El Centurión, un verdadero hombre

Un centurión pudo ser testigo privilegiado de todos los hechos del sacrificio de Cristo. Fue tan buen testigo que se convirtió en el momento de la muerte de Jesús.

Estaba acostumbrado a este tipo de cosas, habría visto -y dirigido- bastantes crucifixiones, y no iba a dejarse impresionar por una más; no era un trabajo bonito, pero había que hacerlo, y este oficial (al que la tradición llama Longinos) no es fácilmente impresionable, pero puede captar mejor que otros las características peculiares de esta crucifixión.

Primero pudo contemplar la debilidad de Pilato -su jefe- que consiente en la ejecución de un inocente, aunque intente disfrazar su injusticia con el gesto frívolo e hipócrita de lavarse las manos y decir que era inocente de la sangre de aquel justo. El centurión vió también el furor de la muchedumbre, la envidia feroz de los judíos importantes, las lágrimas de las mujeres de Jerusalén- tan pocas comparadas con la multitud que aclamaba a aquel hombre sólo unos días antes-. Para un romano no era fácil de entender lo que pasaba. Simón de Cirene sería forzado a llevar la Cruz de Cristo por mandato suyo cuando vió la extrema debilidad de Jesús. Después escucharía una a una las siete palabras del Señor en la Cruz y la conversión de uno de los ladrones. Quizá facilita la presencia de María al pie de la Cruz. Cada uno de estos hechos serían como luces, o como lanzadas en su alma, que unidas a la acción de la gracia le llevarían a la conversión.

Un testigo puede serlo de muchas maneras. El centurión miraría las cosas como militar de carrera. No era un mercenario a sueldo como los que se burlaron de Jesús cuando le vieron caído después de la flagelación. Los centuriones eran militares en el más puro sentido de la palabra, es decir, hombres de honor, con sentido de la disciplina y de la lealtad. Un verdadero militar debe poseer muchas virtudes humanas si quiere desempeñar su tarea con un mínimo de dignidad. La guerra es una realidad ingrata e indeseable para todos. Es cierto que algunas guerras son justas porque se dan motivos de legítima defensa que las justifican, pero los que las viven sufren, y mucho.

La historia ha sido pródiga en buenos y malos militares. Pero es posible decir que cuando son buenos, son muy buenos, ya que se enfrentan a tareas que exigen muchas virtudes humanas. Los militares deben ser valientes y disciplinados, fuertes y serenos, y estas virtudes les hacen ser muy hombres en el sentido de ser más perfectos que los que no saben ni defenderse. La calidad de los centuriones romanos debía ser muy alta en tiempos de Jesús, de hecho fueron numerosas las conversiones de ellos en la primera expansión de la Iglesia.

Aquel centurión se convirtió en la muerte de Cristo; veamos cómo lo cuentan los evangelistas. Marcos dice que El centurión, que estaba de pie frente a Él, dijo al ver como expiró: verdaderamente este hombre era Hijo De Dios[592]. Mateo añade que lo mismo dijeron los que guardaban a Jesús junto a Él; y Lucas precisa que dió gloria Dios y dijo:Este hombre era realmente justo[593]. Los matices son importantes, pero, de momento, consideremos que un cambio así no suele darse de repente y examinemos la posible evolución del centurión que le lleva a la fe.

El proceso empezaría con la sentencia de Pilato condenando a Jesús. A todo hombre de bien le duelen las injusticias, más aún si le afectan más o menos directamente. Duro debió ser para el centurión obedecer la orden de llevar al patíbulo a un inocente cargando con la cruz. Era disciplinado y cumple, pero le resultaría penosa la conducta del procurador. Ver a todo un gobernador romano doblegarse ante el griterío de una chusma le sublevaría. Es muy posible que esperase la orden de dispersar a aquella gente que gritaba contra toda justicia, y lo haría con gusto, pero esa orden no llegó. Ver que Pilato, su jefe, es un cobarde le defraudó, ve que no estaba a la altura de los acontecimientos. Él, en cambio, tenía que obedecer ¡todo sea por Roma y la disciplina del glorioso ejercito!. Pero su sentido de la justicia le llevaba a mirar con buenos ojos a aquel inocente, víctima de una conjura.

El trayecto de los condenados debió ser difícil. Las calles de Jerusalén que conducen a la puerta judiciaria son estrechas. Allí se acumularía una masa de cobardes. Más de una vez ordenaría cargar contra ellos para abrir paso, y más de un golpe contundente saldría de sus manos. ¡Bien podían haberse enfrentado con Jesús en el Templo cuando enseñaba, pero no se atrevían por la fuerte personalidad de Jesús y por la presencia de sus seguidores!. ¡Y ahora que le ven maltrecho se atreven los muy cobardes!

¿Y este Jesús por qué calla? ¿Y sus amigos por qué no le defienden? Cuando hablaba todos enmudecían por su sabiduría y la autoridad de sus palabras. Cuando un sabio calla será porque su silencio vale más que sus palabras. Pero, la verdad, no es fácil entender por qué no se defiende, ni por qué no le defienden. Él habría actuado de otro modo. Aquí hay algún misterio que no entiendo, se diría el centurión. Y su tendencia a la verdad le agudizaría la mente para entender lo que estaba pasando delante de sus ojos.

Cuando comenzó la crucifixión su sorpresa creció. Jesús no toma el calmante que le ofrecen, ni se resiste a ser enclavado en la cruz, y, para colmo, perdona. Sus palabras le debieron desconcertar y le harían meditar Perdónales, porque no saben lo que hacen[594]. ¡Perdona a los que le matan! Como buen soldado el centurión sabía que el perdón es una de las características de los grandes ante el enemigo derrotado. Quizá había visto la alegría de un soldado enemigo condenado y perdonado. Los emperadores eran más grandes cuando eran magnánimos que cuando eran crueles. Y aquel condenado perdona en lugar de pedir clemencia y pide a Dios que perdone. El centurión pudo ver el alma grande de Jesús hombre. Su primera palabra le ayuda a entender su silencio y su ausencia de defensa: se trataba de una cuestión religiosa. El hombre magnánimo capta por simpatía la grandeza de alma de los demás. La grandeza de Cristo es de un nivel que le asombraría.

La segunda palabra de Jesús confirmó esta idea, pues la dirigió a uno de los ladrones que le pedía que se acordase de él en su reino. ¿Qué reino puede ofrecer alguién que va a morir? Y Jesús responde Hoy estarás conmigo en el Paraíso[595]. Ahora comprende más, pues se trataba de un reino espiritual. Así se entienden muchas cosas. Esperan un paraíso. El centurión se lo representaría según las mitologías paganas; en ninguna religión falta la noción de premio y de castigo. Ese reino sería un reino de justicia verdadera. Sus años de lucha le llevaban a desconfiar de la justicia humana tan difícil y tan frágil. Ciertamente, sólo Dios puede ser justo plenamente. Era una esperanza grande para un buen hombre esperar en un reino de justicia verdadera. Pilato, escéptico, no creyó en ese reino, pero al ver la entereza de Jesús se despertaría con fuerza en el centurión su sentido de la justicia.

La tercera palabra la dirige a su madre. No sabemos el papel que el centurión tuvo al permitir su presencia allí, pero no era usual, y es muy posible que fuese un acto de piedad con el que sabía era inocente. Entonces escucharía que decía a María y al muchacho joven palabras importantes. A Juan le dice he aquí a tu madre y a ella le dice Mujer, he aquí a tu hijo[596]. El centurión no entendería todo el sentido espiritual de estas palabras a través de las cuales Jesús pide a su madre que sea madre espiritual de todos los hombres; pero sí debió entender bien el cariño entre el hijo y la madre, y como él se preocupaba de ella más que de sí mismo. Cuida de ella a través del joven valiente -el único hombre- allí presente, probablemente pariente de ellos, pensaría sin errar demasiado.

El corazón se le debió encoger un poco al pensar en su madre y en sus familiares. Daba así un paso más en comprender que aquel hombre tan religioso no era inhumano, no era un desapegado de los cariños verdaderos. Es natural un movimiento de piedad en el centurión, y eso acerca a la fe.

Pasaba el tiempo, y Jesús calló durante largo rato; el centurión meditaba. La gracia iría actuando en su corazón, como la semilla sembrada en buena tierra. Poco a poco, pero viva. Hasta que Jesús habló de nuevo dijo con gran voz: Eloí, Eloí, lamá sabaktani que, traducido, es Dios mío ¿por qué me has desamparado?[597]. Ni él ni muchos de los judíos que estaban cerca entendieron estas palabras pensando que llamaba a Elías. El centurión preguntó y le debieron traducir, quizá le dijeron que eran las primeras de un salmo mesiánico que se estaban cumpliendo al pie de la letra en aquellos momentos. Pero él se quedaría en la literalidad de la palabras y se daría cuenta del dolor interno de Jesús ¿Cuanto sufre también en el alma?. Y una nueva virtud humana afloraría en su interior: la compasión. Era fuerte, pero no era insensible. Sabía que Jesús era inocente, sabía que podía haberse escondido o defendido de modos naturales o sobrenaturales, pero que quería sufrir como pagando una deuda y los pecados de otros. Esta justicia sólo podía ser producto de un amor extraordinario. Pero ¡qué duro era aquello! No pudiendo consolarle en lo humano, quizá al ver a la madre, pensaría en que la mejor compasión era unirse a aquel valiente que tenía delante de sus ojos. Y los deseos de conocerle irían apareciendo cada vez más en el exterior.

Por fin oyó una palabra que le daba la posibilidad de ayudar un poco al crucificado. Jesús dijo Tengo sed[598]; el centurión se apresuraría para que le llevasen el líquido que estuviese más a mano. Le acercan una esponja mojada en vinagre, pero Jesús sólo la probó, no quería satisfacer la terrible sed propia de la fiebre y la pérdida de sangre, era la suya una sed espiritual. El centurión puede comprobar que la dureza del suplicio no ha hecho disminuir ni un ápice la voluntad de aquel hombre extraordinario. Jesús tenía sed de almas y cumplía la voluntad del Padre hasta en los más mínimos detalles. El centurión admira la fortaleza, tan patente en Jesús.

Fue entonces cuando dijo Jesús: Todo está consumado[599]. Ahora le quedaba más claro aún que estaba realizando una misión religiosa, extraña, pero real. ¿Qué es lo que estaba consumado? Algo que no se puede explicar solo con la lógica humana. Y la atención del centurión se centraría en comprender la verdad de lo que estaba pasando. Los hombres falsos o insinceros sólo se preocupan de sus problemas; los hombres sinceros buscan la verdad. La inquietud religiosa de aquel soldado llegaba a un punto culminante.

Fue entonces cuando se produjo el momento decisivo de su conversión. Primero fue el gran grito de Jesús, después lo que dice en aquel grito, y por último la sorprendente reacción del cielo y la tierra. Escuchemos como lo narran los evangelistas. Y Jesús, dando una gran voz, dijo: «En tus manos entrego mi espíritu»[600]… Y era como la hora de sexta cuando se obscureció toda la tierra hasta la hora de nona, porque se eclipsó el sol[601]… Y he aquí que el velo del Templo se rasgó de arriba a abajo. Tembló la tierra y las piedras se partieron. Los sepulcros se abrieron y resucitaron muchos cuerpos de santos que habían muerto[602].

El gran grito manifiesta la fuerza que conservaba Jesús. La muerte de los crucificados era un apagarse lento en el que la asfixia y la debilidad eran determinantes. Cristo tiene fuerzas. Mas que hablar grita. Su libertad en la hora de la muerte queda clara y el centurión es uno de los que mejor puede captar esa muerte libre. El grito de Jesús debió sobrecoger a todos. Los culpables se llenarían de temor pensando en un posible milagro. María al pie de la Cruz se alegró por ver el término de los padecimientos de su Hijo y la consumación de la Redención. El centurión tuvo un dato más: se trataba de una muerte extraordinaria.

La última palabra de Jesús en la Cruz también es muy expresiva, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Palabras densas que el centurión captaría según su capacidad. Para un pagano los dioses eran lejanos y terribles, caprichosos y crueles. Pensar en Dios como Padre quedaba fuera de su comprensión, aunque en alguna ocasión pudiesen emplear la expresión. El centurión sabía que los judíos veneraban a un Dios único, pensar en ese Dios Creador como un Padre que quiere a sus hijos era una auténtica revelación. Si lo aceptaba toda su vida cambiaba. Además Jesús amaba al Padre de tal manera que su diálogo con Él no se rompía por la dureza del sacrificio que se estaba realizando allí. Aquel hombre noble pudo ver así unas relaciones paterno filiales extraordinarias. El Padre quería una misión difícilisima y el Hijo se abandonaba en la voluntad de su Padre cumpliéndola hasta el final.

La noche repentina y el terremoto concluyeron la conversión del militar. Aquellos fenómenos nunca vistos en la naturaleza fueron para él como un grito de la Creación ante lo que los hombres habían sido capaces de hacer. Por un lado descubre que Jesús era realmente justo[603], es decir, era noble, fuerte, compasivo, piadoso,entero. Y por otro lado comprende que es más que un hombre bueno: Verdaderamente éste hombre era Hijo de Dios[604].

Más adelante podrá saber que no todo acaba con la muerte y que aquel Hombre era, es y será por los siglos de los siglos. Y sabrá que no sólo era Hijo de Dios como hombre, sino que era el Hijo Unigénito de Dios. Pero nosotros podemos deternos en el itinerario recorrido por un militar lleno de virtudes humanas que le conduce a la fe. Su trayectoria es inversa de los que condenaron a Jesús, los cuales, conociendo la Escrituras y practicando externamente la religión, eran personas humanamente deformes y falsas. No basta con un conocimiento teórico para llegar a Dios, es necesario ser correctamente humanos.

Las virtudes humanas del centurión le permitieron convertirse a pesar de que la Cruz parecía el fracaso de un hombre. La mirada limpia permite comprender lo que los retorcidos poseedores de la Escritura rechazan. La gracia actúa con libertad porque no encuentra obstáculos en lo que podemos llamar un hombre de bien. Ciertamente cuando un alma se esfuerza por cultivar las virtudes humanas, su corazón está ya muy cerca de Cristo[605].

El constraste con el joven rico es patente. El centurión es un hombre maduro y noble y descubre la luz por su mirada clara y limpia. El joven se alejó triste de Jesús porque le parecen duras las exigencias del Señor, y no las conocía todas porque era un teórico y la falta la experiencia de una madurez generosa.

[592] Mc 15,39

[593] Lc 23,47

[594] Lc 23,34

[595] Lc 23,42

[596] Jn 19,25-37

[597] Mc 15,34

[598] Jn 19,28

[599] Jn 19,30

[600] Lc 23,46; Mt 27.50; Mc 15,37

[601] Lc 23,44-45

[602] Mt 27,51-52

[603] Lc 23,47

[604] Mc 15,39; Mt 25,54

[605] Beato Josemaría Escrivá. Amigos de Dios. n. 91

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5 comentarios

  1. Que gran artículo!, dejó al descubierto el verdadero milagro de la Gracia, qué hermoso, me conmovió mucho.

  2. Muy pocas personas saben lo que es la formacion militar. Hay diciplina, seriedad, formaconn, se les exige moral, equidad, educacion maxima, cortesia, un sinnumero de ciualidades poco comun en los civiles y administradores publicos, sin embargo, muchos hablan tan mal de los hombres de armas, militaresde carrera y eso me da muha pena, porque yo fui un buen militar y policia….Gracias…

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