Ana de Fanuel

Piedad de anciana y doctrina de teóloga

Ana de Fanuel se presentó en el Templo durante el acto de Presentación del Niño Jesús. Quizá su llegada coincidió con la de Simeón y sus dos testimonios se fundieron en un cántico de alegría a dos voces ante el descubrimiento del Redentor. Las alabanzas y gozos de Ana de Fanuel forman como una melodía que resalta la solemnidad de las palabras proféticas de Simeón.

Lucas cuenta así el hecho: Vivía entonces una profetisa llamada Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. Era de edad muy avanzada, había vivido con su marido siete años casada, y había permanecido viuda hasta los ochenta y cuatro años, sin apartarse del Templo, sirviendo con ayunos y oraciones noche y día. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Varias cosas destacan en este relato evangélico. Una de ellas es que no se recogen las palabras de Ana, a pesar de llamarla profetisa. Otra es su piedad y su ausencia de respetos humanos para proclamar su alegría. La tercera es su edad y sus años de perseverancia en la oración, así como la claridad de su conocimiento sobre el Redentor. Veamos estas carácterísticas.

Ana era muy conocida en el Templo. Si se casó a la edad en que solían casar a las muchachas en Israel tendría unos veintidós años al enviudar. Llevaría acudiendo al Templo más de sesenta años. Había visto muchas cosas en aquellos años, y muchos la conocían. Es muy posible que conociese a los padres de los sacerdotes mayores y a los abuelos de los estudiantes que acudían a la casa del Señor. A unos y a otros los habría conocido de pequeños, y éstos a su vez la considerarían desde su infancia como una parte del Templo. Todo el pueblo acudía al Templo para las frecuentes festividades; Ana estaba siempre allí. Cada año al acudir a cumplir sus obligaciones religiosas volvían a verla, la saludarían y la sucesión de encuentros haría que Ana fuese como una de la familia.

Ana era piadosa y mortificada. Esto no se explica sólo por su ancianidad, como si fuese un último recurso cuando se van desmoronando las ilusiones humanas y ya sólo queda la religión, de hecho no es infrecuente que los ancianos se quejen mucho de sus dolores y les cueste aceptar las penas de la vejez. Ana perseveraba en la oración y en el ayuno desde joven. Esta perseverancia sólo se explica por la solidez de su piedad. Principio de la piedad es tener un concepto altísimo de Dios, dice San Agustín.

Ya joven ha madurado y crece en piedad. El tiempo depuró su piedad. No basta con la edad para ser piadoso. Son tantos los ancianos no piadosos, que bastaría esta comprobación para no dejar pasar los años y así adquirir la piedad. Muchos jóvenes son piadosos en las turbulencias de la vitalidad juvenil, y es de sobras conocido que la juventud suele ser momento propicio de entregas totales y generosas. Es cosa clara que la ancianidad acrisola la piedad conseguida en la juventud. La edad mejora lo bueno y empeora lo malo. Algo de todo este se daría en Ana, hija de Fanuel, brillando ella tanto la piedad como la doctrina sólida.

La piedad de Ana fue recompensada ampliamente. Cuando se entera de las palabras de Simeón reacciona con fe. No consta que fuese una acción extraordinaria del Espíritu Santo, pero alguna inspiración divina debió darse en ella. La alegría que experimenta le lleva a manifestar en voz alta su contento por el descubrimiento.

Quien persevera en la piedad y en el servicio a Dios, como Simeón y Ana, se convierte en instrumento apto del Espíritu Santo para dar a conocer a Cristo a los demás, por insignificante que parezca su vida a los ojos de los hombres. Dios se vale de estas almas sencillas para conceder muchos bienes a la humanidad.

Pero reflexionemos más sobre la actitud de Ana. Cuando pensamos en ella cabe verla solamente en el momento en el que descubre al Salvador, pero no se debe olvidar que llevaba más de sesenta años en el Templo. ¿Cómo fue su vida antes der al Niño Dios? Es muy posible que conociese también a María y a José. Al menos sería conocida por ellos. Lo que es seguro es que rezaba mucho desde su juventud con una oración acrisolada por la mortificación y el ayuno.

Ana era piadosa de joven y de anciana, pero ¿es distinta la piedad en una joven o en una anciana?. La piedad no es una virtud exclusiva de ancianas. Es cierto que con bastante frecuencia los templos son frecuentados por personas ancianas: son un tesoro. La piedad es de todos, depende de la fe que se tenga, pero la edad avanzada puede añadir algo importante: se valoran las cosas pasadas de un modo diverso a como lo hacen los jóvenes. El que es anciano, y conserva la sabiduría, sabe que muchos entusiasmos juveniles no son más que flor de un día. El anciano ha visto cosas, tiene experiencia. Ha visto sistemas políticos ascendentes como las espuma de los cuales no queda ni el recuerdo al poco tiempo, personas de relumbrón de las que no permanece ni la sombra, ha visto muchas muertes, sabe lo que son las limitaciones de la madurez y los achaques de la ancianidad.

Entre los antiguos era muy valorada la ancianidad y su experiencia moderaba los ardores juveniles de los menores. Hoy día es una pérdida notable no valorar esa valor de sabiduría. El anciano gana en sencillez si es piadoso, abandona muchas de esas complicaciones de los que tienen menos años. El anciano sabio va más a lo esencial. Otra característica es que se desarrolla más la capacidad de querer y ser querido. Es frecuente ver a los abuelos disfrutando de veras con sus nietos, saben tener más ternura. Se puede decir que lo más característico en los ancianos piadosos es querer más a Dios y a los que les rodean.

Ana de Fanuel sabía, porque lo había meditado y lo había visto, que lo mundano es vanidad de vanidades, como dice el Eclesiastés, vanidad es la ciencia, vanidad los placeres, vanidad la misma sabiduría si se apartan de Dios. Podía decir con experiencia que quizá no exista nada más trágico en la vida de los hombres que los engaños padecidos por la corrupción o por la falsificación de la esperanza, presentada con una perspectiva que no tiene como objeto el Amor que sacia sin saciar . Y por eso se comprometía en una lucha sincera y total por la única esperanza que puede llenar los deseos del corazón humano: Dios mismo. Su esperanza se concreta en la espera del Salvador prometido por el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, y se manifestaba día y noche en la oración y el ayuno. Su piedad no es la de la anciana que ya no tiene más que hacer, sino la de la mujer joven luchadora por un objetivo valioso, persevera en él, y madurando cada vez más en la intención primera envejece en esa lucha.

Ana rezaba desde los veinte años con intensidad, de noche, de día y con ayunos. No era su oración algo superficial, ni sentimental, como una huída ante la dureza de la vida. Reza esperanzada. Al descubrir la presencia del Mesías -objeto de sus esperanzas- comunica su gozo al los que esperaban la redención de Jerusalén. El tiempo la había madurado.

La piedad de Ana es una piedad sencilla, pero recia. Su oración es un acto fuerte y muy explícito de esperanza, pues pediría que viniese pronto el Salvador. Su piedad está doctrinalmente bien fundamentada. Si la piedad no está fundamentada en la verdad es fácil que decaiga en el sentimentalismo. El sentimentalismo en la religión es terreno fértil para supersticiones, religiosidades adulteradas o para la infidelidad. No es lógico despreciar una imagen de Nuestra Señora porque se ama mucho otra, o cosas por el estilo. No es bueno buscar las sensaciones que produce una música melosa, cuando después se incurre en la murmuración y el cotilleo. Es bueno el corazón, pero unido a la cabeza. Piedad cordial, pero doctrinal.

Si se reduce la piedad a lo intelectual es fácil que resulte algo frío y larvadamente orgulloso; este modo de rezar aleja a la mayoría de la gente sencilla, que necesita lo que se ha llamado piedad popular. Pero si se vacía de contenido la piedad puede convertirse en un burla originando deformaciones verdaderamente grotescas. Con su rigor característico enseña Santo Tomás de Aquino que consiste la piedad en un afecto cariñoso y deferente al propio padre y a cualquier hombre sumido en desgracia. Por consiguiente, siendo Dios Padre nuestro no sólo debemos respetarle y temerle, sino además abrigar ese devoto y cariñoso afecto para con El.

Se puede decir que la piedad debe tener las ventajas de la infancia y las de la madurez. La sencillez y la bendita ingenuidad de los niños; y el correcto planteamiento intelectual y afectivo propio de la persona madura. En un anciano sano se puede dar esa piedad de niños y doctrina de teólogos como pedía para todos el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer. Ana de Fanuel es un ejemplo de mujer que ha conseguido tan importante meta.

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