religión católica entiende la fe no como un sentimiento, opinión u opción en igualdad con otras posibles, sino como un peculiar modo de conocimiento de cosas que no son producto de la voluntad humana. En otras palabras, la fe es un "saber más", irrenunciable. Se trata de un saber con vistas a la salvación eterna, pero no ajena a las realidades temporales, civiles, sociales, etcétera. Las Tablas de la Ley excluyen cualquier dualismo público-privado, individual-social. Victoria Camps, por ejemplo, es un exponente de los autores que proponen una serie de "virtudes públicas", de las que se excluyen las virtudes opuestas a los pecados capitales, por suponerlas meramente individuales. Estas, por ello mismo, habrían de recluirse al ámbito estrictamente privado.

Andrés Ollero: Sí, resulta muy curioso ese reparto territorial de las virtudes opuestas a los pecados capitales; como si la conducta individual no tuviera consecuencias sociales, con frecuencia de gran alcance. No deja de ser paradójico que el «socialismo» ignore esa dimensión social evidente de los acciones privadas. Pocas virtudes más socialmente trascendentes que la que pone coto a la avaricia. La envidia, ¿no es un pecado de dimensión social? ¿Hay alguien que se envidie a sí mismo o más bien son los bienes del prójimo lo que se suele envidiar? La lujuria, sin prejuicio de desfogues íntimos, no parece ajena a agresivos acosos antisociales. Y qué decir de la gula, cuando la incidencia de la drogadicción sobre la seguridad ciudadana es ya tristemente un manido tópico. Si no reconocemos "pública" exigibilidad a las virtudes que ponen freno a los viejos pecados capitales de la revelación originaria, toda convivencia social se hace inviable. Puede suceder que el creyente incurra en alguna suerte de dogmatismo en cuestiones opinables o que trate de imponer con prepotencia sus convicciones sobre lo divino y lo humano. Pero hoy mismo tenemos ejemplos elocuentes de que existen actitudes simétricas -por antítesis- en los que piensan que lo religioso -en general- perturba o caricaturiza lo humano. También el laicismo se basa en la creencia de que lo sobrenatural es inexistente o inasequible. No hay argumento racional que pueda prestarle fundamento y de ninguna manera es neutral en los asuntos humanos.

¿Cómo el católico puede armonizar la fe en la revelación divina y el consenso democrático?

Andrés Ollero: Es un falso problema planteado por la arraigada querencia a malentender la relación entre democracia y verdad. Si la democracia se entiende como búsqueda de la verdad por medio de la respetuosa intercomunicación, no es lógico que haya dificultad en armonizar la fe en la verdad revelada y las cosas humanas. La verdad revelada es verdad no por ser revelada, sino que es revelada por ser verdad. Lo que Dios manda no es bueno porque lo manda, sino que lo manda porque es bueno. La verdad divina no desplaza la verdad humana, como tampoco la verdad accesible a todos se vería sustituida por otra caída del cielo sobre los que gustan de mirar hacia arriba. No hay dualismo. Saber más de lo divino no significa saber menos de lo humano; no sería justo ser por ello objeto de discriminación. Tampoco se deriva de ahí la discriminación para el incrédulo o agnóstico. Un católico tiene motivos sobrados para fiarse de la capacidad que tiene la razón humana para conocer las verdades fundamentales que proporcionan la base de una convivencia pacífica. No se trata de imponer a los demás ninguna verdad por otra fuerza que no sea la de la verdad misma, del diálogo en el que se argumenta según la lógica de la razón.

El derecho natural ha sido una base de mutuo entendimiento entre gentes de todos los pueblos, de todas las culturas, cuando ha habido voluntad de dar con la verdad y el bien común. A diferencia del derecho divino-positivo que remite a la obediencia a una voluntad más alta, de problemática acogida, el derecho natural ofrece -en la medida en que se da naturalmente a conocer- un ámbito de justicia sin apelar a la fe. El derecho natural —que implica el reconocimiento de que hay naturaleza humana, modos humanos y modos inhumanos de comportarse— lejos de implicar una intromisión de lo divino, eterno y sobrenatural en el ámbito de lo temporal, supone una base inteligible de verdades que podemos llegar a conocer todos y constituir el fundamento de la convivencia pacífica y enriquecedora.

Sin tal reconocimiento, acabaría constatándose que "si Dios no existiera" -al no existir punto alguno de objetiva referencia- todo estaría permitido. Juan Pablo II lo expresa magistralmente: «si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las acciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente por fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia» (CA, n. 46).

Si no se admite que la naturaleza humana es creada -por la Sabiduría divina- y, por ello, fuente de exigencias jurídicas naturalmente cognoscibles, sólo cabe optar entre dos fundamentalismos contrapuestos. Uno —como ocurre hoy con frecuencia en el ámbito cultural islámico— convierte en núcleo fundamentador de lo jurídico un derecho divino-positivo sólo cognoscible por revelación divina, a la cual debería plegarse toda otra realidad jurídica, incluidos los "derechos humanos".

Lo alternativo sería otro fundamentalismo: el de quienes, de la mano del positivismo jurídico se limitan a secularizar el planteamiento anterior confiriendo al Estado la arbitrariedad que, con razón, niegan -rechazando sin razón- a la divinidad. También el laicismo puede ser confesional y fundamentalista. Basta pensar en Augusto Compte, quien comenzó a proponer una sociología aparentemente neutra y acabó proponiendo una curiosa moral científica, una nueva moral. El laicismo, en efecto, negando un derecho natural fundado en la creación, irrumpe como moral conformadora de lo público. Lo que le legitime como tal no será precisamente el consenso democrático, sino la autoridad que deriva de la dogmática supremacía de lo científico. Tampoco hallaremos una sobria moral agnóstica, ajena a toda liturgia.

No hace mucho salió en la prensa una caricatura de dos personajes, uno vestido con chaqué y chistera; y el otro, con boina y pantalón de pana. El del chaqué decía: "Y no olvides que hay que dar al César lo que es del César". El de la boina asiente resignado: "Sí, don César". Cuando el César decide por su cuenta lo que es suyo, desaparece todo asomo de neutralidad

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