Acerca de las investigaciones actuales sobre los cambios de rol masculino
El nuevo movimiento de gender equality, igualdad de género, a pesar de tratar de homogeneizar las diferencias existentes entre la feminidad y la masculinidad, no parece haberlo conseguido. En la actualidad la igualdad de género no sólo es una cuestión que no está cerrada, sino que se considera ya superada como efecto del primer y arcaico feminismo, hoy obsoleto (Lagarde, 1996; Elósegui, 2002).
De otra parte, las numerosas publicaciones sobre trabajos empíricos existentes al respecto son un tanto confusas y de muy diferente validez empírica, dada la metodología no muy rigurosa empleada y su mayor o menor permeabilidad y condescendencia respecto de las presiones ideológicas existentes.
De ordinario, lo que se llaman roles son reinterpretados en función de ciertas actitudes y comportamientos, que devendrían así en meros rasgos con cuya constelación, posteriormente, se configuran los roles. Son, así pues, roles-resultado.
Al proceder así, lo que importa en última instancia es el mero análisis cuantitativo referido a sólo dos contenidos principales: (1) el comportamiento del mercado y la igualdad de oportunidades respecto del hombre y la mujer; y (2) el estilo de vida, es decir, el modo en que el hombre y la mujer distribuyen su tiempo en las tareas domésticas.
Dado que sobre lo primero otros autores se han ocupado en nuestro país con suficiente rigor (Chinchilla, 2004; Gómez López-Egea, 2004), trataré aquí de esta segunda cuestión, mucho más desatendida que la anterior.
“La modernidad –escribe Bonke, 2004-ha sido interpretada como un fenómeno caracterizado por el modo en que se emplea el tiempo, fuera del contexto laboral, por el hombre y la mujer, en su respectiva consideración en tanto que padre y madre”.
Se sobreentiende aquí que ambos trabajan fuera de casa y que la evaluación cuantitativa temporal se refiere en estos trabajos a sólo la denominada private sphere, esfera privada. Este análisis es el que permitiría inferir cuáles son las preferencias y actitudes de unos y otras. De acuerdo con esta hipótesis es como se han diseñado los estudios realizados en numerosos países. Como ejemplo paradigmático de ellos tomaré aquí uno de los más recientes: el realizado en Dinamarca.
En una investigación reciente de Bonke (2004), realizada en Dinamarca, se ha estudiado el modo en que se reparte el tiempo en el ámbito del hogar, por parte del hombre y la mujer. El autor compara los resultados obtenidos con los encontrados durante el año 1987. Aunque es posible reconocer ciertos cambios, sin duda alguna la conclusión más persistente, de forma significativa, es que la mujer continúa dedicando más horas al hogar que el varón, y, además, todos los días de la semana.
Las tareas realizadas por el varón, según esta investigación, están caracterizadas por una mayor flexibilidad, lo que permite al hombre organizar mejor su tiempo al no ir presionado por la inmediatez de una determinada exigencia temporal que no puede esperar.
Por el contrario, los trabajos fijos que realiza la mujer, disponen de menos grados de libertad y flexibilidad, a causa de la inaplazable exigencia temporal que demandan.
Esto explicaría algunos de los resultados obtenidos. Así, por ejemplo, el hecho de que el hombre compense durante los sábados su ausencia de las tareas domésticas durante la semana, con una mayor dedicación a su familia. Se diría que el sábado es para el hombre el día de la semana que más tiempo entrega a su familia.
La dedicación de la mujer a la familia, por el contrario, está presidida por la urgencia y exigencia inaplazables de lo inmediato, de lo que debe ser hecho cada día, por lo que su dedicación es mucho más rígida y menos flexible en muchos de sus formatos.
La actividad de ir de compras, no parece ser significativa según el género; y ello tanto si se consideran las actividades que mujer y varón hacen por separado como aquellas que realizan conjuntamente. Los días de la semana que con mayor frecuencia el hombre va de compras es el jueves (casi siempre acompañado por su mujer, en el 10 o 12% de las parejas) y él solo los viernes y domingos. En líneas generales, la mujer va más de compras que el varón, y suele hacerlo de una forma más distribuida a lo largo de los días de la semana.
A diferencia de lo que caracterizaba al comportamiento de la pareja en las últimas décadas, en la actualidad habría que concluir que la mujer y el varón emplean el tiempo doméstico de forma cada vez más similar.
El nuevo cambio que se ha producido es relativamente concluyente: la mujer emplea hoy más tiempo en su trabajo fuera de casa y el varón destina más tiempo al trabajo en el hogar.
Cuanto mayor es su nivel de educación más equidad se da entre ellos, en lo que se refiere al tiempo destinado a las tareas domésticas. Lo más común es que dos de cada cinco esposas se dediquen por completo al trabajo doméstico y a la educación de los hijos. Esto constituye un principio de “vuelta al hogar”, dado que tanto el hombre como la mujer -en la mayoría de los jóvenes matrimonios-destinan no menos de 37 horas semanales al hogar, frente a sólo el 21% de las familias estudiadas en el 2001. A pesar de estos datos, no obstante todavía son muy numerosos los varones que destinan menos tiempo a la familia que sus mujeres.
Las madres emplean más tiempo que los padres en la educación de los hijos. Sin embargo, tres de cada cuatro madres y tres de cada cinco padres están realmente comprometidos con la educación de sus hijos. En cualquier caso, los hijos en edad escolar reciben poca atención de ambos progenitores.
Más allá del rigor cuantitativo de estas investigaciones, convienen señalar algunos de los defectos en que estos estudios incurren. Así, por ejemplo, se silencian otras numerosas variables cualitativas, sin cuya consideración resulta imposible hacerse cargo en la práctica de cuáles son los roles masculinos y femeninos o de los roles de padres y madres. Es decir, que del estudio de la dedicación temporal de los progenitores no puede inferirse casi nada o muy poco acerca de los roles masculinos y femeninos. El silencio de la investigación cualitativa –otra consecuencia más del positivismo dominante en la mentalidad cientifista- se compadece mal con eso que precisamente se pretende estudiar.
De otra parte, el tiempo asignado a las diversas tareas no se identifica con sólo las actitudes y comportamientos, sino que debería abrirse a un análisis más amplio de los valores y aptitudes, con los que, sin duda alguna, aquellos están relacionados.
Otro de los resultados obtenidos se refiere a lo que el autor denomina con el término de “especialización”, es decir, que mujer y varón se dedicarían a diversas actividades en las que previamente se han especializado. Los datos encontrados ponen de manifiesto que la especialización es muy moderada o inexistente en la práctica, entre las parejas sin hijos. Por el contrario, la especialización es significativamente mayor entre parejas con hijos. Los autores sugieren como explicación de este último resultado que la presión del tiempo entre las parejas con hijos sería la causa principal en la génesis de esa forzada “especialización” en los trabajos domésticos.
Aunque los datos anteriores, qué duda cabe, son significativos, no obstante habría que establecer algún matiz acerca de su interpretación. Aunque el principio de la “división del trabajo”, que está en la base de la especialización, sea muy útil en el ámbito empresarial, es probable que no lo sea tanto en el ámbito familiar. De hecho, hay principios funcionalistas que fundamentarían mejor esa supuesta “especialización” doméstica. Este es el caso de algunos criterios como los siguientes: la especialización debiera llevarse a cabo según el grado de dificultad que cada tarea tenga para cada uno de ellos, en función de cuáles sean sus respectivas aptitudes respecto de esa tarea; en función de lo que más agrade a cada uno de ellos; en función de los requerimientos y personalidad de cada uno de ellos y de las peculiaridades singulares de los hijos a educar. No atenerse a las cuestiones apuntadas es probable que constituya un desatino para la organización y el desarrollo sostenible de la felicidad familiar.
Al filo de estas y otras investigaciones surgen preguntas un tanto inquietantes a las que no es posible, por el momento, dar la oportuna respuesta. Así, por ejemplo, ¿no se estará introduciendo en el estudio de la familia criterios empresariales que, por no ser conformes con la naturaleza de la familia, la desvirtúan y contradicen?, ¿es que acaso se ha diseñado un criterio cuantitativo para medir lo que es más importante, como el amor y la educación de los hijos?, ¿puede medirse esto?
De acuerdo con los datos obtenidos, no se puede afirmar que esta pormenorizada investigación sobre la equidad de la pareja -expresada en sólo la dedicación temporal de los cónyuges- salga garante de una mejor educación de los hijos como tampoco respecto de una mayor felicidad conyugal. A lo que parece, algo habrá que dejar a la improvisación, el estilo de darse cada uno de ellos y al arte de la educación, cuyos contenidos no son tan patentes y claros como para que sean objeto de una evaluación cuantitativa y aritmetizable.
No deja de ser curioso, sin embargo, que en aquellas parejas en que la mujer tiene una formación superior en educación, el índice de segregación es significativamente más bajo, a pesar de que asigne menos tiempo a los trabajos domésticos.
A pesar del supuesto de que ambos progenitores dediquen igual tiempo a las tareas domésticas, ¿puede inferirse acaso una mayor felicidad para los cónyuges y sus hijos? He aquí otra realidad que se ha tornado demasiado problemática, por cuanto las escalas hoy al uso sólo evalúan lo que se ha dado en llamar “satisfacción familiar”. Pero el mismo concepto de satisfacción familiar, nada o muy poco tiene que ver con la felicidad familiar.
Tampoco está demostrado –como se supone hoy en ciertas tesis postmodernas- que mujer y varón hayan de emplear su tiempo del mismo modo, ni aún apelando a la equidad en la pareja. Y ello, sencillamente, porque es imposible, porque en ambos hay un hecho diferencial constitutivo que les hace diversos en su forma de ser y comportarse.
Los cambios socioculturales y los cambios de rol
Sin duda alguna, la sociedad y la cultura han cambiado, cambian y cambiarán todavía más. Los cambios recientes han hecho sentir su presencia –su impacto tal vez-más allá de lo que se había previsto o esperado. De aquí la sorpresa –en algunas cuestiones bien fundada-, y hasta la confusión en ciertos sectores de la población que no saben a qué atenerse. Sea por una cierta rigidez de las personas o sea por lo sorpresivo de estos cambios, el hecho es que muchas parejas manifiestan hoy un cierto desajuste y desorientación respecto de cómo han de comportarse como madres y padres, como mujer y varón. En el caso del varón esto suele ser más frecuente todavía (Polaino Lorente, 1993, y 1994a y b).
Algunos han vinculado estos cambios socioculturales, profundos e incontestables, a sólo los cambios de roles femenino y masculino. Y, en consecuencia, lo que sería menester según ellos es cambiar los antiguos roles masculino y femenino, para adecuar el propio comportamiento a los cambios sociales.
En principio, parece existir una cierta conexión entre cambios culturales y cambios de rol; pero tal conexión en modo alguno ha sido comprobada en modo suficiente. Es posible que esos cambios sociales no sean sino la consecuencia de los profundos y repentinos cambios que, con anterioridad, han sufrido de forma súbita los roles de la mujer por su incorporación al mercado laboral.
Por eso también, aquí o precisamente aquí y ahora, importa mucho establecer hasta dónde se ha de llegar en esos cambios, dónde han de establecerse los límites que los hacen realizables, sostenibles y al servicio de la identidad personal y de la felicidad familiar.
De otra parte, tampoco está probado –al menos, desde una perspectiva empírica y rigurosa- cuál es la naturaleza de la compleja articulación existente entre unos y otros cambios. En lo que respecta a algunos de ellos, tal articulación no sólo no está probada sino que hasta pudiera ser una mera atribución sin demasiado fundamento. Ésta como otras muchas satisfacen más bien el perfil de las muchas atribuciones sociales que hincan sus raíces en la deseabilidad social, las expectativas o la mera ficción de lo que se entiende por “posmoderno”.
Es decir, en el ámbito de los cambios de rol masculino, por el momento, se trata más de una propuesta social y teórica que de una realidad ya cristalizada y tozuda. Se habla –y mucho- de los cambios de rol en el varón, pero mientras tanto los cambios reales de esos roles se dejan siempre para después, para un después que nunca llega.
Esta disonancia entre los modelos teóricos de los roles masculinos y el comportamiento masculino real, pone de manifiesto la dudosa conexión existente –y mucho menos de forma causal y rectilínea- entre los cambios socioculturales y los cambios de rol.
No obstante, hay que admitir que lo que sí han cambiado –y de un modo rotundo- son ciertos roles femeninos, especialmente todos aquellos que se derivan de la incorporación de la mujer al trabajo. Pero tampoco está demostrado que esos cambios relevantes sean una mera consecuencia de la incorporación de la mujer al trabajo y no la causa sumergida y latente del cambio que sí se ha producido no sólo en la sociedad, sino principalmente en las hipótesis teóricas acerca de la feminidad.
Este es el caso, por ejemplo, de lo que sucede en ciertas presunciones o propuestas feministas. Cuando se estudian longitudinalmente el modo cómo han evolucionado a lo largo de estas últimas décadas, es fácil observar en ellas los avances y retrocesos, las afirmaciones, negaciones y deslegitimaciones, por no hablar de las continuas controversias, matizaciones y ajustes gruesos y finos a que han sido sometidas por un sendero siempre zigzagueante durante este tiempo.
A pesar de ello, lo que parece ser un hecho incontrovertible es que ha cambiado el modelo hipotético y teórico acerca de la feminidad de que se habían servido las generaciones anteriores: modelo que entonces se defendió con la desafortunada convicción de una verdad bien fundamentada y que parecía definitivamente asentada.
Sin embargo, si se exceptúan los cambios de rasgos en la actual configuración del rol femenino -que han podido derivarse de la incorporación de la mujer al mundo laboral-, hay que afirmar que todavía hay muchos rasgos que en modo alguno han cambiado en los roles femeninos. Es decir, que tal cambio de rol no ha sido ni tan pronunciado ni tan profundo y cualitativamente diferente como suele sostenerse. Aquí también emerge una relevante disonancia entre lo hoy afirmado y la tozuda realidad del comportamiento femenino, a lo ancho y a lo largo de la vida cotidiana (Deaux, 1999).
De otra parte, es preciso estudiar cómo influyen los cambios de los roles femeninos en los supuestos cambios que hoy habría que introducir en los roles masculinos, y que ya se anuncian como ciertos, aunque todavía no se hayan implantado ni generalizado socialmente.
Los cambios en los roles femeninos, qué duda cabe, han de tener consecuencias -y consecuencias importantes- en el modo como se configuran los roles masculinos. Quien esto escribe tiene la certeza de que la diversidad hombre-mujer tiene vocación perenne y alcanza su sentido en la complementariedad entre ellos.
La diversidad y los cambios de rol
La diversidad entre hombre y mujer no exige la identidad entre ellos, sino que más bien la contradice. La diversidad es la proyección del hecho diferencial que les constituye y modula como hombre y mujer: un modo diverso de ser en el mundo. Pero ese modo diverso de ser se iguala en lo relativo a su idéntica consideración en tanto que personas. Mujer y varón son personas e igualmente personas, aunque modalizados de forma diversa.
De ser cierta la complementariedad que es consecuencia de esa diversidad –hay tal vez demasiados resultados empíricos que así lo demuestran, en los que ahora no puedo entrar-, habría que estudiar en qué medida los cambios experimentados en el rol de uno de ellos afecta y condiciona la emergencia de nuevos cambios en el rol del otro, y viceversa.
Se trata, pues, de saber qué es causa o efecto en cada uno de los nuevos roles femenino y masculino emergentes. Esta cuestión continúa estando hoy oscurecida y un tanto opaca a nuestra mirada. Pero con los conocimientos hasta ahora disponibles, entiendo que es posible sostener una cierta bidireccionalidad en el proceso de cambio de los roles masculino y femenino. En realidad, esto pone de relieve, una vez más, la complementariedad que hay entre ellos, la necesidad de que entre ellos se lleve a cabo un ensamblaje orgánico, funcional y optimizador de la unión a que dan origen: el matrimonio y la familia.
Este ensamblaje ha de ser orgánico, lo que significa que ha de ser respetuoso y compadecerse con lo que es propio del ser de cada uno de ellos. Este ensamblaje ha de ser funcional, es decir, que no ha de sofocar ni obstruir el despliegue de sus respectivas facultades, de acuerdo con sus respectivas formas de ser. Este ensamblaje, por último, ha de ser optimizador de la singularidad irrepetible de cada uno de ellos, además de la complementariedad a que están destinadas sus voluntades por vía de atracción y de unión.
El hecho del cambio pone de manifiesto la diversidad de las personas en que acontece y los distintos grados de libertad de que disponen las personas en que acontecen. Lo que no puede realizarse de diverso modo no puede estar sujeto al cambio. El cambio establece, a su modo, la presencia de lo uno y lo múltiple, modificando lo múltiple y ateniéndose y respetando lo uno (la unicidad de la persona).
Para que algo cambie, algo ha de permanecer. Si nada permaneciera, el cambio sería sustancial, lo que comportaría la aniquilación de la persona que cambió. Hay pues, en cada mujer y en cada hombre algo que yendo más allá y más acá del cambio, resiste al mismo cambio. Esto es lo que funda su identidad de personas, modalizadas de forma diversa, con un mayor alcance y profundidad que las modificaciones que pudieran derivarse de ese cambio accidental –aunque relevante-, que es el cambio de roles femenino y masculino.
¿Estamos hoy en condiciones de saber, en lo que a los roles masculino y femenino se refiere, qué rasgos han de cambiar y cuáles han de permanecer?, ¿cuáles están vinculados a la complementariedad personal y cuáles no?, ¿qué roles pueden y hasta deben modificarse, según justicia, y cuáles no? Y, ¿qué consecuencias pueden derivarse de ello?
Son éstas cuestiones previas a cualquier cambio, por lo que no deberían considerarse como meramente procedimentales, sino que son sustanciales en lo que se refiere a los cambios de roles. Una natural prudencia aconseja esclarecer estas cuestiones previas antes de hacer propuestas o tomar decisiones en las que la humanidad del hombre y la mujer puede quedar obturada, empobrecida y/o fragmentada.
Más allá de los cambios de rol: el sexo y el género
El debate entre “género” y “sexo” ha suscitado una profunda crisis en las convicciones acerca del significado de lo masculino y lo femenino, así como sobre el modo de comportarse según el ser de la mujer o del hombre, en definitiva, sobre el sentido del ser personal en función de ese hecho diferencial que les distingue.
Cambiar los códigos sociales en los que, supuestamente, los roles atribuidos al hombre y a la mujer se prolongaban, manifestaban y expresaban –de forma rígida e incontrovertible-, resulta ser una tarea muy arriesgada y nada fácil. Cierto que la masculinidad y la feminidad eran prisioneras de esos códigos, en donde permanecieron varados e invariables durante tal vez demasiado tiempo. Nada de particular tiene que esa estabilidad sostenida de los roles haya contribuido a configurar una especie de “segunda naturaleza” –una mera “construcción”, en algunos de sus aspectos- a la que socialmente había que atenerse.
En el reciente pasado del clima cultural puede sostenerse que lo masculino y lo femenino habían quedado cautivos en ciertas redes sociales, estereotipadas y muy poco fundamentadas, dando origen a los roles sociales que, al menos desde la perspectiva social, parecían caracterizarles y singularizarles.
Pero estos roles, tal vez arrastrados por su inercia, habían sido vividos con relativa independencia de cuáles fueran las demandas exigidas por las respectivas naturalezas psicobiológicas de la mujer y el varón, según el hecho diferencial que, significado por sus respectivos sexos biológicos, sin duda alguna les distingue, singulariza y caracteriza.
Feminidad y masculinidad –preciso es reconocerlo- han sido rehenes de la historia –mitad libres, mitad cautivos; en cierto modo consentidos y según otro cierto modo asumidos; puestos en razón, unas veces, y faltos de ellas, otras-, de una forma muy especial en lo que a los roles sociales se refiere.
En primer lugar, porque se estableció una fuerte y rígida analogía, un tanto unívoca, entre el código genético (naturaleza) y el código social (roles y comportamientos). Naturaleza y cultura (natura naturata y natura naturans) fueron articuladas de una forma relativamente opresiva, sin apenas grados de libertad, sin posibilidad casi de alguna variabilidad. Lo cultural (los roles, el género) fue entendido como una férrea e invariable prolongación de lo natural (el sexo biológico).
Para ello había también algunas razones que sería injusto silenciar aquí. En cierto modo, no todo fue negativo o artificialmente forzado en lo relativo a esas atribuciones de los roles respecto del sexo genético y/o morfológico. Hubo, qué duda cabe, numerosos aciertos en algunas de las atribuciones que, por lo demás, estuvieron bien fundadas y todavía hoy permanecen vigentes.
El balance resultante entre naturaleza y cultura se hizo, entonces, a expensas de privilegiar la naturaleza (instancia subordinante) y minusvalorar la cultura (instancia subordinada y, en principio, dependiente de aquella). Pero la articulación así concebida ni estuvo fundamentada en modo suficiente ni fue cambiando, como era menester, con el devenir de la historia.
En segundo lugar, porque este diseño de los comportamientos masculino y femenino, este modo de configuración del estilo de vida de uno y otra se ofreció como una posibilidad socialmente muy restringida –la única posibilidad, en la práctica-, a cuyo tenor y bajo cuya guía debía de llevarse a cabo el desenvolvimiento de la conducta personal, como si tal forma de conducirse se tratara de una emanación natural del código genético o del sexo biológico.
Y, en tercer lugar, porque el modelo resultante así configurado sirvió luego de criterio normativo para etiquetar a las personas como socialmente ajustadas o no, en función de que satisficieran o se opusieran a las reglas previamente determinadas. Esto no sólo forzaba a que las personas se comportasen según lo establecido, sino que, además, contribuyó poderosamente a fijar y a cristalizar ciertos modelos, de manera que se asegurase su transmisión y perpetuación de unas a otras generaciones.
No se puede hablar, en la actualidad, de la identidad sexual de la mujer y el varón sin apelar a los conceptos de género y sexo (Polaino Lorente, 1992). Género y sexo han existido siempre, entre otras cosas porque la persona, cada persona sólo puede serlo según uno de estos dos modos: hombre o mujer.
Pero estas dos versiones modales, en que las personas se constituyen y manifiestan, no se habían categorizado con el peculiar significado que hoy se les ha dado. De aquí que el uso que se hacía de ellas fuese mucho más sencillo y común, y sin complicaciones, sin los distingos, sutilezas y matizaciones que en la actualidad se han vertido sobre ellas, transformándolas en los conceptos, un tanto confusos y equívocos, con que hoy se les caracteriza.
Por esta causa se ha abierto una profunda brecha entre “sexo” y “género”, algo que parece ser una nota distintiva de la actual cultura fragmentaria. De hecho, en la última década no sólo no se ha tratado de unir sexo y género, sino que se ha procurado disociar todavía más lo significado por cada uno de ellos.
Con ello se ha contribuido a fragmentar la identidad de la persona humana. Tal fragmentación se ha llevado a cabo primero en abstracto (a nivel de los conceptos) y después en concreto (a nivel de los comportamientos). Lo que demuestra, una vez más, que los conceptos, las ideas y el uso que de ellas se haga no es algo indistinto, algo que muy pronto puede quedar relegado en un lejano marco “teórico” que, por no afectar a la persona, es irrelevante.
Más bien sucede lo contrario: que los conceptos, pensamientos e ideas de que nos servimos –ahora en amplia circulación social-, son los que a la postre resultan ser los responsables de los cambios y transformaciones de los comportamientos. De aquí que, en la actualidad, sea usual expresiones como la siguiente: “cada persona tiene que construir su género”.
Es probable que algunos estén familiarizados con el término “constructivismo” o “construccionismo”. Aunque estos términos tienen unos antecedentes filosóficos -en los que, por el momento, no voy a entrar-, el hecho es que han sido divulgados hasta que se ha generalizado su uso.
La nueva sociología del conocimiento constructivista lo que sostiene es que lo “real” no existe en cuanto tal, sino que se construye socialmente (Berger y Luckmann, 1993). El hombre de la calle, de acuerdo con esta teoría, “construye” su concepto de masculinidad – con el que luego se identifica y trata de realizarlo en sí mismo-, conforme a las opiniones y al pensamiento dominante propio de la época en que vive. No parece sino que se hubiera seguido aquella afirmación de Hegel de que primero está la teoría y luego los hechos, que, en cualquier caso, hay que forzarlos de acuerdo con la teoría, de manera que a ella se acomoden y ajusten.
Según esto, en función de cuáles sean las interpretaciones que la sociedad hace de la “masculinidad”, así será el modo en que cada ciudadano “construye” luego su “género” (Lagarde, 1996).
Tal “construcción” -inicialmente teórica o sólo icónica y representacional- se hace luego realidad y se encarna en la singular existencia de la persona, en forma de comportamiento. Esto es lo que acontece con una cuestión como esta del “género”, de la que en última instancia ha de depender –y mucho- el propio comportamiento de la mujer y el varón.
La construcción del género y la ideología
El punto de partida del constructivismo es la negación de la realidad. Es decir, lo real no existe en cuanto tal, sino que cada quien lo construye a su manera. Esta negación de la ontología, sustituye lo “real” por la “interpretación de lo real”. Pero en modo alguno explica la “realidad” de la que parte o la “cosa” –pues, en principio, de alguna realidad hay que partir-, que más tarde interpretará. A lo que parece, nadie sabe ni le interesa cómo, porqué o para qué la “cosa” real es así o está ahí, aunque constituya un hecho indudable el que sea así y esté ahí.
Esta teoría conduce de inmediato al vértigo del relativismo, en que ya nada es lo que es, porque todo varía según sus “constructores” o las interpretaciones subjetivas que cada persona hace de la “cosa” real.
Sin duda alguna, hay una cierta “construcción social” de la realidad, pero a partir de la misma realidad -que también existe en tanto que real-, que es anterior a todo constructivismo, hermenéutica o interpretación, pues de lo contrario ninguna construcción sería posible.
A la realidad construida por las opiniones, interpretaciones, atribuciones y estereotipias sociales sería mejor denominarla con el término de “realidad añadida”. “Realidad” porque, sin duda alguna, acontece en el mundo observable y, además, nos afecta; y “añadida”, porque presupone la realidad fontal y fundante sobre la que aquella se apoya, de la que procede y sin cuya presencia la “realidad añadida” no sería posible.
Todo lo cual pone de manifiesto que lo que pensamos modifica la realidad y, en cierto sentido, la recrea. Aunque, es verdad, sólo parcialmente. Pero es preciso admitir que su fundamento no es la “construcción” que la persona o la sociedad hacen de la realidad, porque ninguna persona ni la entera sociedad son dioses capaces de crear “ex nihilo” y “ex novo” la realidad a la que necesariamente hay que atenerse –incluso también en el caso del constructivismo.
Esto sucede en parte porque son muy pocos los que en la actualidad tienen una profunda convicción acerca del poder del pensamiento, aunque usen de él para la “construcción” de la realidad de su propio género. La sola convicción, firmemente asentada en algunos según parece, es que lo único existente es lo que se cotiza en bolsa, es decir, el dinero. Se ha olvidado que las ideas son más importantes que el dinero. Este desfondamiento y oscurecimiento de la razón es lo que ha hecho posible la emergencia social de la “construcción del género”, que ahora nos ocupa. En el fondo, lo que se ha producido con ello es un cambio de pensamiento. Y ese cambio en el pensamiento es el que ha cambiado la realidad y, al menos en la sociología, de forma muy relevante. Pero tal cambio de pensamiento -y de la realidad que a su través emerge- está más cerca de la ideología que de lo real.
Tal vez por eso está de moda afirmar que cada persona es libre para “construir” su propio género. Sin embargo, con la otra realidad, la del sexo, son muy pocos -por ahora – los que se atreven a sostener que también hay que “construirlo”. Es lógico, porque lo biológico es una realidad tozuda y muy resistente a ser cambiada; de aquí que resulte en tantas ocasiones inquebrantable e inmodificable. Pero, no obstante, en opinión de quien esto escribe, es previsible que a la “construcción del género” muy pronto le siga o intente seguirle, lamentablemente, la “construcción del sexo” (teórica, funcional y práctica).
De todas formas, es mucho más difícil cambiar el sexo biológico, porque aunque pueda cambiarse quirúrgicamente en muchos de los aspectos psicobiológicos que le caracterizan no puede ser cambiado. Se observa aquí una limitación, una barrera ante la que, de alguna manera, el constructivismo cultural ha de detenerse y asumir esa “realidad” preexistente a él y por él inmodificable, y respecto de la cual ha de experimentar una cierta impotencia al no poder modificarla, “construirla” o “deconstruirla”.
En cambio, en el caso del género, esta modificación autoconstructivista es mucho más fácil, aunque también tenga sus consecuencias. Unas consecuencias éstas, tanto más graves cuanto mayor sea la distancia real que media entre el “sexo” (biológico) y el “género construido” (culturalmente).
Esto del género no es nuevo; entre otras cosas, porque una cierta y relativa “construcción” del género acontece siempre, como consecuencia de la libertad humana y de la sustancia misma del comportamiento sexual: la interacción comprometida con otra persona, y las interpretaciones que luego cada una de las personas hacen de ello.
En el fondo, más que dar por finalizada la “construcción del género” sería más pertinente tratar de contestar a preguntas como las siguientes: ¿cómo se forma el género de una persona?, ¿elige cada persona, libremente, su propio género o lo hace condicionada por sus circunstancias culturales?, ¿le impone alguna limitación su sexo biológico y la posible vinculación existente entre éste y el género?, ¿dispone la persona de algunos límites a los que atenerse para la “construcción” de su género?, ¿puede influir en esa “construcción” acontecimientos o eventos no elegidos por la persona, pero que sí influyen en ella y la condicionan?, ¿cuáles son las etapas evolutivas a cuyo través se desarrolla el género personal?
Son muchas las preguntas sobre este particular, como acabamos de observar, que todavía no tienen una respuesta rigurosa. Apelar, por eso, a una única teoría explicativa –la del constructivismo-, por otra parte todavía no verificada, no parece que pueda calificarse tal modo de proceder de riguroso. En mi opinión, la génesis y desarrollo del género de cada persona depende de muchos factores, uno de los cuales es, sin duda alguna, las relaciones e interacciones que esa persona establece con otras personas del mismo y de distinto sexo, durante las etapas tempranas de su desarrollo. Estas interacciones están abiertas a un flujo, a un universo indefinido de variables, la mayor parte de las cuales no son conocidas ni controlables por la propia persona.
La “construcción” del género depende mucho de la educación, de la interacción con los padres, de los valores, actitudes, proyectos vitales, sentimientos, percepción de la realidad, convicciones, creencias, imaginación, emociones, fantasías e ilusiones, conducta sexual, etc., es decir, de lo que constituye un universo de variables personales y culturales, cuya imposibilidad de control por el sujeto resulta obvia (Vargas Aldecoa y Polaino Lorente, 1996). De aquí que la “construcción” del género, a pesar de que se hable tanto de ello, todavía hoy sea un misterio si es que no una ideología fanática.
Por otra parte, la construcción del género –esto que parece ser lo último que en el siglo XXI hemos descubierto-, es antiquísima. Es más, nunca ha habido una persona que, en algún modo, no haya construido su propio género. Por tanto, en este punto parece conveniente adoptar una actitud un poco menos ingenua y más crítica y desmitificadora.
Lo que tal vez sea nuevo es el intento de presentar el género como frontalmente opuesto al sexo; como si se tratase de dos realidades –una “dada” y otra “conquistada”; una “natural” y otra artificialmente “construida”-que nada tuvieran que ver entre sí. Este planteamiento constituye un error más del pensamiento contemporáneo. Pues, la realidad – tanto la del sexo, como la de ciertos rasgos sectoriales del género, que en aquél se fundamentan- es tozuda y aunque también sea permeable, sensible y vulnerable a lo que acerca de ella pensemos, y a su futura modificación, en cierta forma se torna también resistente a la acción transformadora ejercida desde el pensamiento (Haren-Mustin y Marecek, 1990).
Si se estudia una cosa tan natural como el amor humano, se comprobará enseguida lo mucho que ha cambiado desde, por ejemplo, el modo en que se concibió en la edad media, el renacimiento, etc., y los diversos tipos que en esas diferentes etapas surgieron (el amor leal, el cortés, el heroico, el burgués, etc.). En otras etapas anteriores, estas “construcciones” sociales del amor humano, como representaciones mentales de la realidad, sustituyeron en algún sentido el modo de concebir la realidad del amor, realidad que sin duda alguna resultó alcanzada y transformada por ellas.
De aquí que se pueda sostener, hasta cierto punto, que contribuyeron a generar una nueva realidad en el modo de concebir el amor humano. Pero de ello ni siquiera el constructivista de aquella época -el arquitecto icónico y representacional-cognitivo de entonces- fue apenas consciente. La ignorancia acerca del efecto hermenéutico y trasformador del concepto de amor de esas etapas, no obstante, no dejó de afectar por ello a todos -también al “ingeniero” icónico, tal vez un poco ignorante de lo que él mismo estaba cambiando, sin apenas darse cuenta de ello.
Admitamos, por el momento, que el género tiene que ver más con lo cultural y que siempre ha sido muy versátil, que no ha tenido un canon muy definido y bien fundamentado en la biología, que nunca alcanzó a establecerse como una normativa rigurosa, excelente y bien depurada. En definitiva, que el género no es algo rígido e inmodificable, por lo que está abierto al cambio de las posibilidades que sus grados de libertad le ofrecen.
Esa relativa flexibilidad del género es precisamente la que posibilita aumentar los grados de libertad respecto de las decisiones por las que cada persona opta y de los cambios de roles que, en esto del género, se han sucedido a lo largo de la historia.
¿Tan importante es, hoy, que cambien los roles masculinos? En opinión de quien esto escribe, tales cambios tienen una gran importancia, porque son dependientes de las radicales modificaciones que en la década de los sesenta se produjeron en algunos roles de la mujer, especialmente en los que se refieren a la maternidad y a su incorporación al ámbito laboral.
Los cambios que hoy se demandan al hombre vienen exigidos por los que cuatro décadas atrás se produjeron en la mujer, lo que manifiesta -una vez más- la natural complementariedad existente entre ellos. Muchos de esos cambios, sin embargo, se están produciendo sin saber por qué, ni cómo, ni para qué. Aquí hay muy poca ciencia y falta mucha investigación, mientras que tal vez sobre cierto exceso de ideología. Y, sin embargo, los cambios se están dando y de una forma acelerada, lo que constituye una tremenda imprudencia.
¿Por qué proceder de esta manera es un error? Porque hombre y mujer se exigen recíprocamente, según una mutua complementariedad, que tiende al perfeccionamiento de ambos y al enriquecimiento de los dos, de lo que depende en última instancia el desarrollo afectivo de los hijos y el progreso de la entera sociedad. Si esto falla –y necesariamente ha de fallar si cada uno “construye” su propio género, de manera que resulte imposible el ensamblaje con el de la otra persona-, se quebrará la afectividad de muchas personas de la próxima generación, como resultado de lo cual amplios sectores de la sociedad se empobrecerán.
Si cambian en los varones los roles de los que su género depende -como mujeres y hombres tienen que ensamblarse en el tejido social al cual dan origen y en el cual están inmersos los hijos-, el ensamblaje optimizador entre ellos no se producirá. Pero allí donde el comportamiento del hombre y la mujer no logran ensamblarse –como consecuencia del cambio introducido en los roles masculinos y femeninos- se producirán conflictos; y si hay conflictos entre ellos se quebrará la armonía conyugal y el desarrollo emotivo de los hijos, por lo que todos perderemos y nadie ganará.
Este tipo de conflicto está hoy servido, configurándose como un problema para el que, por el momento, no se han encontrado soluciones. Allí donde no hay ciencia, hay pereza, bostezo y cansancio, y la investigación resplandece por su ausencia. Allí donde no hay ciencia, hay ideologías.
Si se supiera muy bien en qué consiste el rol masculino y el rol femenino, se acabaría con el machismo y el feminismo, a pesar de lo mucho que pueda costar su extinción social. Pero si supiéramos a qué atenernos se acabaría también con tanta verborrea, equivocidad y confusión. Es decir, se pondría fin a esta perspectiva sutil, ideologizada, opaca e intransparente, y no obstante tan útil a las interpretaciones manipuladoras, que constituye un hito emblemático y característico de la actual sociedad fragmentaria.
¿Cambios de roles y/o cambio de valores?
Los cambios de roles determinan, por su propia naturaleza, un cambio de valores. Esta cuestión ha sido desatendida y son muy pocos los autores que han reflexionado sobre ella con la profundidad que exige.
No se entiende cómo puede cambiar de rol la mujer o el varón, y que no se afecten los valores por los que han optado cada uno de ellos. Da la impresión como si los valores fueran un ingrediente que es indiferente y no atraviesa la estructura del comportamiento humano. Pero si así fuera, los valores no serían tales. Los valores no son la guinda de adorno de la tarta antropológica que configura las relaciones entre el hombre y la mujer. Los valores son los que penetran, fundamentan y sostienen el comportamiento de unas y otros. Por eso si cambian sus valores, antes o después cambiarán los comportamientos por los que han optado, y viceversa.
Las relaciones entre el hombre y la mujer, en el contexto del matrimonio y la familia, constituyen un tipo muy peculiar de relación: la relación vincular por antonomasia de la que depende el percibirse a sí mismo como desposeído de sí y dependiente y responsable de otro.
El proyecto de cada uno de los cónyuges es querer en el otro su proyecto de vida y ayudarle a que lo satisfaga y realice en toda su plenitud. Por eso, precisamente entre ellos, hay un compromiso tan exigente.
Los roles importan menos que las personas y los compromisos adquiridos por ellas. Una persona se destina y regala a otra (matrimonio), opción que esa persona no tomaría a su cargo si sólo se tratase del ensamblaje de los roles que a cada uno le acompañan y caracterizan. Silenciar lo que hay de compromiso interpersonal en la familia y sustituirlo por los meros roles de la mujer y el varón –y sus posibles cambios-, constituye un modo paradigmático de banalizar y vaciar de sentido dicho compromiso.
Importa mucho más el encuentro entre un “tú” y un “yo”, con el fuerte compromiso de darse y aceptarse recíprocamente, que el análisis de los meros roles de una y otro, a pesar de que tal análisis sea realizado con el mayor rigor y la mejor elegancia metodológica y estadística.
En esa relación, allí donde hay un “Yo” gigante acontece, de forma inevitable, la comparecencia de un “tú” enano. Pero entre un Yo gigante y un tú enano no hay paridad y, por eso mismo, resulta tan difícil que en el seno de una relación así constituida emerja el necesario “nosotros”.
Pero si está ausente la emergencia del “nosotros”, más difícil aún será que comparezca el “vosotros”, es decir, la dedicación y entrega a los hijos. Desentenderse de estas formas de relación y atenerse a sólo los roles masculino y femenino es volver la espalda a la realidad o, por mejor decir, hacer un discurso sobre una realidad que nada tiene que ver con la sustancia del matrimonio y la familia. Los cambios de roles, por eso, no pueden estudiarse independientemente de los cambios de valores que les acompañan.
De otra parte, filiación y maternidad o paternidad suelen acontecer merced a la libertad personal y a la connaturalidad de las relaciones conyugales. Dicho de otra forma: en cada persona la paternidad y la filiación se concitan a lo largo de su personal historia biográfica, como consecuencia del vínculo en el está fundada esta unión interpersonal.
¿Pueden reducirse a meros roles sociales la filiación y la parentalidad?, ¿es probable que se pueda ser buen padre si no se ha sido o se es un buen hijo? Por el contrario, ¿se puede ser buen hijo si no se ha sido o se es buen padre?, ¿es que el estudio de los nuevos roles –esos que, según parece, habría que introducir en el varón- pueden sustituir a las irrenunciables funciones de la paternidad y maternidad? Y si es así, ¿por qué no se les presta la atención necesaria en las investigaciones que se llevan a cabo acerca de los roles femenino y masculino?
Las personas son simultánea y/o sucesivamente padres e hijos. Y esto no es reductible a un mero rol. Entre otras cosas, porque no hay paternidad sin maternidad, y viceversa (aún recurriendo a la fecundación artificial).
Esto pone de manifiesto la natural complementariedad que hay entre ellos, además de la complementariedad relativa a las generaciones pasadas y futuras (complementariedad intergeneracional). De aquí también la conveniencia y pertinencia de educar a los hijos en la paternidad y la filiación, una asignatura pendiente desde un tiempo multisecular. Y eso a pesar de que paternidad y filiación se exijan mutuamente.
La filiación exige la paternidad y la paternidad exige la filiación. Es el nacimiento del hijo el que, respectivamente, constituye a la mujer o al varón que le engendraron en madre y padre. Sin hijo no habría ni lo uno ni lo otro. Del mismo modo que no hay hijo sin padres, tampoco hay padres sin hijo.
Esto pone de manifiesto que no hay padres ad tempus, ni padres de quita y pon, ni padres transitorios, ni sólo roles de padre y madre. La paternidad, como la filiación, tiene vocación de eternidad y, por eso mismo, perdura más allá de la muerte. La muerte no extingue ni la paternidad ni la filiación: las personas no cambian de padres o de hijos cuando unos u otros mueren. Después de muerto el padre o la madre, sus hijos siguen siendo hijos de ellos, sin cambio alguno de titularidad.
Si se redujeran estas experiencias a meros conceptos o roles, se incurriría de inmediato en el conceptualismo y la irrealidad más absoluta: la que determina la ausencia del otro. La ausencia de esa persona puede ser la del “otro” (el cónyuge), el “nosotros” (la ausencia de vinculación entre hombre y mujer), los hijos (el “vosotros”) o, en general, la ausencia de cualquier otra persona con la que se ha establecido una determinada relación (la ausencia de “ellos”). Estas formas de ausencia remiten, de una u otra forma, a la ausencia del Otro.
Este es uno de los fundamentos de la equidad entre generaciones, que forma parte de la virtud de la justicia y que por sí misma demuestra que tal realidad nos afecta, interpela y concierne, hasta el extremo de configurar el sentido de la propia identidad, por lo que ésta no debiera reducirse a un mero rol. Es precisamente esa equidad en las relaciones interpersonales la que configura la columna vertebral del “para qué” de nuestra propia vida, la que da sentido a la existencia singular, la que mide la motivación, espesura, densidad, intensidad y prioridad de la identidad personal, a cuyo través comparece el tamaño y la estatura del propio Yo.
Muchos de los conflictos de pareja que hoy atendemos en Terapia Familiar tienen su origen en estas u otras parecidas ausencias. Por sólo citar algunas, cabe mencionar aquí la ausencia del “nosotros” y del “vosotros”, el “hambre de padre” de los hijos apartidas, ciertos trastornos de la identidad sexual de los hijos, algunos casos de drogadicción, ciertos casos de fracaso escolar, la excesiva dependencia del prestigio profesional, el narcisismo, la adicción al trabajo, etc. Muchos de estos problemas ¿son meras consecuencias de apenas un cambio de rol?
En opinión de quien esto escribe, parece que no. La clave hay que buscarla tal vez en la crisis de valores, que acompaña a los cambios de roles, y a la desarticulación que se produce en las relaciones interpersonales entre medios y fines.
El trabajo es siempre un medio al servicio de un fin, que es la familia. Si los fines se mediatizan dejan de ser tales fines. Pero, entonces, si de la actividad laboral (medio) se hace un fin, el trabajo pierde su valor de medio y ocupa la posición de fin que jamás debiera ocupar. En esas circunstancias, el trabajo deviene en una actividad sin propósito, sin teleología ni sentido alguno. Cuando una persona actúa sin ningún fin se dice que ha perdido el juicio. Cuando se subordina la familia (fin) al trabajo (medio), es probable que se pierda la una y el otro, con independencia de que se conserven y transformen o no los roles que caracterizan a esa singular persona.
Esto es lo que sucede cuando los medios se transforman en fines. En ese caso la vida humana pierde su significado y valor y se transforma en una vida mediada, manipulada y desvivida, por despersonalizada y despersonalizante.
Sin valores no se puede educar a los hijos de una forma sana; por el contrario, con éste o aquél rol –cambiado, modificado, alternado o corregido-, sí que se pueden tener hijos sanos, siempre que los cambios de rol no arrastren tras de sí e impongan un cambio o ausencia de valores en la vida familiar. Sin hijos sanos, la familia sufre y aún puede perecer. Sin familia no hay sociedades. Sin sociedad no hay empresas. Sin empresas y sociedades intermedias no hay Estado. Sin valores, con sólo roles no hay familia ni sociedad ni Estado.
Lo que los hijos necesitan de sus padres
Dejando a un lado el tema de los roles, lo que los hijos necesitan de los padres son valores. Aunque no es este el lugar para extenderme en la consideración de lo que se está afirmando, permítame el lector que sintetice a continuación, en un sucinto inventario, lo que en mi experiencia personal, como psiquiatra y terapeuta familiar, los hijos necesitan hoy de sus padres:
1 Disponibilidad, seguridad y confianza.
2 Comunicación padres-hijos
3 Coherencia en los padres y autoexigencia en los hijos
4 Espíritu de iniciativa, inquietudes y buen humor.
5 Aceptación de las limitaciones propias y ajenas.
6 Reconocimiento y afirmación de ellos mismos en lo que valen.
7 Estimulación de la autonomía personal.
8 Ayuda y orientaciones para diseñar el apropiado proyecto personal.
9 Aprendizaje realista del adecuado nivel de aspiraciones
10 Elección de buenos amigos y amigas.
Ninguno de los diez apartados anteriores pueden derivarse de los meros roles a los que, en alguna forma, probablemente estén vinculados. Todos ellos, por el contrario, están vinculados a valores concretos, de los que son inseparables. ¿Podremos sostener todavía que lo único que importa en la conciliación de familia y trabajo son los roles de la masculinidad y feminidad, y sólo ellos?
Diversidad, complementariedad y donación
El problema, tal y como se ha planteado la distinción entre “sexo” y “género”, pone de relieve otras cuestiones que no se han abordado. ¿No será esa misma distinción entre “sexo” y “género” una construcción social más?, ¿está abierta tal distinción a lo que de diverso hay en la mujer y el hombre? En ese caso, ¿se trata de diversas atribuciones para un mismo hecho (el de la diversidad) o de una única atribución (la construcción social) para una multitud de hechos (la diversidad)?
En el ámbito de la cultura las atribuciones que se han puesto en circulación han prendido y, con el rodar de los usos, costumbres y modas, pueden condicionar –a través también de la educación- los comportamientos humanos. Cuando esto sucede, es probable que las atribuciones devengan en estereotipias y sesgos culturales, con lo que se cierra así el viciado etiquetado atribucional acerca de la diferenciación sexual humana. Poco sabemos, sin embargo, acerca de cómo se produce la transmisión intergeneracional y multicultural de esas atribuciones o qué consecuencias pueden derivarse de la súbita transformación de ellas.
Lo que sin duda alguna constituye un hecho cierto e incontestable es la diversidad existente entre hombre y mujer. Esta diversidad está vinculada, desde su origen, al hecho diferencial que les distingue: estar modalizados como mujer o varón. Esas diferencias comienzan a las pocas semanas de la fecundación y no se limitan a sólo ciertos detalles de su morfología y desarrollo, sino que atraviesan todas sus funciones y facultades. Como tal hecho tozudo, sostiene su permanente validez a lo largo de toda la vida de las personas.
La diversidad entre ellos no afecta para nada a su identidad como personas: mujeres y hombres son igualmente personas (identidad), al mismo tiempo que personas modalizadas de forma diversa (diversidad). Su identidad en tanto que personas convive con su diversidad en el modo en que han sido modalizadas.
La identidad patentiza ese “común denominador” que, a nivel personal, hay entre ellos. Esta característica hace posible que pueda establecerse entre hombre y mujer un vínculo unitivo radical, en el que se fundamentan todas las relaciones entre ellos.
La diversidad en el modo en que han sido modalizados, en cambio, no permite la igualdad entre ellos, pero sí la unidad. La diversidad es la que precisamente suscita esa mutua atracción así como la complementariedad entre ellos.
Lo que es igual no puede complementarse con lo mismo. Podrá sumarse –y habrá más de lo mismo-, pero no complementarse. Por contra, lo diverso sí que puede complementarse con aquello de que se diferencia, de manera que ambos se perfeccionen.
Identidad y diferencia entre hombre y mujer fundamentan las relaciones conyugales y la unión entre ellos. Una unión que debería ser perfectiva de ambos. Gracias a la identidad, en tanto que personas, la unidad entre ellos puede y debe transformarse en una auténtica comunión, como la vivencia de cada uno de ellos ha de mudarse en con-vivencia, y la pertenencia en co-pertenencia.
De aquí el sí definitivo a las diferencias, y el rotundo no a las atribuciones sobre las “construcciones de género” masculino y femenino no fundamentadas. Lo que se trata es de cambios cuantos roles sean necesarios, pero sin perder o exponer por ello la misma sustancia del matrimonio y la familia. Se entiende que haya errores y sesgos en las atribuciones de género, pero precisamente porque son identificables debieran ser rechazadas.
Mantener la diversidad no es sino afirmar el irreprimible hecho diferencial que contradistingue, a la vez que caracteriza, al hombre y a la mujer. Al concepto de diversidad se llega de forma intuitiva y clara, como consecuencia de la mera observación y también de numerosos hallazgos científicos en el ámbito de la psicología, las neurociencias y las ciencias del comportamiento.
Es precisamente gracias a esta diversidad como se llega a establecer entre hombre y mujer una cierta comparación por connaturalidad. Buscar o tratar de imponer otro tipo de comparaciones sería ilegítimo en este ámbito concreto de la condición humana.
Por el momento, se ignoran cuáles serán los efectos sobre el cambio cultural que han de derivarse de las diversas propuestas existentes acerca del así denominado cambio de rol del varón.
Sobre este particular hay un gran vacío en la investigación realizada. Sin embargo, se intuye su poderoso alcance transformador de la familia, la sociedad y la cultura, transformaciones que a todos nos interpelan y concitan, por lo que no cabe mirar para otro lado o ignorarlos.
Pero cualquiera que sea su efecto, los hechos están ahí y muestran una tozudez inquebrantable. De otra parte, por ser claro su fundamento antropológico no cabe renunciar a ello. Además, de nada serviría tal renuncia, porque las mismas circunstancias sociales –y los cambios ya operados- arrollarían a quienes tratasen de interponerse en el camino de los cambios de roles masculinos.
De lo que se trata, pues, es de investigar en esta nueva cuestión emergente en el medio laboral, a fin de optar por las estrategias más justas y acordes con la dignidad y el respeto a la diversidad de las personas que se concitan en este problema.
Humanizar las estructuras sociales desde la presencia y convergencia de la diversidad de funciones, acciones y comportamientos que caracterizan al hombre y a la mujer, constituye una propuesta sensata y acorde con el momento cultural actual. Pero conviene que antes de dar este paso se disponga de la suficiente y necesaria información científica al respecto. ¿Cómo separar si no en esas diferencias la “ganga” cultural, que se ha ido adhiriendo a través de ciertas atribuciones à la page, de lo que es propio y natural de la diferenciación entre el hombre y la mujer, de lo que sin duda alguna enriquecerá los resultados de la empresa y la excelencia personal de quienes en ella trabajan?
Llegado a este punto, considero no renunciable el dejar de insistir en lo que se refiere a la complementariedad existente entre el hombre y la mujer, también en lo que atañe a la conciliación entre familia y trabajo. Si me lo permiten, en las breves líneas que siguen haré una presentación sucinta y sin apenas desarrollo alguno de lo que considero son doce principios relevantes en torno a la complementariedad del hombre y la mujer. Es sobre ellos donde hay que asentar las relaciones conyugales, familiares y laborales que les unen y no les separan.
Doce principios acerca de la complementariedad de las relaciones conyugales
En las líneas que siguen mencionaré apenas una síntesis de los que considero son los principios que presiden y han de regular las relaciones de complementariedad entre la mujer y el varón en el ámbito del matrimonio, la familia y el trabajo.
El lector podrá observar que se mencionan sólo como principios, sin ningún desarrollo de ello, por las naturales exigencias de esta colaboración. Su desarrollo, no obstante, será objeto de otra publicación independiente, que espero vea la luz en un futuro próximo.
Si se cita aquí esta primicia es con el deseo de que ayude a pensar, de forma más independiente y menos mimética –de lo cual, afortunadamente, he tenido sobrada experiencia en el día de hoy-, a los participantes en este Congreso Internacional, en cuyo honor el autor los menciona.
- La complementariedad no disuelve las diferencias, sino que las reafirma
Si disolviera las diferencias, éstas no serían complementarias. Si no hubiera diferencias no habría complementariedad sino identidad. Cuanto más se afirmen las diferencias más variado y rico será el ámbito de la complementariedad que hay entre ellos.
- La complementariedad nos enseña mucho acerca de los propios límites
Nadie es una suma de perfecciones sin defecto alguno. Ninguna persona ha desarrollado todas sus capacidades al máximo. Toda persona es limitada y debería conocer sus propios límites, especialmente en las interacción con los otros. Pero los conocerá mejor si sabe escuchar a la persona que le conocen y le quieren. No hemos de olvidar que uno de los fines del matrimonio es la perfección de los esposos. El olvidado escenario de la recíproca perfección conyugal es el ámbito específico donde ha de darse la complementariedad.
- La complementariedad nos ilustra acerca de la necesidad del “otro”
La complementariedad pone de manifiesto la necesidad que cada persona tiene de autodestinarse en favor de otro. La complementariedad es apenas una sencilla consecuencia de la dimensión donal de la persona. La complementariedad desvela la necesidad que toda persona tiene de darse a sí misma para encontrarse a sí propia.
- La complementariedad nos desvela dimensiones ignotas de nuestro propio yo.
El hombre se conoce a sí mismo, pero al menos un cierto sector de sí mismo sólo se revela en su relación con la mujer. Es en el encuentro hombre-mujer donde se completa, en cada uno de ellos, el conocimiento que tienen de sí mismos. Un conocimiento que se opera, precisamente, a través de lo que acerca de sí mismo y del propio ser se desvela en el otro.
- La complementariedad desvela al “otro en mí” y a “mí en el otro”
La complementariedad conyugal manifiesta que el otro, diverso del yo, forma parte inseparable del propio proyecto personal. El otro se desvela así como el “otro en mí”. Pero al mismo tiempo, en ese encuentro entre hombre y mujer, el propio yo se desvela como formando parte del “mí en el otro”.
- El conocimiento de sí mismo a través del otro
El conocimiento de sí mismo se enriquece a través de las relaciones con el otro. Esto es especialmente profundo y consistente, además de estable, en el matrimonio. Y no sólo porque el otro le percibe de la forma en que lo hace, sino porque en esa percepción diferente –aunque también pueda estar sesgada- comparecen sectores de la propia subjetividad que para el propio observador habían permanecido ocultos. Este desvelamiento es recíproco, por lo que se enriquece el conocimiento personal de cada uno de ellos, que queda así contrabalanceado con una cierta objetividad –la que procede de la intersubjetividad de la relación-, lo que constituye una poderosa ayuda en el ajuste fino del conocimiento subjetivo de sí mismo.
- El conocimiento propio a través del “nosotros”
En el matrimonio lo que se alumbra es la unión de dos personas, con una inusitada intensidad y profundidad tal, que llegan a conformar “una sola carne”. En el “nosotros” -que es algo muy diferente del mero yo o tú- anida también una imagen muy rica de cada uno de ellos. Esta imagen sólo comparece en el tejido interpersonal que constituye el “nosotros”.
- La asunción de la propia responsabilidad paternal en el encuentro con el “vosotros”
La paternidad conlleva la comparecencia de un tercero, autónomo y libre, con quien relacionarse en otra forma diferente del “nosotros”, y esto a pesar de que por proceder de dicha relación constituya como una dilatación y prolongación de sí misma. Los hijos son los que configuran el “vosotros”. De esta forma, el “vosotros” más íntimo y primero en el orden del ser es el que ha sido generado por el “nosotros”. En el encuentro con ellos emerge otra dimensión de sí mismo, completamente ignota y diversa de las anteriores: la de la responsabilidad de los otros, fundamento de la maternidad y paternidad.
- El derecho del hijo a la complementariedad entre sus padres
La complementariedad entre los padres no es cosa que quede reducida a sólo las relaciones existentes entre ellos, a algo privado e incapaz de trascender el “vosotros”. Los hijos tienen derecho a la complementariedad entre sus padres, que es tanto como afirmar que tienen derecho a que ambos se ayuden a la perfección, a sacar cada uno de sí mismo la mejor persona posible y, además, de diverso modo, de acuerdo con su ser natural de mujer o varón.
- El aprendizaje de la educación sentimental de los hijos se deriva de la complementariedad de los padres
En esa complementariedad entre los padres –sobre todo en lo que se refiere al ámbito de las relaciones afectivas entre ellos- es donde los hijos observan las primeras trazas o huellas vestigiales de las que brota su propia afectividad en estado naciente. El modo en que los padres se quieren entre sí constituye la escuela sentimental por antonomasia donde los hijos son educados en los sentimientos.
- El aprendizaje por los hijos de la relación hombre-mujer en la complementariedad de los padres
El hecho de que el matrimonio sea bicéfalo y no monárquico, es decir, que haya en él dos jefaturas -diversas además de complementarias-viene exigido por la educación sentimental y personal de los hijos. De este modo, es más fácil la vertebración de la propia identidad de cada uno de ellos, de acuerdo con su sexo. Pero no sólo eso. Gracias a esas relaciones entre los cónyuges es como los hijos se relacionan por primera vez y aprenderán a relacionarse en el futuro con las personas de distinto sexo.
- El aprendizaje de la maternidad y paternidad en la relación con los propios hijos
Los hijos e hijas se relacionan con sus padres en tanto que padres. Esto quiere decir que el primer modelo de maternidad y de paternidad –y en muchos de ellos el más relevante- al que han sido expuestos es el de los propios padres.
Los hijos aprenden a ser padres a través de lo que observan en el comportamiento de sus respectivos padres, en tanto que padres. Todavía más: cada hijo o hija sufre el impacto de la filiación, además de en función de otras muchas variables, en dependencia de la forma en que sus padres han entendido la maternidad y la paternidad.
Los hijos aprenden de los padres a tratar a sus futuros hijos, al mismo tiempo que asumen activamente –con un diverso grado de libertad, según su modo peculiar de ser personal- el papel de hijos. Los hijos aprenden la filiación y paternidad de dos profesores diferentes (el padre y la madre). Los padres aprenden la maternidad y la paternidad de los hijos que engendran y educan, y también de cómo haya sido su trato con ellos. El aprendizaje de la filiación, paternidad y maternidad no son renunciables en la práctica, además de ser deudores de las interacciones entre padres e hijos a lo largo de la convivencia familiar. La diversidad, también aquí, contribuye al enriquecimiento de todos.
Ninguno de los anteriores principios se han tenido en cuenta a la hora de estudiar los cambios de roles. En realidad, la misma complementariedad se diferencia de lo que es un mero rol, no obstante haber demasiados hilos sutiles –pero poderosos y profundos- que unen a ambos, y que no debieran ignorarse.
Desde luego, la filiación, la maternidad y la paternidad no pueden ser reducidos a meros roles. Sin duda alguna, cada uno de ellos comporta algo adicional que acaso pudiera denominarse con el término de rol (y en modo alguno me opondría a ello), pero dejando muy claro y salvando la diferencia ontológica y sustantiva entre rol y paternidad, maternidad y filiación.
Por supuesto que esta función autoconstitutiva (ser padre, madre o hijo de…) no está en la oferta de lo que es posible modificar. Por el contrario, la mayoría de los roles actuales, por no decir todos ellos, sí que son modificables.
Esta advertencia final tiene la aspiración de contribuir a que no se confunda lo sustantivo con lo accidental, lo que es autoconstitutivo de la persona con lo que es una mera función residual de su comportamiento, lo que hace referencia al ser de la identidad personal de lo que sólo hace referencia al mero aparecer del ser.
Por el Prof. Dr. Aquilino Polaino Lorente experto en terapia familiar, catedrático de Psicopatología la Universidad Complutense de Madrid, licenciado en medicina y cirugía de la Universidad de Granada, diplomado en Psicología Clínica de la Universidad Complutense, doctor en medicina de la Universidad de Sevilla, licenciado en Filosofía de la Universidad de Navarra y, profesor de Psiquiatría de la Universidad de Extremadura.
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