Festividad: Octubre 1
Fundadora y Orante
Teresa de Cepeda y Ahumada es reformadora de la orden de carmelitas descalzas y doctora de la Iglesia. Es, además, una gran mística y poetisa de Siglo de Oro español.
¿Quién no conoce a Teresa de Jesús? ¿Y quién es el que ignora que Teresa de Jesús, de Cepeda y Ahumada, nació en Ávila? Fue el 28 de marzo de 1515. Su abuelo, don Juan Sánchez de Toledo, había apostatado de la religión católica. Suerte que los Reyes Católicos, a través del Tribunal de la Inquisición, habían anunciado un edicto de gracia por el que los apóstatas podían reconciliarse con la Iglesia católica, y a esta posibilidad se acogió don Juan, que debió cumplir la penitencia que le impusieron: asistir cada viernes, durante siete semanas, a la procesión de los reconciliados de iglesia en iglesia, en Toledo, con el sambenitillo y sus cruces a sus espaldas. Con don Juan se reconciliaron también sus hijos, Pedro, Álvaro, Rodrigo, Elvira, Lorenzo, Francisco y Alonso, el padre de Teresa.
Pensando el abuelo don Juan, mercader sagaz, intuitivo, certero y afortunado, que en Toledo siempre sería mal visto, tanto por católicos, como por judíos, antes de que llegara su prevista ruina económica, emigró con su familia a Ávila, donde se estableció como mercader de tejidos, y cambió su apellido de Toledo, judío, por el de Cepeda de su esposa, por lo que vino a llamarse don Juan Sánchez de Cepeda, apellido que, naturalmente heredará Teresa junto con el dinamismo inquieto, la intuitiva sagacidad y la esplendidez hidalga y generosa del abuelo.
Don Alonso de Cepeda, segundo hijo de don Juan, casó con doña Catalina del Peso, que falleció dejando a su esposo con dos niños pequeños, María y Juan. Don Alonso, al quedar viudo a sus veintisiete años, casó en segundas nupcias, con doña Beatriz de Ahumada, y de este matrimonio, nació Teresa, que llenó de felicidad aquel hogar.
Siendo niña, se reúne con su hermano Rodrigo para leer vidas de santos y repetir muchas veces que gloria y pena son «¡para siempre, siempre, siempre!», y se escapará con él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y cuando se frustró su plan, decidirán «ser ermitaños». Con sus amiguitas Teresa construirá pequeños monasterios «como que éramos monjas». A los trece años muere su madre, y acude a la Virgen de la Caridad a pedirle con muchas lágrimas, que sea ella ahora su madre. «Paréceme que, aunque se hizo con simpleza, me ha valido».
Retrato físico y psíquico de Teresa
Sus contemporáneos nos han dejado su retrato. Teresa era de estatura mediana, más bien grande que pequeña. Medía 1,68. Gruesa más que flaca, y en todo bien proporcionada. De color blanco y encarnado, especialmente en las mejillas. Cabello negro, limpio, reluciente y blandamente crespo. Frente ancha y muy hermosa. Cejas un poco gruesas, de color rubio oscuro. Los ojos negros, vivos y redondos, al reír mostraban alegría, y cuando mostraban gravedad eran muy graves. La nariz, más pequeña que grande. La boca, ni grande ni pequeña. Los dientes, iguales y muy blancos. La garganta ancha, blanca y no muy alta, sino un poco metida. Manos y pies, lindos y proporcionados. Y tenía tres lunares en la cara. Daba gran contento mirarla y oírla, porque era muy apacible y graciosa en todas sus palabras y ademanes. Tenía particular aire y gracia en el andar, en el hablar, en el mirar y en cualquier ademán que hiciese. Los vestidos, aunque fuesen viejos y remendados, todos le caían muy bien.
No ignoraba Teresa las cualidades que tenía. Anciana ya, manifestaba a un padre carmelita: «Sepa, padre, que me loaban de tres cosas temporales, que eran de discreta, de santa y de hermosa, y yo creía que era discreta y hermosa, que era harta vanidad, mas que era buena y santa, siempre entendía que se engañaban».
Su psicología está marcada por una gran sensibilidad, que se manifestaba en la expresión de su rostro; sus profundos sentimientos fácilmente le bañaban en lágrimas los ojos de pena, de ternura, de alegría o de compasión. Lloraba con mucha frecuencia, aunque con más parsimonia, en su madurez. Tenía una gracia natural que se llevaba a la gente de calle, y un deseo de agradar fuera de lo común. Juan Rof Carballo ha estudiado su grafismo y ha escrito: «Trazos llenos, vibrantes, contradictorios, muestran el juego activísimo de las fuerzas del inconsciente. Pero todo ello aparece, y esto es lo asombroso, como enmarcado o dominado con suavidad infinita dentro de un yo de extraordinario poder y riqueza».
La lectora
Entre la piedad y la ilusión. Aprendió a leer de niña en el Flos sanctorum y en los Santos evangelios, pero en su adolescencia, iniciada por su madre, doña Beatriz, se emborrachó con la lectura de los libros de caballerías, en cuyas historias atractivas y fascinantes de caballeros enamorados y damas hermosas, adoradas por los hombres que se rendían a sus pies y que eran capaces de desencadenar inauditas hazañas y escenas de amor apasionado, dilató su naciente imaginación y ensanchó su horizonte vital y cultural.
Resultado de la lectura de los libros de caballerías. Avivado por las novelas su natural instinto femenino en esos años adolescentes de ilusión, aprendió a utilizar todos los resortes femeninos para acicalarse y embellecerse, aunque con un cuerpo en capullo en plenitud de primavera, necesitaba poco para estar espléndida. Nos cuenta ella misma que usaba perfumes y joyas y dicen sus biógrafos que, a la par que cultivaba extraordinariamente la limpieza, tenía muy buen gusto para elegir vestidos y para combinar y armonizar los colores. «Comencé a traer galas y a desear contentar en parecer bien, con mucho cuidado de manos y cabellos y olores, y todas las vanidades que en esto podía tener, que eran hartas, por ser muy curiosa». Decididamente, femenina.
Naturalmente, comenzó a conocer el amor adolescente y romántico. Y descubrió el amor humano. Gozaba con la compañía de sus primos, un poco mayores que ella, y con sus charlas y vanidades, «nonada buenas». Llegó a enamorarse. Pero con una gran limpieza. Tenía miedo de casarse, pero pensó en ello. Este es un cabo suelto que nos ha dejado la Providencia: La que iba a ser madre de tantas mujeres, no podía quedar en una inmadurez psicológica estéril, cuya causa, en gran parte, es el desconocimiento de la vida y del amor humano. Ella consideró esta situación un extravío, pero estaba muy dentro del plan providencial sobre su misión eclesial.
Todo fue muy bonito, pero a don Alonso, su padre, no le resultó tanto y, sin que ella se diera cuenta, pues él sabía que, de haber contado con ella, habría dialécticamente perdido la batalla, la encerró en el monasterio de las Agustinas de Gracia, donde vivirá en compañía de otras muchachas de su edad, y vigilada y acompañada por doña María de Briceño, que tuvo tino para desadormecer a Teresa, quien ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios, y pide a todas «que la encomendasen a Dios, para que le diese el estado en que le había de servir; mas todavía deseaba que no fuese el de monja». «Comencé a hacer oración sin saber qué era». Comenzó a orar acompañando a Cristo, consolándole y deseando limpiarle el sudor en la Oración del Huerto. No era una oración racional, sino un diálogo vivo con Dios. Es verdad lo que dice, tras su estudio grafológico, Moretti: «Su espíritu se apoya menos en el raciocinio que en la intuición nutrida de un derroche de imaginación». Aquel corazón que había despertado al amor, después de haber experimentado ese sentimiento tan bello y tan grandioso y transformante, necesitaba depositar ese amor en otro corazón más grande, que no estuviera sujeto a la mutabilidad humana, y que durara siempre, eternamente, que será el de Cristo. Se cumple lo que diagnostica Moretti: «Sabe distinguir los sentimientos auténticos y los espurios y, por ende, pone en orden la vida psíquica y orienta el sentimiento, tanto en el trato como en sus relaciones con Dios». Comenzó a orar acompañando a Cristo en la Oración del Huerto, porque es ahí donde le ve más solo. Tiene el Señor una especial necesidad de consuelo en la Oración del Huerto. A otra mística contemporánea, Gabrielle Bossis, ha dicho el Salvador: «¡Os necesito tanto en el Huerto de los Olivos! ¡Me hallaba tan solo en mi extremada agonía!». Teresa permanece con El todo lo que le duran los pensamientos. Su corazón femenino, cariñoso y lleno de generosidad, sólo desde el amor y la generosidad podrá dar el salto a la vida religiosa, que es cambiar el objetivo de su amor. Aquellos hombrecillos que le fascinaban van a dejar paso al Hombre Dios, de quien se va a apasionar ardientemente. Ella es así. No puede vivir a medias. Necesita entregarse por entero. Otra vez Moretti: «Se propone fines sólidos, que procura alcanzar, pese a quien pese». Y tercia la Santa: «Paréceme que andaba Su Majestad mirando y remirando por dónde me podía tornar a Él».
Una enfermedad la saca del monasterio de las Agustinas, donde se había hecho querer, como en todas partes siempre.
La visita en Hortigosa a su tío Don Pedro de Cepeda, virtuoso y amigo de buenos libros, enriquece el afán de la lectora y cambia el rumbo de sus temas. El tío quiere que le lea a él, y ella, por darle gusto, le lee, y la fuerza de la lectura y la conversación ablandan el barbecho, hacen que se vaya encontrando a sí misma y que recuerde la «verdad de cuando niña, de que todo era nada y la vanidad del mundo y cómo acababa en breve».
Las Epístolas de san Jerónimo la enardecen y decide irse al monasterio. A las Agustinas no, que eran excesivamente austeras; a la Encarnación, donde tiene una amiga: Juana Suárez, «que era mucho lo que quería».
Entra monja en el monasterio de la Encarnación. Arrumbados sus planes de matrimonio, lo que le costó una enfermedad por el empeño y la entereza que ponía en sus decisiones, y vencida la negativa paterna con tenacidad, el día de Animas de 1535, cuando acababa de cumplir sus veinte años, salió furtivamente de su casa, y se dirigió a la Encarnación para ser, al fin, monja. En el monasterio tuvo que seguir el método racional de oración que le imponía la regla y dejar el suyo vital y afectivo, que era una conversación personal. Como ha de prevalecer el ritmo calculado y casi mecánico del método que le enseña la maestra de novicias sobre su propio modo de orar desde su vida que la conectaba con la Vida y de ella sorbía vida, acusó el desajuste. Comenzó a debilitarse. Era todo muy complicado. No acertaba. Comienza a hacer penitencias. Y el resultado fue fatal. Poco después de la profesión la invadió una gran tristeza, síntoma de una grave enfermedad psicosomática, que la forzó a dejar, temporalmente, el monasterio. Hace un año que ha profesado y tiene veintitrés y medio. Cuando pasa por Hortigosa a curarse, camino de Becedas, su tío Pedro le regala el Tercer Abecedario de Osuna, que la introduce en las quintas moradas. Todo, enfermedad, penitencias, encuentro con su tío y lectura en la soledad de Becedas, son elementos providenciales para la forja de su alma, que están en la base de su Obra y de sus libros, sobre todo en Camino, por ser el más didáctico de todos.
Curada, deviene el milagro de san José, y se convierte en la monja fina, pálida y delicada, de palabra fácil, porte gentil y personalidad seductora, que atrae las simpatías, las visitas y las limosnas al monasterio pobre.
Retroceso y recuperación
Mal aconsejada, cede a su natural y, «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y casi su vocación de orante. Deja la oración porque tiene vergüenza de «tener tan particular amistad» con Dios, dada la disipación en que vive. «Ayudóme a esto que, como crecieron los pecados, comenzó a faltar el gusto y regalo en la virtud». Y tiene que intervenir Dios de nuevo con la enfermedad de su padre, a quien fue a cuidar «estando más enferma en el alma, que él en el cuerpo». Esto le da la oportunidad de encontrarse con el padre Vicente Barrón, quien le aconseja que vuelva a la oración, cosa que resultó más eficaz que la representación de Cristo «con mucho rigor» manifestándole el desagrado que le producen aquellas amistades y sus charlas en el locutorio que la desangraban, la desinteriorizaban.
Siguen diez años de mediocridad, de chalaneo entre Dios y el mundo. «Pasaba una vida trabajosísima». Sufre en la oración, porque no es fiel: «me llamaba Dios pero yo seguía el mundo». Intentaba concertar estos dos contrarios tan enemigos uno de otro». Y no es que fuera mala, era considerada por muy buena, pero Dios la quería mejor, y ella estaba imposibilitando la realización de su llamamiento.
Dios tiene infinitos resortes. Ella reconoce que «con regalos grandes castigabais, Señor, mis delitos». A pesar de la desgana sigue acudiendo al oratorio, haciendo esfuerzos sobrehumanos, más pendiente del reloj que de la oración, «cualquier penitencia acometiera de mejor gana que la oración». El Señor sostiene su perseverancia, y su fidelidad de permanecer apoyada «en la columna de la oración» pone a prueba su «determinada determinación» de orar. Ya no estaba en su mano dejar la oración, «porque me tenía en las suyas el que me quería para hacerme mayores mercedes».
Profesar como monja en un monasterio no es sinónimo de penetrar en el misterio de Dios, dejarse quemar en su fuego y permanecer pacientemente en su nube asomada al abismo. Lo primero se puede hacer desde una vida ramplona y vulgar, mediocre. Lo segundo exige una inmensa y dolorosa purificación, devoradora de la mujer vieja. Teresa vivió como monja mediocre casi veinte años. A punto de cumplir los cuarenta la va a tomar Dios por su cuenta, porque la tiene elegida para maestra de la Iglesia de su tiempo, sacudida por el vendaval de la polémica en torno a la oración, cuando además no se aprovecha la energía de la mujer. Corriente antioracionista y antifeminista que Teresa está llamada a corregir y a orientar, como maestra segura de oración y de vida cristiana, de su tiempo y de todos los tiempos.
Y, como el mejor médico suele ser el que padeció la enfermedad que ha de curar, la Providencia dispuso que Teresa aprendiera a orar sola, por no haber tenido maestros: «yo no hallé maestro, aunque lo busqué, en veinte años». Tropezando, abandonando, recomenzando, perseverando, saldrá maestra de oración. Veinte años de oración a secas, dura, difícil, árida y seca, ascética, «cuando sacaba una gota de agua se sentía feliz», para poder después, desde su experiencia, enseñar a sacar agua del pozo para regar «el huerto, para que crezcan las plantas y lleguen a echar flores que den de sí gran olor».
Dios seguía acosando, pero ¡alerta!, que Su Majestad le está preparando la emboscada.
En esta guerra interior de fluctuaciones y titubeos, en este caer y levantarse, a Dios ya le corre prisa, y dirige un ultimátum a Teresa: la vista de la imagen de un pequeño «Cristo muy llagado» la sobresaltó de forma tal que decide, «con grandísimo derramamiento de lágrimas, no levantarse de cabe sus plantas hasta que no hiciese lo que le suplicaba: la fortaleciese ya de una vez para no ofenderle». La lectura de las Confesiones de san Agustín hincarán más el arpón: «Cuando llegué a su conversión y leí cómo oyó aquella voz en el huerto, parece que me la dio el Señor a mí. Estuve un gran rato que toda me deshacía en lágrimas, con aflicción y fatiga».
La conversión
El capítulo nueve de la Vida, en que narra su conversión definitiva, es considerado como el punto clave en la trayectoria vital de Teresa. Ha rebasado ya el ecuador de su vida. Tiene treinta y nueve años. Le quedan veintisiete de vida y muchas cosas por hacer. Los planes de Dios sobre ella son de gran vuelo. Ya es hora de intervenir. Y va a intervenir.
Vida mística habitual. Los atisbos de quinta morada en la soledad de Castellanos de la Cañada, de hace quince años, al rescoldo de la lectura del Tercer Abecedario, que nos ofrecen el embrión de su carisma al convertir al sacerdote de Becedas, se van a hacer habituales y la van a instalar en creciente vida mística. Veamos por qué.
Ante el alud de las mercedes, Teresa acude a sus consejeros: Francisco de Salcedo y Gaspar Daza. Escuchan sin entender; escapaba a sus esquemas aquella monja tan desenvuelta y tan enriquecida de Dios, y diagnostican los dos que su espíritu es diabólico. Terrible tortura para teresa: no hace más que llorar. «Fue grande mi aflicción y lágrimas». La incompetencia y terquedad de aquellos romos e intransigentes directores obligó a Teresa a someter su conciencia a unos y a otros y su caso pasó de mano en mano injustamente discutido; lo que le ocasionó un martirio atroz.
Desposorio místico. Un poco y llegarán Diego de Cetina, que, aunque joven, la apacigua y comprende, y Francisco de Borja y Juan de Prádanos, gloria a Dios, que aciertan. A este último le cabe el mérito de que, bajo su dirección, alcance Teresa el desposorio místico, que ella encuadra en su sexta morada: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles».
La gracia que sana. En este momento ha comenzado una nueva vida para Teresa. El Señor ha estado grande con ella. No olvidemos que la grandeza es del Señor, que socorre la debilidad de Teresa.
Se puede mirar el privilegio como mérito del privilegiado, y es todo lo contrario; se privilegia la debilidad que necesita ser ayudada, restañada, curada, para poder cumplir los designios del autor de los regalos. Dios la quería más interior. Si su sicología y sus contradicciones interiores son un obstáculo, Él la sanará y las armonizará.
Es creada la mujer nueva
Paladinamente lo confiesa Teresa en el capítulo veintitrés: «De aquí en adelante es otro libro nuevo, quiero decir otra vida nueva. La de hasta aquí era mía, ésta es de Dios que vive en mí».
Teresa estrena vida nueva. Tras los forcejeos de ella, sus vacilaciones y mediocridad, e impotencia, Dios se enseñorea de su timón, porque la necesita transfigurada, transformada, recreada. Y en el crisol de la contemplación ha matado el gusano y ha nacido la mariposa, «la mariposita blanca». Lo que Teresa no ha podido conseguir en tantos años, lo ha logrado Dios con su gracia en un instante.
Catarata de carismas
Siguen las gracias místicas esplendorosamente, dolorosamente, eficazmente: visiones intelectuales de Cristo, «vi cabe mí o sentí a Cristo que me hablaba»; e imaginarias como la transverberación: «veía un ángel cabe mí en forma corporal… veíale un dardo de oro con fuego que metía en el corazón y me llegaba a las entrañas…»; y los arrobamientos en público, que la llenaban de rubor y de bochorno. Estaba realmente humillada, acobardada, era tan excesivo el tormento, que hubiera preferido que la enterraran viva. Llegó a pensar irse a otro monasterio, quizá a Valencia, donde no la conocieran.
San Pedro de Alcántara
Sólo alguien que conociera por experiencia los fenómenos tan extraños en que venían envueltas las inmensas torrenteras de amor, podía intervenir con eficacia para serenarla, garantizarla, devolverle la paz. Este santo varón fue san Pedro de Alcántara.
«Enseguida vi que me entendía por experiencia, que era lo que yo necesitaba».
«Quedamos muy amigos». Es admirable la Providencia que acude en ayuda de Teresa.
¿Cuántos extáticos habría en España en aquellos tiempos? ¿Uno? Pues ese llega a consolar a Teresa en el momento necesario. Más adelante volverá para convencer al obispo de Ávila de que apruebe su fundación. Su intervención fue necesaria y decisiva, porque don Álvaro de Mendoza se había cerrado en banda: no quería admitir la fundación. A pesar de haberle escrito fray Pedro, su decisión se mantuvo inexpugnable. Pero el amor de fray Pedro era más fuerte que la terquedad del Obispo y enfermo como estaba, se levantó de la cama, y quiso que le llevaran cabalgando en un borriquillo a El Tiemblo, donde estaba el Obispo. Le acompañaron Gonzalo de Aranda y Francisco de Salcedo. «Los que de veras aman a Dios todo lo bueno aman, todo lo bueno quieren, todo lo bueno favorecen, todo lo bueno alaban, con los buenos se juntan siempre y los favorecen y defienden». La sangre y la vida darán por ayudar las obras de Dios». Es la piedra de toque que patentiza si se busca a Dios o el prestigio propio y la imagen que por nada del mundo se quiere arriesgar.
La visión del infierno
Teresa ha experimentado el infierno. Nos lo relata en el capítulo treinta y dos de Vida. «Entendí que quería el Señor que viese el lugar que los demonios allá me tenían aparejado… Quiso el Señor que verdaderamente yo sintiese aquellos tormentos y amargura espiritual, como si los padeciera en mi carne». Es el golpe definitivo y fulminante de Dios. ¿Qué puede hacer Teresa por Dios, por los hombres, sus hermanos, por la Iglesia? «De aquí gané la grandísima pena que me da de las muchas almas que se condenan y los ímpetus grandes de ayudar a las almas, que, por librar una sola de gravísimos tormentos, pasaría yo muchas muertes muy de buena gana». Como mujer de su tiempo antifeminista se encuentra limitadísima. Por lo menos podrá convertirse ella, «guardar su regla con la mayor perfección»; «hacer lo poquito que puede» para que, pues «el Señor tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que esos sean buenos». Y tras la conversación en su celda con sus amigas, cuando salta al desgaire en la conversación la idea de «si no podrían ser monjas como las Descalzas y hacer un monasterio», con el permiso del Provincial y el del Papa, será fundadora. Se reformará ella y reformará el Carmelo, que tendrá desde ahora un apellido: Teresiano. Tiene cuarenta y cinco años. Toda su alma va a poner en el empeño, pues «Su Majestad le ha mandado que lo procure con todas sus fuerzas», aunque le esperan «grandes desasosiegos y trabajos».
Teresa de Jesús fundadora
Se van a cruzar en su camino monjas y frailes, arrieros y alguaciles, albañiles y señoras principales, caballeros y mercaderes, obispos y curas, mesoneros y corregidores, teólogos y confesores, arrieros y duquesas, príncipes, nuncios papales y hasta el mismo rey. Está bien preparada. Fogueada por Dios, puede ya «repartir la fruta»; dará la talla, cruzará Castilla cabalgando a lomos de mula o en carreta, atravesará la nevada sierra de Guadarrama en crueles invernadas, llegará hasta Andalucía y estará a punto de perecer ahogada en el paso difícil de una torrentera burgalesa. Camina ya dentro de la morada del Rey y su actividad es la de Dios.
Teresa, mujer en plenitud, superdotada de cualidades humanas. Teresa de Jesús ha ido desarrollando su inteligencia prócer y ha madurado en su estilo y en todas sus capacidades humanas y cristianas. Aquellas preceden a éstas, que han encontrado un buen soporte en las humanas. Largo sería el análisis de unas y de otras: Junto con la capacidad para vivir con las personas más dispares, incluso con su atrabiliario cuñado Martín Barrientos, posee veracidad y audacia y tiene un sentido profundo de la justicia, incluso en las menudencias domésticas. Una vecina prestaba a las monjas la sartén que no tenían. Cuando recibieron una limosna, cada una fue indicando en qué gastarían el dinero, y la Madre terció: «en la sartén, en la sartén», y mandó a sus monjas que la compraran, para no abusar de la generosidad de la vecina. Sabe dudar y sabe preguntar: se pregunta a sí misma y pregunta a quienes le pueden informar o dar seguridad.
Dialogante por idiosincrasia, es realista y discreta para conseguir sumar voluntades y no le interesa para nada restar amistades ni desestimar o rechazar colaboraciones, conocedora de lo que hay de bueno y de positivo en cada interlocutor que tiene la suerte de cruzarse con ella en su camino. Me ha gustado oír a una artista italiana que, Juan Pablo II la felicitó un día por determinado programa realizado por ella en la Televisión italiana. El Papa, decía la artista, tiene unos ojos tan profundos, quiso decir clarividentes, que, aún entre mis pecados, supo leer si hay algo en mí de bueno. Y he pensado, ¡Juan Pablo como santa Teresa! Conoce el corazón humano y tiene tacto para conducirlo. «Era cosa de cielo ver con qué tiento examinaba el talento de las personas. Y a las dos vueltas que daba, calaba y tanteaba los quilates de valor que tenían las mujeres que le venían a hablar para tomar el hábito», dice el médico Antonio Aguiar. Teresa siente un gran respeto por los demás, y adquirirá fama de no hablar mal de nadie: con la madre Teresa «tienen todos las espaldas bien guardadas». Es fiel cumplidora de la palabra empeñada, posee entereza y es muy agradecida, «con una sardina me sobornarán» solía decir. Pero sobre todo lo dicho, es mujer de grandes ideales, lo que le daba un aire de gran señora que compaginado con su porte de pobreza y humildad, la hará más singularmente atractiva. Su dignidad y señorío la llevan a querer ocultar las necesidades que pasa, sin pedir a nadie. Lo mismo que a no querer viajar como una pordiosera «en unos borriquillos que las viera Dios y todo el mundo».
Su capacidad creativa, que es asombrosa, tiene, en parte, su hontanar en la observación, pues desde niña ha sido como un esponja que ha asimilado todo lo que en su entorno ha visto, ha oído o ha observado, y ha hecho suyo todo lo positivo y ha conseguido irradiarlo a su alrededor. Sensibilísima e intuitiva, como un radar que es capaz de recoger incluso los imponderables que flotan en el ambiente, y que no tienen explicación racional. Como contrapartida lógica, consecuencia de la riqueza de información que capta su radar, posee un temperamento hipersensible que la hace inestable, «otras veces me parece que tengo mucho ánimo… y otro día viene que no me hallo con él para matar una hormiga». Pero ella ha podido y ha sabido equilibrar esta inestabilidad con su gran talento, dominio y sensatez.
Si es difícil conjuntar voluntades para la acción, (juntos Doria y Gracián, ¡qué proeza!) ella ha vencido esa dificultad con la gracia de saber hacerse ayudar por todos, haciendo ver que necesitaba los servicios de todos, y así sus obras se convertirán en obras de todos. Hoy diríamos que sabía trabajar en equipo. Siendo líder, arrolladora y convincente, no quiso ser, ni pasó por ser «vedette».
Desde la oscuridad de sus monasterios influye y anima a media España, de palabra y con sus cartas, más de quince mil, según Efrén-Steggink, como una gran madre de familia numerosa, que es feliz haciendo felices a sus hijos, mientras aglutina a todos en el trabajo, sabiendo alentar a todos, estimular y conseguir que se sientan necesarios e importantes en la obra común. Cuando desaparezca de la escena del mundo lo que más se echará de menos será su poder aglutinante que ya no podía sortear las borrascas que amenazaban cuartear su Obra. Quiere que todos estén alegres, como ella es alegre y efusiva, excelente conversadora, y huye de santos encapotados, («cuanto más santas más conversables»). Junto al lecho de los enfermos es una excelente y cariñosa enfermera, (cuidó a su confesor el padre Prádanos en Aldea del Palo con doña Guiomar, y a su padre, en la enfermedad de que murió). Le gusta el trabajo bien hecho. Siempre amiga de la limpieza y de la gentileza, hacendosa ama de casa, y primorosa en sus labores, de las que aún se conservan reliquias. Y todo esto con una vida interior de gran calado y sublime.
Así pudo ser, y lo es aún, una excelente formadora. Fruto de nuestra cultura occidental, se ha dado una formación humana, religiosa y clerical, en la que ha predominado el cerebro y se ha dejado atrofiar el corazón, la sensibilidad, los sentimientos. Para no caer en el sentimentalismo, se ha pecado de racionalismo. Entre hombres, sobre todo, se ha huido de la manifestación de los sentimientos, como propia de mujeres, y se ha quedado la persona, mutilada, deformada, desequilibrada. Es como escribir a máquina con dos dedos, o escribir en ordenador con los diez a toda velocidad. Es como tocar el órgano con un solo registro, o sacar todos los registros, haciéndole rendir al instrumento todas sus posibilidades y todo su relieve, perspectiva, contraste y colorido, y toda su grandiosidad.
En nuestras celebraciones eucarísticas, por ejemplo, con oraciones excesivamente racionales, sobran palabras y faltan sentimientos. Porque el hombre es algo más de lo que expresan las palabras de un discurso lógico. ¡Cuán enriquecedor nos resultaría un trasplante de la liturgia oriental con su color, perfume, luz, gestos y ornamentos! Es necesaria una integración de los sentimientos con las ideas, para que el ser humano pueda ser ofrecido a Dios «con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). Desde que Teresa de Jesús consiguió su armonía, forma así, y rectifica aquella dirección equivocada. Y lo logra porque es una mujer integrada y completa, toda corazón y toda cabeza. Al padre Gracián que le pide que cuando vaya su madre, doña Juana Dantisco, a visitarla, se descubra el rostro cubierto por el velo, le contesta: «Parece que no me conoce: quisiérales yo abrir las entrañas». En contraste, quiere que sus monjas tengan valor más que de hombres.
Fray Juan de Salinas, Provincial de los Dominicos, preguntaba al padre Báñez: «¿Quién es una Teresa de Jesús, que me dicen es mucho vuestra? ¡No hay que confiar de virtud de mujeres! Herido Báñez, respondió: «Vuestra paternidad va a Toledo a predicar y la verá, y experimentará que es razón de tenerla en mucho». El padre Salinas la trató y la examinó en Toledo casi cada día. Más tarde se encontró con el padre Báñez, y éste inquirió: «¿Qué le parece a vuestra paternidad de Teresa de Jesús?». Y el padre Salinas respondió con donaire: «¡Oh, habíadesme engañado, que decíades que era mujer; y a fe que no es sino varón, y de los muy barbados». Esta armonía de los valores humanos, que ni son masculinos ni femeninos, porque pertenecen a la persona humana, se da en Teresa y la capacita para formar personas integrales, armónicas, completas, que desarrollan a tope todas sus capacidades, sin temor de caer en sentimentalismos ni en cerebralismos, y sin timideces ni complejos de ridículo. ¿Cómo consigue Teresa esta maravilla? En su tiempo con la gente con la que trató, por su ascendiente, no impositivo, sino endógeno, actuaba como por ósmosis. Después y hoy, con sus lectores, por ósmosis también. Y por contagio. Gracias a Dios. Y ha podido ser así porque la habitó esplendorosamente la Santa Trinidad que hizo crecer armónicamente y abrillantó toda la riqueza de sus cualidades y las solidificó desde la entraña. Y esto de tal manera que, mientras no fue poseída por Dios en plenitud, sus grandes valores permanecieron bloqueados y sin vida, ni propia ni comunicativa.
Teresa, la reformadora
Escribirá en Camino: «Miradle con tanto padecimiento… perseguido… escupido, negado por sus amigos y desamparado, sin nadie que le defienda, helado de frío, tan solo… cargado con la cruz, sin que le dejaran respirar… y Él os mirará con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrimas, y olvidará sus dolores por consolar los vuestros…» Así enseña a orar en Camino, que es como ella en su oración trata a Cristo Hombre. Aunque pocas veces le apea el tratamiento de «Su Majestad», Cristo es «tratable», es humano, es su hermano, su esposo, su padre, su amigo «verdadero», «unas veces de una manera, otras de otra».
Pero este Hombre Dios tiene una esposa, que es su prolongación sacramental. Teresa ha visto, ese es su carisma, que entregarse a Cristo, es darse también a la Iglesia, trabajar para engrandecer el cuerpo místico, como María hizo crecer el cuerpo físico de Jesús. La misma compasión que siente por Cristo, la siente por la Iglesia, humillada, perseguida, «Yo soy Jesús, a quien tú persigues» (He 9,5), destruidos los templos, profanados los sagrarios, pero también agonizantes las almas, sobre todo, las de sus sacerdotes. Conoció las flaquezas de la Iglesia, pero no le tiró piedras. La compadeció. Cuando «Noé se emborrachó y medio desnudo se quedó dormido, su hijo Cam vio la desnudez de su padre y corrió a decírselo a sus hermanos» (Gén 9,20). No se mofará Teresa de la desnudez del cuerpo de Cristo. Llorará. Y como «Sem y Jafet que tomaron un manto, se lo echaron a la espalda y caminando hacia atrás, cubrieron, sin verla, la desnudez de su padre» (Ib 23), Teresa cubrirá la desnudez de ese cuerpo. Comprenderá todas las debilidades de los hombres que lo componen y que, aún así, lo construyen (Ef 4,12), y lo integran (1Cor 3,9), y se consagrará a su reconstrucción, se dedicará a restaurar y a hermosear a la esposa de su Esposo, que es también su esposa (Prov 14,1). En su tiempo, otros la escarnecieron, y la rompieron, ella le entregó su vida. Eso es el amor.
Venían sonando desde el siglo XV voces de reforma «in capite et in membris». Teresa las escuchará pero comenzando por reformarse ella, que es también miembro, célula del cuerpo místico, sabedora de que la riqueza de salud de una célula, repercute en todo el torrente vital del cuerpo. Y al revés. La verdad real es que la esposa de Cristo siempre está necesitada de reforma pues, «al recibir en su propio seno a los pecadores, es santa y al mismo tiempo necesitada de purificación constante y por eso busca sin cesar la penitencia y la renovación» (LG 8). Por eso Teresa se «determinó a hacer eso poquito que podía hacer, que es seguir con toda la perfección que pudiera y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo».
La comunidad cristiana, esposa del Cordero inmaculado, Cristo (LG 6)
La Iglesia no es una entelequia, una abstracción. La Iglesia son, somos, los cristianos, aquellos santos y estos pecadores; aquel cura de Becedas y el padre García de Toledo, «buen sujeto para nuestro amigo», los arrieros y los regidores, el obispo de Ávila, don Álvaro de Mendoza, y el gobernador eclesiástico de Toledo, don Gómez Tello. Y sus carmelitas, y sus frailes, sus hijos. Y su «Senequita». Y fray Pedro de Alcántara, y el padre Gracián. Sobre todo el padre Gracián. Aunque al final la defraudará. No estuvo a la altura. Aciertos y errores. Antes, ahora y después. Así va peregrinando la esposa entre «las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios» (Ib). Somos hijos y tributarios del pasado, que ha acarreado a nuestra vida y cultura el aire que respiramos y del que vivimos, el terreno de reporte de todos los factores humanos que constituyen el humus sobre el que es el ser que somos, la civilización que ha llegado hasta nosotros, y hasta el pecado que se enraíza en nuestros genes y cromosomas biológicos, llega también hasta las fibras de nuestro espíritu. En la genealogía de Jesucristo hay nombres santos e ilustres: Abrahán, Isaac, Jacob, David, José, María… Pero causa sorpresa encontrar también mujeres tan poco ejemplares como Tamar, tramposa e incestuosa; Rahab, prostituta; Ruth, pagana; Betsabé, adúltera con el rey David y madre de Salomón. Si queremos conocer la realidad de la historia, hemos de conocer con madurez la verdad del devenir de la humanidad, aceptando el bien y el mal que han hecho, que hemos hecho los hombres, y admirar la generosidad y el amor de Dios, que quiso que Jesús descendiera a nuestro nivel y participara totalmente de la condición humana, con sus límites y sus debilidades y pecados, y que su Hijo entrara en el torbellino de las conductas de los hombres y que se viera sacudido por el huracán de las humanas pasiones, siendo «uno de tantos» para salvar a la humanidad desde dentro. Así también el nuevo Israel, la Iglesia. Y así, Teresa.
18 de noviembre de 1572
«Díjome Su Majestad: «No tengas miedo, hija, de que nadie pueda apartarte de Mí». Entonces se me representó por visión imaginaria, como otras veces, muy en lo interior, y me dio su mano derecha, y me dijo: «Mira este clavo, que es señal de que desde hoy serás mi esposa; de ahora en adelante, no sólo mirarás por mi honra como Creador y como Rey y tu Dios, sino como verdadera esposa mía: mi honra es ya tuya y la tuya mía»» (Relaciones 35). Como verdadera esposa de Cristo Teresa ha sido introducida en el misterio de la Redención, y, con el Redentor, y como Él, abarca la entera historia de la salvación. A nosotros nos cumple conocer a qué pueblo teológico pertenece Teresa, igual que conocemos la ciudad de Toledo donde su abuelo judaizó, y la ciudad de Ávila donde ella nació. Nos enriquece y nos gusta saber qué generaciones espirituales han precedido a Teresa; qué cultura y qué vida religiosa y cristiana ha llegado hasta su cuna espiritual, y en qué ambiente se va a desenvolver su misión de compadecer, restaurar, embellecer y hacer crecer a la esposa de su Esposo. Es evidente que no puede escapar de la ley común de todas las comunidades humanas la historia del pueblo de Dios. Como toda la historia de todos los pueblos ha tenido sus luces y sus sombras. Cuando llega Teresa a la palestra han transcurrido quince siglos y medio de cristianismo, algunos de llameante evangelio, otros con vibración menor, y algunos, desgraciadamente, lejos del camino de las bienaventuranzas.
Hasta llegar al siglo XVI, el suyo, y el más fecundo para el evangelio, la Iglesia, y la evolución de su doctrina y espiritualidad, han pasado por muy diversas vicisitudes y alternancias. Tras los Hechos de los Apóstoles, con el recuerdo del Esposo vivo todavía, la comunidad paleocristiana vivió con intensidad enamorada la fe, y se valoró la oración por encima de todas las actividades y de todos los ministerios. Quedaba aún la Tradición de los Apóstoles, que habían decidido abandonar la administración temporal, para dedicarse en plenitud «a la oración y al ministerio de la palabra» (He 6,4); y la oración de la palabra, y la palabra orada, y el testimonio de los Padres Apostólicos, mantenía fiel a la esposa de Cristo y la fecundaba para prepararla a enfrentarse a la lucha y al martirio. De los primeros cristianos decían los paganos que eran «hombres que oran». Y así vivió la Iglesia durante los tres primeros siglos, que quedaron, casi todos ellos, señalados con la sangre de los mártires. Primero Esteban, en Jerusalén. Después, Lorenzo, en Roma. Finalmente, Vicente en Valencia. Y con ellos ¡cuántos obispos y sacerdotes! Las hogueras vivas y las cruces sembraron el suelo del Imperio. A aquellos verdaderos soldados cristianos, incluso hombres laicos y mujeres, vírgenes adolescentes y, hasta niños, no les aterrorizaron ni los tormentos, ni los suplicios, porque estaban arraigados en la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las enseñanzas y con la vida del evangelio. «La sangre de los mártires, semilla de cristianos» (Tertuliano).
Al fin, la paz, y con la paz constantiniana, se inician cuatro siglos maravillosos que se extienden hasta el final del período carolingio y de nuestra cultura isidoriana, en los que la Iglesia, respaldada por el Imperio, intentó salvar la cultura, especialmente el Derecho Romano, como medio de civilización de los pueblos bárbaros, a fin de convertirlos en factores nuevos de progreso humano y poder sembrar el evangelio en aquellos surcos nuevos de aquellos hombres nuevos. Comenzó entonces a extenderse el estudio de la Palabra, y la reflexión teológica de los santos Padres invadió las inmensas bibliotecas con su sabia producción. Fueron tiempos desbordados de estudio, oración y predicación. Las obras de los Padres fueron una prolongada reflexión sobre la Palabra, y una escuela evangélica de oración, de kerigma y de estudio. «La fe proviene de la predicación; y la predicación por la palabra de Cristo» (Rom 10,17).
Consiguientemente, cuando después de los Padres, falló la predicación, se sucedieron unos siglos de decadencia, que prepararon la invasión musulmana en Hispania. Pero la lucha contra el invasor ejercitó a los cristianos, y a los mozárabes, para enfrentarse al Islam. Brotó de nuevo el estudio y la plegaria, en los pequeños reductos, y en la clandestinidad, hasta que en el siglo XII, se retornó al cultivo de las ciencias sagradas y a la oración, que determinará el apogeo del siglo XIII, que otra vez llena bibliotecas, engendra santos, edifica templos, escribe poemas y hace teología y oración en piedra con las catedrales e imágenes; en colores, con las pinturas y los códices miniados; en verso, con Gonzalo de Berceo, las Cantigas y la Divina Comedia.
Y otra vez la noche
Tras este insigne esplendor, sobreviene de nuevo la decadencia de los siglos XIV y XV en los que se produce un eclipse largo del evangelio de Jesús, de teología, de oración, de verdad y, por tanto, de vida evangélica. Occidente es invadido por la corrupción y desolado por las guerras. Los hombres no han podido vivir nunca largos tiempos en paz.
El siglo de oro
Y después de esta larga noche y oscura, comienza, ¡oh dichosa ventura! a despuntar de nuevo la aurora en el glorioso siglo XVI, justamente llamado «Siglo de Oro», en el que florecen las artes y renace la cultura. En Castilla se crean veinte universidades y hay veintitrés facultades de teología, en las que se explica la palabra de Dios y se escriben libros de piedad, de ascética y de mística. El renacimiento espiritual alcanza todos los niveles, mientras en Europa se desarrolla el Humanismo. Ha germinado un semillero y ha brotado un deseo generalizado de volver a las fuentes y a la interiorización del evangelio, porque la tentación constante siempre, y lo sabían ya bien los profetas del Antiguo Testamento, es la de convertir la religión en fenómeno externo, en ritualizado «rabinismo» no comprometedor de la vida. Algunas órdenes Religiosas, como la Franciscana y la del Carmen, habían recogido el clamor de la Reforma. En España, los Reyes Católicos, apoyados por los obispos Hernando de Talavera y Cisneros, tratan de implantar la Gran Reforma entre el clero y los religiosos. Fruto de esta inquietud brotan numerosos escritores de oración y de virtudes cristianas, como García Jiménez de Cisneros, primo del Cardenal, y Abad de Montserrat, con su Exercitatorio de la vida espiritual, en el que Ignacio de Loyola incubó sus Ejercicios. Escriben también Francisco de Osuna, Bernardino de Laredo, Alonso de Orozco, Francisco de Evia, fray Luis de Granada, san Pedro de Alcántara, Bartolomé Carranza, arzobispo de Toledo, y muchos más.
Todos ellos serán censurados por causa del erasmismo y alumbradismo y por el peligro de la herejía protestante. La herejía protestante, «Los luteranos de Francia». Teresa oyó hablar de sus desmanes cuando andaba en trance de fundación, y la van a espolear en su afán de mayor austeridad y santidad, que buscará para ella y para sus hijas, como medio de ayudar con mayor eficacia a la Iglesia, evitar que se extienda su rompimiento, extender el ejercicio de las virtudes cristianas y de la oración, según el modelo inflamado de aquellos hombres de Dios del Carmelo. Ella ha leído en la Institución de los primeros monjes, que su oración fue tan valiosa cual la de Elías, que en su lucha con los profetas de Baal, atrajo durante dos años la sequía, «Vive Yavé, Dios de Israel, que en estos dos años no habrá lluvia ni rocío, mientras yo no lo diga» y resucitó con su oración, al hijo de la viuda de Sarepta, y «postrado en tierra en la cima del Carmelo, hizo caer una lluvia abundante» (1Re 17).
La Institución de los primeros monjes era considerada por los carmelitas del siglo XVI como la regla antigua, resultando así históricamente la fuente primitiva, aunque jurídicamente lo era y lo es la Regla albertina, como escribe Efrén en Tiempo y Vida. «Lo que leía santa Teresa era, sin embargo, una doctrina espiritual con estructuras de historia legendaria. Aquellas afirmaciones no resisten hoy a la crítica documental. Pero tienen valor de medio para inocular la vinculación a la Madre de Dios y al profeta Elías» (Ib). En la historia de la Iglesia era necesaria esta mujer. Si ella no hubiera sido fiel a su Dios, en la Iglesia habría un vacío enorme cuyas consecuencias y frutos, aunque en su mayor parte son y serán desconocidos, porque están en el misterio escondido con Cristo en Dios (Col 3,3), serían trascendentales. Pero fue fiel y está ahí, sirviendo a su Esposo y a la esposa de Cristo, enamorada de los dos hasta morir de amor por ambos: «Al fin, Señor, soy hija de la Iglesia».
La escritora
La formación de Teresa como escritora viene de lejos. Nadie podía pensar que cuando devoraba libro tras libro de caballerías gastando «muchas horas del día y de la noche, y se apasionaba y se embebía tanto, que si no tenía libro nuevo no estaba contenta», en aquellas lecturas estaba comenzando a germinar el rosal de la escritora, que se inició en el arte de escribir esbozando junto con su hermano Rodrigo, su confidente, su propio libro de aventuras. No cabe duda que estas lecturas le proporcionaban cultura y lenguaje, pero también la iban introduciendo en el conocimiento de las diversas reacciones del corazón humano, lo que contribuyó a dotarla de buenas dosis de psicología. Su enorme capacidad asimilativa depositó en el subconsciente el arte de escribir que, madurado por las lecturas de adulta, espirituales, densas y cerebrales, ha sabido después utilizar genialmente, sin seguir demasiadas reglas gramaticales, que desconocía, pero que han poblado sus escritos de narraciones ágiles y vivas, llenas de imágenes expresadas con brillantez y saturadas de profunda introspección. Del estilo novelesco de sus lecturas le ha quedado la técnica del relato, y de los diferentes caracteres y reacciones femeninas y masculinas en el tema del amor, su psicologismo.
Esto en la forma, y en el fondo igualmente ha sabido coordinar la densidad del concepto de sus lecturas serias y trascendentes, con la agilidad y la frescura de las imaginativas y líricas que devoró, creando un estilo propio en el que se engarza la solidez del concepto con la galanura de la narrativa, como afirma Menéndez Pidal: «Aunque Teresa fue toda su vida voraz lectora de los doctos libros religiosos, no sigue el estilo de ninguno de ellos. La austera espontaneidad de la santa es hondamente artística. Aunque quiso evitar toda gala en el escribir, es una brillante escritora de imágenes».
Mujer escogida y trabajada exquisitamente por Dios, Quien quedó tan satisfecho de su obra que le dijo un día: «Si no hubiera criado el cielo, por ti sola lo criara». Afortunadamente hoy podemos conocer los caminos por donde anduvo su alma privilegiada, porque en los libros que escribió, nos la dejó esculpida. Donosa y clásica escritora. Teresa es un clásico. Puede mirarse la obra de santa Teresa como obra literaria, que lo es. Otro clásico, fray Luis de León escribió: «En la alteza de las cosas que trata y en la delicadeza y claridad con que las trata, excede a muchos ingenios; y en la forma del decir y en la pureza y facilidad del estilo y en la gracia y buena compostura de las palabras y en una elegancia desafeitada que deleita en extremo, dudo yo que haya en nuestra lengua escritura que con sus libros se iguale» (Carta prólogo en la edición príncipe, 1588). Pero lo principal de la obra de santa Teresa no es su calidad literaria, que la tiene, sino su contenido doctrinal. A la verdad ella no hubiera escrito una sola página por hacer literatura. Escribió para darse interiormente a conocer a sus confesores, para complacer a sus hijas que solicitaban su magisterio, y para obedecer a quienes se lo mandaban. Hubo siempre alguien que le mandó escribir: El padre García de Toledo, Francisco Soto y Salazar, Domingo Báñez, Ripalda, el «Vidriero», el padre Gracián y el doctor Velázquez.
Patrona de los escritores españoles y doctora de la Iglesia universal.
Fue declarada en 1965 por Pablo VI Patrona de los escritores españoles. Ellos han reconocido su calidad y su mérito.
Azorín ha dejado escrito un testimonio sobresaliente de la Vida: del que dice que es el libro más hondo, más denso, más penetrante que existe en ninguna literatura europea. A su lado, los más agudos analistas del yo, son niños inexpertos. Y eso que no ha puesto en este libro sino un poquito de su espíritu. Pero todo en esas páginas, sin formas del mundo exterior, sin color, sin exterioridades, todo puro, todo denso, escueto, es de un dramatismo, de un interés, de una ansiedad trágicos.
Ha escrito Gerardo Diego que Teresa escribe como es; es ella escribiendo, y como la habita Dios es Él quien escribe por ella y es Él el que pone el brillo a todas las calidades humanas con que la había enriquecido.
También Marañón la ensalza: «Toda su vida está escrita en cada línea que escribió. Por extraño que le sea el tema tratado, deja girones de personalidad, como deja copos de lana el corderón entre las zarzas. Este arte inconsciente de transparentar la vida del autor en todo lo que escribe, es una de las notas más auténticas de la superioridad de un escritor».
«No se ha podido escribir mejor, porque tampoco se ha podido vivir existencia mejor, toda entendimiento y voluntad abierta» dice Emilia Pardo Bazán.
Gestación de su primer libro: su «Vida»
Cuando empezó a ser invadida por las mercedes de Dios en la oración, se apresuró a pedir consejo y a desvelar su alma a sus consejeros —algunos ya citados—, y se encontró bloqueada al intentar manifestar lo que ocurría en su alma, el misterio. ¿Cómo podrá decir su vida, su alma henchida de Dios? Una cosa es vivir, experimentar; otra decir lo inefable. Y aún no se le ha dado este carisma. Forcejea. Ha leído la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo y se ha visto reflejada allí, al pie de la letra. Subrayó los pasajes con que él describe lo que a ella le ocurre y entregó el libro a sus consejeros. Esta narración tan original de su vida, la relación escrita dirigida al padre Pedro Ibáñez y las diversas Cuentas de conciencia, constituyen el embrión del libro de la Vida, que, por mandato del padre García de Toledo, terminó de escribir en junio de 1562, cuando ya gozaba del carisma de efabilidad.
Teresa escribe «como quien tiene un dechado delante, del que está sacando aquella labor». Le dictan. «Es así que, cuando comencé esta última agua a escribir, me parecía más imposible saber tratar estas cosas que hablar en griego, así de difícil es. Así pues, lo dejé y me fui a comulgar. Bendito sea el Señor que así favorece a los ignorantes. ¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes! Iluminó Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y otras inspirándome cómo lo había de decir, que parece que Su Majestad quiere decir lo que yo no puedo ni sé. Esto que digo es entera verdad, y así lo bueno que diga es doctrina suya, lo malo, del piélago de los males que soy yo». Por eso fray Luis de León no duda que «hablaba el Espíritu Santo en ella en muchos lugares y que le regía la pluma y la mano».
Instrumento racional al servicio de Dios
A veces le inspiraban, pero ordinariamente ella ponía el instrumento adiestrado y afinado por sus copiosas lecturas, entre las que se incluyen las Confesiones de san Agustín, cuyo estilo de diálogo con Dios adopta muchas veces. Hemos visto antes que había leído mucho. Y lo había poderosamente asimilado. Había leído de todo, pero fundamentalmente libros buenos. «Diome la vida haber quedado amiga de buenos libros». Cuando termina de escribir el libro de su Vida tiene cuarenta años. Su personalidad está granada, en plenitud de madurez vital, biológica, humana con la riqueza de sus variadísimas vivencias, y siempre en búsqueda de que le garanticen sus experiencias, todavía reescribe su libro, su «alma», obedeciendo a Francisco de Soto y Salazar, que será después obispo de Salamanca, para enviarlo al padre Juan de Ávila, el más prestigiado criterio de Andalucía, quien «si aceptó leerlo fue, no por pensar que él fuera suficiente para juzgarlo, sino por aprovecharse de su doctrina con la que se ha consolado y podría edificarse con ella». Teresa, a su vez, descansó y se consoló con el dictamen de Ávila, seis años después de la primera redacción, y en vísperas de inaugurar la reforma de los frailes en Duruelo con san Juan de la Cruz y el padre Antonio de Jesús, el de Requena.
«Camino de perfección» su segundo libro
Creado ya el primer monasterio en Ávila vencidas enormes dificultades, escrito el Libro de la Vida, pero embargado por su confesor, el padre García de Toledo, habiendo recibido el consejo del padre Báñez de que escribiera otro libro, e importunada por sus hijas, que necesitaban tener a mano y por escrito su entrañable magisterio oral, y conocedora del deseo de Báñez, toma de nuevo la pluma y, de una manera sencilla y familiar, escribe unos avisos, que con el tiempo llegarán a ser titulados Camino de perfección. Murió con el deseo de verlo editado. Un año tardó en editarlo don Teutonio de Braganza, obispo de Évora, pues lo consiguió en 1583, muerta ya la Santa. El padre Gracián lo editó en Salamanca en 1585, y san Juan de Ribera en Valencia en 1587. En 1588, fray Luis de León, después de desenmarañar la madeja del castigado códice de Toledo, lo editará en Salamanca. Aparte de su excelente doctrina, su trazado didáctico es una maravilla de construcción y de amenidad, de sabiduría y de inaudita pedagogía femenina, programático y práctico para enseñar deleitando cómo llegar a la perfección. Y por añadidura encontramos en él una fuente valiosa de información sobre la situación del cristianismo, y de la vida religiosa y de determinadas actitudes sociales de su tiempo.
Queriendo con todas sus fuerzas ayudar a sus dos apasionados amores, a la esposa de Cristo, y «a este Señor mío que tan apretado le traen», por la limitación de los condicionamientos eclesiales y sociológicos de la época, que margina y subestima a la mujer, cuyos derechos Teresa subliminalmente reivindica, se entregará ella y dedicará a sus monjas a la oración, con lo que, sin ruido, alcanzaba la entraña del problema. Y ese es el tema nuclear de Camino de perfección: la oración como causa transformadora de los orantes, y el ejercicio de las virtudes evangélicas que los hagan capaces de poder llegar a la «fuente del agua viva», que, para ella, es la oración perfecta, la contemplación, para ser eficaces con sus plegarias. Pues, aunque Dios escucha toda oración, de oración a oración va mucho. Camino, además, a la vez que es un tratado de oración, es también una práctica de oración teresiana, pues en casi todos los puntos doctrinales intercala conversaciones con el Señor, efusiones afectuosas, peticiones ardientes, alabanzas, acciones de gracias, en comunión con el lector.
También podría llamarse el libro Camino de santidad, con mayor acento actual de iniciativa divina. Su experiencia propia de orante y de cristiana, las confidencias de sus hijas, la observación de sus años en la Encarnación, la asimilación de la lectio divina durante sus veintisiete años de monja y, sobre todo, la inspiración de Dios, que otorga sus luces a quienes Él confía una misión eclesial, son las fuentes de este libro, fundamental para vivir el hecho cristiano, y clásico en la literatura universal. Que se haya escrito a ratos, con muchas, y a veces largas interrupciones, y sin echar mano a libros de consulta, no le resta mérito, al contrario, lo hace más vivo y dinámico.
La palabra de Dios en sus obras
Como todas sus obras, también Camino está muy enraizado y respaldado en la palabra de Dios, pues aunque su lectura no fue directa, sino a través del Breviario, de devocionarios al uso y de las perícopas de epístolas y evangelios dominicales que pudo leer en la biblioteca de la Encarnación en la traducción de fray Ambrosio Montesino, está muy presente la Sagrada Escritura en la obra escrita de la autora. Pocas veces cita explícitamente, pero existe un río subterráneo en su espíritu que alimenta abundosamente sus imágenes y sus frases; lo que coincide con su experiencia mística que también es Palabra, aunque privada, que no desmiente la Palabra pública, y que es una manera fruitiva profunda de conocer en vivo la Palabra. Ofrecen también un influjo notable de divina Escritura los Morales o Comentarios del Libro de Job, de san Gregorio Magno, que ella había leído y asimilado. Hasta su modo de concebir la oración y de dirigirse a Dios en el diálogo, trae remembranzas de los diálogos de Job con Dios.
En la laboriosa elaboración de Camino, he procurado localizar todos los datos revelados, explícitos unas veces, implícitos las más, y esto con intencionalidad doble, la de dejar más asegurada, aunque no lo necesita, la doctrina de la mística Doctora poniendo de relieve sus raíces, y la de hacerla más actual, porque destacando lo mucho que ella amó la Palabra, se aprecia cómo se anticipa a las orientaciones del concilio Vaticano II enaltecedoras y estimulantes de la lectura de la Sagrada Escritura: Así dice la Dei verbum: «Es necesario que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura y se rija por ella. Porque en los sagrados libros, el Padre que está en los cielos, se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos; y es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe de sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual. Pues la palabra de Dios es tan viva y eficaz (Heb 4,12), que puede edificar y dar la herencia a todos los que han sido santificados» (He 20,32) (21).
Al fin, muero hija de la Iglesia
«Ya es tiempo de caminar. ¡Vamos muy enhorabuena!» Maltrecha y agotada, obediente a sus superiores, que eran sus hijos, hasta la muerte. Así tenía que ser. En Alba de Tormes a donde la conduce, medio muerta, la obediencia al padre Antonio de Jesús, provincial de Castilla, se paró aquel corazón consumido de amor a Cristo y a la Iglesia, los dos, el único amor de esta mujer excepcional. «Al fin, muero hija de la Iglesia». Fueron sus últimas palabras, y en ellas va encerrado todo el secreto de su vida: el deseo de servir a la Iglesia, «ayudar lo que pudiera a este Señor mío, que tan apretado le traen», y el temor de que la Iglesia no permitiera que ella la ayudara e impidiera el desarrollo de su carisma; que no la quisiera mantener en sus entrañas maternales, que pudo haber ocurrido, y no fue fácil que no ocurriera, pues los «tiempos eran recios».
Influencia de sus obras
Por sus escritos ha podido Teresa extender su magisterio, incluso extramuros de la Iglesia Católica. Con sus páginas ha llegado hasta la judía, hoy, gracias a ella, Beata Edith Stein que, en 1921 leyó de un tirón su Vida y encontró la verdad. Ha alcanzado también al patriarca ortodoxo Atenágoras, al primado anglicano Ramsey, y a los también anglicanos Allison Peers, y Trueman Dicken, autor éste de Crisol del amor, un estudio profundo sobre los libros de Teresa y de su compañero san Juan de la Cruz. Y la que en Camino se lamentó del crecimiento de la desventurada secta de los «luteranos», con sus libros ha inspirado en algunos temas, al filósofo protestante Leibniz, y ha conseguido que el también luterano Ernst Schering haya escrito la obra Mística y realidad, basada en las experiencias místicas de ella. Otro luterano, Roger Schutz, ferviente admirador, ha escrito de ella: «Santa Teresa de Jesús compraba, discutía de negocios, escribía, y vivía al mismo tiempo, en su vida profunda, en la intimidad con Dios. Por algo esta mujer ha sido siempre un ejemplo clásico de contemplativo». Lo dice él, que ha fundado Taizé, según el ideal contemplativo.
Camino de perfección nos descubre la entraña de una extraordinaria mujer, y de una madre universal, sublimemente divina y tiernamente humana, con la garantía de leer doctrina de la Iglesia que por boca de Pablo VI ha proclamado a santa Teresa «doctora» el 27 de septiembre de 1970. La primera doctora de la Iglesia.
1. De Teresa de Cepeda y Ahumada a Teresa de Jesús
Singular trayectoria. Dios buscó a Teresa, Teresa buscó a Dios y los dos se encontraron; pero la aventura, que terminó con su muerte en el seno de la Iglesia «¡al fin, muero hija de la Iglesia!», duró casi sesenta años.
¡Cuánto amó a la Iglesia! ¡Cuánto trabajó por ella! ¡Cómo le dolió su rompimiento en dos mitades por los «luteranos de Francia»! ¡Hasta dónde la laceró conocer por fray Alonso Maldonado, «las muchas almas que por las Indias se pierden»! Tenia que hacer algo, tenía que aportar su colaboración, su esfuerzo, su imaginación creativa, pero «como se vió mujer y ruin», sólo podrá aportar su oración, su organización, su dolor, su carisma, en fin.
Su oración, y recorrerá el camino a solas y sin maestro hasta que el Maestro le dé «libro vivo». Su organización, y levantará dieciocho monasterios «sin una blanca». Su dolor, y se verá plagada de enfermedades, de Vida fecunda la suya. Desde que siendo niña se reunía con su hermano Rodrigo para leer vidas de santos y repetir muchas veces ¡para siempre, siempre, siempre! y se escape con él a tierra de moros a que los «descabezasen por Cristo», y decidan ser ermitaños, y construya con piedrecitas pequeños monasterios jugando con sus amiguitas como «que éramos monjas», y a los trece años acuda a la Virgen de la Caridad a decirle que se le ha muerto su madre y que lo sea ella ahora, lo «que le ha valido», y con la lectura de los libros de caballerías haya perdido el fervor de cuando niña, y los flirteos con sus primos que estuvieron a punto de tronchar su vocación…, hasta que la alcanzó la muerte: «Ven, muerte, tan escondida», en Alba de Tormes, ¡qué peripecia tan singular e insólita, qué andadura tan rica y polifacética, qué maternidad tan prolífica y qué acción tan estimulante! Doña María de Briceño, en Nuestra Señora de Gracia, restaurará las heridas de la avidez de sus lecturas, y la afectividad lastimada por sus primos, criadas y parientas, y curará su tibieza que la hacía «enemiguísima del monjío».Una enfermedad la saca del monasterio de las Agustinas, donde se había hecho querer, como en todas partes siempre.
Tuvo tino la Briceña para desadormecer a Teresa que ya desde entonces comienza a reflexionar en serio en qué estado servirá a Dios.
La visita en Hortigosa de su tío don Pedro de Cepeda, virtuoso y amigo de buenos libros, enriquece el afán de la lectora y cambia el rumbo de sus temas. El tío quiere que le lea a él, y ella, por darle gusto, le lee, y la fuerza de la lectura y la conversación ablandan el barbecho, hacen que se vaya encontrando a sí misma y empiece a recordar la
Monja carmelita en la Encarnación de Avila. Entró en la Encarnación. El empeño que puso en la lucha la enfermó, y la llevaron a curarse a Becedas, donde casi la mataron, cuando andaba ya por las quintas moradas, introducida por Francisco de Osuna a través de su Tercer abecedario, regalo de su tío el de Hortigosa. Curada, deviene el milagro de san José y se convierte en la monja fina, pálida y delicada,de palabra fácil, porte gentil personalidad seductora, que atrae las simpatías, las visita y las limosnas al monasterio pobre. Retroceso y recuperación. Mal aconsejada, cede a su natural y, «de pasatiempo en pasatiempo, de vanidad en vanidad, de ocasión en ocasión», pierde el fervor y casi su vocación de orante. Deja la oración porque tiene vergüenza de manifestándole el desagrado que le producen aquellas amistades y sus charlas en el locutorio que la desangraban. La desinteriorizaban.
Siguen diez años de mediocridad, de chalaneo entre Dios y el mundo. «Pasaba una vida trabajosísima». Sufre en la oración, porque no es fiel: No es lo mismo profesar como monja en un monasterio que penetrar en el misterio de Dios, dejarse quemar en su fuego y permanecer con docilidad en su nube asomada al abismo. Lo primero se puede hacer desde una vida ramplona y vulgar. lo segundo exige una inmensa y dolorosa purificación, devoradora de la mujer vieja. Doña Teresa vivió como monja mediocre casi veinte años. A punto de cumplir los cuarenta la va a tomar Dios por su cuenta, porque la tiene elegida para maestra de la Iglesia de su tiempo, sacudida por el vendaval de la polémica en torno a la oración, cuando además no se aprovechaba la fuerza de la mujer. Corriente antioracionista y antifeminista que Teresa está llamada a corregir y a orientar, como maestra segura de oración y de vida cristiana, de su tiempo y de todos los tiempos. Y, como el mejor médico suele ser el que padeció la enfermedad que ha de curar, la Providencia dispuso que Teresa aprendiera a orar sola, por no haber tenido maestros: «yo no hallé maestro, aunque lo busqué, en veinte años». Tropezando, abandonando, recomenzando, perseverando, saldrá maestra de oración. Veinte años de oración a secas, dura, ascética, «cuando sacaba una gota de agua se sentía feliz», para poder después, desde su experiencia, enseñar a sacar agua del pozo para regar la huerta.
Dios seguía acosando, pero ¡alerta!, que Su Majestad le está preparando la emboscada.
El ultimátum
En esta guerra interior de fluctuaciones y titubeos, en este caer y levantarse, a Dios ya le corre prisa, y dirige un ultimátum a Teresa: la vista de la imagen de un pequeño «Cristo muy llagado» la sobresaltó de forma tal que decide, «con grandísimo derramamiento de lágrimas, no levantarse de cabe sus plantas hasta que no hiciese lo que le suplicaba: la fortaleciese ya de una vez para no ofenderle». La lectura de las Confesiones de san Agustín hincarán más el arpón:
La conversión
El capítulo nueve de la Vida, en que narra su conversión definitiva, es considerado como el punto clave en la vida de Teresa. Ha pasado ya el ecuador de su vida. Tiene 39 años. Le quedan 27 de vida y muchas cosas por hacer. Los planes de Dios sobre ella son de gran vuelo. Ya es hora de intervenir. Y va a intervenir.
Vida mística habitual
Los atisbos de quinta morada en Castellanos de la Cañada de hace quince años, cuando sólo tenía veinticuatro, al rescoldo de la lectura del Tercer abecedario, que nos ofrece el embrión de su carisma al convertir al sacerdote de Becedas, se van a hacer habituales y la van a instalar en creciente vida mística. Veamos por qué. Ante el alud de las mercedes, Teresa acude a sus consejeros: Francisco de Salcedo y Gaspar Daza. Escuchan sin entender; escapaba a sus esquemas aquella monja tan desenvuelta y tan enriquecida de Dios, y diagnostican que su espíritu es diabólico. Terrible tortura para Teresa que no hace más que llorar. «Fue grande mi aflicción y lágrimas». La incompetencia y tozudez de aquellos cortos e intransigentes directores obligó a Teresa a someter su conciencia a unos y a otros y su caso pasó de mano en mano discutido; lo que le ocasionó un martirio atroz. Desposorio místico. Un poco y llegarán Diego de Cetina que, aunque joven, la apacigua, y Francisco de Borja y el padre Juan de Prádanos, gloria a Dios, que aciertan. A este ultimo le cabe el mérito de que, bajo su dirección, alcance Teresa el desposorio místico, que ella encuadra en su Sexta Morada. Teresa oye la voz: «Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles». La gracia que sana. En este momento ha comenzado una nueva vida para Teresa. El Señor ha estado grande con ella. No olvidemos que la grandeza es del Señor, que socorre la debilidad de Teresa. Se puede mirar el privilegio como mérito del privilegiado, y es todo lo contrario; se privilegia la flaqueza que necesita ser ayudada, restañada, curada, para poder cumplir los designios del autor de los regalos. Dios la quería más interior. Si su psicología y sus contradicciones interiores son un obstáculo, El la sanará y las armonizará. Es creada la mujer nueva. Paladinamente lo confiesa Teresa en el capítulo veintitrés: «De aquí en adelante es otro libro nuevo, quiero decir otra vida nueva. La de hasta aquí era mía, ésta es de Dios que vive en mí».
Teresa estrena vida nueva
Tras los forcejeos de ella, sus vacilaciones y mediocridad, Dios se enseñorea de su timón, porque la necesita transfigurada, transformada, recreada. Ha muerto ya el gusano de mal olor y ha nacido la mariposa, «la mariposita blanca». Lo que Teresa no pudo conseguir en tantos años, lo logra Dios con su gracia en un instante.
Catarata de carismas
Siguen las gracias místicas esplendorosamente, dolorosamente, eficazmente: visiones intelectuales de Cristo, Teresa está bien preparada; fogueada por Dios, puede ya «repartir la fruta»; dará la talla, cruzará Castilla cabalgando a lomos de mula o en carreta, atravesará la nevada sierra de Guadarrama en crueles invernadas, llegará hasta Andalucía y estará a punto de perecer ahogada en el difícil paso de una torrentera burgalesa. Camina ya dentro de la morada del Rey y su presencia y su actividad es la de Dios. Se eclipsó su luz en Alba. «Ya es tiempo de caminar. ¡Vayamos muy enhorabuena!» Maltrecha y agotada, rezumando Dios por todos sus poros, humanísima y celestial, soñadora y realista -equilibrada-, inteligentísima y práctica, decidida y trabajadora infatigable, haciéndose presente en toda Castilla y Andalucía con sus cartas, tan humanas y afectuosas, preocupada, tanto por las necesidades más ordinarias de la vida, como por el vuelo de sus corresponsales, y obediente a sus superiores, que eran sus hijos, hasta la muerte- Así tenía que ser. En Alba de Tormes a donde la conduce, medio muerta, la obediencia al padre Antonio de Jesús, provincial de Castilla, se paró aquel corazón singular cansado de tanto amar, agotado y consumido de amor teologal: «Al fin, muero hija de la Iglesia». Fueron sus últimas palabras, y en ellas ve encerrado todo el secreto de su vida: el deseo de servir a la Iglesia, «ayudar lo que pudiera a este Señor mío, que tan apretado le traen», y el temor de que la Iglesia no permitiera que ella la ayudara e impidiera el desarrollo de su carisma; que no la mantuviera en sus entrañas maternales, que pudo haber ocurrido, y no fue fácil que no ocurriera.
Gestación del libro de la Vida
Pero nos interesa saber cuándo empieza a escribir. Concretamente este libro de su Vida. Cuando comenzó a pedir consejo y a abrir su alma a sus consejeros -algunos ya citados-, se encontró trabada al querer manifestar lo que ocurría en su alma, el misterio. ¿Cómo podrá explicar su vida, su alma henchida de Dios? Una cosa es vivir, experimentar; otra decir lo inefable. Y aun no se le ha dado este carisma. Forcejea. Ha leído la Subida del Monte Sión de Bernardino de Laredo y se ha visto reflejada allí, al pie de la letra. Subrayó los pasajes con que él describe lo que a ella le ocurre y entregó el libro a sus consejeros. El embrión de «Vida». Esta narración tan original de su vida, la relación escrita dirigida al padre Pedro Ibáñez y las diversas Cuentas de conciencia, constituyen el embrión del libro de la Vida, que, por mandato del padre García de Toledo, terminó de escribir en junio de 1562, cuando ya gozaba del carisma de poder decir lo inefable. Le dictan. Escribe ella, pero «como quien tiene un dechado delante, del que está sacando aquella labor». Le dictan. «Es así que, cuando comencé esta ultima agua a escribir, me parecía más imposible saber tratar estas cosas que hablar en griego, así de difícil es. Así pues, lo dejé y me fui a comulgar. Bendito sea el Señor que así favorece a los ignorantes. ¡Oh virtud de obedecer, que todo lo puedes! Iluminó Dios mi entendimiento, unas veces con palabras y otras inspirándome cómo lo había de decir, que parece que Su Majestad quiere decir lo que yo no puedo ni sé. Esto que digo es entera verdad, y así lo bueno que diga es doctrina suya, lo malo, del piélago de los males que soy yo». Por eso fray Luis de León no duda que Genial comunicadora. Teresa sabia hablar, era una gran comunicadora. También sabía escribir. Aunque apenas conocía la gramática ni las reglas de sintaxis, ha sido capaz de conseguir un estilo lleno de fuerza que, con imágenes vigorosas, narración vivaz en los relatos y pinceladas coloristas, pone en pie al lector. Ahí brilla su genio mejor. Esto en la forma, y en el fondo, la interior introspección, resultado de su rica y poderosa personalidad y del conocimiento de las reacciones psicológicas que asimiló en sus lecturas de
En busca de lectores
Ha escrito Julián Marías refiriéndose a san Juan de la Cruz, que el autor, por muy santo que sea, prefiere tener lectores más que estudiosos. Debemos dilatar la audiencia selecta de Teresa en estos Se comprende, sólo con asomarnos a aquel ambiente, que Teresa tuviera dificultades, y no sólo las sociales. En una atmósfera, no sólo poco propicia, sino hostil, cuando sólo el pensamiento de buscar la interioridad era peligroso (se temía el erasmismo y el alumbradismo), Teresa se abre camino y ofrece con contundencia el mensaje de aquel momento, para aquel momento. Y en medio de la tormenta se abrió camino, ¡y qué camino! Creo que no hay en toda la historia de la Iglesia un panegirista de la oración más caracterizado, elocuente y persuasivo que Teresa en obras y en palabras. Fue su gran divina intuición.Hemos vivido unos años de verdadera algarabía en torno a la oración. Y no sólo en la Iglesia Católica sino también en las separadas. Sobre la oración primero fue el silencio. Después la calumnia. Luego la omisión. Y ahora que se habla más de ella, creo que se habla más que se ejerce. Mientras avanza el desierto.
Con la teología radical de la muerte de Dios, no había posibilidad de diálogo con un Dios muerto. Con la crisis y falta de fe, Dios no interesaba al hombre. La autonomía del hombre descartaba el trato con el Ser trascendente. Más, se le consideraba rival y amenazante. Estorbo para el desarrollo humano.Con la secularización y la desacralización, el trato con Dios era una forma alienante de la personalidad. Le escasa coherencia de los orantes profesionales, daba origen a acusar a la oración de evasión y desencarnación de la vida. En esta situación, como en la suya, no más fácil, ni menos difícil, Teresa alza la voz y nos dice: «que nadie tomó a Dios por amigo que no se lo pagase». Y se pregunta: ¿Por qué no hacen oración? La oración es importantísima, pero no lo es todo. El primado es del amor, pero sin oración el huerto no produce flores, es decir, ni amor ni valores humanos, ni virtudes evangélicas, y las bienaventuranzas sin ella yacen marchitas, heladas: «Que para esto es la oración, para que nazcan siempre obras, obras, obras», que en el pensamiento de la maestra equivalen a virtudes.
La Primera fuente de información de Santa Teresa, es la humana. Sorprende al estudioso de santa Teresa la abundancia de doctrina que encuentra en sus obras, más si se tiene en cuenta el ambiente cultural de su época, en el que la mujer tenía la puerta cerrada a las letras. Aún así, Teresa conoce toda la teología católica. Es más. No quiere oración que no vaya fundamentada en doctrina sólida: «de devociones a bobas nos libre Dios». Es verdad que ella tiene varias fuentes de información y de formación. A la humana, y a ésta me refiero ahora, ha accedido por via de lectura personal y por la escucha, también individual y personal, de los mejores teólogos de su tiempo: «Yo he tratado a muchos, pues los he buscado y siempre fuí amiga de ellos»: Domingo Báñez, el Padre Ibáñez, García de Toledo, y un largo etcétera, a quienes ella consultó, escuchó y cuya enseñanza asimiló, de qué manera… ¡Cuánta gratitud rebosa ella, tan agradecida, a «estos hombres que nos enseñan a los que sabemos poco y nos dan luz y nos enseñan a entender las verdades de la Sagrada Escritura»! «Había de ser muy continua nuestra oración por estos que nos dan luz».
Necesidad de testigos hoy. «En un mundo secularizado las huellas de Dios se van borrando y por este motivo la concentración en el Dios Trino como origen y base firme de nuestra vida y de todo el mundo constituye la tarea más urgente», ha dicho Juan Pablo II a un grupo de profesores de Teología. Estas palabras nos ha afianzado más en la idea de que Santa Teresa de Jesús puede aportar al mundo eso que urgentemente necesita y precisa que se lo digan más que los maestros, los testigos, y testigo es ella que se ha visto inmersa experimentalmente en la inmensidad de la vida trinitaria.
La segunda fuente de información de Santa Teresa: la divina. Enseña Santo Tomás que la tarea del teólogo al servicio de la doctrina sobre Dios constituye un acto de amor al hombre (II-II, 181 a 3 c; 182, a 2, c; I, 1 a 7 c). Santa Teresa demuestra su amor al hombre aún hoy iluminándonos con sus palabras el misterio, para lo cual la ha capacitado la segunda y más misteriosa y privilegiada fuente de información de que ha sido dotada, la divina, que le ha llegado de arriba. «Muchas cosas que aquí escribo, no son de mi cabeza, sino que me las decía mi Maestro celestial» (Vida 39, 8). Enseñada por el Maestro que fue «su libro vivo» y subida a la atalaya de la oración «donde se aprenden verdades», sumergida en el misterio de Dios, «vio lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el corazón sintió» (1 Cor 2, 9). Por eso es imposible no sentirse invadidos y como sacudidos por una oleada de firmeza en la fe ante la experiencia teresiana del misterio de la Trinidad, de Cristo, de la Eucaristía, de la gracia y del pecado, de la vida celeste, de la terrible realidad del infierno, de la visión de la creación según los designios del Creador y, en suma, de todas las verdades mistéricas.
Ante la presencia tan impresionante reflejada por las palabras candentes de la Doctora Mística, ¿cómo no ver la evidencia del amor de Teresa a los hombres al abrirles su corazón henchido de amor de Dios?. En ella se realizan las palabras de Santo Tomás que refrendan el acto de amor al hombre del teólogo. Y sobre todo del místico. Por eso he querido poner a Santa Teresa en contacto con Santo Tomás, a la Doctora Mística con el Doctor Angélico y Místico también. Situar a Santa Teresa en la línea del pensamiento de Santo Tomás, con el esquema de la Suma dejándole una acomodada organización que le aporte ordenación, claridad y sistematización, siendo Santo Tomás y Santa Teresa diferentísimos, pues aquél es la razón y el orden y la serenidad intelectua y ésta, el ímpetu del espíritu y la espontaneidad de la intuición maternal. ¡Siendo tan distintos, los dos uncidos al mismo yugo pueden abrir surcos profundamente divinos! Unidos no por su semejanza, sino por su complementariedad. Anduvo siempre Teresa en busca de teólogos que le autenticasen su espíritu, y antes de conquistar para su reforma a san Juan de la Cruz, encontró en Avila a Domingo Báñez, célebre comentarista de santo Tomás, que sería profesor en Alcalá, Valladolid y Salamanca, y que, sin duda, no sólo fue su confesor durante seis años, sino también su formador y maestro. No le viene extraña pues, la Suma Teológica de santo Tomás a Teresa, integrada en esa escuela encabezada por el Maestro Báñez, y continuada por otros, si no tan famosos, como los padres Ibáñez y García de Toledo, también dominicos. San Juan de la Cruz tomista también. Después vendrá san Juan de la Cruz, su «Senequita», «no he hallado en toda Castilla otro como él…, porque es de grandes experiencias y letras» (Cta 282), y éste se ha formado en teología con los dominicos también, en Salamanca. El es quien redujo científica y orgánicamente el cuerpo de doctrina de la fundadora, cimentando sobre los sólidos principios de la teología tomista, las enseñanzas de la vida de perfección a la que ella conducía a sus hijas. Los escritos de la Santa no tienen forma científica. Están llenos de intuiciones profundas, pero carecen de desarrollo sistemático. Suplirá san Juan de la Cruz esta carencia. Mientras ella afirma por intuición, él explicará y razonará y argumentará los caminos de la intimidad con Dios. Pero el mismo santo Doctor confiesa, que él «no trata en sus obras de virtudes y sus hábitos y ejercicio, y el de las obras de misericordia, y la guarda de la ley de Dios». No era ese su campo.
Pervivencia de Santo Tomás de Aquino
La Suma Teológica, Carta magna de la Teología Católica. Fue el Angélico entre los teólogos del siglo XIII, el gran adalid del progreso. La teología tradicional, heredada del siglo XII y codificada en el libro de las Sentencias de Pedro Lombardo, era hostil al uso de la razón en la explicación de los dogmas y se limitaba a coleccionar y ordenar los argumentos de los Padres, especialmente del mayor de todos, San Agustín. Los excesos de Roscelín, de Gilberto de la Porrée y de Abelardo les habían prevenido contra el uso de la Dialéctica, que consideraban como una especie de racionalismo y la sustituían por un misticismo piadoso y contemplativo, derivado de San Bernardo y cultivado con brillantez por Ricardo y por Hugo de San Víctor. Los teólogos por un lado, y los filósofos, abusando de la autoridad de Aristóteles con sus adherencias árabes y judías por otro, abrían cada vez más hondo el foso que iba separando y oponiendo la Teología a la Filosofía, por no tener la perspicacia para descubrir, como ocurre también hoy, que no hay contradicción entre la Teología y las ciencias humanas, sino diferentes metodologías. Y, como afirma Pablo VI: «la separación entre el Evangelio y la cultura es un caso dañino de nuestro tiempo como lo fué en otras épocas» (EN 20). Por eso llegó a tiempo San Alberto Magno para advertir la necesidad de revisar las mútuas posturas, tratando de armonizar en la Filosofía a Platón con Aristóteles, con lo cual unía a San Agustín, representante del platonismo, con Aristóteles. También la Teología debía utilizar los servicios de la Filosofía, aunque permaneciendo ésta como «ancilla Teologiae». San Alberto Magno, hombre de más erudición que originalidad, de más curiosidad que penetración, no logró dominar plenamente los vastísimos materiales que con su estudio e investigación había acumulado; le faltó la crítica y no consiguió evitar un cierto eclecticismo, que traduce sin pretenderlo, un espíritu de compilador, y por eso no pudo lograr la síntesis.
Quedaría la culminación de esta empresa colosal para su discípulo predilecto, Tomás de Aquino. Este, con la aprobación de la Santa Sede, trabajó sobre una traducción directa de Aristóteles, y un estudio profundo sobre el Estagirita y sobre San Agustín le descubrió que el espíritu de ambos no era divergente y podía ser armonizado. Con una síntesis propia y personal hizo suyo el espíritu de ambos, y situó en la base la experiencia y la técnica aristotélicas y en el vértice las geniales intuiciones agustinianas, enriquecidas con sus agudas aportaciones personales. Este trabajo y agudeza determinará que, a partir de él, la Teología se convierta, sin perder nada de su altura y afectividad, en verdadera ciencia. Ya no será puramente mística y subjetiva, sino también científica y objetiva. En adelante, va a ser más difícil su estudio, pero en compensación, resultará más rica y fecunda. Por eso con Santo Tomás comienza una época nueva para la Teología y para la Filosofía. Fue un cambio profundo y gigantesco. La colaboración de la fe y la razón aseguraba a la Teología fundamento inconmovible (cf Santiago Ramírez, Introducción a la Suma). Valorando la Suma, dice el mismo autor: «Santo Tomás se sumerge hasta lo más hondo de los problemas, buceando sus reconditeces más ocultas con una facilidad y agilidad pasmosa. Nada de titubeos, nada de saltos en el vacío, nada de pasos atrás. Montado sobre principios indiscutibles y evidentes, puestos al principio de cada tratado…, se lanza imperturbable al sondeo de las conclusiones más recónditas, avanza con paso firme, explora con ojos de lince, recoge solícito las conclusiones anudándolas fuertemente a sus principios, y sobre ellos vuelve a emerger, exhibiendo su presa a la luz del día, en un lenguaje todo sencillez y transparencia».
No espiritualidad sin teología
Santa Teresa no quería «devociones a bobas» y buscaba maestros, teólogos, casi todos tomistas, después que alzó el vuelo. He dicho antes, que Santo Tomás estuvo presente a través de ellos en su formación, y es hallazgo sorprendente comprobar que en casi todos los temas fundamentales de la Suma tiene algo que decir Santa Teresa, aunque sólo sea a veces de manera muy sumaria. Doctora de la Iglesia, la caracteriza sobre todo su don de oración, que a la vez que tiene a Dios tan cercano, se remonta a la trascendencia del hombre y se acerca y llega al hombre y a la mujer de hoy para dar solución a las aspiraciones del humanismo contemporáneo, desencantado ante tantos ídolos caídos, en esta cultura nuestra posmoderna de las postrimerías del siglo XX. Lejos quedan afortunadamente, los tiempos en que, por no haber teología, la filosofía se encerró en el estudio de la materia como su objeto exclusivo. Y los que por la desorientación e ignorancia del camino cristiano, y de la Iglesia como misterio, hasta en algunos monasterios de clausura llegó a prohibirse la lectura de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz, como afirma Menéndez Reigada. Otra corriente más conforme con el predominio de la inteligencia, ha infravalorado como camino no científico y de categoría no intelectual, la dedicación al estudio o, mejor, la vivencia teologal, y la formación mística del cristiano interior; ha considerado la iniciación de la familiaridad experimental con el misterio de Dios, como apta para personas menos intelectuales.
El peligro de un cristianismo «humanista». Una falta de integración del Evangelio con el Antiguo Testamento ha dado un conocimiento de Jesús de forma abstracta y ha dado pie a inventar un poco su figura, y ha podido ser convertido en un personaje sociológico, humanista, romántico y futurista; y su Iglesia en una institución humana más. «Con una lectura parcial del Concilio se ha hecho una presentación unilateral de la Iglesia como una estructura meramente institucional, privada de su misterio», ha constatado el Sínodo de los Obispos a los 20 años del Concilio. Tal afirmación nos da la clave del desmedulamiento a que se ha llegado en la praxis y en la concepción del hecho cristiano. La conjunción de esta «Suma Antológica» con la Suma Teológica de Santo Tomás, intenta dar vigor nuevo racional a la lectura espiritual, desarbolando a un tiempo estas concepciones erróneas, de escaso calado teológíco y bíblico.
Raíces de la descristianización de los pueblos
Del teocentrismo al antropocentrismo. La pérdida del sentido de Dios comenzó en el siglo XVI con la renovación del paganismo, y con el renacimiento de la soberbia y de la sensualidad paganas en los pueblos cristianos. Creció con el protestantismo, que llevaba consigo la negación del Sacrificio eucarístico y del sacramento de la confesión, de la infalibilidad de la Iglesia, de la Tradición, del Magisterio y de la necesidad de guardar los mandamientos para conseguir la vida eterna. Errores graves que, como el cáncer, han introducido en el pueblo y en la Iglesia un principio activo de muerte. Cuando estaba bien cuajado este movimiento de descristianización progresivo llegó laRevolución Francesa, basada en el Deismo y en el Naturalismo, con un Dios, Ser abstracto al que sólo le importan las leyes universales y no se preocupa de las personas indivíduales. Ni existe lo sobrenatural, ni el pecado ofende a Dios. El robo no es pecado, y la que peca es la propiedad individual. De ahí, se precipitan en cadena los errores: el liberalismo, el radicalismo, el racionalismo y, por reacción, el romanticismo, el socialismo y de éste el comunismo con su materialismo dialéctico y ateo, la persecución y negación de la religión como «el opio del pueblo», de la propiedad individual, de la familia, y el reduccionismo de la vida a la actividad económica. En 1917, la Virgen en Fátima, profetizó de éste: «Si no se reza y no se hace penitencia, Rusia extenderá muchos errores en el mundo». Así ha ocurrido hasta nuestros días. El año 1989 ha sido testigo del desmoronamiento del marxismo, pero como estaba larvado, junto al «vacío espiritual provocado por el ateísmo, ha dejado sin orientación a las jóvenes generaciones», según la «Centessimus annus». Las sociedades arrasadas con la moral por los suelos, tratan de dulcificar con eufemismos, pecados y crímenes gravísimos.
A grandes males, grandes remedios
Pero ¿se pone remedio a tanto mal grave? Al menos, ¿se sabe ver dónde está el remedio? ¿Se acierta en su diagnóstico? Una predicación con poca solidez doctrinal y sin robustez de fe, que no provoque la conversión del corazón y no construya al hombre interior, y una acción apostólica dañada por el activismo, no serán suficientes. No se puede curar un cáncer con aspirinas. Los brotes de un cierto neoromanticismo, muy pernicioso; la afirmación del yo, el exclusivismo en el apostolado, la independencia, la proclamación a ultranza de los derechos del hombre, muchas veces contra los de Dios y en pugna con la legislación positiva; la vanidad, la presunción y búsqueda de sí mismo y la ostentación de la propia personalidad y la jactancia, pueden hacer estéril la nueva evangelización.La innovación y la predicación de un Jesús de Nazaret fácil, producto del sentimiento y de la imaginación, que todo lo tolera y permite; guerrillero, unas veces, humanista y permisivo, otras; que ni es el Jesús del Evangelio, ni revela genuinamente al Padre, no será el remedio decisivo. Un Jesús falsificado, el Jesús de la Pascua y no el de la cruz; una separación entre la Pascua y la Cruz, como si la primera fuera la fiesta, y el llanto la segunda, disociables, y no unidas, con ignorancia intolerable y culpable, no trae la Buena Noticia. ¿No dijo Nietzsche: «Si Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, le ha salido bien, porque el hombre ha creado un Dios hecho a su imagen y semejanza también»? Pues ahí asoma el peligro.
La oración es la solución clave de los problemas
Cuando los discípulos de Jesús habían fracasado en el intento de expulsar al demonio, el padre del joven endemoniado se dirigió a Jesús, y le dijo: «Maestro, te he traído a mi hijo que tiene un espíritu mudo y donde le coge le tira; echa espuma, rechina los dientes y se pone rígido. He pedido a tus discípulos que lo alejen, pero no lo han conseguido». Cuando le preguntaron a Jesús sus discípulos: «¿Por qué no hemos podido expulsarlo nosotros? Jesús respondió: Esta especie sólo se puede expulsar con la oración y el ayuno» (Mc 9, 28). Habían fracasado los discípulos de Jesús, a quienes él estaba formando para continuar su acción; los mismos que mientras Jesús oraba en Getsemaní, dormían (Lc 22, 45). El Espíritu Santo en Pentecostés les enseñará a decidirse por la oración: «Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra» (Hch 6, 4). Según Santo Tomás la enseñanza y la predicación brotan de la plenitud de la contemplación. He ahí el gran remedio que necesita nuestro mundo: la oración. Ha escrito Trueman Dicken: «El único remedio al que nuestro señor mismo prometió coronar con el éxito…, no ha sido aplicado seriamente: el remedio de la oración… La oración es la clave indispensable de la situación» (El crisol del amor). Si Santa Teresa pudo corresponder tan vigorosamente a los deseos de Dios fue debido a la oración. De ella le vino todo, porque antes «no entendía como lo había de entender, en qué consiste el amor verdadero a Dios». Pero al «Príncipe de este mundo» le interesa que no se de con el remedio, y que se vayan dando palos de ciego, a ver si se acierta por casualidad. El problema no está en disparar al blanco, sino en hacer diana. «No luchamos contra la carne y la sangre, sino contra los imperios y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos», que saben lo que se juegan cuando una persona se decide de veras a vivir el misterio de la cruz y del amor. «Les presenta el demonio tantos peligros y dificultades ante sus ojos, que no es menester poco ánimo para no volver atrás, sino mucho y mucho favor de Dios», dice Santa Teresa.
El método teresiano
La Doctora Mística en sus obras afirma, pero raras veces razona, las verdades cristianas. Sobre todo, vive, ha vivido, exhorta a vivir en cristiano, narra sus experiencias humanas, a veces dramáticas, cristianas y celestiales infusas. Es Doctora sin ínfulas porque es también y a la vez, Madre. Es Madre, no abuela, por eso, con claridad y firmeza, puede y educa a sus hijos, a quienes no consiente, pero comprende, porque ella también se sabe de barro y ha tenido que luchar consigo misma, y porque sabe que «por muchas caídas, como tenga amor de Dios el alma y no deje la oración, el Señor le da la mano tantas cuantas veces caiga, para que se levante». Uno de los tratados más intensamente esparcido por todas sus obras es el amor de Dios y el amor a Dios. Amor a Dios y al hombre, sobre todo en su vocación y valor supremo, la llamada a la identificación con Dios por amor. Con ello se constituye en realizadora de los Mandamientos del Sinaí, que se resumen en amor a Dios y al prójimo y, sobre todo, del Evangelio y del Mandato de Jesús. ¿Cómo podría ser de otra manera si Dios es Amor?
Hoy que tanto se horizontaliza el amor, necesitamos oir a Teresa y aprender de ella el amor teologal, pues «si el amor a los hermanos no nace de la raiz del amor de Dios», no amaremos con perseverancia, constancia y con sacrificio a los hermanos, «porque nuestra raiz está muy dañada». Puede ella hablar con autoridad del amor porque el que habita en un fuego luminoso devorador e inextinguible, le abrasó las entrañas en su fuego vivificante. El arquero clavó en su corazón la saeta envenenada y extinguió en ella la raiz de Adán y la creó mujer nueva: Mujer humana para un mundo selvático; mujer celestial para unos hombres mundanos; mujer divinizada para un mundo transfigurado, que aspira ¡a que pase ya «la representación de este mundo afeado por el pecado, y llegue la morada nueva donde habita la justicia que Dios nos prepara y cuya bienaventuranza es capaz de saciar y de rebasar todos los anhelos de paz que surgen en el corazón humano» (GS, 39). Arde la Santa en santa exigencia, pero ésta, si es iluminada y positiva, y lo es su magisterio, se acata y se sigue porque ilumina y porque también es vigorizante y porque ella camina con el discípulo. Como ella camina en la luz, proyecta la luz a los demás. Porque vive en la verdad, arrastra hacia la vida, que ella vive con una manera de ser y de pensar en la que los mandatos y las prohibiciones son expresión de una convicción profunda y fluyen de su ser, no como una ascesis dolorosa, sino como una explosión gozosa que mueve y apasiona. No define ni pontifica, sino que aplica la doctrina a la vida; sólo una definición se ha permitido, la clásica, afortunada y conocida de la oración: «tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabemos nos ama». Humildemente explica, y a cada paso como que pide disculpas por atreverse a decir lo que dice. En una palabra: educada. Cuando explica lo que vive con Dios, aunque ahí radica el Doctorado teresiano como «Madre de los espirituales», sólo una vez apela a su derecho a enseñar como Madre y Priora. Más que afirmar indiscutiblemente lo que vive (nuestra sociedad hoy tan dogmática y absoluta, mientras huye de lo dogmático y presume de demócrata), lo refiere como «que le parece». «Le parece que ha oído, que ha visto, que ha sentido», aunque le constan con certeza todas esas percepciones suyas, como quien manifiesta que está pronta a rendirse al Magisterio de la Iglesia y a sus confesores.
Santa Teresa demuestra muy especialmente su enseñanza en la oración y en las virtudes. Sus palabras son teología pero sobre todo, experiencia de quien ha vivido y vive lo que enseña. Las virtudes son frutos de la oración: «para esto es la oración, para que nazcan obras, obras». Obras en su idioma son actos, actos de virtudes, de todas, pero tres son sus predilectas, «virtudes grandes» las llama: la caridad, el desasimiento y la humildad. La obediencia no la incluye en las tres grandes pero, a pesar de eso, es piedra de toque del camino de santidad del que es Maestra. La obediencia para ella es la consecuencia de la humildad y de la fe.
Teresa Maestra de virtudes y ¡qué silencio tan clamoroso hoy en torno a ellas». Quien ha de hacer algún provecho debe tener las virtudes fuertes». La pobreza de virtudes en los cristianos es causa de escándalo y de esterilidad, de vacío y de desierto. Porque se va la fuerza en el enmarañado trazado de esquemas, y de planes pastorales muy racionalizados, es necesario dar un golpe de timón, un cambio de rumbo según el estilo de Santa Teresa. La conversión del mundo antiguo al cristianismo fue el fruto de la fe encarnada en las virtudes de los cristianos primitivos, y no el resultado de una actividad muy elaborada y sumamente planificada.
«Después que el Señor ya me había fortalecido en la virtud, se aprovecharon en dos o tres años, muchos», cuando antes, «sin virtudes», «en muchos años solos tres se aprovecharon». Esta es una voz de alarma dirigida a los maestros de todos los tiempos. «La nueva evangelización no va a ser realizada con teorías astutamente pensadas», ha escrito Ratzinger. Debe comenzar con la vida abnegada y virtuosa. En la práctica, el tratado de las virtudes, diseminado por las obras de Santa Teresa, es el más eficaz evangelizador. Si no se practican virtudes, parecerá que se hace, pero no se hace, que se hace el bien, pero para quedar bien. Frutos con gusano dentro, espectaculares, pero inútiles, cuando no dañinos.
El tratado original de las cuatro maneras de regar el huerto, está lleno de belleza, e inventiva y energía, y ha conseguido montones de flores olorosas y sabrosas frutas. Ellas solas tienen energía suficiente para llenar de olor a todo el mundo y para construir un mundo mejor, convertido en verdadero paraiso.
Nos enseña y nos contagia su fe. Esa fe en los grandes misterios y la seguridad del valor de su oración e inmolación con las que ha salvado las almas. Ha llegado al más profundo centro del misterio de la Iglesia y ha sido sumergida en la Verdad y nos da testimonio de la Verdad. ¿Qué mayor magisterio que participar con su Esposo en la Redención por la Sangre de su cruz? Ha comprendido el misterio de la cruz del Redentor y la Misericordia del Padre que lo entrega, y la debilidad del Todopoderoso que baja de los truenos y de los rayos del Sinaí al madero de la cruz ensangrentada, donde se revela en la pobreza su rostro cabal de Dios. Y nos da testimonio del Amor y de la Cruz. Por eso puede cumplir su magisterio sólo con contarnos su vida, vida totalmente en Cristo, como la de San Pablo. No cabe en su estructura mental la trivialización y la mediocridad. Destierra el peligro de superficializar en el pueblo de Dios el misterio de la Iglesia, el designio de Dios de hacernos santos e irreprensibles ante El por el amor.
La galanura del estilo de Teresa. Y, aunque es accidental, ¡cómo se realza y queda enaltecido el magisterio de Santa Teresa con la riqueza estilística con que nos lo entrega! Como ofrecer el Sacrificio en cáliz de oro: la Sangre es la misma, pero alegra y deleita el corazón verla tan ricamente servida. La teología católica está muy bien representada en el cañamazo del Angélico, pues no en vano el Vaticano II quiere que «los misterios sean profundizados y descubierta su conexión bajo el Magisterio de Santo Tomás» (OT, 16).
También Pablo VI exhorta a que se escuche con reverencia la voz del mismo, «pues es tanta la penetración y reducción a la unidad de las verdades más profundas, que su doctrina es eficacísima para salvaguardar los fundamentos de la fe y para lograr un sano progreso».
En la Meditación en las grutas vaticanas, con motivo de la gran oración por Italia (15-3-94), ha dicho Juan Pablo II: «Desde el corazón de la historia del siglo XIII, es necesario proclamar la figura de un gigante del pensamiento, un genio acaso irrepetible: hablo de Tomás de Aquino, hijo de la Orden de Santo Domingo. La síntesis filosófica y teológica por él elaborada constituye un bien sólido y permanete de la Iglesia y de la Humanidad». No ha de parecer extraño que tenga temas radicalmente suyos, pues es especialista en ellos: El amor teologal en su doble vertiente divina y humana, y la oración de la que es maestra consumada y que fue el carisma de su vida. Ella fue un áscua de amor forjada en la oración. Y ese es su servicio permanente a la Iglesia y al mundo.
Hoy que se cacarea estridentemente el afán del compromiso, tenemos ante nosotros a una mujer comprometida en el más sustancial sentido de plenitud y de gratuidad y, sin embargo, de eficacia, que la sociedad de hoy tan competitiva, intensamente persigue y, las más de las veces, cosechando virutas, cenizas, sino tempestades. El Creador nos quiere asociados a El y colaboradores con El, en la acción que desde su amor creador dimana infatigable, constante y silenciosa y cala y desciende hasta el centro de la vida, como savia invisible que asciende por las ramas del vigor haciendo germinar las flores y nacer y madurar los frutos.
Todas la empresas caerán perecidas si brotan del ser ambicioso que pretende edificar sobre sí y con sus fuerzas una torre, que siempre será sin Dios, y se llamará Babel.
Recurrir al hontanar de la vida y de la energía suprema es el quehacer más perentorio que precisa nuestro mundo. Lo que Teresa de Jesús ha hecho es dejarse sumergir en la raices del ser y dejar que subiera su savia fecunda hasta los más insignificantes actos de su misión eclesial. Por eso no le basta lo que ella alcanza hacer; siente la necesidad de entrelazar sus manos con muchos que crean lo mismo, porque ella será el vigilante constante que les contagiará su vigor y les comprometerá en su empresa divina y humana -«su negocio»-. No importa quiénes sean sus compañeros con tal de que quieran seguirla.
Teresa de Jesús no ha fundado conventos para recluirse y solazarse a solas con Dios burguesamente y aislada en su torre de marfil, sino para estar más presente en el mundo, en las gentes, en los suyos, y en los extraños.
Sus grandes obras doctrinales, que tanto esfuerzo le costaron, son casi un grano de arena comparadas con la multitud de cartas dirigidas a tantas personas, con quienes une sus manos para salvar y extender la redención de la sangre de su Señor a toda la tierra.
Uncida al yugo de la pluma permanece toda su vida de fundadora, agotándose con el uso de aquellos medios elementales, plumas de ave, tinta y papel de difícil escritura, correos lentos e inseguros. Su gran pena de no poder llegar más lejos en la extensión de su amor por las almas, quedaba paliada por el cauce de su correspondencia cordial y santa, prudente y sagaz, con que mantenía el fuego sagrado entre sus amigos y en todas aquellas personas que le ofrecieran siquiera, una leve rendija por donde pudiera colarse su amor y compromiso.
Cartas compartiendo el dolor, o la pobreza, o la preocupación de su familia, siempre elevándoles a la santidad, su afán supremo. Para que crezca la cristiandad en el corazón de la humanidad, para que esa cristiandad se haga caridad, en frase de Peguy.
La contemplación de la esencia tomista se concreta en la ética de las virtudes. A ellas conduce aquélla y es así como se entronca en la vida evangélica el destello de la belleza reflejado por las virtudes, que ella llama «obras».
Teresa no queda encerrada en su pequeño horizonte, sino que, abismada en Dios, trasciende el deseo de su corazón a todas las personas que entran en su órbita. Cuando se lamenta a Dios de que quede encerrada en ella la riqueza que está recibiendo, oye la voz: «Espera y verás grandes cosas». Por eso ella siempre espera que el Señor encamine la solución de sus ardientes deseos: «Hágalo Dios como puede y ve que es necesario».
Como orante calificada, visto Dios y habiendo estado en el infierno, siente el deber acuciante de proyectar la luz eterna sobre las cosas temporales, de situar los destinos humanos en la balanza de la eternidad, de elevar las cosas enmarañadas e inexplicables de la tierra a la realidad plena y diáfana que les corresponde según la verdad, el juicio y la gracia de Dios. Visión de fe, anticipo de la celeste.
Juan, en sus visiones apocalípticas, Dante, en la Divina Comedia, y Teresa en su propia vida, no sólo han visto la purificación y salvación, sino también el fuego y las bestias del abismo.
Si la creación es la manifestación de Dios, su Palabra es su más excelsa salida hacia los hombres. Cuando la Palabra se hace soplo débil utilizando unos impulsos de aire vocalizados por un Hombre-Dios, éste ha llegado a su sublime «kenosis», abajamiento. Habló Jesús y hablan sus Profetas y Santos. Con su estilo inimitable, Teresa, que en sus grandes obras ha expresado la Palabra, en sus cartas la matiza y la hace más humana, materna y fraterna. Si uno se pregunta cómo poner en práctica esa vida que en sus obras grandes se manifiesta siempre en vuelo, al leer sus cartas verá cómo y con qué facilidad puede encarnarse, en la vida de cada día, y quedará asombrado de cómo viviendo una vida mística permanente, no queda comprometida ni perjudicada su vida cotidiana y sí sublimada la preocupación por todas las iglesias, de Pablo. El águila que vuela alto, puede y lo hace, descender a los más nimios detalles de la salud de todos y de cada uno, de las recetas y medicación rudimentarios, de los consejos para la compra de las casas nuevas, de la inversión de las dotes de las que pueden, para ayudar a las que no pueden, como medio de aportar una corriente de sangre nueva a la Iglesia. La sabiduría de acertar: si sólo escoge las que le gustan, se quedará sin monjas. No podría haber tantas si ella tanto hubiera elegido. Se comienza con lo que se puede y Dios actúa después…
Zozobras, penas de Gracián, inquietudes sin fin por el éxito de su empresa, que es de Dios, calumnias y alegrías, ansia de vocaciones nuevas, alegrías infantiles de Teresica y de su Bela, ¡cómo pudo todo recalar en un solo corazón, de no haber sido oceánico y rebosante de amor cósmico que la unión con su Esposo le ha fraguado! Un verdadero trasplante, diríamos hoy.
Pero no son sus obras grandes las que han acaparado sus más intensas energías. Cada día ha llevado apresado en su afán, el latido vigoroso de la escritora de cartas. Si 15.000 se calculan que escribió, de las cuales sólo nos han llegado poco más de cuatrocientas, es evidente que la cantidad de sus páginas superan mucho las cuatro obras mayores. Con la ventaja para el lector de poder contemplar vibrante ante los más diversos aconteceres, su espíritu singular, y su estilo de buen humor que, a veces, toma a broma los acontecimientos, las personas, y a ella misma, y la complejidad de los días. No necesita maquillarse para entregarse a sus corresponsales. Se presenta tal cual es, sin doblez ni amaneramiento, con una sencillez y un desgaire que cura para siempre a los amanerados de gazmoñería. Sin fingimientos. Con llaneza. Con autenticidad.
Capacidad inaudita de observación, ninguna obsesión por ningún tema, avisos certeros, tenacidad en insistir en lo esencial, labor constante, aunque sin tiempo para releerla y por lo tanto, pulirla. Y todo de manera magistral. ¡Cuanta y cuán maravillosa belleza refulge en estas cartas! ¡Qué estilo más impresionante y embelesador! ¡Qué arte tan excepcional goza su autora! La difícil facilidad de su estilo siempre a su alcance. ¡Qué regalo su lectura y cuán bienhechora!
«Las cartas son para mí, vida». Ella lo dijo. Hablaba de la «barahúnda» de las que recibía. Porque las que ella escribió desde que se metió a fundadora, la agobiaban y la consumían. Que la tenían clavada en su escritorio paupérrimo hasta las tres de la mañana. ¿De dónde sacó tanto tiempo par escribir tántas y tan bellas, con los precarios medios del siglo XVI? Quienes hoy apenas escribimos por la abundancia y la facilidad y la rapidez de las comunicaciones, apenas podemos comprender este río que fluye de su mano al impulso de su voluntad y enorme corazón.
Apreciaremos que no da puntada sin hilo. Y que las cartas son el complemento de la doctrina de sus libros mayores. Como el diagnóstico y la receta. Por su pluma pasan todos y todos los acontecimientos y todos y cada uno de los problemas, suyos y de los otros, siempre con ánimo, vigor, amor manifestado, humanidad, respeto, exigencia. Sobre la manifestación de su amor a las personas no conozco en la hagiobiografía un caso semejante de alguien que hable de amor sin ningún rebozo y con tanta generosidad, salvo San Pablo en algunas de sus cartas. Yo creo que este estilo nos está haciendo mucha falta. Preocupados con exceso por las ideas, como buenos occidentales que rinden culto a la mente, olvidamos el corazón, que es parte integrante de nuestra vida de hombres, y la que le da follaje al árbol, le hace florecer y le da perfume.
Jesús tiene Corazón. Y nuestros hermanos también tienen corazón. Y, como miembros del Cuerpo Místico, integran a Jesús. Jesús se deja querer y se hace de querer. En cada hermano nuestro hay un Niño, que necesita amor y dedicación. Una sonrisa le hace feliz; una pequeña atención puede disipar una tristeza.
Teresa no quiere hombres y mujeres hirsutos, «almas encapatodas», personas cerebrales, que tienen miedo de manifestar sus sentimientos porque creen, equivocadamente, que eso les empequeñece, y les rebaja: «Cuanto más santas más conversables con las hermanas». Los que así piensan, no tienen ni idea de que la grandeza consiste en la sencillez, y de que el hombre integral no es sólo cerebro, sino también corazón, es decir sensibilidad, afectos, emociones, sentimientos. Dice Jesús: «Tengo compasión de esta gente». Jesús llora ante el sepulcro de Lázaro, se deja perfumar por Magdalena, acaricia y bendice a los niños, y deja que se le acerquen y rodeen, consuela a la viuda que lloraba a su hijo muerto: «Mujer, no llores»… Hemos de aprender en la escuela de los sentimientos de Jesús, porque somos prolongación de Jesús y, no solo histórica, sino principalmente, profunda e interior. «Tened los mismos sentimientos de Cristo», nos dice San Pablo. La Iglesia, Esposa de Cristo, ha de estudiar más los sentimientos de Cristo que las ideas de Cristo. Porque en la Iglesia, huyendo del peligro de caer en el sentimentalismo, se cae, con muchísima facilidad, en el racionalismo. Y la razón no conmueve. Y sólo desde la conmoción podemos adoptar las grandes decisiones, y se consiguen las plenas adhesiones.
Muchas lanzas rompió el genio de Teresa que cambiaron el rumbo de la historia, pero no es pequeña la que rompe en la manifestación de su afecto, en una época hirsuta de señorías, sus mercedes y sus reverencias, cuando incluso a su sobrina Teresica le habla de usted.
Teresa hoy, con su estilo, sustancial y accidental, puede centrar la atención a los hombres de acción para que no se pierdan en lo superficial, pero con tintes de clarividencia y siempre de ternura y con su disposición al sacrificio. ¿Por qué aparece tan preocupada por la salud, sobre todo de los responsables, Gracián en primera línea, y después las prioras, sino porque aquella vida que ella ha ideado inmolada y sin descanso, les minaba las energías? Sacrificio cuyos frutos sabe que sólo verá en el cielo, como fruto ímprobo de su trabajo. «No sienta que haya padecimientos, pues el padecer trae tantas ganancias».
Preguntó a Fray Juan de la Cruz una hermana tras escuchar sus versos divinos: «Padre, ¿esas palabras se las ponía Dios, o las buscaba usted?» -«Unas veces me las ponía Dios y otras las buscaba yo». Teresa en sus cartas no está siempre en trance místico: Busca, pregunta, observa, razona.
El lector que se decida a leer las Cartas no va a perder el tiempo; son un tesoro maravilloso de sencillez, de buen humor, de enfado y enojo naturales y espontáneos, corregidos por la paciencia, y con una abundancia de matices que nos la hacen ver más palpitante que en sus obras doctrinales grandes.
Maestra de apóstoles, paciente y dolorosa ante su inactividad exterior forzosa, siempre animada por la esperanza de que el Señor lo encaminará todo bien. Madre de Gracián, sobre todos, porque es el artífice que el Señor le ha puesto para que ella dirija y pulse su arpa.
¿Entendió Gracián alguna vez a la Madre, o se dejó arrullar por sus acentos, prescindiendo alguna vez de sus avisos? La impetuosidad de Gracián ha de ser refrenada muchas veces por la Madre. El fue su hijo querido pero, aun repleto de carismas por la oración de ella y por su influjo, no llegó a conocerla del todo.
¿Conoció Teresa a Doria? Quedó fascinada al principio por su personalidad arrolladora. Se dejó impresionar por el genovés, que suplía muchas de sus carencias, a quien intuyó culto, y no se si algo se le enmascaraba. Los hombres cambian mucho, pero en ellos siempre permanece intacto su carácter hereditario y cultivado desordenadamente por miras no tan finas y sobrenaturales. La audacia de Doria y su preparación en medio de un mundo de mediocres e incultos, logró disimular a la Madre su fondo intrigante, absorbente, que equivocaba los principios evangélicos. Estalló la catástrofe cuando ya la Madre no estaba para defender a Gracián y a sí misma como Fundadora. Gracián y María de San José, serán las víctimas de Doria.
¿Conoció a San Juan de la Cruz? Apenas podemos saberlo por algunas cartas a otras personas. Desafortunadamente no tenemos ni una sola a él dirigida. La persecución terminó con unas. La mortificación del Santo, que las llevaba en una taleguilla colgadas al cuello, las destruyó todas. Lamentable pérdida.
Desgraciadamente, los cristianos de hoy, nuestros hermanos, sin excluir a los consagrados, han optado por prescindir de los clásicos espirituales a cambio de acudir a la lectura de autores de tercera o cuarta división. Los juzgan anacrónicos, no situados, lejanos. Y es verdad esto referido al ropaje. Pero es falso si, con superficialidad, trasladamos el anacronismo y el desfase al mensaje.
No se puede prescindir en el camino cristiano de Santa Teresa, como tampoco de San Juan de la Cruz; si lo hacemos y porque lo hemos hecho más de lo que se cree, nuestra teología se ha empobrecido y nuestra fe oscila sobre arena movediza. Pienso que la mejor democracia es la que pone en manos del pueblo lo mejor de la cultura y de la espiritualidad para elevarlo.
No tenemos derecho a quedarnos con la llave de la puerta, y menos a ponernos a la tranca de estorbo, porque se nos ha dicho que empujemos para que entren, no que dificultemos el paso (Lc 14,23).
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Estudié con las madres teresianas del colegio «La Florida» en la ciudad de México,D.F.y a pesar de que estudiamos a grandes rasgos la vida de Santa Teresa y se nos inculcó el «Cuarto de hora de Oración» y la vida de San Enrique de Osó y Cervelló nos la sabíamos al dedillo, nunca había leído algo tan profundo, agradable y actual como este buenísimo artículo. Gracias y ¡Felicidades!
¡qué gran santa! cómo ayuda
es genial
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