El feminismo de género
La solidaridad entre marido y mujer en la familia, entre hombre y mujer en la sociedad, es esencial para que su colaboración sea fecunda.
La carta de la Congregación para la doctrina de la fe sobre la colaboración del hombre y la mujer en la Iglesia y en el mundo comienza con un breve análisis de «algunas corrientes de pensamiento, cuyas tesis frecuentemente no coinciden con las finalidades genuinas de la promoción de la mujer» (n. 1).
En los últimos cincuenta años la sociedad se ha esforzado por encontrar el modo de conciliar la igualdad fundamental de los hombres y las mujeres con sus innegables diferencias biológicas. A lo largo de la década de 1960 las mujeres protestaron contra las leyes y las costumbres que les reservaban un trato discriminatorio. Los Gobiernos respondieron emanando normas que garantizaban a las mujeres derechos legales iguales, igual acceso a la instrucción e iguales oportunidades económicas, que las mujeres se apresuraron a aprovechar. Aumentó el número de las que prosiguieron sus estudios alcanzando la instrucción .superior, así como el de las que se comprometieron en actividades profesionales y en cargos públicos a los que se accedía por elección o por nombramiento.
En la década de 1970 el movimiento feminista, que había fomentado esos cambios, fue apoyado por los radicales que veían en las mujeres el prototipo de la clase oprimida y afirmaban que el matrimonio y «la heterosexualidad obligatoria» eran mecanismos de opresión. Esta corriente de pensamiento se basaba en el análisis de los orígenes de la familia realizado por Fredrick Engels. En 1884, Engels escribió: «El primer antagonismo de clase de la historia coincide con el desarrollo del antagonismo entre el hombre y la mujer en el ámbito del matrimonio monógamo; y la primera opresión de clase, con la del sexo femenino por parte del masculino» (The Originin of the Family, Property and the Sta te, International Publishers, Nueva York 1972, pp. 65-66).
En su libro The Dialectics of Sex, escrito en 1970, Shulamith Firestone modificó el análisis de la lucha de clase realizado por Engels, asegurando que era necesaria una revolución de las clases sexuales: «Para garantizar la eliminación de las clases sexuales es preciso que la clase oprimida (las mujeres) se rebele y tome el control de la función reproductiva (…). Por ello, el objetivo final de la revolución feminista debe ser diverso del primer movimiento feminista, la eliminación no sólo del privilegio masculino, sino incluso de la distinción entre los sexos; las diferencias genitales entre los seres humanos ya no deben tener ninguna importancia» (p. 12).
Según ella, «el núcleo de la opresión de las mujeres radica precisamente en su función de gestación y educación de los hijos» (Ib., p. 72). Los defensores de este análisis consideraban que el aborto libre, la anticoncepción, la completa libertad sexual, el trabajo femenino y la presencia de instituciones públicas diurnas a las que se podía encomendar los niños eran condiciones necesarias para la liberación de la mujer.
Nancy Chodorow, en el libro The Reproduction of Mothering (1978), sostenía que mientras la función de criar a los hijos siguiera siendo prerrogativa de la mujer, los niños crecerían viendo a la humanidad dividida en dos clases diferentes y desiguales, y, según ella, esta visión es la causa de la aceptación de la opresión «de clase».
Alison Jagger, en un manual realizado para los programas de estudios sobre la cuestión femenina, expuso el resultado que se esperaba lograr con la revolución de las clases sexuales: «La desaparición de la famílía biológica eliminará también la exigencia de la represión sexual. La homosexualidad masculina, el lesbianismo y las relaciones sexuales fuera del matrimonio ya no se verán, al estilo liberal, como opciones alternativas. (…) Desaparecerá precisamente la institución de la relación sexual, en la que el hombre y la mujer realizan cada uno una función bien definida. La humanidad podrá, finalmente, recuperar su sexualidad natural, caracterizada por una perversidad polimorfa» (Political Philosophies of Women\\’s Líberation, Feminism and Phílosophy, Littlefield, Adams and Company, Totowa, Nueva Jersey 1977, p. 13).
Ahora bien, un ataque frontal contra la familia implicaba riesgos. Según Christine Riddiough, «la cultura gaylesbiana también puede considerarse como una fuerza subversiva capaz de enfrentarse a la hegemon ía del concepto de familia. Con todo, esta interpretación puede tomar formas que la gente no vea como contrapuestas de por sí a la familia (…). Para utilizar de modo eficaz el carácter subversivo de la cultura gay, debemos ser capaces de presentar modalidades alternativas de interpretación de las relaciones humanas» (Socialism, Feminism and Gaylesbian Líberation, en Women and Revolution, Lydia Sargent, South End Press, Boston 1981, p. 87).
Sexo o género
El problema que encontraron los que fomentaban la revolución con respecto a la familia nación de las clases sexuales, dado que estas hunden sus raíces en las diferencias biológicas entre el hombre y la mujer. Una solución fue fruto de la actividad del doctor John Money, de la Universidad John Hopkins de Baltimore (Estados Unidos). Hasta la década de 1950, la palabra género era un término gramatical que se utilizaba para indicar que una palabra era masculina, femenina o neutra. El doctor Money comenzóa usar la palabra en un contexto nuevo, acuñando el término «identidad de género» para describir la conciencia individual de sí mismo o de sí misma como hombre o mujer (cf. John Colapinto, As Nature Made Him, Harper Collins, Nueva York 2000, p. 69). Según Money, la identidad de género de una persona dependía de cómo había sido educado el niño y podía resultar diversa del sexo biológico. Sostenía que se podría cambiar el sexo de una persona y que a los niños nacidos con órganos genitales ambiguos se les podía asignar un sexo diverso del genético, mediante una modificación quirúrgica.
Las teorías de Money alcanzaron gran éxito y en 1972 presentó una prueba, que parecía irrefutable, del hecho de que la identidad de género dependía de la educación recibida. En su libro Man and Woman, Boy and Girl, ilustró el caso de un gemelo monocigótico cuyo pene había sido destruido durante una operación de circuncisión. Los padres del niño acudieron a Money, el cual les aconsejóque le hicieran castrar y le educaran como si fuese una niña. La existencia del gemelo monocigótico permitió a Money comparar al gemelo educado como hombre con el educado como mujer. Refirió que el cambio de sexo había sido un éxito y explicó que el niño se había adaptado pertectamenta a una identidad femenina. El caso parecía resolver la cuestión «naturaleza contra educación» en favor de la educación.
Ya antes de que anunciara su famoso caso, las teorías de Money habían encontrado el apoyo de las feministas. En el libro Sexual Politics, publicado en 1969, Kate Millet, comentando la obra anterior de Money, escribió: «Al nacer no hay ninguna diferenciación entre los sexos. La personalidad psicosexual se forma, por consiguiente, en la fase posnatal y es fruto de aprendizaje» (p. 54).
El concepto de género como construcción social entró a formar parte de la teoría feminista. Susan Moller Okin, autora del libro Justice, Gender and the Famíly (1989), anhelaba «un futuro sin género. No habría nada establecido previamente en las funciones masculinas y femeninas; así, el embarazo estaría tan separado conceptualmente de la educación que sorprendería que los hombres y las mujeres no fueran responsables por igual de los quehaceres domésticos» (p. 170).
A lo largo de la década de 1980, el término género se hizo omnipresente en los programas de estudios de la cuestión femenina. Con la introducción del concepto de género como construcción social, el interés del movimiento feminista se desvió de la eliminación de las políticas desfavorables para la mujer a la atención hacia todo lo que admitía la existencia de diferencias entre el hombre y la mujer, especialmente todo lo que se realizaba en apoyo de la mujer en cuanto principal fuente de asistencia en el ámbito doméstico. Un futuro sin género presuponía una sociedad que examinara meticulosamente todos los aspectos de la cultura para encontrar pruebas de la socialización de género.
Antes de 1990, los documentos publicados por las Naciones Unidas habían puesto de relieve la eliminación de la discriminación con respecto a las mujeres, pero en torno a 1990 el género se transformó en punto central de interés. Un opúsculo de la agencia INSTRAW de las Naciones Unidas, titulado Gender Concepts, definía el género como: «Un sistema de funciones y relaciones entre hombres y mujeres no determinado por la biología sino por el contexto social, político y económico. El sexo biológico es un dato natural: el “género” se construye» (Gender Concepts in development and planning: A Basic Approach, INSTRAW, 1995, p. 11).
Sin embargo, la línea de separación entre sexo y género seguía siendo incierta. Muchos de los que adoptaban el término género no tenían idea de sus raíces ideológicas. A pesar de ello, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre la mujer, que se celebró en 1995 en Pekín, invitó a las naciones a «adoptar una perspectiva de género». Como reza el texto definitivo de su Plataforma de acción: «En muchos países, las diferencias entre las actividades y los resultados conseguidos por la mujer y por el hombre no son aún reconocidas como consecuencia de funciones de género construidas socialmente, sino más bien como fruto de diferencias biológicas inmutables» (Plataforma de acción de la Conferencia de Pekín sobre la mujer, 1995, párrafo 27 en el texto final).
El problema suscitado por esa declaración es que algunas de las diferencias entre las actividades realizadas por la mujer y las realizadas por el hombre están claramente vinculadas a diferencias biológicas inmutables, que la Plataforma no tiene en cuenta. Por ejemplo, sólo las mujeres pueden llevar en su seno a un hijo y amamantarlo. Mientras un alto porcentaje de mujeres considere la maternidad como su vocación primaria, decidiendo no trabajar fuera del ámbito doméstico, dejando el trabajo durante largos períodos a fin de afrontar las exigencias familiares o eligiendo ocupaciones con horarios o tareas compatibles con las responsabilidades familiares, las actividades y los resultados conseguidos por el hombre o por la mujer serán notablemente diferentes (Segun Vigdis Finnbogadottir presidente de Islandia, en su intervención en el Consejo de Europa, Estrasburgo, en febrero de 1995: «Mientras la esfera privada siga siendo principalmente prerrogativa de las mujeres, estas estarán mucho menos disponibles que los hombres para tareas de responsabilidad en la vida económica y política»).
La perspectiva de género no apoyaba a las mujeres que elegían la maternidad como vocación primaria. En una entrevista de 1975 con Betty Freidan, Simone de Beauvoir hacía suya esta orientación. A la pregunta sobre si las mujeres debían ser libres de decidir quedarse en casa a educar a los hijos, respondió: «Las mujeres no deberían tener esta posibilidad de elección, precisamente porque si existiese esta opción, demasiadas mujeres la adoptarían» (Sex, Society and the Female Dilemma: a dialogue between Betty Freidan and Simone de Beauvoir», Saturday Review, 14 de junio de 1975, p. 18).
No se trataba simplemente del hecho de que el género se construye, sino de que, según esa perspectiva, la construcción del género la realiza el hombre en detrimento de la mujer. La misma palabra «mujer» era considerada como una etiqueta que creaba «un ser ficticio» y «perpetuaba la desigualdad»» (Peter Beckam and Francine O’Amico, Women, Gender and World Politics, Bergin and Garvey, Westport CT 1994, p. 7).
La unidad del ser humano
Mientras se consolidaba la perspectiva del género, su base teórica se estaba resquebrajando. En 1997, un artículo del doctor Milton Oiamond, experto en el efecto prenatal de la testosterona sobre la organización cerebral, reveló que el doctor Money no había referido fielmente el resultado del caso de los gemelos (Milton Oiamond and H.K. Sigmundson, «Sex Reassignment at Birth: A Long T erm Review and Clinical implications», Archives of Pediatrics n. 151, marzo de 1997, pp. 298-304).
El doctor Oiamond nunca había aceptado la teoría del doctor Money, según la cual la socialización podía prevalecer sobre la identidad biológica. A lo largo de los años había intentado en varias ocasiones localizar al gemelo del que hablaba Money, para comprobar cómo había afrontado la adolescencia ese niño. Oiamond logró contactar con el terapeuta del lugar que había atendido al gemelo y descubrió que el experimento había sido un fracaso completo. El gemelo no había aceptado nunca que era una niña y nunca se había adaptado al papel femenino. A la edad de catorce años mostró tendencias suicidas. Uno de los muchos terapeutas destinados a prestarle ayuda psicológica impulsó a sus padres a revelarle la verdad. Cuando supo que era un chico, decidió llevar una vida de hombre. Se sometió a intervenciones de cirugía reconstructiva sumamente complicadas y se casó. Toda la historia del caso de los gemelos se encuentra documentada en el libro «As Nature Made Him» de John Colapinto.
Las teorías de Money quedaron ulteriormente desacreditadas por las investigaciones sucesivas sobre el desarrollo cerebral. La investigación sobre la exposición prenatal a las hormonas ha demostrado que, ya antes del nacimiento, los cerebros masculinos y femeninos son notablemente diversos, lo cual influye, entre otras cosas, en el modo en que el recién nacido percibe visualmente el movimiento, el color y la forma. El resultado es una «predisposición biológica» de los niños hacia juguetes típicamente masculinos y de las niñas hacia juguetes típicamente femeninos (cf. Gerianne Alexander, «An Evolutionary Perspectiva of Sex- Tiped Toy Preference: Pink, Blue and the Brain», Archives of Sexual Behavior, vol. 32, 1, febrero de 2003, pp. 7-14).
Ya desde el seno materno, las mujeres están dotadas de una sensibilidad hacia el ser humano necesaria para la maternidad. Esta investigación y otras informaciones nuevas sobre la estructura del cerebro humano indican que las influencias biológicas y la experiencia concurren a crear conexiones cerebrales y están tan inextricablemente entrelazadas que resulta imposible separarlas.
Los niños nacen en sociedades creadas por hombres y mujeres cuya percepción de lo que es natural depende de la influencia de esa combinación de biología y experiencia. Los niños crecerán para llegar a ser padres, y las niñas para llegar a ser madres. Ocultar este dato por medio de la socialización neutra de género no cambiará la realidad de la diferencia sexual.
Otras investigaciones sobre el desarrollo cerebral han demostrado la importancia de la relación entre madre e hijo durante el primer mes de vida. El niño que ha escuchado la voz materna durante la gestación viene al mundo buscando la luz en los ojos de su madre. Un sólido vínculo entre madre e hijo es fundamental para el desarrollo emotivo. A los estudiosos del desarrollo neonatal y del desarrollo del cerebro humano les preocupa que sus descubrimientos sobre la importancia del vínculo madre-hijo sean ignorados por los que estimulan el trabajo femenino y proponen que se encomienden los niños a instituciones de asistencia diurna (cf. Shore, Affect Regulation and the Origin of Self. The Neurobiology of Emotional Development, p. 540).
Si las mujeres son más sensibles a las exigencias del ser humano y los niños necesitan madres sensibles a sus exigencias, entonces presentar la maternidad a una luz positiva no quiere decir perpetuar un estereotipo negativo, sino reconocer la realidad. No hay injusticia mientras a las mujeres no se les impida la decisión de trabajar fuera de casa. Precisamente porque los dos sexos son diferentes, la mujer puede dar una contribución única a la sociedad en general. El hecho de que la mujer tenga posibilidad de elección hace que algunas mujeres se sientan atacadas, pero este es el precio de la libertad.
Falta de pruebas para las teorías sobre la discriminación de género
Los que sostienen la perspectiva de género han citado numerosos ejemplos de cómo la socialización de género desemboca en el abuso de la mujer. El problema es que muchos de estos ejemplos no resisten un examen atento. Christina Hoff Sommers, autora de la obra Who Stole Feminism?, descubrió que, mientras los medios de comunicación daban espacio a las teorías feministas, según las cuales, la socialización negativa de género provocaba la muerte por anorexia de 150.000 norteamericanas al año, las estadísticas sanitarias demostraban que en el año 1983 se registraron 101 muertes por anorexia. En 1991 el número había bajado a 54.
En 1991, la American Association of University Women publicó un estudio titulado «A Call to Action: Shortchanging Girls, Shortchanging America», en el que se sostenía que la discriminación de género en el ámbito escolar provocaba una devastadora pérdida de autoestima en las adolescentes. Ese estudio fue ampliamente divulgado por los medios de comunicación y se elaboraron numerosos programas para resolver el problema. Con gran esfuerzo, Christina Hoff Sommers obtuvo una copia de los resultados de la investigación, y descubrió que la evaluación de la autoestima no se había realizado con métodos científicos y que las adolescentes, en la mayor parte de las evaluaciones, referían resultados escolares mejores comparados con los de sus coetáneos varones («Who Stole Feminism?», pp. 137 -156).
El problema creado por las acusaciones de opresión no comprobadas, referidas por las feministas, es que desvían los limitados recursos de la solución de los problemas reales que las mujeres deben afrontar y minan la credibilidad de los que están comprometidos en favor de los auténticos intereses de la mujer.
Dado el crédito concedido en el pasado a investigaciones carentes de validez, es importante examinar atentamente todas las pruebas presentadas en apoyo de la perspectiva de género. Eso vale de modo especial para los temas del aborto y la homosexualidad. Por ejemplo, los que están a favor de una nueva definición del matrimonio, que tome en cuenta las uniones homosexuales, citan numerosos estudios que según ellos demuestran la ausencia de diferencias significativas entre niños educados por uniones homosexuales y niños educados por padres naturales en el ámbito del matrimonio. Al analizarlos, se ha demostrado que esos estudios carecían de validez interna y externamente (cf. Philip Belcastro y otros, «A Review of Data Based Studies Addressing the Affects of Homosexual Parenting on Children\\’s Sexual and Social Functioning», Journal of Divorce and Remarriage, 1993, vol. 20, nn. 1-2, pp. 105-122; Robert Lerner and Althea Nagai, «No Basis: What the studies don\\’t tell us about samesex parenting», Marriage Law Project, Washington DC 2001).
Según el profesor Lynn Wardle, «la mayor parte de los estudios sobre los padres homosexuales se basa en investigaciones cuantitativas que no merecen crédito, pues están viciadas desde el punto de vista metodológico y analítico (algunas son de una calidad poco más que anecdótica) y proporcionan una base empírica demasiado débil para determinar políticas públicas» «The Potential Impact of Homosexual Parenting on Childrem», University of IIlinois Law Review, 833, 1997).
Por otra parte, numerosos estudios confirman cómo la presencia de un padre y de una madre mejora el bienestar de los hijos. La importancia del amor materno es algo bien sabido, pero muchos estudios recientes demuestran que también el amor paterno tiene un influjo positivo. Un repaso de lo escrito a este respecto ha mostrado que «el influjo del amor paterno sobre el desarrollo de los hijos es igual y a veces mayor que el del amor materno, Algunos estudios concluyen que el amor paterno es el único índice significativo de resultados positivos específicos» (Ronald Rohner and Robert Veneziano, «The Importance of Father Lave: History and Contemporary Evidence», Review of General Psychology, diciembre de 2001, vol. 5, n. 4, pp. 382-405).
El futuro está en manos de los jóvenes y, por consiguiente, la sociedad tiene la obligación de dar prioridad a su bienestar. Las mujeres desean lo que sea mejor para sus hijos y todo niño necesita un padre y una madre. Sólo el matrimonio asegura el compromiso mutuo de los padres, y el compromiso en favor de los hijos; por tanto, cualquier otra forma de unión conlleva riesgos para los niños y para las mujeres.
Patrick Fagan, de la Heritage Foundation, recogió una cantidad enorme de pruebas en favor de la importancia para los hijos de tener un padre y una madre que permanezcan unidos en el matrimonio: «Los niños nacidos fuera del matrimonio o con padres divorciados tienen muchas más probabilidades de incurrir en pobreza, malos tratos y problemas de comportamiento y emotivos; van peor en la escuela y hacen uso de drogas con mayor frecuencia. Las madres solteras tienen muchas más probabilidades de ser víctimas de la violencia doméstica. (…) En todo caso, los niños cuyos padres permanecen casados gozan de ventajas reales. Se ha constatado que los adolescentes procedentes de estas familias presentan mejor estado de salud, tienen menos probabilidades de sufrir de depresión y repetir curso en la escuela, y encuentran menos problemas de desarrollo».
En defensa de la mujer
La Iglesia católica no puede permanecer neutral cuando, en nombre de las mujeres, se lanzan ataques contra la familia, el matrimonio, la maternidad y la paternidad, la moral sexual o la vida del feto. La Iglesia condena incondicionalmente cualquier abuso perpetrado en perjuicio de la mujer en el ámbito familiar, pero la solución no es la destrucción de la familia. Cuando las sociedades estimulan el sexo fuera del matrimonio, el aborto, la mentalidad anticonceptiva y el divorcio, quien sufre las consecuencias es la mujer. Cuando se respeta el matrimonio, y la castidad es la norma, se salvaguarda la dignidad de la mujer.
La solidaridad entre marido y mujer en la familia, entre hombre y mujer en la sociedad, es esencial para que su colaboración sea fecunda. Una lucha interminable entre clases sexuales no llevará a la liberación de la mujer. Una antropología desviada, que ignore las diferencias entre los sexos, deja a la mujer en la no envidiable situación de tratar de imitar la conducta masculina o de gastar sus energías en el vano intento de transformar al hombre en pseudo-mujer. Una mujer que comprenda y acepte las diferencias entre los sexos es libre de colaborar con el hombre, sin poner en peligro su originalidad personal.
La perspectiva de género es un callejón sin salida. Se dilapidan recursos valiosos queriendo contrarrestar el deseo natural de maternidad de la mujer. Favorecer la paternidad, la maternidad, la familia y el matrimonio no pone en peligro la igualdad esencial, los derechos y la dignidad de la mujer. Sólo el reconocimiento de las diferencias entre el hombre y la mujer, y del carácter central de la familia en la sociedad, ofrece los parámetros válidos para entablar un diálogo. Seguirá siendo necesario distinguir entre diferencias reales y estereotipos humillantes, y seguirá siendo importante defender el derecho de la mujer y del hombre a elegir carreras atípicas y proteger a la mujer de la injusticia y de los malos tratos.
En este campo la Iglesia tiene mucho que ofrecer. La repetida invitación del Santo Padre a la solidaridad brinda una alternativa a una lucha de clases sin fin. Los que se interesen por crear una sociedad que de verdad esté en favor de la mujer encontrarán útil el libro «Amor y responsabilidad», escrito por el Santo Padre cuando aún era obispo. La condena, por parte del Papa Juan Pablo II, de todos los comportamientos que tratan a las personas como objetos encontrará resonancia en las mujeres que, con razón, sienten el peso del utilitarismo sexual y económico.
La colaboración fructuosa entre el hombre y la mujer debe basarse en la verdad sobre la persona humana. Los dos sexos, diversos y con igual dignidad, son una revelación de la imagen y de la semejanza de Dios, y participan de la bondad de la creación. Dios, que creó al ser humano varón y mujer, que instituyó el matrimonio y la familia, y dictó las leyes que gobiernan la moral, es incapaz de injusticia. Por tanto, las mujeres no tienen nada que temer de una cultura que comprende y respeta las diferencias entre hombres y mujeres.
Por la Dra. Dale O’Leary, periodista norteamericana