Las amenazas a la esperanza

Pregunta:

La cuestión que deseo plantearle puede parecer un poco singular, pero se trata sobre la virtud de la esperanza y es: ¿en qué actitudes o cosas podemos conside­rar que se está amenazando —en nuestro tiempo— la esperanza del cristiano?

Respuesta:

Estimado amigo:

Al hablarme usted de «esperanza del cristiano» debo entender que se refiere a la esperanza teologal, no a las esperanzas humanas; por lo que respondo teniendo en cuenta esta perspectiva particular[1].

Pues bien, creo que se pueden identificar en nuestros días, al menos cinco grandes amenazas o retos teológicos contra la esperanza cristiana.

1) Primera amenaza: los cristianos que viven una fe esquizofrénica

Me refiero a los que «creen» en Dios pero no esperan la vida eterna.

A pesar de la extensión que diversas formas de indiferencia religiosa han ido adquiriendo en los últimos tiempos, nuestros pueblos (por ejem­plo en Hispanoamérica) siguen siendo, gracias a Dios, mayoritariamente religiosos y cristianos (cuando no católicos). Sin embargo, llama la aten­ción que no pocos de los que se declaran cristianos y católicos, al tiempo que confiesan creer en Dios, afirman no esperar que la vida tenga continui­dad más allá de la muerte.

¿Qué Dios es ése en el que dicen creer quienes piensan que no ha vencido a la muerte y que, como consecuencia, es esta quien tiene la últi­ma palabra sobre la vida del hombre? No puede tratarse, ciertamente, del Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Dios vivo y verdadero. No puede ser el Dios personal y cercano a sus criaturas, en especial a los seres humanos, a quienes ha creado a su imagen para establecer con ellos una relación mu­cho más fiel que la que nosotros anudamos con nuestros seres queridos.

La desconexión entre la fe en Dios y la esperanza en la vida eterna no sólo pone de manifiesto una cierta crisis de esta esperanza, sino también de la fe en Dios. La fe en la resurrección y en la vida eterna está íntimamente unida a la verdadera fe en Dios. Hoy en día se hace necesario, por eso, proclamar de nuevo nuestra fe pascual (la fe en la vida eterna basada en el misterio pascual de Cristo, es decir, en que «si morimos con Él, viviremos con Él»: 2Tim 2,11); en que nuestras vidas, junto con la creación entera, «libre ya del pecado y de la muerte», como dice la Plegaria eucarística IV, serán definitivamente asumidas en la vida de Dios.

2) Segunda amenaza: la acobardada predicación de la esperan­za de la vida eterna

Es difícil escuchar en la predicación, en la catequesis y en la enseñanza de la religión católica, una clara presentación de la esperanza cristiana en la vida eterna.

Tal vez sea cierto que en el pasado se han predicado de manera poco seria o poco teológica algunas verdades de la vida eterna —aunque no hay que hacer mucho caso de esta dialécticas que hacen tanto hincapié en «an­tes se exageraba…»—; pero esto no justifica que se silencie o el que se defor­me la fe de la Iglesia en la vida eterna. El Credo concluye solemnemente con esta proclamación de esperanza, tan unida a la fe en Dios: «creo en la resurrección de los muertos y en la vida eterna». Si no se habla de estos temas, o si se habla de modo inapropiado, el corazón mismo de la fe en Jesucristo queda negativamente afectado.

Además, el descuidar las verdades de la muerte, de la gloria y de la posible condenación eterna tendría, entre otras, la grave consecuencia de que los fieles, carentes del alimento sólido de la fe, que viene a saciar con creces el hambre de amor perenne que experimenta la naturaleza humana, se sientan tentados de dar oídos a supersticiones o ideologías incompati­bles con la dignidad de quienes son hijos de Dios en Cristo. Dicho de otro modo, si no se predican estas verdades, tales como las enseña la fe católica, se entrega la mente de los fieles al pasto de las supersticiones.

3) Tercera amenaza: la desesperanza que nace del fracaso de la ideología del progreso

El final del siglo XX y el comienzo del XXI han mostrado al hom­bre el estruendoso fracaso de las ideologías que trataron de hacernos creer que el hombre es el constructor prometeico de su futuro, de un porvenir siempre mejor; la enseñanza, en fin, de todos los humanismos laicos y ateos que elaboraron un modelo de esperanza secularista (los socialismos, el nazismo, el marxismo, etc.).

Es indudable que todavía muchos siguen ilusionados con esta quimé­rica visión del progreso histórico (que sigue prometiendo la felicidad en la tierra, como hace la ciencia con sus investigaciones sobre la clonación y otras quimeras biológicas); pero también son cada vez más los que, alec­cionados por el derrumbamiento de las grandes utopías y alarmados por las consecuencias indeseables del «progreso» (en términos ecológicos o de justicia social), han empezado a dudar de que el futuro (por esta senda, al menos) vaya a poder traer todo bueno. Esta es la razón por la que, en las últimas décadas, se haya puesto de moda hablar del «fin de la historia», no en un sentido apocalíptico, sino como un cambio de civilización[2]. El hecho es que según señalan los estudiosos, uno de los resultados de esta «crisis de la modernidad» es la difusión de una cierta desesperanza. Desesperanza que se manifiesta en que ahora se trata de orientar todos los deseos del hombre al modesto horizonte de lo cotidiano: vivir una vida serena, sin preocupaciones, sin hacernos tantas ilusiones sobre el progreso y el futu­ro… aprovechar el tiempo que tenemos sobre este mundo… lo que, en el fondo, no es más que una forma de desesperanza disfrazada: sólo tenemos esta vida, aprovechémosla para vivir tranquilos.

No es mala una esperanza humilde y hasta escondida en lo cotidiano[3]; pero es preocupante que vaya tomando cierta carta de naturaleza la pura y simple desesperanza.

4) Cuarta amenaza: el retorno de formas ancestrales de esperanza

Como el hombre «necesita» tener esperanza, si la fe cristiana no se la da (por falta de predicación y de auténtica catequesis), aquel la buscará en otra cosa que le «prometa» algo futuro. De aquí el fenómeno del retorno de formas primitivas o ancestrales de esperanza, «recauchutadas». El ser humano necesita el futuro, no puede vivir sin proyectarse hacia el porve­nir. Por esta razón, nuestra descreída cultura echa mano, con frecuencia, de creencias ancestrales o de supersticiones para tratar de responder a la i­nevitable demanda de esperanza. De este modo, paradójicamente, junto a la ciencia y la técnica más avanzadas, florecen en el seno de nuestra socie­dad (y, por cierto, con gran vigor), la astrología, los horóscopos, la quiro­mancia, y todas las formas de adivinación del futuro. También se recupe­ran, más o menos adaptadas, diversas formas de antiguas creencias sobre la supervivencia del hombre, como, por ejemplo, la reencarnación. Y quienes creen en esto no son solo personas sencillas y sin estudios, sino, a menudo, profesionales, políticos, literatos, educadores y científicos.

5) Quinta amenaza: el egoísmo

Aunque parezca mentira hay que señalar como una forma de deses­peranza el fenómeno del culto más o menos cínico al propio provecho, como única meta de la vida. Es decir, el hecho, cada vez más extendido, de personas que sólo les interesa su propio interés, ya tome este forma de ex­plotación de los demás, de avaricia desenfrenada, de lujuria, de corrupción, etc. Me refiero a la actitud de aquellos que sólo buscan su propio bien, «aunque revienten los otros»; actitud extendidísima. Esta es la sustancia del «capitalismo salvaje», es decir, del egoísmo exacerbado que caracteriza la «postmodernidad». ¿No es esto una forma de desesperanza, que encara la vida como algo de lo que hay que sacar todo el jugo posible (exprimién­dolo de los demás) porque se piensa que no hay un más allá donde recibirá premio o castigo de sus actos?

Aunque se podrían señalar también otras amenazas para la esperanza, estas cinco ya nos dan bastante que pensar.

(P. Miguel A. Fuentes, IVE. Publicado en la Revista Diálogo 63, 2013, 149-153)

(1) Y voy a aprovecharme, para hacerlo, de una parte de un valioso documento de la Comisión Episcopal Española para la Doctrina de la Fe, del año 1995, Esperamos la resurrección y la vida eterna, (26 de noviembre de 1995).

(2) Después de ¿El Fin de la Historia? (1989), Francis Fukuyama volvió a la carga con este tema con The End of History and the Last Man (1992).

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