Sexo en el siglo XXI: La banalización del amor

El sexo sin propósito pierde su naturaleza virtuosa, deja de ser un acto inherente a la especie, ni siquiera lleva el propósito instintivo de lo animal, destinado a la permanencia

El título sugerente hace esperar una filípica relacionada con los mandamientos mosaicos, o con las prescripciones restrictivas de las confesiones religiosas. Pero no se trata de reflexionar sobre las limitaciones que se establecen con las adhesiones a cualquier asociación humana sino sobre las consecuencias de llevar a los extremos la anulación del hombre como persona.

Con la segunda parte del título glosamos de manera irrespetuosa la relación que establece Hanna Arendt entre la banalización del mal y la maldad extrema en su obra Eichmann en Jerusalén, tan bien dramatizada en una película reciente.

La despersonalización de las víctimas del holocausto nazi y la aniquilación de su propia condición humana permitió a Eichmann convertir el genocidio en un simple acto burocrático realizado con eficiencia, un acto banal como cualquier otro que se cumple para atender a una orden. La veneración y la obediencia se hacen más importantes que la vida.

Antes de discutir la despersonalización del sexo, quisiera introducir una pequeña reflexión sobre lo que nos hace humanos, por supuesto desde la perspectiva de mi pensamiento confesional cristiano, pero sin hacer referencia al cristianismo como oferta moral o al presunto privilegio de la abstinencia o del celibato, temas que dejo en manos de los que tienen autoridad para establecer doctrinas.

Está muy lejos de mi intención estigmatizar una forma privilegiada de la relación humana como es el sexo, una relación biológica, que se pone en la base del placer, del amor, de la reproducción y de la vida confiada del matrimonio.

Si pensamos en el hombre sólo como un ser biológico de relaciones mecánicas, la discusión no tiene sentido, ya que la sexualidad puede ser pautada, previsible y limitada, por ende fácil de convertir en instrumento.

Pero si lo entendemos como una presencia en la realidad, que tiene el privilegio de proyectar y controlar lo biológico, poseedor de la capacidad de reflexionar sobre sí mismo y sobre su entorno, por tanto capaz de darle sentido a los impulsos de su cuerpo, se convierte en una presencia excepcional y por ello tiene en la naturaleza una responsabilidad inconmensurable.

El hombre es por supuesto un ser biológico, con todas sus limitaciones y consecuencias, pero esta condición no lo individualiza para separarlo de todo lo demás; su biología lo hace genéticamente parte de una especie, con la que comparte su genealogía y su evolución.

El hombre siempre existe en relación con algo, influye sobre todo su entorno y esa influencia correspectiva hace que esa misma realidad en la que participa, refluya sobre sí mismo.

En tanto que es capaz de reflexionar sobre sí mismo y compararse con lo otro existente, tiene eso que se llama espíritu, soportado sobre la mente que tiene un fundamento igualmente biológico, pero que logra sobreponerse a las limitaciones del cuerpo para generar una realidad compleja.

El espíritu en el hombre es el que le da sentido a sus actuaciones, es aquello que las independiza de lo biológico para generar la forma de ser el hombre en la realidad que es la correspectividad y por tanto la relación con todo lo que le rodea, lo que le precede y lo que le sigue.

En ese sentido, su actividad es generadora de realidad, es un acto de cooperación en el continuo de la creación. Visto de esta manera, toda actuación humana acontece, valga decir, se inserta en una corriente de la que no puede individualizarse.

Partiendo de esta naturaleza relacional respectiva del hombre, podemos ocuparnos ahora de ese componente fundamental humano que es la sexualidad, en tanto que, por su naturaleza biológica,  sustenta el placer, el amor, la reproducción, es decir, se inserta en la realidad humana como un acontecimiento, como parte integrante  que lo va constituyendo como existencia particular en el mundo, por tanto fundamental y no banal, imprescindible y no instrumentable.

Teniendo la sexualidad una evidente raigambre biológica, tiene que ser adecuada a las estructuras, funciones y posibilidades humanas, pero además tiene sentido, como cualquier otra actividad del hombre, y ese sentido está iniciado indudablemente por el placer, pero lo trasciende. En la medida en la que es una acción humana, inevitablemente se proyecta al resto de su naturaleza, y reducirlo a una relación transitoria y de una sola dimensión lo banaliza.

Si se le quitan sus otras dimensiones, se hace irrelevante su condición de entrega, de confianza ilimitada, de un hacer del uno por el otro, de una acción común, incondicionada y confiada y se sale entonces del ámbito del amor y se convierte en un acto de egoísmo y dominación que anula su naturaleza de relación.

El siglo XXI que vimos nacer con esperanza y emoción, ha exagerado la reducción del ser humano a su dimensión biológica, atrapable por la ciencia y la tecnología, reducido tan solo a lo que puede ser medido y por ello, queda encarcelado en su parte espiritual por las sensaciones, que se presumen homogéneas y predecibles, mensurables, que se pueden reducir a las reglas del mercado y pueden ser atrapadas en el mundo de la “diversión”.

El sexo que se anuncia liberado porque ya no tiene reglas morales y que se hace indiferente incluso a la racionalidad biológica, se hace esclavo no de lo que se critica como moral, que aun cuando no se regule por una fe religiosa, es el ámbito de las costumbres sometidas a las modulaciones del tiempo y los acontecimientos, sino que se somete a lo circunstancial, se sujeta a la dimensión única de lo placentero, se convierte en un acto individual, deja de acontecer, se convierte en un egoísmo esclavizante, es una forma extrema de sumisión.

El sexo sin propósito se hace banal, indiferente, forzado por lo aleatorio, no es fundamento de algo permanente, pierde su naturaleza virtuosa, deja de ser un acto inherente a la especie, ni siquiera lleva el propósito instintivo de lo animal, destinado a la permanencia.

Entiendo entonces que la sexualidad es algo importante y profundo, constitutivo, que no se puede tomar a la ligera como algo sólo placentero y ocasional, no es un objeto de técnicas que pueden suplir deficiencias biológicas o sentimentales, debe tener la espontaneidad de todo lo que es parte fundamental de la forma de ser humanos, es lo que genera una diferencia complementaria, es una forma raigal de cooperación y tiene que ser respetada como un elemento fundamental de la correspectividad humana, es una forma concreta y cotidiana del amor, aunque este pueda tener diversidades que van más allá del sexo.

Finalmente, el hecho de que las costumbres sean antiguas y generalizadas no les da existencia legítima en una sociedad civilizada; no todo lo que aparece en la vida del pueblo judío y del judeocristiano es ejemplo: la mayor parte de las veces es un reclamo a las costumbres perversas de la sociedad humana, no es necesario volver al escándalo de Sodoma y Gomorra para ser felices; si es así, entonces, el fuego divino saldrá de nuestro propio corazón.

La relación sexual requiere de la confianza en sí mismos que permita interiorizar su significado como relación humana fundamental, no circunstancial, no sólo cuando se asume, sino cuando se renuncia a él; en ambos casos tiene en la base el amor que es entrega y reconocimiento, es algo más que un acto biológico, es una relación, y como relación debe ser libre y generadora de libertad; no tiene que atarse ni siquiera a la procreación, esta pertenece a otro ámbito de la relación humana, tiene su dignidad propia y como tal debe ser estimada. Su verdadera liberación es un derecho humano, tan inviolable como la vida misma.

Por Nelson Hamana H., médico
es.aleteia.org

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