Homilías del Papa Benedicto XVI

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS

XXXIX JORNADA MUNDIAL DE LA PAZ

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Domingo 1 de enero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

En la liturgia de hoy nuestra mirada sigue fija en el gran misterio de la encarnación del Hijo de Dios, mientras, con especial relieve, contemplamos la maternidad de la Virgen María. En el pasaje paulino que hemos escuchado (cf. Ga 4, 4), el Apóstol alude de modo muy discreto a la mujer por la que el Hijo de Dios entró en el mundo: María de Nazaret, la Madre de Dios, la Theotókos. Al inicio de un nuevo año se nos invita a entrar en su escuela, en la escuela de la fiel discípula del Señor, para aprender de ella a acoger en la fe y en la oración la salvación que Dios quiere derramar sobre los que confían en su amor misericordioso.

 

La salvación es don de Dios. En la primera lectura se nos presenta como bendición: "El Señor te bendiga y te proteja (…); el Señor se fije en ti y te conceda la paz" (Nm 6, 24. 26). Aquí se trata de la bendición que los sacerdotes solían invocar sobre el pueblo al final de las grandes fiestas litúrgicas, especialmente en la fiesta del año nuevo. Es un texto de contenido muy denso, marcado por el nombre del Señor que viene, repetido al inicio de cada versículo. Este texto no se limita a una simple enunciación de principio, sino que tiende a realizar lo que afirma. En efecto, como es sabido, en el pensamiento semítico la bendición del Señor produce, por su propia fuerza, bienestar y salvación, como la maldición procura desgracia y ruina. La eficacia de la bendición se concreta, después, más específicamente: el Señor te proteja (v. 24), te conceda su favor (v. 26) y te dé la paz; es decir, con otras palabras, el Señor nos da la abundancia de la felicidad.

 

La liturgia, al presentarnos nuevamente esta antigua bendición en el inicio de un nuevo año solar, es como si quisiera impulsarnos a invocar también nosotros la bendición del Señor para el nuevo año que comienza, a fin de que sea para todos un año de prosperidad y paz. Y este es precisamente el deseo que quisiera dirigir a los ilustres embajadores del Cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede que participan en esta celebración litúrgica.

 

Saludo al cardenal Angelo Sodano, mi secretario de Estado. Asimismo, saludo al cardenal Renato Raffaele Martino y a todos los componentes del Consejo pontificio Justicia y paz. A ellos, en particular, les expreso mi gratitud por el empeño que ponen en difundir el Mensaje anual para la Jornada mundial de la paz, dirigido a los cristianos y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. También saludo cordialmente a los numerosos pueri cantores, que con su canto confieren aún mayor solemnidad a esta santa misa, con la que imploramos de Dios el don de la paz para el mundo entero.

 

Al elegir para el Mensaje de esta Jornada mundial de la paz el tema "En la verdad, la paz", quise expresar la convicción de que "donde y cuando el hombre se deja iluminar por el resplandor de la verdad, emprende de modo casi natural el camino de la paz" (n. 3). Una realización concreta y adecuada de eso se ve en el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, en el que hemos contemplado la escena de los pastores en camino hacia Belén para adorar al Niño (cf. Lc 2, 16).

¿No son los pastores, que el evangelista san Lucas nos describe en su pobreza y en su sencillez obedeciendo al mandato del ángel y dóciles a la voluntad de Dios, la imagen más fácilmente accesible a cada uno nosotros del hombre que se deja iluminar por la verdad, capacitándose así para construir un mundo de paz?

 

¡La paz! Este gran anhelo del corazón de todo hombre y de toda mujer se edifica, día tras día, con la aportación de todos, aprovechando también la admirable herencia que nos legó el concilio Vaticano II con la constitución pastoral Gaudium et spes, donde se afirma, entre otras cosas, que la humanidad no logrará construir "un mundo más humano para todos los hombres, en todos los lugares de la tierra, a no ser que todos, con espíritu renovado, se conviertan a la verdad de la paz" (n. 77).

El momento histórico en el que fue promulgada la constitución Gaudium et spes, el 7 de diciembre de 1965, no era muy diverso del nuestro. Entonces, como por desgracia también en nuestros días, se cernían sobre el horizonte mundial tensiones de diverso tipo. Ante la persistencia de situaciones de injusticia y violencia que siguen oprimiendo a varias zonas de la tierra, ante las que se presentan como las nuevas y más insidiosas amenazas a la paz —el terrorismo, el nihilismo y el fundamentalismo fanático—, resulta más necesario que nunca trabajar juntos en favor de la paz.

 

Hace falta un "impulso" de valentía y de confianza en Dios y en el hombre para optar por el camino de la paz. Y esto por parte de todos: personas y pueblos, organizaciones internacionales y potencias mundiales. En particular, en el Mensaje para esta Jornada, he querido invitar a la Organización de las Naciones Unidas a tomar renovada conciencia de sus responsabilidades en la promoción de los valores de la justicia, la solidaridad y la paz, en un mundo cada vez más marcado por el vasto fenómeno de la globalización.

 

Si la paz es anhelo de todas las personas de buena voluntad, para los discípulos de Cristo es mandato permanente que compromete a todos; es misión exigente que los impulsa a anunciar y testimoniar "el evangelio de la paz", proclamando que el reconocimiento de la plena verdad de Dios es condición previa e indispensable para la consolidación de la verdad de la paz. Ojalá que esta conciencia aumente cada vez más, de forma que cada comunidad cristiana se transforme en "fermento" de una humanidad renovada en el amor.

 

"María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón" (Lc 2, 19). El primer día del año está puesto bajo el signo de una mujer, María. El evangelista san Lucas la describe como la Virgen silenciosa, en constante escucha de la Palabra eterna, que vive en la palabra de Dios. María conserva en su corazón las palabras que vienen de Dios y, uniéndolas como en un mosaico, aprende a comprenderlas. En su escuela queremos aprender también nosotros a ser discípulos atentos y dóciles del Señor. Con su ayuda maternal deseamos comprometernos a trabajar solícitamente en la "obra" de la paz, tras las huellas de Cristo, Príncipe de la paz. Siguiendo el ejemplo de la Virgen santísima, queremos dejarnos guiar siempre y sólo por Jesucristo, que es el mismo ayer, hoy y siempre (cf. Hb 13, 8).

 

Amen.

SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pedro

Viernes 6 de enero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

La luz que brilló en Navidad durante la noche, iluminando la cueva de Belén, donde permanecen en silenciosa adoración María, José y los pastores, hoy resplandece y se manifiesta a todos. La Epifanía es misterio de luz, simbólicamente indicada por la estrella que guió a los Magos en su viaje. Pero el verdadero manantial luminoso, el "sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78), es Cristo.

 

En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos. Ante todo, sobre la Sagrada Familia de Nazaret: la Virgen María y José son iluminados por la presencia divina del Niño Jesús. La luz del Redentor se manifiesta luego a los pastores de Belén, que, advertidos por el ángel, acuden enseguida a la cueva y encuentran allí la "señal" que se les había anunciado: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre (cf. Lc 2, 12). Los pastores, junto con María y José, representan al "resto de Israel", a los pobres, los anawin, a quienes se anuncia la buena nueva. Por último, el resplandor de Cristo alcanza a los Magos, que constituyen las primicias de los pueblos paganos. Quedan en la sombra los palacios del poder de Jerusalén, a donde, de forma paradójica, precisamente los Magos llevan la noticia del nacimiento del Mesías, y no suscita alegría, sino temor y reacciones hostiles. Misterioso designio divino: "La luz vino al mundo, y los hombres prefirieron las tinieblas a la luz, porque sus obras eras malas" (Jn 3, 19).

 

Pero ¿qué es esta luz? ¿Es sólo una metáfora sugestiva, o a la imagen corresponde una realidad? El apóstol san Juan escribe en su primera carta: "Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna" (1 Jn 1, 5); y, más adelante, añade: "Dios es amor". Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

 

Por tanto, en el misterio de la Epifanía, junto a un movimiento de irradiación hacia el exterior, se manifiesta un movimiento de atracción hacia el centro, con el que llega a plenitud el movimiento ya inscrito en la antigua alianza. El manantial de este dinamismo es Dios, uno en la sustancia y trino en las Personas, que atrae a todos y todo a sí. De este modo, la Persona encarnada del Verbo se presenta como principio de reconciliación y de recapitulación universal (cf. Ef 1, 9-10). Él es la meta final de la historia, el punto de llegada de un "éxodo", de un providencial camino de redención, que culmina en su muerte y resurrección. Por eso, en la solemnidad de la Epifanía, la liturgia prevé el así llamado "Anuncio de la Pascua": en efecto, el Año litúrgico resume toda la parábola de la historia de la salvación, en cuyo centro está "el Triduo del Señor crucificado, sepultado y resucitado".

 

En la liturgia del tiempo de Navidad se repite a menudo, como estribillo, este versículo del salmo 97: "El Señor da a conocer su victoria, revela a las naciones su justicia" (v. 2). Son palabras que la Iglesia utiliza para subrayar la dimensión "epifánica" de la Encarnación: el hecho de que el Hijo de Dios se hizo hombre, su entrada en la historia es el momento culminante de la autorrevelación de Dios a Israel y a todas las naciones. En el Niño de Belén Dios se reveló en la humildad de la "forma humana", en la "condición de siervo", más aún, de crucificado (cf. Flp 2, 6-8). Es la paradoja cristiana.

 

Precisamente este ocultamiento constituye la "manifestación" más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello, todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una "epifanía". La manifestación a los Magos no añade nada extraño al designio de Dios, sino que revela una de sus dimensiones perennes y constitutivas, es decir, que "también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la promesa en Jesucristo, por el Evangelio" (Ef 3, 6).

 

A una mirada superficial, la fidelidad de Dios a Israel y su manifestación a las gentes podrían parecer aspectos divergentes entre sí; pero, en realidad, son las dos caras de la misma medalla. En efecto, según las Escrituras, es precisamente permaneciendo fiel al pacto de amor con el pueblo de Israel como Dios revela su gloria también a los demás pueblos. "Gracia y fidelidad" (Sal 88, 2), "misericordia y verdad" (Sal 84, 11) son el contenido de la gloria de Dios, son su "nombre", destinado a ser conocido y santificado por los hombres de toda lengua y nación.

 

Pero este "contenido" es inseparable del "método" que Dios ha elegido para revelarse, es decir, el de la fidelidad absoluta a la alianza, que alcanza su culmen en Cristo. El Señor Jesús es, al mismo tiempo e inseparablemente, "luz para alumbrar a las naciones, y gloria de su pueblo, Israel" (Lc 2, 32), como, inspirado por Dios, exclamará el anciano Simeón, tomando al Niño en los brazos, cuando sus padres lo presentarán en el templo. La luz que alumbra a las naciones —la luz de la Epifanía— brota de la gloria de Israel, la gloria del Mesías nacido, según las Escrituras, en Belén, "ciudad de David" (Lc 2, 4). Los Magos adoraron a un simple Niño en brazos de su Madre María, porque en él reconocieron el manantial de la doble luz que los había guiado: la luz de la estrella y la luz de las Escrituras. Reconocieron en él al Rey de los judíos, gloria de Israel, pero también al Rey de todas las naciones.

 

En el contexto litúrgico de la Epifanía se manifiesta también el misterio de la Iglesia y su dimensión misionera. La Iglesia está llamada a hacer que en el mundo resplandezca la luz de Cristo, reflejándola en sí misma como la luna refleja la luz del sol. En la Iglesia se han cumplido las antiguas profecías referidas a la ciudad santa de Jerusalén, como la estupenda profecía de Isaías que acabamos de escuchar: "¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz. (…) Caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora" (Is 60, 1-3). Esto lo deberán realizar los discípulos de Cristo: después de aprender de él a vivir según el estilo de las Bienaventuranzas, deberán atraer a todos los hombres hacia Dios mediante el testimonio del amor: "Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo" (Mt 5, 16).

 

Al escuchar estas palabras de Jesús, nosotros, los miembros de la Iglesia, no podemos por menos de notar toda la insuficiencia de nuestra condición humana, marcada por el pecado. La Iglesia es santa, pero está formada por hombres y mujeres con sus límites y sus errores. Es Cristo, sólo él, quien donándonos el Espíritu Santo puede transformar nuestra miseria y renovarnos constantemente. Él es la luz de las naciones, lumen gentium, que quiso iluminar el mundo mediante su Iglesia (cf. Lumen gentium, 1).

 

"¿Cómo sucederá eso?", nos preguntamos también nosotros con las palabras que la Virgen dirigió al arcángel Gabriel. Precisamente ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, nos da la respuesta: con su ejemplo de total disponibilidad a la voluntad de Dios —"fiat mihi secundum verbum tuum" (Lc 1, 38)—. Ella nos enseña a ser "epifanía" del Señor con la apertura del corazón a la fuerza de la gracia y con la adhesión fiel a la palabra de su Hijo, luz del mundo y meta final de la historia.

 

Así sea.

SANTA MISA EN LA CAPILLA SIXTINA Y ADMINISTRACIÓN

DEL SACRAMENTO DEL BAUTISMO

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Fiesta del Bautismo del Señor

Domingo 8 de enero de 2006

 

Queridos padres, padrinos y madrinas;

queridos hermanos y hermanas: 

 

¿Qué sucede en el bautismo? ¿Qué esperamos del bautismo? Vosotros habéis dado una respuesta en el umbral de esta capilla:  esperamos para nuestros niños la vida eterna. Esta es la finalidad del bautismo. Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede el bautismo dar la vida eterna? ¿Qué es la vida eterna?

 

Se podría decir, con palabras más sencillas:  esperamos para estos niños nuestros una vida buena; la verdadera vida; la felicidad también en un futuro aún desconocido. Nosotros no podemos asegurar este don para todo el arco del futuro desconocido y, por ello, nos dirigimos al Señor para obtener de él este don.

 

A la pregunta:  "¿Cómo sucederá esto?" podemos dar dos respuestas. La primera:  en el bautismo cada niño es insertado en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, en la que ahora el niño es insertado, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz.

 

Esta compañía, esta familia, le dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, en Europa, en los próximos cincuenta, sesenta o setenta años. Pero de una cosa estamos seguros:  la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida.

 

Así hemos llegado a la segunda respuesta. Esta familia de Dios, esta compañía de amigos es eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte, que tiene en sus manos las llaves de la vida. Estar en la compañía, en la familia de Dios, significa estar en comunión con Cristo, que es vida y da amor eterno más allá de la muerte. Y si podemos decir que amor y verdad son fuente de vida, son la vida —y una vida sin amor no es vida—, podemos decir que esta compañía con Aquel que es vida realmente, con Aquel que es el Sacramento de la vida, responderá a vuestras expectativas, a vuestra esperanza.

 

Sí, el bautismo inserta en la comunión con Cristo y así da vida, la vida. Así hemos interpretado el primer diálogo que hemos tenido aquí, en el umbral de la capilla Sixtina. Ahora, después de la bendición del agua, seguirá un segundo diálogo, de gran importancia. El contenido es este:  el bautismo —como hemos visto— es un don, el don de la vida. Pero un don debe ser acogido, debe ser vivido. Un don de amistad implica un "sí" al amigo e implica un "no" a lo que no es compatible con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo.

 

Así, en este segundo diálogo, se pronuncian tres "no" y tres "sí". Se dice "no", renunciando a las tentaciones, al pecado, al diablo. Esto lo conocemos bien, pero, tal vez precisamente porque hemos escuchado demasiadas veces estas palabras, ya no nos dicen mucho. Entonces debemos profundizar un poco en los contenidos de estos "no". ¿A qué decimos "no"? Sólo así podemos comprender a qué queremos decir "sí".

 

En la Iglesia antigua estos "no" se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible:  se renuncia —así decían— a la "pompa diaboli", es decir, a la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir sólo según lo que agradaba. Por tanto, era un "no" a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en realidad era una "anticultura" de la muerte. Era el "no" a los espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo que se realizaba en el Coliseo o aquí, en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta "pompa diaboli", esta "anticultura" de la muerte era una perversión de la alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como comercio.

 

Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un "no" a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una "anticultura" que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en "cosificación" —por decirlo así— del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa de aparente felicidad, a esta "pompa" de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta "anticultura" le decimos "no", para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el "sí" cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran "sí" a la vida. Este es nuestro "sí" a Cristo, el "sí" al vencedor de la muerte y el "sí" a la vida en el tiempo y en la eternidad.

 

Del mismo modo que en este diálogo bautismal el "no" se articula en tres renuncias, también el "sí" se articula en tres adhesiones:  "sí" al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; "sí" a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que  nos  da  la vida y nos muestra el camino de la vida; "sí" a la comunión de la  Iglesia,  en  la que Cristo es el Dios vivo,  que  entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día.

Podríamos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida, el contenido de nuestro gran "sí", se expresa en los diez Mandamientos, que no son un paquete de prohibiciones, de "no", sino que presentan en realidad una gran visión de vida. Son un "sí" a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); un "sí" a la familia (cuarto mandamiento); un "sí" a la vida (quinto mandamiento); un "sí" al amor responsable (sexto mandamiento); un "sí" a la solidaridad, a la responsabilidad social, a la justicia (séptimo mandamiento); un "sí" a la verdad (octavo mandamiento); un "sí" al respeto del otro y de lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos).

 

Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que se hace concreta, practicable y hermosa en la comunión con Cristo, el Dios vivo, que camina con nosotros en compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia. El bautismo es don de vida. Es un "sí" al desafío de vivir verdaderamente la vida, diciendo "no" al ataque de la muerte, que se presenta con la máscara de la vida; y es un "sí" al gran don de la verdadera vida, que se hizo presente en el rostro de Cristo, el cual se nos dona en el bautismo y luego en la Eucaristía.

 

Esto lo he dicho como breve comentario a las palabras que en el diálogo bautismal interpretan lo que se realiza en este sacramento. Además de las palabras, tenemos los gestos y los símbolos; los indicaré muy brevemente. El primer gesto ya lo hemos realizado:  es el signo de la cruz, que se nos da como escudo que debe proteger a este niño en su vida; es como una "señalización" en el camino de la vida, porque la cruz es el resumen de la vida de Jesús.

 

Luego están los elementos:  el agua, la unción con el óleo, el vestido blanco y la llama de la vela. El agua es símbolo de la vida:  el bautismo es vida nueva en Cristo. El óleo es símbolo de la fuerza, de la salud, de la belleza, porque realmente es bello vivir en comunión con Cristo. El vestido blanco es expresión de la cultura de la belleza, de la cultura de la vida. Y, por último, la llama de la vela es expresión de la verdad que resplandece en las oscuridades de la historia y nos indica quiénes somos, de dónde venimos y a dónde debemos ir.

 

Queridos padrinos y madrinas, queridos padres, queridos hermanos, demos gracias hoy al Señor porque Dios no se esconde detrás de las nubes del misterio impenetrable, sino que, como decía el evangelio de hoy, ha abierto los cielos, se nos ha mostrado, habla con nosotros y está con nosotros; vive con nosotros y nos guía en nuestra vida. Demos gracias al Señor por este don y pidamos por nuestros niños, para que tengan realmente la vida, la verdadera vida, la vida eterna.

Amén

 

 

CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS

DE LA SOLEMNIDAD DE LA CONVERSIÓN DE SAN PABLO

COMO CONCLUSIÓN DE LA SEMANA DE ORACIÓN

POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pablo extramuros

Miércoles 25 de enero de 2006   

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

En este día, en el que se celebra la Conversión del apóstol san Pablo, concluimos, reunidos en fraterna asamblea litúrgica, la Semana anual de oración por la unidad de los cristianos. Es significativo que la memoria de la conversión del Apóstol de las gentes coincida con la última jornada de esta importante Semana, en la que pedimos a Dios con especial intensidad el valioso don de la unidad entre todos los cristianos, haciendo nuestra la invocación que Jesús mismo elevó al Padre por sus discípulos:  "Que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17, 21).

 

La aspiración de toda comunidad cristiana y de cada uno de los fieles a la unidad, y la fuerza para realizarla, son un don del Espíritu Santo y son paralelas a una fidelidad cada vez más profunda y radical al Evangelio (cf. Ut unum sint, 15). Somos conscientes de que en la base del compromiso ecuménico se encuentra la conversión del corazón, como afirma claramente el concilio Vaticano II:  "El auténtico ecumenismo no se da sin la conversión interior, porque los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad" (Unitatis redintegratio, 7).

 

"Deus caritas est", "Dios es amor" (1 Jn 4, 8. 16). Sobre esta sólida roca se apoya toda la fe de la Iglesia. En particular, se basa en ella la paciente búsqueda de la comunión plena entre todos los discípulos de Cristo:  fijando la mirada en esta verdad, cumbre de la revelación divina, las divisiones, aunque conserven su dolorosa gravedad, parecen superables y no nos desalientan. El Señor Jesús, que con la sangre de su Pasión derribó "el muro de separación", "la enemistad" (Ef 2, 14), seguramente concederá a los que lo invocan con fe la fuerza para cicatrizar cualquier herida. Pero es preciso recomenzar siempre desde aquí:  "Deus caritas est".

 

Al tema del amor he querido dedicar mi primera encíclica, que se ha publicado precisamente hoy, y esta feliz coincidencia con la conclusión de la Semana de oración por la unidad de los cristianos nos invita a considerar este encuentro y, más aún, todo el camino ecuménico a la luz del amor de Dios, del Amor que es Dios. Si ya desde el punto de vista humano el amor se manifiesta como una fuerza invencible, ¿qué debemos decir nosotros, que "hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él"? (1 Jn 4, 16).

 

El auténtico amor no anula las diferencias legítimas, sino que las armoniza en una unidad superior, que no se impone desde fuera; más bien, desde dentro, por decirlo así, da forma al conjunto. Es el misterio de la comunión, que, como une al hombre y la mujer en la comunidad de amor y de vida que es el matrimonio, forma a la Iglesia como comunidad de amor, juntando en la unidad a una multiforme riqueza de dones, de tradiciones. Al servicio de esa unidad de amor está la Iglesia de Roma, que, según la expresión de san Ignacio de Antioquía, "preside en la caridad" (Ad Rom., 1, 1). Ante vosotros, queridos hermanos y hermanas, deseo hoy renovar la consagración a Dios de mi peculiar ministerio petrino, invocando sobre él la luz y la fuerza del Espíritu Santo, a fin de que favorezca siempre la comunión fraterna entre todos los cristianos.

 

Las dos breves lecturas bíblicas de la liturgia vespertina de hoy están profundamente unidas por el tema del amor. En la primera, la caridad divina es la fuerza que transforma la vida de Saulo de Tarso y lo convierte en el Apóstol de las gentes. Escribiendo a los cristianos de Corinto, san Pablo confiesa que la gracia de Dios ha obrado en él el acontecimiento extraordinario de la conversión:  "Por la gracia de Dios, soy lo que soy; y la gracia de Dios no ha sido estéril en mí" (1 Co 15, 10).

 

Por una parte, siente el peso de haber impedido la difusión del mensaje de Cristo, pero al mismo tiempo vive con la alegría de haberse encontrado con el Señor resucitado y haber sido iluminado y transformado por su luz. Recuerda constantemente ese acontecimiento que cambió su existencia, acontecimiento tan importante para la Iglesia entera, que en los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a él tres veces (cf. Hch 9, 3-9; 22, 6-11; 26, 12-18). En el camino de Damasco, Saulo escuchó la desconcertante pregunta:  "¿Por qué me persigues?". Cayendo en tierra, turbado en su interior, preguntó:  "¿Quién eres, Señor?", y obtuvo la respuesta que está en la raíz de su conversión:  "Yo soy Jesús, a quien tú persigues" (Hch 9, 4-5). Pablo comprendió en un instante lo que después expresaría en sus escritos:  que la Iglesia forma un solo cuerpo, cuya cabeza es Cristo. Así, de perseguidor de los cristianos se convirtió en el Apóstol de las gentes.

 

En el pasaje evangélico de san Mateo que se acaba de proclamar, el amor actúa como principio de unión de los cristianos y hace que su oración unánime sea escuchada por el Padre celestial. Dice Jesús:  "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, se lo concederá mi Padre que está en los cielos" (Mt 18, 19). El verbo que usa el evangelista para decir "se ponen de acuerdo" es synphōnēsōsin, que encierra la referencia a una "sinfonía" de corazones. Esto es lo que influye en el corazón de Dios. Así pues, el acuerdo en la oración resulta importante para que la acoja el Padre celestial. El pedir juntos implica ya un paso hacia la unidad entre los que piden.

 

Ciertamente, eso no significa que la respuesta de Dios esté, de alguna forma, determinada por nuestra petición. Como sabemos bien, la anhelada realización de la unidad depende, en primer lugar, de la voluntad de Dios, cuyo designio y cuya generosidad superan la comprensión del hombre e incluso sus peticiones y expectativas. Precisamente contando con la bondad divina, intensifiquemos nuestra oración común por la unidad, que es un medio necesario y muy eficaz, como recordó Juan Pablo II en la encíclica Ut unum sint:  "En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo" (n. 22).

 

Analizando más profundamente estos versículos evangélicos, comprendemos mejor la razón por la cual el Padre acogerá positivamente la petición de la comunidad cristiana:  "Porque —dice Jesús— donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20). Es la presencia de Cristo la que hace eficaz la oración común de los que se reúnen en su nombre.

 

Cuando los cristianos se congregan para orar, Jesús mismo está en medio de ellos. Son uno con Aquel que es el único mediador entre Dios y los hombres. La constitución sobre la sagrada liturgia del concilio Vaticano II se refiere precisamente a este pasaje del evangelio para indicar uno de los modos de la presencia de Cristo:  "Cuando la Iglesia suplica y canta salmos, está presente el mismo que prometió:  "Donde están dos o tres congregados en mi nombre ahí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18, 20)" (Sacrosanctum Concilium, 7).

 

San Juan Crisóstomo, comentando este texto del evangelio de san Mateo, se pregunta:  "Pues bien, ¿no hay dos o tres que se reúnen en su nombre? Sí, los hay —responde—, pero raramente" (Homilías sobre el evangelio de san Mateo, 60, 3). Esta tarde siento una inmensa alegría al ver una asamblea tan numerosa y orante, que implora de modo "sinfónico" el don de la unidad. A todos y a cada uno dirijo mi cordial saludo. Saludo con particular afecto a los hermanos de las otras Iglesias y comunidades eclesiales de esta ciudad, unidos en el único bautismo, que nos convierte en miembros del único Cuerpo místico de Cristo.

 

Han pasado sólo cuarenta años desde que, precisamente en esta basílica, el 5 de diciembre de 1965, el siervo de Dios Pablo VI, de feliz memoria, celebró la primera oración común, al concluir el concilio Vaticano II, con la solemne presencia de los padres conciliares y la participación activa de los observadores de las otras Iglesias y comunidades eclesiales. Luego, el amado Juan Pablo II continuó con perseverancia la tradición de concluir aquí la Semana de oración. Estoy seguro de que esta tarde ambos nos miran desde el cielo y se unen a nuestra oración.

 

Entre los que participan en esta asamblea quisiera saludar en especial al grupo de los delegados de Iglesias, de Conferencias episcopales, de comunidades cristianas y de organismos ecuménicos que trabajan en la preparación de la III Asamblea ecuménica europea, que tendrá lugar en Sìbiu (Rumanía), en septiembre de 2007, sobre el tema:  "La luz de Cristo ilumina a todos. Esperanza de renovación y unidad en Europa".

 

Sí, queridos hermanos y hermanas, los  cristianos  tenemos  la  tarea  de ser, en Europa y en medio de todos los pueblos, "luz del mundo" (Mt 5, 14). Que Dios nos conceda llegar pronto a la anhelada comunión plena. El restablecimiento de nuestra unidad dará mayor eficacia a la evangelización. La unidad es nuestra misión común; es la condición para que la luz de Cristo se difunda más eficazmente en todo el mundo y los hombres se conviertan y se salven.

 

¡Cuánto camino nos queda aún por recorrer! Pero no perdamos la confianza; al contrario, con más ahínco reanudemos el camino juntos. Cristo nos precede y nos acompaña. Contamos con su indefectible presencia. A él le imploramos humilde e incansablemente el valioso don de la unidad y la paz.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA MISA EN LA FIESTA

DE LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR

 

Jornada de la vida consagrada

Jueves 2 de febrero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

La fiesta de la Presentación del Señor en el templo, cuarenta días después de su nacimiento, pone ante nuestros ojos un momento particular de la vida de la Sagrada Familia:  según la ley mosaica, María y José llevan al niño Jesús al templo de Jerusalén para ofrecerlo al Señor (cf. Lc 2, 22). Simeón y Ana, inspirados por Dios, reconocen en aquel Niño al Mesías tan esperado y profetizan sobre él. Estamos ante un misterio, sencillo y a  la vez solemne, en el que la santa Iglesia celebra a Cristo, el Consagrado del Padre, primogénito de la nueva humanidad.

 

La sugestiva procesión con los cirios al inicio de nuestra celebración nos ha hecho revivir la majestuosa entrada, cantada en el salmo responsorial, de Aquel que es "el rey de la gloria", "el Señor, fuerte en la guerra" (Sal 23, 7. 8). Pero, ¿quién es ese Dios fuerte que entra en el templo? Es un niño; es el niño Jesús, en los brazos de su madre, la Virgen María. La Sagrada Familia cumple lo que prescribía la Ley:  la purificación de la madre, la ofrenda del primogénito a Dios y su rescate mediante un sacrificio. En la primera lectura, la liturgia habla del oráculo del profeta Malaquías:  "De pronto entrará en el santuario el Señor" (Ml 3, 1). Estas palabras comunican toda la intensidad del deseo que animó la espera del pueblo judío a lo largo de los siglos. Por fin entra en su casa "el mensajero de la alianza" y se somete a la Ley:  va a Jerusalén para entrar, en actitud de obediencia, en la casa de Dios.

 

El significado de este gesto adquiere una perspectiva más amplia en el pasaje de la carta a los Hebreos, proclamado hoy como segunda lectura. Aquí se nos presenta a Cristo, el mediador que une a Dios y al hombre, superando las distancias, eliminando toda división y derribando todo muro de separación. Cristo viene como nuevo "sumo sacerdote compasivo y fiel en lo que a Dios se refiere, y a expiar así los pecados del pueblo" (Hb 2, 17). Así notamos que la mediación con Dios ya no se realiza en la santidad-separación del sacerdocio antiguo, sino en la solidaridad liberadora con los hombres. Siendo todavía niño, comienza a avanzar por el camino de la obediencia, que recorrerá hasta las últimas consecuencias. Lo muestra bien la carta a los Hebreos cuando dice:  "Habiendo ofrecido en los días de su vida mortal ruegos y súplicas (…) al que podía salvarle de la muerte, (…) y aun siendo Hijo, con lo que padeció experimentó la obediencia; y llegado a la perfección, se convirtió en causa de salvación eterna para todos los que le obedecen" (Hb 5, 7-9).

 

La primera persona que se asocia a Cristo en el camino de la obediencia, de la fe probada y del dolor compartido, es su madre, María. El texto evangélico nos la muestra en el acto de ofrecer a su Hijo:  una ofrenda incondicional que la implica personalmente:  María es Madre de Aquel que es "gloria de su pueblo Israel" y "luz para alumbrar a las naciones", pero también "signo de contradicción" (cf. Lc 2, 32. 34). Y a ella misma la espada del dolor le traspasará su alma inmaculada, mostrando así que su papel en la historia de la salvación no termina en el misterio de la Encarnación, sino que se completa con la amorosa y dolorosa participación en la muerte y resurrección de su Hijo. Al llevar a su Hijo a Jerusalén, la Virgen Madre lo ofrece a Dios como verdadero Cordero que quita el pecado del mundo; lo pone en manos de Simeón y Ana como anuncio de redención; lo presenta a todos como luz para avanzar por el camino seguro de la verdad y del amor.

 

Las palabras que en este encuentro afloran a los labios del anciano Simeón —"mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2, 30)—, encuentran eco en el corazón de la profetisa Ana. Estas personas justas y piadosas, envueltas en la luz de Cristo, pueden contemplar en el niño Jesús "el consuelo de Israel" (Lc 2, 25). Así, su espera se transforma en luz que ilumina la historia.

 

Simeón es portador de una antigua esperanza, y el Espíritu del Señor habla a su corazón:  por eso puede contemplar a Aquel a quien muchos profetas y reyes habían deseado ver, a Cristo, luz que alumbra a las naciones. En aquel Niño reconoce al Salvador, pero intuye en el Espíritu que en torno a él girará el destino de la humanidad, y que deberá sufrir mucho a causa de los que lo rechazarán; proclama su identidad y su misión de Mesías con las palabras que forman uno de los himnos de la Iglesia naciente, del cual brota todo el gozo comunitario y escatológico de la espera salvífica realizada. El entusiasmo es tan grande, que vivir y morir son lo mismo, y la "luz" y la "gloria" se transforman en una revelación universal. Ana es "profetisa", mujer sabia y piadosa, que interpreta el sentido profundo de los acontecimientos históricos y del mensaje de  Dios encerrado en ellos. Por eso puede "alabar a Dios" y hablar "del Niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén" (Lc 2, 38). Su larga viudez, dedicada al culto en el templo, su  fidelidad a los ayunos semanales y su participación en la espera de todos los que anhelaban el rescate de Israel concluyen en el encuentro con el niño Jesús.

 

Queridos hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Presentación del Señor, la Iglesia celebra la Jornada de la vida consagrada. Se trata de una ocasión oportuna para alabar al Señor y darle gracias  por el don inestimable que constituye la vida consagrada en sus diferentes formas; al mismo tiempo, es un estímulo a promover en todo el pueblo de Dios el conocimiento y la estima por quienes están totalmente consagrados a Dios.

 

En efecto, como la vida de Jesús, con su obediencia y su entrega al Padre, es parábola viva del "Dios con nosotros", también la entrega concreta de las personas consagradas a Dios y a los hermanos se convierte en signo elocuente de la presencia del reino de Dios para el mundo de hoy.

Vuestro modo de vivir y de trabajar puede manifestar sin atenuaciones la plena pertenencia al único Señor; vuestro completo abandono en las manos de Cristo y de la Iglesia es un anuncio fuerte y claro de la presencia de Dios con un lenguaje comprensible para nuestros contemporáneos. Este es el primer servicio que la vida consagrada presta a la Iglesia y al mundo. Dentro del pueblo de Dios, son como centinelas que descubren y anuncian la vida nueva ya presente en nuestra historia.

 

Me dirijo ahora de modo especial a vosotros, queridos hermanos y hermanas que habéis abrazado la vocación de especial consagración, para saludaros con afecto y daros las gracias de corazón por vuestra presencia. Dirijo un saludo especial a monseñor Franc Rodé, prefecto de la Congregación para los institutos de vida consagrada y las sociedades de vida apostólica, y a sus colaboradores, que concelebran conmigo en esta santa misa. Que el Señor renueve cada día en vosotros y en todas las personas consagradas la respuesta gozosa a su amor gratuito y fiel.

 

Queridos hermanos y hermanas, como cirios encendidos irradiad siempre y en todo lugar el amor de Cristo, luz del mundo. María santísima, la Mujer consagrada, os ayude a vivir plenamente vuestra especial vocación y misión en la Iglesia, para la salvación del mundo. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA MISA CELEBRADA EN LA PARROQUIA DE SANTA ANA

 

El Vaticano, domingo 5 de febrero de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

El evangelio que acabamos de escuchar comienza con un episodio muy simpático, muy hermoso, pero también lleno de significado. El Señor va a casa de Simón Pedro y Andrés, y encuentra enferma con fiebre a la suegra de Pedro; la toma de la mano, la levanta y la mujer se cura y se pone a servir. En este episodio aparece simbólicamente toda la misión de Jesús. Jesús, viniendo del Padre, llega a la casa de la humanidad, a nuestra tierra, y encuentra una humanidad enferma, enferma de fiebre, de la fiebre de las ideologías, las idolatrías, el olvido de Dios. El Señor nos da su mano, nos levanta y nos cura. Y lo hace en todos los siglos; nos toma de la mano con su palabra, y así disipa la niebla de las ideologías, de las idolatrías. Nos toma de la mano en los sacramentos, nos cura de la fiebre de nuestras pasiones y de nuestros pecados mediante la absolución en el sacramento de la Reconciliación. Nos da la capacidad de levantarnos, de estar de pie delante de Dios y delante de los hombres. Y precisamente con este contenido de la liturgia dominical el Señor se encuentra con nosotros, nos toma de la mano, nos levanta y nos cura siempre de nuevo con el don de su palabra, con el don de sí mismo.

 

Pero también la segunda parte de este episodio es importante; esta mujer, recién curada, se pone a servirlos, dice el evangelio. Inmediatamente comienza a trabajar, a estar a disposición de los demás, y así se convierte en representación de tantas buenas mujeres, madres, abuelas, mujeres de diversas profesiones, que están disponibles, se levantan y sirven, y son el alma de la familia, el alma de la parroquia.

 

Como se ve en el cuadro pintado sobre el altar, no sólo prestan servicios exteriores. Santa Ana introduce a su gran hija, la Virgen, en las sagradas Escrituras, en la esperanza de Israel, en la que ella sería precisamente el lugar del cumplimiento. Las mujeres son también las primeras portadoras de la palabra de Dios del evangelio, son verdaderas evangelistas. Y me parece que este episodio del evangelio, aparentemente tan modesto, precisamente aquí, en la iglesia de Santa Ana, nos brinda la ocasión de expresar sinceramente nuestra gratitud a todas las mujeres que animan esta parroquia, a las mujeres que sirven en todas las dimensiones, que nos ayudan siempre de nuevo a conocer la palabra de Dios, no sólo con el intelecto, sino también con el corazón.

 

Volvamos al evangelio:  Jesús duerme en casa de Pedro, pero a primeras horas de la mañana, cuando todavía reina la oscuridad, se levanta, sale, busca un lugar desierto y se pone a orar. Aquí aparece el verdadero centro del misterio de Jesús. Jesús está en coloquio con el Padre y eleva su alma humana en comunión con la persona del Hijo, de modo que la humanidad del Hijo, unida a él, habla en el diálogo trinitario con el Padre; y así hace posible también para nosotros la verdadera oración. En la liturgia, Jesús ora con nosotros, nosotros oramos con Jesús, y así entramos en contacto real con Dios, entramos en el misterio del amor eterno de la santísima Trinidad.

 

Jesús habla con el Padre; esta es la fuente y el centro de todas las actividades de Jesús; vemos cómo su predicación, las curaciones, los milagros y, por último, la Pasión salen de este centro, de su ser con el Padre. Y así este evangelio nos enseña el centro de la fe y de nuestra vida, es decir, la primacía de Dios. Donde no hay Dios, tampoco se respeta al hombre. Sólo si el esplendor de Dios se refleja en el rostro del hombre, el hombre, imagen de Dios, está protegido con una dignidad que luego nadie puede violar.

 

La primacía de Dios. Las tres primeras peticiones del "Padre nuestro" se refieren precisamente a esta primacía de Dios:  pedimos que sea santificado el nombre de Dios; que el respeto del misterio divino sea vivo y anime toda nuestra vida; que "venga el reino de Dios" y "se haga su voluntad" son las dos caras diferentes de la misma medalla; donde se hace la voluntad de Dios, es ya el cielo, comienza también en la tierra algo del cielo, y donde se hace la voluntad de Dios está presente el reino de Dios; porque el reino de Dios no es una serie de cosas; el reino de Dios es la presencia de Dios, la unión del hombre con Dios. Y  Dios quiere guiarnos a este objetivo.

 

El centro de su anuncio es el reino de Dios, o sea, Dios como fuente y centro de nuestra vida, y nos dice:  sólo Dios es la redención del hombre. Y la historia del siglo pasado nos muestra cómo en los Estados donde se suprimió a Dios, no sólo se destruyó la economía, sino que se destruyeron sobre todo las almas. Las destrucciones morales, las destrucciones de la dignidad del hombre son las destrucciones fundamentales, y la renovación sólo puede venir de la vuelta a Dios, o sea, del reconocimiento de la centralidad de Dios.

 

En estos días, un obispo del Congo en visita ad limina me dijo:  los europeos nos dan generosamente muchas cosas para el desarrollo, pero no quieren ayudarnos en la pastoral; parece que consideran inútil la pastoral, creen que sólo importa el desarrollo técnico-material. Pero es verdad lo contrario —dijo—, donde no hay palabra de Dios el desarrollo no funciona, y no da resultados positivos. Sólo si hay antes palabra de Dios, sólo si el hombre se reconcilia con Dios, también las cosas materiales pueden ir bien.

 

El texto evangélico, con su continuación, confirma esto con fuerza. Los Apóstoles dicen a Jesús:  vuelve, todos te buscan. Y él dice:  no, debo ir a las otras aldeas para anunciar a Dios y expulsar los demonios, las fuerzas del mal; para eso he venido. Jesús no vino —el texto griego dice:  "salí del Padre"— para traer las comodidades de la vida, sino para traer la condición fundamental de nuestra dignidad, para traernos el anuncio de Dios, la presencia de Dios, y para vencer así a las fuerzas del mal. Con gran claridad nos indica esta prioridad:  no he venido para curar —aunque lo hago, pero como signo—; he venido para reconciliaros con Dios. Dios es nuestro creador, Dios nos ha dado la vida, nuestra dignidad:  a él, sobre todo, debemos dirigirnos.

 

Y, como dijo el padre Gioele, la Iglesia celebra hoy en Italia la Jornada por la vida. Los obispos italianos han querido recordar en su mensaje el deber prioritario de "respetar la vida", al tratarse de un bien del que no se puede disponer:  el hombre no es el dueño de la vida; es, más bien, su custodio y administrador. Y bajo la primacía de Dios automáticamente nace esta prioridad de administrar, de custodiar la vida del hombre, creada por Dios. Esta verdad de que el hombre es custodio y administrador de la vida constituye un punto fundamental de la ley natural, plenamente iluminado por la revelación bíblica. Se presenta hoy como "signo de contradicción" con respecto a la mentalidad dominante. En efecto, constatamos que, a pesar de que existe en general una amplia convergencia sobre el valor de la vida, cuando se llega a este punto —es decir, si se puede, o no, disponer de la vida—, dos mentalidades se oponen de manera irreconciliable.

 

De una forma más sencilla podríamos decir:  la primera de esas dos mentalidades considera que la vida humana está en las manos del hombre; la segunda reconoce que está en las manos de Dios. La cultura moderna ha enfatizado legítimamente la autonomía del hombre y de las realidades terrenas, desarrollando así una perspectiva propia del cristianismo, la de la encarnación de Dios. Pero, como afirmó claramente el concilio Vaticano II, si esta autonomía lleva a pensar que "las cosas creadas no dependen de Dios y que el hombre puede utilizarlas sin referirlas al Creador", entonces se origina un profundo desequilibrio, porque "sin el Creador la criatura se diluye" (Gaudium et spes, 36). Es significativo que el documento conciliar, en el pasaje citado, afirme que esta capacidad de reconocer la voz y la manifestación de Dios en la belleza de la creación es propia de todos los creyentes, independientemente de la religión a la que pertenezcan.

 

Podemos concluir que el pleno respeto de la vida está vinculado al sentido religioso, a la actitud interior con la que el hombre afronta la realidad, actitud de dueño o de custodio. Por lo demás, la palabra "respeto" deriva del verbo latino respicere (mirar), e indica un modo de mirar las cosas y las personas que lleva a reconocer su realidad, a no apropiarse de ellas, sino a tratarlas con consideración, con cuidado. En definitiva, si se quita a las criaturas su referencia a Dios, como fundamento trascendente, corren el riesgo de quedar a merced del arbitrio del hombre, que, como vemos, puede hacer un uso indebido de ellas.

 

Queridos hermanos y hermanas, invoquemos juntos la intercesión de santa Ana en favor de vuestra comunidad parroquial, a la que saludo con afecto. Saludo en particular al párroco, padre Gioele, y le agradezco las palabras que me ha dirigido al inicio; saludo también a los religiosos agustinos, con su prior general; saludo a monseñor Angelo Comastri, mi vicario general para la Ciudad del Vaticano, a monseñor Rizzato, mi limosnero, y a todos los presentes, de modo especial a los niños, a los jóvenes y a todos los que habitualmente frecuentan esta iglesia. Que sobre todos vele santa Ana, vuestra patrona celestial, y os obtenga a cada uno el don de ser testigos del Dios de la vida y del amor.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA BASÍLICA DE SANTA SABINA EL MIÉRCOLES DE CENIZA

 

1 de marzo de 2006

 

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;

queridos hermanos y hermanas: 

 

La procesión penitencial, con la que hemos iniciado esta celebración, nos ha ayudado a entrar en el clima típico de la Cuaresma, que es una peregrinación personal y comunitaria de conversión y renovación espiritual. Según la antiquísima tradición romana de las "estaciones" cuaresmales, durante este tiempo los fieles, juntamente con los peregrinos, cada día se reúnen y hacen una parada —statio— en una de las muchas "memorias" de los mártires, que constituyen los cimientos de la Iglesia de Roma. En las basílicas, donde se exponen sus reliquias, se celebra la santa misa precedida por una procesión, durante la cual se cantan las letanías de los santos. Así se recuerda a los que con su sangre dieron testimonio de Cristo, y su evocación impulsa a cada cristiano a renovar su adhesión al Evangelio. A pesar del paso de los siglos, estos ritos conservan su valor, porque recuerdan cuán importante es, también en nuestros tiempos, acoger sin componendas las palabras de Jesús:  "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame" (Lc 9, 23).

 

Otro rito simbólico, gesto propio y exclusivo del primer día de Cuaresma, es la imposición de la ceniza. ¿Cuál es su significado más hondo? Ciertamente, no se trata de un mero ritualismo, sino de algo más profundo, que toca nuestro corazón. Nos ayuda a comprender la actualidad de la advertencia del profeta Joel, que recoge la primera lectura, una advertencia que conserva también para nosotros su validez saludable:  a los gestos exteriores debe corresponder siempre la sinceridad del alma y la coherencia de las obras.

 

En efecto, ¿de qué sirve —se pregunta el autor inspirado— rasgarse las vestiduras, si el corazón sigue lejos del Señor, es decir, del bien y de la justicia? Lo que cuenta, en realidad, es volver a Dios, con un corazón sinceramente arrepentido, para obtener su misericordia (cf. Jl 2, 12-18). Un corazón nuevo y un espíritu nuevo es lo que pedimos en el Salmo penitencial por excelencia, el Miserere, que hoy cantamos con el estribillo "Misericordia, Señor:  hemos pecado". El verdadero creyente, consciente de que es pecador, aspira con todo su ser —espíritu, alma y cuerpo— al perdón divino, como a una nueva creación, capaz de devolverle la alegría y la esperanza (cf. Sal 50, 3. 5. 12. 14).

 

Otro aspecto de la espiritualidad cuaresmal es el que podríamos llamar "agonístico", y se refleja en la oración colecta de hoy, donde se habla de "armas" de la penitencia y de "combate" contra las fuerzas del mal. Cada día, pero especialmente en Cuaresma, el cristiano debe librar un combate, como el que Cristo libró en el desierto de Judá, donde durante cuarenta días fue tentado por el diablo, y luego en Getsemaní, cuando rechazó la última tentación, aceptando hasta el fondo la voluntad del Padre.

 

Se trata de un combate espiritual, que se libra contra el pecado y, en último término, contra satanás. Es un combate que implica a toda la persona y exige una atenta y constante vigilancia. San Agustín afirma que quien quiere caminar en el amor de Dios y en su misericordia no puede contentarse con evitar los pecados graves y mortales, sino que "hace la verdad reconociendo también los pecados que se consideran menos graves (…) y va a la luz realizando obras dignas. También los pecados menos graves, si nos descuidamos, proliferan y producen la muerte" (In Io. evang. 12, 13, 35).

 

Por consiguiente, la Cuaresma nos recuerda que la vida cristiana es un combate sin pausa, en el que se deben usar las "armas" de la oración, el ayuno y la penitencia. Combatir contra el mal, contra cualquier forma de egoísmo y de odio, y morir a sí mismos para vivir en Dios es el itinerario ascético que todos los discípulos de Jesús están llamados a recorrer con humildad y paciencia, con generosidad y perseverancia.

 

El dócil seguimiento del divino Maestro convierte a los cristianos en testigos y apóstoles de paz. Podríamos decir que esta actitud interior nos ayuda también a poner mejor de relieve cuál debe ser la respuesta cristiana a la violencia que amenaza la paz del mundo. Ciertamente, no es la venganza, ni el odio, ni tampoco la huida hacia un falso espiritualismo. La respuesta de los discípulos de Cristo consiste, más bien, en recorrer el camino elegido por él, que, ante los males de su tiempo y de todos los tiempos, abrazó decididamente la cruz, siguiendo el sendero más largo, pero eficaz, del amor. Tras sus huellas y unidos a él, debemos esforzarnos todos por oponernos al mal con el bien, a la mentira con la verdad, al odio con el amor.

 

En la encíclica Deus caritas est quise presentar este amor como el secreto de nuestra conversión personal y eclesial. Comentando las palabras de san Pablo a los Corintios:  "Nos apremia el amor de Cristo" (2 Co 5, 14), subrayé que "la conciencia de que en él Dios mismo se ha entregado por nosotros hasta la muerte tiene que llevarnos a vivir no ya para nosotros mismos, sino para él y, con él, para los demás" (n. 33).

 

El amor, como reafirma Jesús en el pasaje evangélico de hoy, debe traducirse después en gestos concretos en favor del prójimo, y en especial en favor de los pobres y los necesitados, subordinando siempre el valor de las "obras buenas" a la sinceridad de la relación con el "Padre celestial", que "ve en lo secreto" y "recompensará" a los que hacen el bien de modo humilde y desinteresado (cf. Mt 6, 1. 4. 6. 18).

 

La concreción del amor constituye uno de los elementos esenciales de la vida de los cristianos, a los que Jesús estimula a ser luz del mundo, para que los hombres, al ver sus "buenas obras", glorifiquen a Dios (cf. Mt 5, 16). Esta recomendación llega a nosotros muy oportunamente al inicio de la Cuaresma, para que comprendamos cada vez mejor que "la caridad no es una especie de actividad de asistencia social (…), sino que pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia esencia" (Deus caritas est, 25). El verdadero amor se traduce en gestos que no excluyen a nadie, a ejemplo del buen samaritano, el cual, con gran apertura de espíritu, ayudó a un desconocido necesitado, al que encontró "por casualidad" a la vera del camino (cf. Lc 10, 31).

 

Señores cardenales, venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, queridos religiosos, religiosas y fieles laicos, a quienes saludo con gran cordialidad, entremos en el clima típico de este tiempo litúrgico con estos sentimientos, dejando que la palabra de Dios nos ilumine y nos guíe. En Cuaresma escucharemos con frecuencia la invitación a convertirnos y creer en el Evangelio, y se nos invitará constantemente a abrir el espíritu a la fuerza de la gracia divina.

 

Aprovechemos estas enseñanzas que nos dará en abundancia la Iglesia durante estas semanas. Animados por un fuerte compromiso de oración, decididos a un esfuerzo cada vez mayor de penitencia, de ayuno y de solicitud amorosa por los hermanos, encaminémonos hacia la Pascua, acompañados por la Virgen María, Madre de la Iglesia y modelo de todo auténtico discípulo de Cristo.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

PARA LOS TRABAJADORES EN LA FIESTA DE SAN JOSÉ

 

Domingo 19 de marzo de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Hemos escuchado juntos una famosa y bella página del libro del Éxodo, en la que el autor sagrado narra la entrega del Decálogo a Israel por parte de Dios. Un detalle llama enseguida la atención:  la enumeración de los diez mandamientos se introduce con una significativa referencia a la liberación del pueblo de Israel. Dice el texto:  "Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud" (Ex 20, 2). Por tanto, el Decálogo quiere ser una confirmación de la libertad conquistada. En efecto, los mandamientos, si se analizan en profundidad, son el instrumento que el Señor nos da para defender nuestra libertad tanto de los condicionamientos internos de las pasiones como de los abusos externos de los maliciosos. Los "no" de los mandamientos son otros tantos "sí" al crecimiento de una libertad auténtica. Conviene subrayar también una segunda dimensión del Decálogo:  con la Ley dada por medio de Moisés el Señor revela que quiere establecer con Israel una alianza. Por consiguiente, la Ley, más que una imposición, es un don. Más que mandar lo que el hombre debe hacer, quiere manifestar a todos la elección de Dios:  él está de parte del pueblo elegido; lo liberó de la esclavitud y lo rodeó con su bondad misericordiosa. El Decálogo es testimonio de un amor de predilección.

 

La liturgia de hoy nos ofrece un segundo mensaje:  la Ley mosaica se cumplió plenamente en Jesús, que reveló la sabiduría y el amor de Dios mediante el misterio de la cruz, "escándalo para los judíos, necedad para los griegos —como nos dice san Pablo en la segunda lectura—; pero para los llamados (…), judíos o griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios" (1 Co 1, 23-24). Precisamente a este misterio se refiere la página evangélica que se acaba de proclamar:  Jesús expulsa del templo a los vendedores y a los cambistas. El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo de un salmo:  "El celo por tu casa me devora" (cf. Sal 69, 10). A Jesús lo "devora" este "celo" por la "casa de Dios", utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma:  "Destruid este templo, y en tres días lo levantaré" (Jn 2, 19). Palabras misteriosas, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando:  "Él hablaba del templo de su cuerpo" (Jn 2, 21).

Sus adversarios destruirán este "templo", pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y "escandalosa" de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.

 

Queridos hermanos y hermanas, esta celebración eucarística, que a la meditación de los textos litúrgicos del tercer domingo de Cuaresma une el recuerdo de san José, nos ofrece la oportunidad de considerar, a la luz del misterio pascual, otro aspecto importante de la existencia humana. Me refiero a la realidad del trabajo, que hoy está en el centro de cambios rápidos y complejos. En numerosas páginas la Biblia muestra cómo el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre. Cuando el Creador plasmó al hombre a su imagen y semejanza, lo invitó a trabajar la tierra (cf. Gn 2, 5-6). A causa del pecado de nuestros primeros padres, el trabajo se transformó en fatiga y sudor (cf. Gn 3, 6-8), pero el proyecto divino mantiene inalterado su valor. El  mismo  Hijo de Dios, haciéndose semejante en todo a nosotros, se dedicó durante muchos años a actividades manuales, hasta el punto de que lo conocían como el "hijo del carpintero" (cf. Mt 13, 55). La Iglesia ha mostrado siempre, especialmente durante el último siglo, interés y solicitud por este ámbito de la sociedad, como testimonian las numerosas intervenciones sociales del Magisterio y la acción de múltiples asociaciones de inspiración cristiana, algunas de las cuales han venido hoy aquí a representar a todo el mundo de los trabajadores. Me alegra acogeros, queridos amigos, y os dirijo a cada uno mi cordial saludo. Saludo en particular a monseñor Arrigo Miglio, obispo de Ivrea y presidente de la Comisión episcopal italiana para los problemas sociales y el trabajo, la justicia y la paz, que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes y me ha dirigido amables palabras de felicitación por mi fiesta onomástica. Se las agradezco vivamente.

 

El trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida. Al respecto, es oportuna la invitación de la primera lectura:  "Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso dedicado al Señor, tu Dios" (Ex 20, 8-9). El sábado es día santificado, es decir, consagrado a Dios, en el que el hombre comprende mejor el sentido de su existencia y también de la actividad laboral. Por tanto, se puede afirmar que la enseñanza bíblica sobre el trabajo culmina en el mandamiento del descanso. Al respecto, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia observa oportunamente:  "El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del sábado eterno (cf. Hb 4, 9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ef 2, 10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a él, que de ellas es el Autor" (n. 258).

 

La actividad laboral debe contribuir al verdadero bien de la humanidad, permitiendo "al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación" (Gaudium et spes, 35). Para que esto suceda no basta la preparación técnica y profesional, por lo demás necesaria; ni siquiera es suficiente la creación de un orden social justo y atento al bien de todos. Es preciso vivir una espiritualidad que ayude a los creyentes a santificarse a través de su trabajo, imitando a san José, que cada día debió proveer con sus manos a las necesidades de la Sagrada Familia, y por eso la Iglesia lo propone como patrono de los trabajadores. Su testimonio muestra que el hombre es sujeto y protagonista del trabajo. Quisiera encomendarle a él a los jóvenes que con esfuerzo logran insertarse en el mundo del trabajo, a los desempleados y a todos los que sufren las dificultades debidas a la crisis laboral generalizada. Que junto con María, su esposa, san José vele sobre todos los trabajadores y obtenga serenidad y paz para las familias y para toda la humanidad. Que al contemplar a este gran santo, los cristianos aprendan a testimoniar en todos los ámbitos laborales el amor de Cristo, manantial de solidaridad verdadera y de paz estable. Amén.

 

 

CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO

PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

Viernes 24 de marzo de 2006

 

 

Venerados cardenales,

patriarcas y obispos;

ilustres señores y señoras;

queridos hermanos y hermanas: 

 

En esta víspera de la solemnidad de la Anunciación del Señor, el clima penitencial de la Cuaresma deja espacio a la fiesta:  en efecto, hoy el Colegio de cardenales se enriquece con quince nuevos miembros. Con viva cordialidad os dirijo mi saludo ante todo a vosotros, queridos hermanos, a quienes he tenido la alegría de crear cardenales, a la vez que agradezco al cardenal William Joseph Levada los sentimientos y los pensamientos que acaba de expresarme en nombre de todos vosotros.

 

También me alegra saludar a los demás señores cardenales, a los venerados patriarcas, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a las religiosas, así como a los numerosos fieles, y en particular a los familiares que han venido aquí para acompañar, con la oración y la alegría cristiana, a los nuevos purpurados.

 

Acojo con especial gratitud a las distinguidas autoridades gobernativas y civiles, que representan diversas naciones e instituciones. El consistorio ordinario público es un acontecimiento que manifiesta con gran elocuencia la naturaleza universal de la Iglesia, extendida por el mundo entero para anunciar a todos la buena nueva de Cristo Salvador. El amado Juan Pablo II celebró nueve, contribuyendo así, de manera decisiva, a renovar el Colegio cardenalicio, según las orientaciones que el concilio Vaticano II y el siervo de Dios Pablo VI habían dado. Es verdad que a lo largo de los siglos han cambiado muchas cosas por lo que concierne al Colegio cardenalicio; sin embargo, no han cambiado la sustancia y la naturaleza esencial de este importante organismo eclesial. Sus antiguas raíces, su desarrollo histórico y su composición actual hacen verdaderamente de él una especie de "Senado", llamado a cooperar íntimamente con el Sucesor de Pedro en la realización de las tareas relacionadas con su ministerio apostólico universal.

 

La palabra de Dios, que acaba de proclamarse, nos hace retroceder en el tiempo. Juntamente con el evangelista san Marcos nos hemos remontado al origen mismo de la Iglesia y, en particular, al origen del ministerio petrino. Con los ojos del corazón hemos vuelto a ver al Señor Jesús, a cuya alabanza y gloria está totalmente orientado y dedicado el acto que estamos realizando. Nos ha dicho palabras que nos han traído a la memoria la definición del Romano Pontífice que tanto gustaba a san Gregorio Magno: "Servus servorum Dei".

 

En efecto, Jesús, explicando a los doce Apóstoles que su autoridad debía ejercerse de modo muy diferente del de los "jefes de las naciones", resume esta modalidad con el estilo del servicio:  "El que quiera llegar a ser grande entre vosotros, será vuestro servidor (διάκονος), y el que quiera ser el primero entre vosotros, será esclavo de todos (aquí Jesús utiliza la palabra más fuerte: δουλος)" (Mc 10, 43-44). La total y generosa disponibilidad para servir a los demás es el signo distintivo de quien en la Iglesia está revestido de autoridad, porque así sucedió con el Hijo del hombre, que no vino "a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45). Aun siendo Dios, más aún, impulsado precisamente por su divinidad, asumió la forma de siervo —"formam servi"—, como dice admirablemente el himno a Cristo contenido en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 6-7).

 

Así pues, el primer "Siervo de los siervos de Dios" es Jesús. Detrás de él, y unidos a él, los Apóstoles; y, entre estos, de modo especial, Pedro, al que el Señor encomendó la responsabilidad de guiar su grey. El Papa tiene como tarea ser el primer servidor de todos. Esta actitud está claramente atestiguada en la primera lectura de esta liturgia, que nos vuelve a proponer una exhortación de Pedro a los "presbíteros" y a los ancianos de la comunidad (cf. 1 P 5, 1). Es una exhortación hecha con la autoridad de que goza el Apóstol por haber sido testigo de los sufrimientos de Cristo, buen Pastor. Se percibe que las palabras de Pedro provienen de la experiencia personal del servicio a la grey de Dios, pero antes y más aún se fundan en la experiencia directa del comportamiento de Jesús:  de su modo se servir hasta el sacrificio de sí mismo, de su humillación hasta la muerte y muerte de cruz, confiando sólo en el Padre, que lo exaltó en el momento oportuno. Pedro, como Pablo, fue íntimamente "conquistado" por Cristo —"comprehensus sum a Christo Iesu" (Flp 3, 12)—, y como Pablo puede exhortar con plena autoridad a los ancianos, porque ya no vive él, sino que es Cristo quien vive en él:  "Vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus" (Ga 2, 20).

 

Sí, venerados y queridos hermanos, lo que afirma el Príncipe de los Apóstoles se aplica particularmente a quien está llamado a vestirse con la púrpura cardenalicia:  "A los ancianos que están entre vosotros los exhorto yo, anciano como ellos, testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1P 5, 1). Son palabras que, aun en su estructura esencial, evocan el misterio pascual, particularmente presente en nuestro corazón durante estos días de Cuaresma. San Pedro se las aplica a sí mismo en cuanto "anciano como ellos" (συμπρεσβύτερος), dando así a entender que el anciano en la Iglesia, el presbítero, por la experiencia acumulada con los años y por las pruebas afrontadas y superadas, debe estar especialmente "en sintonía" con el dinamismo íntimo del misterio pascual.

 

Queridos hermanos que acabáis de recibir la dignidad cardenalicia, ¡cuántas veces habéis encontrado en estas palabras motivo de meditación y de estímulo espiritual para seguir las huellas del Señor crucificado y resucitado! Estas palabras tendrán una confirmación ulterior y comprometedora en lo que la nueva responsabilidad os exigirá. Unidos más estrechamente al Sucesor de Pedro, estáis llamados a colaborar con él en la realización de su peculiar servicio eclesial, y esto significará para vosotros una participación más intensa en el misterio de la cruz, compartiendo los sufrimientos de Cristo. Y todos nosotros somos realmente testigos de sus sufrimientos hoy en el mundo y también en la Iglesia, y precisamente así también somos partícipes de su gloria. Esto os permitirá tomar más abundantemente de los manantiales de la gracia y difundir más eficazmente en vuestro entorno sus frutos benéficos.

 

Venerados y queridos hermanos, quisiera resumir el sentido de vuestra nueva llamada con la palabra que puse en el centro de mi primera encíclica:  caritas. También corresponde bien al color de la sotana cardenalicia. Que la púrpura con que os revestís sea siempre expresión de la caritas Christi, estimulándoos a un amor apasionado a Cristo, a su Iglesia y a la humanidad. Ahora tenéis un motivo ulterior para tratar de vivir los mismos sentimientos que impulsaron al Hijo de Dios encarnado a derramar su sangre como expiación de los pecados de toda la humanidad.

 

Cuento con vosotros, venerados hermanos; cuento con todo el Colegio del que entráis a formar parte, para anunciar al mundo que "Deus caritas est", y para hacerlo ante todo con el testimonio de sincera comunión entre los cristianos. "En esto —dijo Jesús— conocerán todos que sois discípulos míos:  si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35). Cuento con vosotros, queridos hermanos cardenales, para hacer que el principio de la caridad se irradie y logre vivificar a la Iglesia en todos los grados de su jerarquía, en todas las comunidades e institutos religiosos, en todas las iniciativas espirituales, apostólicas y de animación social. Cuento con vosotros para que el esfuerzo común de fijar la mirada en el Corazón abierto de Cristo haga más seguro y ágil el camino hacia la unidad plena de los cristianos. Cuento con vosotros para que, gracias a la atenta valorización de los pequeños y los pobres, la Iglesia presente al mundo de modo eficaz el anuncio y el desafío de la civilización del amor. Me complace ver todo esto simbolizado en la púrpura con que estáis revestidos. Que sea verdaderamente símbolo del ardiente amor cristiano que se trasluce en vuestra existencia.

 

Pongo este deseo en las manos maternas de la Virgen de Nazaret, de quien el Hijo de Dios tomó la sangre que derramaría luego en la cruz como testimonio supremo de su caridad. En el misterio de la Anunciación, que nos disponemos a celebrar, se nos revela que por obra del Espíritu Santo el Verbo divino se hizo carne y acampó entre nosotros. Que por intercesión de María descienda abundantemente sobre los nuevos cardenales y sobre todos nosotros la efusión del Espíritu de verdad y caridad, para que, cada vez más plenamente configurados con Cristo, podamos dedicarnos incansablemente a la edificación de la Iglesia y a la difusión del Evangelio en el mundo.

 

CONSISTORIO ORDINARIO PÚBLICO

PARA LA CREACIÓN DE NUEVOS CARDENALES

 

CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA CON LOS NUEVOS CARDENALES

Y ENTREGA DEL ANILLO CARDENALICIO

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Solemnidad de la Anunciación del Señor

Plaza de San Pedro

Sábado 25 de marzo de 2006

 

Señores cardenales y patriarcas;

venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

Es para mí motivo de gran alegría presidir esta concelebración con los nuevos cardenales, después del consistorio de ayer, y considero providencial que se realice en la solemnidad litúrgica de la Anunciación del Señor y bajo el sol que el Señor nos da. En efecto, en la encarnación del Hijo de Dios reconocemos los comienzos de la Iglesia. De allí proviene todo. Cada realización histórica de la Iglesia y también cada una de sus instituciones deben remontarse a aquel Manantial originario.

Deben remontarse a Cristo, Verbo de Dios encarnado. Es él a quien siempre celebramos:  el Emmanuel, el Dios-con-nosotros, por medio del cual se ha cumplido la voluntad salvífica de Dios Padre. Y, sin embargo (precisamente hoy contemplamos este aspecto del Misterio) el Manantial divino fluye por un canal privilegiado:  la Virgen María. Con una imagen elocuente san Bernardo habla, al respecto, de aquaeductus (cf. Sermo in Nativitate B. V. Mariae:  PL 183, 437-448). Por tanto, al celebrar la encarnación del Hijo no podemos por menos de honrar a la Madre. A ella se dirigió el anuncio angélico; ella lo acogió y, cuando desde lo más hondo del corazón respondió:  "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38), en ese momento el Verbo eterno comenzó a existir como ser humano en el tiempo.

 

De generación en generación sigue vivo el asombro ante este misterio inefable. San Agustín, imaginando que se dirigía al ángel de la Anunciación, pregunta:  "¿Dime, oh ángel, por qué ha sucedido esto en María?". La respuesta, dice el mensajero, está contenida en las mismas palabras del saludo:  "Alégrate, llena de gracia" (cf. Sermo 291, 6). De hecho, el ángel, "entrando en su presencia", no la llama por su nombre terreno, María, sino por su nombre divino, tal como Dios la ve y la califica desde siempre:  "Llena de gracia (gratia plena)", que en el original griego es 6,P"D4JTµX<0 "llena de gracia", y la gracia no es más que el amor de Dios; por eso, en definitiva, podríamos traducir esa palabra así:  "amada" por Dios (cf. Lc 1, 28).

 

Orígenes observa que semejante título jamás se dio a un ser humano y que no se encuentra en ninguna otra parte de la sagrada Escritura (cf. In Lucam 6, 7). Es un título expresado en voz pasiva, pero esta "pasividad" de María, que desde siempre y para siempre es la "amada" por el Señor, implica su libre consentimiento, su respuesta personal y original:  al ser amada, al recibir el don de Dios, María es plenamente activa, porque acoge con disponibilidad personal la ola del amor de Dios que se derrama en ella. También en esto ella es discípula perfecta de su Hijo, el cual realiza totalmente su libertad en la obediencia al Padre y precisamente obedeciendo ejercita su libertad.

 

En la segunda lectura hemos escuchado la estupenda página en la que el autor de la carta a los Hebreos interpreta el salmo 39 precisamente a la luz de la encarnación de Cristo:  "Cuando Cristo entró en el mundo dijo:  (…) "Aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad"" (Hb 10, 5-7). Ante el misterio de estos dos "Aquí estoy", el "Aquí estoy" del Hijo y el "Aquí estoy" de la Madre, que se reflejan uno en el otro y forman un único Amén a la voluntad de amor de Dios, quedamos asombrados y, llenos de gratitud, adoramos.

 

¡Qué gran don, hermanos, poder realizar esta sugestiva celebración en la solemnidad de la Anunciación del Señor! ¡Cuánta luz podemos recibir de este misterio para nuestra vida de ministros de la Iglesia! En particular vosotros, queridos nuevos cardenales, ¡qué apoyo podréis tener para vuestra misión de eminente "Senado" del Sucesor de Pedro!

 

Esta coincidencia providencial nos ayuda a considerar el acontecimiento de hoy, en el que resalta de modo particular el principio petrino de la Iglesia, a la luz de otro principio, el mariano, que es aún más originario y fundamental. La importancia del principio mariano en la Iglesia fue puesta de relieve de modo particular, después del Concilio, por mi amado predecesor el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio resultaba evidente a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia.

 

Esta presencia materna la sintió más que nunca en el atentado del 13 de mayo de 1981, aquí, en la plaza de San Pedro. Como recuerdo de aquel trágico suceso, quiso que dominara la plaza de San Pedro, desde lo alto del palacio apostólico, un mosaico con la imagen de la Virgen, para acompañar los momentos culminantes y la trama ordinaria de su largo pontificado, que hace precisamente un año entraba en su última fase, dolorosa y al mismo tiempo triunfal, verdaderamente pascual.

 

El icono de la Anunciación, mejor que cualquier otro, nos permite percibir con claridad cómo todo en la Iglesia se remonta a ese misterio de acogida del Verbo divino, donde, por obra del Espíritu Santo, se selló de modo perfecto la alianza entre Dios y la humanidad. Todo en la Iglesia, toda institución y ministerio, incluso el de Pedro y sus sucesores, está "puesto" bajo el manto de la Virgen, en el espacio lleno de gracia de su "sí" a la voluntad de Dios. Se trata de un vínculo que en todos nosotros tiene naturalmente una fuerte resonancia afectiva, pero que tiene, ante todo, un valor objetivo. En efecto, entre María y la Iglesia existe un vínculo connatural, que el concilio Vaticano II subrayó fuertemente con la feliz decisión de poner el tratado sobre la santísima Virgen como conclusión de la constitución Lumen gentium sobre la Iglesia.

 

El tema de la relación entre el principio petrino y el mariano podemos encontrarlo también en el símbolo del anillo, que dentro de poco os entregaré. El anillo es siempre un signo nupcial. Casi todos vosotros ya lo habéis recibido el día de vuestra ordenación episcopal, como expresión de fidelidad y de compromiso de custodiar la santa Iglesia, esposa de Cristo (cf. Rito de la ordenación de los obispos). El anillo que hoy os entrego, propio de la dignidad cardenalicia, quiere confirmar y reforzar dicho compromiso partiendo, una vez más, de un don nupcial, que os recuerda que estáis ante todo íntimamente unidos a Cristo, para cumplir la misión de esposos de la Iglesia.

 

Por tanto, que recibir el anillo sea para vosotros como renovar vuestro "sí", vuestro "aquí estoy", dirigido al mismo tiempo al Señor Jesús, que os ha elegido y constituido, y a su santa Iglesia, a la que estáis llamados a servir con amor esponsal. Así pues, las dos dimensiones de la Iglesia, mariana y petrina, coinciden en lo que constituye la plenitud de ambas, es decir, en el valor supremo de la caridad, el carisma "superior", el "camino más excelente", como escribe el apóstol san Pablo (1 Co 12, 31; 13, 13).

 

Todo pasa en este mundo. En la eternidad, sólo el Amor permanece. Por eso, hermanos, aprovechando el tiempo propicio de la Cuaresma, esforcémonos por verificar que todas las cosas, tanto en nuestra vida personal como en la actividad eclesial en la que estamos insertados, estén impulsadas por la caridad y tiendan a la caridad. Para ello, nos ilumina también el misterio que hoy celebramos. En efecto, lo primero que hizo María después de acoger el mensaje del ángel  fue ir "con prontitud" a casa de su prima Isabel para prestarle su servicio (cf. Lc 1, 39). La iniciativa de la Virgen brotó de una caridad auténtica, humilde y valiente, movida por la fe en la palabra de Dios y por el impulso interior del Espíritu Santo. Quien ama se olvida de sí mismo y se pone al servicio del prójimo.

 

He aquí la imagen y el modelo de la Iglesia. Toda comunidad eclesial, como la Madre de Cristo, está llamada a acoger con plena disponibilidad el misterio de Dios que viene a habitar en ella y la impulsa por las sendas del amor. Este es el camino por el que he querido comenzar mi pontificado, invitando a todos, con mi primera encíclica, a edificar la Iglesia en la caridad, como "comunidad de amor" (cf. Deus caritas est, segunda parte). Al buscar esta finalidad, venerados hermanos cardenales, vuestra cercanía espiritual y activa es para mí un gran apoyo y consuelo. Os doy las gracias por ello, a la vez que os invito a todos, sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos, a unirnos en la invocación del Espíritu Santo, a fin de que la caridad pastoral del Colegio de cardenales sea cada vez más ardiente, para ayudar a toda la Iglesia a irradiar en el mundo el amor de Cristo, para alabanza y gloria de la santísima Trinidad.

 

Amén.

 

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA

DE DIOS, PADRE MISERICORDIOSO

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

IV Domingo de Cuaresma, 26 de marzo de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Este IV domingo de Cuaresma, tradicionalmente designado como "domingo Laetare", está impregnado de una alegría que, en cierta medida, atenúa el clima penitencial de este tiempo santo:  "Alégrate Jerusalén —dice la Iglesia en la antífona de entrada—, (…) gozad y alegraos vosotros, que por ella estabais tristes". De esta invitación se hace eco el estribillo del salmo responsorial:  "El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría". Pensar en Dios da alegría.

 

Surge espontáneamente la pregunta:  pero ¿cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego, un motivo es la cercanía de la Pascua, cuya previsión nos hace gustar anticipadamente la alegría del encuentro con Cristo resucitado. Pero la razón más profunda está en el mensaje de las lecturas bíblicas que la liturgia nos propone hoy y que acabamos de escuchar. Nos recuerdan que, a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Dios nos ama de un modo que podríamos llamar "obstinado", y nos envuelve con su inagotable ternura.

 

Esto es lo que resalta ya en la primera lectura, tomada del libro de las Crónicas del Antiguo Testamento (cf. 2 Cr 36, 14-16. 19-23):  el autor sagrado propone una interpretación sintética y significativa de la historia del pueblo elegido, que experimenta el castigo de Dios como consecuencia de su comportamiento rebelde:  el templo es destruido y el pueblo, en el exilio, ya no tiene una tierra; realmente parece que Dios se ha olvidado de él. Pero luego ve que a través de los castigos Dios tiene un plan de misericordia.

 

Como hemos dicho, la destrucción de la ciudad santa y del templo, y el exilio, tocarán el corazón del pueblo y harán que vuelva a su Dios para conocerlo más a fondo. Y entonces el Señor, demostrando el primado absoluto de su iniciativa sobre cualquier esfuerzo puramente humano, se servirá de un pagano, Ciro, rey de Persia, para liberar a Israel.

 

En el texto que hemos escuchado, la ira y la misericordia del Señor se confrontan en una secuencia dramática, pero al final triunfa el amor, porque Dios es amor. ¿Cómo no recoger, del recuerdo de aquellos hechos lejanos, el mensaje válido para todos los tiempos, incluido el nuestro? Pensando en los siglos pasados podemos ver cómo Dios sigue amándonos incluso a través de los castigos. Los designios de Dios, también cuando pasan por la prueba y el castigo, se orientan siempre a un final de misericordia y de perdón.

 

Eso mismo nos lo ha confirmado, en la segunda lectura, el apóstol san Pablo, recordándonos que "Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo" (Ef 2, 4-5). Para expresar esta realidad de salvación, el Apóstol, además del término "misericordia", eleos, utiliza también la palabra "amor", agape, recogida y amplificada ulteriormente en la bellísima afirmación que hemos escuchado en la página evangélica:  "Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna" (Jn 3, 16).

 

Sabemos que esa "entrega" por parte del Padre tuvo un desenlace dramático:  llegó hasta el sacrificio de su Hijo en la cruz. Si toda la misión histórica de Jesús es signo elocuente del amor de Dios, lo es de modo muy singular su muerte, en la que se manifestó plenamente la ternura redentora de Dios. Por consiguiente, siempre, pero especialmente en este tiempo cuaresmal, la cruz debe estar en el centro de nuestra meditación; en ella contemplamos la gloria del Señor que resplandece en el cuerpo martirizado de Jesús. Precisamente en esta entrega total de sí se manifiesta la grandeza de Dios, que es amor.

 

Todo cristiano está llamado a comprender, vivir y testimoniar con su existencia la gloria del Crucificado. La cruz —la entrega de sí mismo del Hijo de Dios— es, en definitiva, el "signo" por excelencia que se nos ha dado para comprender la verdad del hombre y la verdad de Dios:  todos hemos sido creados y redimidos por un Dios que por amor inmoló a su Hijo único. Por eso, como escribí en la encíclica Deus caritas est, en la cruz "se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida al hombre y salvarlo:  esto es amor en su forma más radical" (n. 12).

 

¿Cómo responder a este amor radical del Señor? El evangelio nos presenta a un personaje de nombre Nicodemo, miembro del Sanedrín de Jerusalén, que de noche va a buscar a Jesús. Se trata de un hombre de bien, atraído por las palabras y el ejemplo del Señor, pero que tiene miedo de los demás, duda en dar el salto de la fe. Siente la fascinación de este Rabbí, tan diferente de los demás, pero no logra superar los condicionamientos del ambiente contrario a Jesús y titubea en el umbral de la fe.

 

¡Cuántos, también en nuestro tiempo, buscan a Dios, buscan a Jesús y a su Iglesia, buscan la misericordia divina, y esperan un "signo" que toque su mente y su corazón! Hoy, como entonces, el evangelista nos recuerda que el único "signo" es Jesús elevado en la cruz:  Jesús muerto y resucitado es el signo absolutamente suficiente. En él podemos comprender la verdad de la vida y obtener la salvación. Este es el anuncio central de la Iglesia, que no cambia a lo largo de los siglos. Por tanto, la fe cristiana no es ideología, sino encuentro personal con Cristo crucificado y resucitado. De esta experiencia, que es individual y comunitaria, surge un nuevo modo de pensar y de actuar:  como testimonian los santos, nace una existencia marcada por el amor.

 

Queridos amigos, este misterio es particularmente elocuente en vuestra parroquia, dedicada a "Dios, Padre misericordioso". Como sabemos bien, fue querida por mi amado predecesor Juan Pablo II en recuerdo del gran jubileo del año 2000, para que sintetizara de manera eficaz el significado de aquel extraordinario acontecimiento espiritual. Al meditar sobre la misericordia del Señor, que se reveló de modo total y definitivo en el misterio de la cruz, me viene a la memoria el texto que Juan Pablo II había preparado para la cita con los fieles el domingo 3 de abril, domingo in Albis, del año pasado. En los designios divinos estaba escrito que él nos iba a dejar precisamente en la víspera de aquel día, el sábado 2 de abril —todos lo recordamos bien—, y por eso no pudo pronunciar aquellas palabras, que me complace volver a proponeros a vosotros, queridos hermanos y hermanas. Escribió lo siguiente:  "A la humanidad, que a veces parece extraviada y dominada por el poder del mal, del egoísmo y del miedo, el Señor resucitado le ofrece como don su amor que perdona, reconcilia y suscita de nuevo la esperanza. Es un amor que convierte los corazones y da la paz". El Papa, en ese último texto, que es como un testamento, añadió:  "¡Cuánta necesidad tiene el mundo de comprender y acoger la Misericordia divina!" (Regina Caeli, n. 2:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 8 de abril de 2005, p. 5).

 

Comprender y acoger el amor misericordioso de Dios:  que este sea vuestro compromiso sobre todo en el seno de las familias y también en todos los ámbitos del barrio. Expreso de corazón este deseo, a la vez que os saludo cordialmente, comenzando por los sacerdotes que se ocupan de vuestra comunidad bajo la guía del párroco, don Gianfranco Corbino, al que doy sinceramente las gracias por haberse hecho intérprete de vuestros sentimientos con una bella presentación de este edificio, de esta "barca" de Pedro y del Señor.

 

Extiendo mi saludo al cardenal vicario Camillo Ruini y al cardenal Crescenzio Sepe, titular de vuestra iglesia, al vicegerente y obispo del sector este de Roma, y a todos los que cooperan activamente en los diversos servicios parroquiales. Sé que vuestra comunidad es joven —tiene sólo diez años de vida— y que vivió sus primeros tiempos en condiciones precarias, mientras se construían los locales actuales. Sé también que las dificultades iniciales, en vez de desanimaros, os han impulsado a un compromiso apostólico común, con una atención particular al campo de la catequesis, de la liturgia y de la caridad. Proseguid, queridos amigos, por el camino emprendido, esforzándoos por hacer que vuestra parroquia sea una verdadera familia, donde la fidelidad a la palabra de Dios y a la tradición de la Iglesia se transforme día tras día, cada vez más, en la regla de vida.

 

Sé, además, que vuestra iglesia, por su original estructura arquitectónica, es meta de muchos visitantes. Haced que aprecien no sólo la belleza particular del edificio sagrado, sino sobre todo la riqueza de una comunidad viva, dedicada a testimoniar el amor de Dios, Padre misericordioso, amor que es el verdadero secreto de la alegría cristiana, a la que nos invita este domingo, domingo Laetare. Dirigiendo la mirada a María, "Madre de la santa alegría", pidámosle que nos ayude a profundizar las razones de nuestra fe, para que, como nos exhorta la liturgia hoy, renovados en el espíritu y con corazón alegre correspondamos al amor eterno e infinito de Dios. Amén.

 

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

DURANTE LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN EL PRIMER ANIVERSARIO DE LA MUERTE

DEL PAPA JUAN PABLO II

 

Lunes 3 de abril de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Durante estos días es particularmente vivo en la Iglesia y en el mundo el recuerdo del siervo de Dios Juan Pablo II en el primer aniversario de su muerte. Con la vigilia mariana de ayer por la noche revivimos el momento preciso en que, hace un año, aconteció su piadosa muerte. Hoy nos reunimos en esta misma plaza de San Pedro para ofrecer el sacrificio eucarístico en sufragio de su alma elegida.

 

Saludo con afecto a los cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a los numerosos peregrinos que han llegado de muchas partes, especialmente de Polonia, para testimoniarle estima, afecto y profundo agradecimiento. Queremos orar por este amado Pontífice, dejándonos iluminar por la palabra de Dios que acabamos de escuchar.

 

En la primera lectura, tomada del libro de la Sabiduría, se nos ha recordado cuál es el destino final de los justos:  un destino de felicidad sobreabundante, que recompensa sin medida por los sufrimientos y las pruebas afrontadas a lo largo de la vida. "Dios los puso a prueba —afirma el autor sagrado— y los halló dignos de sí; los probó como oro en crisol, los recibió como sacrificio de holocausto" (Sb 3, 5-6).

 

La palabra "holocausto" hace referencia al sacrificio en el que la víctima era completamente quemada, consumada por el fuego; por tanto, era signo de ofrenda total a Dios. Esta expresión bíblica nos hace pensar en la misión de Juan Pablo II, que hizo de su existencia un don a Dios y a la Iglesia, y vivió la dimensión sacrificial de su sacerdocio especialmente en la celebración de la Eucaristía.

 

Entre sus invocaciones más frecuentes destaca una tomada de las "letanías de Jesucristo, sacerdote y víctima", que quiso poner al final del libro "Don y Misterio", publicado con ocasión del 50° aniversario de su sacerdocio (cf. pp. 121-124):  "Iesu, Pontifex qui tradidisti temetipsum Deo oblationem et hostiam", "Jesús, Pontífice que te entregaste a ti mismo a Dios como ofrenda y víctima, ten misericordia de nosotros". ¡Cuántas veces repitió esta invocación, que expresa bien el carácter íntimamente sacerdotal de toda su vida! Nunca ocultó su deseo de llegar a identificarse cada vez más con Cristo sacerdote mediante el sacrificio eucarístico, manantial de incansable entrega apostólica.

 

En la base de esta entrega total de sí estaba naturalmente la fe. En la segunda lectura que hemos escuchado, san Pedro utiliza también la imagen del oro probado por el fuego y la aplica a la fe (cf. 1 P 1, 7). Efectivamente, en las dificultades de la vida es probada y verificada sobre todo la calidad de la fe de cada uno: su solidez, su pureza, su coherencia con la vida. Pues bien, el amado Pontífice, al que Dios había dotado de múltiples dones humanos y espirituales, al pasar por el crisol de los trabajos apostólicos y la enfermedad, llegó a ser cada vez más una "roca" en la fe.

 

Quienes tuvieron ocasión de conocerlo de cerca pudieron palpar en cierto modo su fe sencilla y firme, que, si impresionó a sus más cercanos colaboradores, no dejó de extender, durante su largo pontificado, su influjo benéfico por toda la Iglesia, en un crescendo que alcanzó su culmen en los últimos meses y días de su vida. Una fe convencida, fuerte y auténtica, sin miedos ni componendas, que conquistó el corazón de muchas personas, entre otras razones, gracias a las numerosas peregrinaciones apostólicas por todo el mundo, y especialmente gracias a ese último "viaje" que fue su agonía y su muerte.

 

La página del evangelio que se ha proclamado nos ayuda a comprender otro aspecto de su personalidad humana y religiosa. Podríamos decir que él, Sucesor de Pedro, imitó de modo singular, entre los Apóstoles, a Juan, el "discípulo amado", que permaneció junto a la cruz al lado de María en la hora del abandono y de la muerte del Redentor. Viéndolos allí cerca —narra el evangelista— Jesús encomendó a Juan a María y viceversa:  "Mujer, he ahí a tu hijo. (…) He ahí a tu madre" (Jn 19, 26-27).

 

Juan Pablo II hizo suyas estas palabras pronunciadas por el Señor poco antes de morir. Como el apóstol evangelista, también él quiso recibir a María en su casa:  "et ex illa hora accepit eam discipulus in sua" (Jn 19, 27). La expresión "accepit eam in sua" es singularmente densa:  indica la decisión de Juan de hacer a María partícipe de su propia vida hasta el punto de experimentar que, quien abre el corazón a María, en realidad es acogido por ella y llega a ser suyo. El lema elegido por el Papa Juan Pablo II para el escudo de su pontificado, Totus tuus, resume muy bien esta experiencia espiritual y mística, en una vida orientada completamente a Cristo por medio de María:  "ad Iesum per Mariam".

 

Queridos hermanos y hermanas, esta tarde nuestro pensamiento vuelve con emoción al momento de la muerte del amado Pontífice, pero al mismo tiempo el corazón se siente en cierto modo impulsado a mirar adelante. Resuenan en nuestra alma sus repetidas invitaciones a avanzar sin miedo por el camino de la fidelidad al Evangelio para ser heraldos y testigos de Cristo en el tercer milenio.

 

Vuelven a nuestra mente sus incesantes exhortaciones a cooperar generosamente en la realización de una humanidad más justa y solidaria, a ser artífices de paz y constructores de esperanza. Que nuestra mirada esté siempre fija en Cristo, "el mismo ayer, hoy y siempre" (Hb 13, 8), el cual guía con firmeza a su Iglesia.

 

Nosotros hemos creído en su amor, y el encuentro con él es lo que "da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva" (Deus caritas est, 1). Que la fuerza del Espíritu de Jesús sea para todos, queridos hermanos y hermanas, como lo fue para el Papa Juan Pablo II, fuente de paz y de alegría. Y que la Virgen María, Madre de la Iglesia, nos ayude a ser, en todas las circunstancias, como él, apóstoles incansables de su Hijo divino y profetas de su amor misericordioso. Amén.

 

 

CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS

Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

XXI Jornada Mundial de la Juventud

Domingo 9 de abril de 2006

 

Introducción a la celebración: 

 

"Hermanos y hermanas queridos, jóvenes aquí presentes y jóvenes del mundo entero:  con esta asamblea litúrgica entramos en la Semana santa para vivir la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo. Del mismo modo que los discípulos aclamaron a Jesús como Mesías, como el que viene en el nombre del Señor, también nosotros le cantamos con alegría, y confesamos nuestra fe:  él es la Palabra única y definitiva de Dios Padre, él es la Palabra hecha carne, él es quien nos ha hablado del Dios invisible. Amadísimos jóvenes, sólo meditando con asiduidad la Palabra de Dios aprenderéis a amar a Jesucristo, sólo en él conoceréis la verdad y la libertad, sólo participando en su Pascua daréis sentido y esperanza a vuestra vida. Hermanos y hermanas, sigamos a Cristo:  los ramos de olivo, signo de la paz mesiánica, y los ramos de palma, signo del martirio, don de la vida a Dios y a los hermanos, con los que ahora aclamaremos a Jesús como Mesías, testimonian nuestra adhesión firme al misterio pascual que celebramos

 

* * *

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Desde hace veinte años, gracias al Papa Juan Pablo II, el domingo de Ramos ha llegado a ser de modo particular el día de la juventud, el día en que los jóvenes en todo el mundo van al encuentro de Cristo, deseando acompañarlo en sus ciudades y en sus pueblos, para que esté en medio de nosotros y pueda instaurar su paz en el mundo. Pero si queremos ir al encuentro de Jesús y después avanzar con él por su camino, debemos preguntarnos:  ¿Por qué camino quiere guiarnos? ¿Qué esperamos de él? ¿Qué espera él de nosotros?

 

Para entender lo que sucedió el domingo de Ramos y saber qué significa, no sólo para aquella hora, sino para toda época, es importante un detalle, que también para sus discípulos se transformó en la clave para la comprensión del acontecimiento, cuando, después de la Pascua, repasaron con una mirada nueva aquellas jornadas agitadas.

 

Jesús entra en la ciudad santa montado en un asno, es decir, en el animal de la gente sencilla y común del campo, y además un asno que no le pertenece, sino que pide prestado para esta ocasión. No llega en una suntuosa carroza real, ni a caballo, como los grandes del mundo, sino en un asno prestado. San Juan nos relata que, en un primer momento, los discípulos no lo entendieron. Sólo después de la Pascua cayeron en la cuenta de que Jesús, al actuar así, cumplía los anuncios de los profetas, que su actuación derivaba de la palabra de Dios y la realizaba. Recordaron -dice san Juan- que en el profeta Zacarías se lee:  "No temas, hija de Sión; mira que viene tu Rey montado en un pollino de asna" (Jn 12, 15; cf. Za 9, 9).

 

Para comprender el significado de la profecía y, en consecuencia, de la misma actuación de Jesús, debemos escuchar todo el texto de Zacarías, que prosigue así:  "El destruirá los carros de Efraím  y  los caballos de Jerusalén; romperá el arco de combate, y él proclamará la paz a las naciones. Su dominio irá de mar a mar y desde el río hasta los confines de la tierra" (Za 9, 10). Así afirma el profeta tres cosas sobre el futuro rey.

 

En primer lugar, dice que será rey de los pobres, pobre entre los pobres y para los pobres. La pobreza, en este caso, se entiende en el sentido de los anawin de Israel, de las almas creyentes y humildes que encontramos en torno a Jesús, en la perspectiva de la primera bienaventuranza del Sermón de la montaña. Uno puede ser materialmente pobre, pero tener el corazón lleno de afán de riqueza material y del poder que deriva de la riqueza. Precisamente el hecho de que vive en la envidia y en la codicia demuestra que, en su corazón, pertenece a los ricos. Desea cambiar la repartición de los bienes, pero para llegar a estar él mismo en la situación de los ricos de antes.

 

La pobreza, en el sentido que le da Jesús -el sentido de los profetas-, presupone sobre todo estar libres interiormente de la avidez de posesión y del afán de poder. Se trata de una realidad mayor que una simple repartición diferente de los bienes, que se limitaría al campo material y más bien endurecería los corazones. Ante todo, se trata de la purificación del corazón, gracias a la cual se reconoce la posesión como responsabilidad, como tarea con respecto a los demás, poniéndose bajo la mirada de Dios y dejándose guiar por Cristo que, siendo rico, se hizo pobre por nosotros (cf. 2 Co 8, 9).

 

La libertad interior es el presupuesto para superar la corrupción y la avidez que arruinan al mundo; esta libertad sólo puede hallarse si Dios llega a ser nuestra riqueza; sólo puede hallarse en la paciencia de las renuncias diarias, en las que se desarrolla como libertad verdadera. Al rey que nos indica el camino hacia esta meta -Jesús- lo aclamamos el domingo de Ramos; le pedimos que nos lleve consigo por su camino.

 

En segundo lugar, el profeta nos muestra que este rey será un rey de paz; hará desaparecer los carros de guerra y los caballos de batalla, romperá los arcos y anunciará la paz. En la figura de Jesús esto se hace realidad mediante el signo de la cruz. Es el arco roto, en cierto modo, el nuevo y verdadero arco iris de Dios, que une el cielo y la tierra y tiende un puente entre los continentes sobre los abismos. La nueva arma, que Jesús pone en nuestras manos, es la cruz, signo de reconciliación, de perdón, signo del amor que es más fuerte que la muerte. Cada vez que hacemos la señal de la cruz debemos acordarnos de no responder a la injusticia con otra injusticia, a la violencia con otra violencia; debemos recordar que sólo podemos vencer al mal con el bien, y jamás devolviendo mal por mal.

 

La tercera afirmación del profeta es el anuncio de la universalidad. Zacarías dice que el reino del rey de la paz se extiende "de mar a mar (…) hasta los confines de la tierra". La antigua promesa de la tierra, hecha a Abraham y a los Padres, se sustituye aquí con una nueva visión:  el espacio del rey mesiánico ya no es un país determinado, que luego se separaría de los demás y, por tanto, se pondría inevitablemente contra los otros países. Su país es la tierra, el mundo entero. Superando toda delimitación, él crea unidad en la multiplicidad de las culturas. Atravesando con la mirada las nubes de la historia que separaban al profeta de Jesús, vemos cómo desde lejos emerge en esta profecía la red de las comunidades eucarísticas que abraza a la tierra, a todo el mundo, una red de comunidades que constituyen el "reino de la paz" de Jesús de mar a mar hasta los confines de la tierra.

 

Él llega a todas las culturas y a todas las partes del mundo, adondequiera, a las chozas miserables y a los campos pobres, así como al esplendor de las catedrales. Por doquier él es el mismo, el Único, y así todos los orantes reunidos, en comunión con él, están también unidos entre sí en un único cuerpo. Cristo domina convirtiéndose él mismo en nuestro pan y entregándose a nosotros. De este modo construye su reino.

 

Este nexo resulta totalmente claro en la otra frase del Antiguo Testamento que caracteriza y explica la liturgia del domingo de Ramos y su clima particular. La multitud aclama a Jesús:  "Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor (Mc 11, 9; Sal 118, 25). Estas palabras forman parte del rito de la fiesta de las tiendas, durante el cual los fieles dan vueltas en torno al altar llevando en las manos ramos de palma, mirto y sauce.

 

Ahora la gente grita eso mismo, con palmas en las manos, delante de Jesús, en quien ve a Aquel que viene en nombre del Señor. En efecto, la expresión "el que viene en nombre del Señor" se había convertido desde hacía tiempo en la manera de designar al Mesías. En Jesús reconocen a Aquel que verdaderamente viene en nombre del Señor y les trae la presencia de Dios. Este grito de esperanza de Israel, esta aclamación a Jesús durante su entrada en Jerusalén, ha llegado a ser con razón en la Iglesia la aclamación a Aquel que, en la Eucaristía, viene a nuestro encuentro de un modo nuevo. Con el grito "Hosanna" saludamos a Aquel que, en carne y sangre, trajo la gloria de Dios a la tierra. Saludamos a Aquel que vino y, sin embargo, sigue siendo siempre Aquel que debe venir. Saludamos a Aquel que en la Eucaristía viene siempre de nuevo a nosotros en nombre del Señor, uniendo así en la paz de Dios los confines de la tierra.

 

Esta experiencia de la universalidad forma parte esencial de la Eucaristía. Dado que el Señor viene, nosotros salimos de nuestros particularismos exclusivos y entramos en la gran comunidad de todos los que celebran este santo sacramento. Entramos en su reino de paz y, en cierto modo, saludamos en él también a todos nuestros hermanos y hermanas a quienes él viene, para llegar a  ser  verdaderamente un reino de paz en este mundo desgarrado.

 

Las tres características anunciadas por el profeta -pobreza, paz y universalidad- se resumen en el signo de la cruz. Por eso, con razón, la cruz se ha convertido en el centro de las Jornadas mundiales de la juventud. Hubo un período -que aún no se ha superado del todo- en el que se rechazaba el cristianismo precisamente a causa de la cruz. La cruz habla de sacrificio -se decía-; la cruz es signo de negación de la vida. En cambio, nosotros queremos la vida entera, sin restricciones y sin renuncias. Queremos vivir, sólo vivir. No nos dejamos limitar por mandamientos y prohibiciones; queremos riqueza y plenitud; así se decía y se sigue diciendo todavía.

 

Todo esto parece convincente y atractivo; es el lenguaje de la serpiente, que nos dice:  "¡No tengáis miedo! ¡Comed tranquilamente de todos los árboles del jardín!". Sin embargo, el domingo de Ramos nos dice que el auténtico gran "sí" es precisamente la cruz; que precisamente la cruz es el verdadero árbol de la vida. No hallamos la vida apropiándonos de ella, sino donándola. El amor es entregarse a sí mismo, y por eso es el camino de la verdadera vida, simbolizada por la cruz.

 

Hoy la cruz, que estuvo en el centro de la última Jornada mundial de la juventud, en Colonia, se entrega a una delegación para que comience su camino hacia Sydney, donde, en 2008, la juventud del mundo quiere reunirse nuevamente en torno a Cristo para construir con él el reino de paz.

Desde Colonia hasta Sydney, un camino a través de los continentes y las culturas, un camino a través de un mundo desgarrado  y  atormentado  por  la  violencia.

 

Simbólicamente es el camino indicado por el profeta, de mar a mar, desde el río hasta los confines de la tierra. Es el camino de Aquel que, con el signo de la cruz, nos da la paz y nos transforma en portadores de la reconciliación y de su paz. Doy las gracias a los jóvenes que ahora llevarán por los caminos del mundo esta cruz, en la que casi podemos tocar el misterio de Jesús. Pidámosle que, al mismo tiempo, nos toque a nosotros y abra nuestro corazón, a fin de que siguiendo su cruz lleguemos a ser mensajeros de su amor y de su paz. Amén.

 

 

SANTA MISA CRISMAL

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pedro

Jueves santo 13 de abril de 2006

 

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

El Jueves santo es el día en el que el Señor encomendó a los Doce la tarea sacerdotal de celebrar, con el pan y el vino, el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre hasta su regreso. En lugar del cordero pascual y de todos los sacrificios de la Antigua Alianza está el don de su Cuerpo y de su Sangre, el don de sí mismo. Así, el nuevo culto se funda en el hecho de que, ante todo, Dios nos hace un don a nosotros, y nosotros, colmados por este don, llegamos a ser suyos:  la creación vuelve al Creador. Del mismo modo también el sacerdocio se ha transformado en algo nuevo:  ya no es cuestión de descendencia, sino que es encontrarse en el misterio de Jesucristo.

 

Jesucristo es siempre el que hace el don y nos eleva hacia sí. Sólo él puede decir:  "Esto es mi Cuerpo. Esta es mi Sangre". El misterio del sacerdocio de la Iglesia radica en el hecho de que nosotros, seres humanos miserables, en virtud del Sacramento podemos hablar con su "yo":  in persona Christi. Jesucristo quiere ejercer su sacerdocio por medio de nosotros. Este conmovedor misterio, que en cada celebración del Sacramento nos vuelve a impresionar, lo recordamos de modo particular en el Jueves santo. Para que la rutina diaria no estropee algo tan grande y misterioso, necesitamos ese recuerdo específico, necesitamos volver al momento en que él nos impuso sus manos y nos hizo partícipes de este misterio.

 

Por eso, reflexionemos nuevamente en los signos mediante los cuales se nos donó el Sacramento. En el centro está el gesto antiquísimo de la imposición de las manos, con el que Jesucristo tomó posesión de mí, diciéndome:  "Tú me perteneces". Pero con ese gesto también me dijo:  "Tú estás bajo la protección de mis manos. Tú estás bajo la protección de mi corazón. Tú quedas custodiado en el hueco de mis manos y precisamente así te encuentras dentro de la inmensidad de mi amor. Permanece en el hueco de mis manos y dame las tuyas".

 

Recordemos, asimismo, que nuestras manos han sido ungidas con el óleo, que es el signo del Espíritu Santo y de su fuerza. ¿Por qué precisamente las manos? La mano del hombre es el instrumento de su acción, es el símbolo de su capacidad de afrontar el mundo, de "dominarlo". El Señor nos impuso las manos y ahora quiere nuestras manos para que, en el mundo, se transformen en las suyas. Quiere que ya no sean instrumentos para tomar las cosas, los hombres, el mundo para nosotros, para tomar posesión de él, sino que transmitan su toque divino, poniéndose al servicio de su amor. Quiere que sean instrumentos para servir y, por tanto, expresión de la misión de toda la persona que se hace garante de él y lo lleva a los hombres.

 

Si las manos del hombre representan simbólicamente sus facultades y, por lo general, la técnica como poder de disponer del mundo, entonces las manos ungidas deben ser un signo de su capacidad de donar, de la creatividad para modelar el mundo con amor; y para eso, sin duda, tenemos necesidad del Espíritu Santo. En el Antiguo Testamento la unción es signo de asumir un servicio:  el rey, el profeta, el sacerdote hace y dona más de lo que deriva de él mismo. En cierto modo, está expropiado de sí mismo en función de un servicio, en el que se pone a disposición de alguien que es mayor que él.

 

Si en el evangelio de hoy Jesús se presenta como el Ungido de Dios, el Cristo, entonces quiere decir precisamente que actúa por misión del Padre y en la unidad del Espíritu Santo, y que, de esta manera, dona al mundo una nueva realeza, un nuevo sacerdocio, un nuevo modo de ser profeta, que no se busca a sí mismo, sino que vive por Aquel con vistas al cual el mundo ha sido creado. Pongamos hoy de nuevo nuestras manos a su disposición y pidámosle que nos vuelva a tomar siempre de la mano y nos guíe.

 

En el gesto sacramental de la imposición de las manos por parte del obispo fue el mismo Señor quien nos impuso las manos. Este signo sacramental resume todo un itinerario existencial. En cierta ocasión, como sucedió a los primeros discípulos, todos nosotros nos encontramos con el Señor y escuchamos su invitación:  "Sígueme". Tal vez al inicio lo seguimos con vacilaciones, mirando hacia atrás y preguntándonos si ese era realmente nuestro camino. Y tal vez en algún punto del recorrido vivimos la misma experiencia de Pedro después de la pesca milagrosa, es decir, nos hemos sentido sobrecogidos ante su grandeza, ante la grandeza de la tarea y ante la insuficiencia de nuestra pobre persona, hasta el punto de querer dar marcha atrás:  "Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador" (Lc 5, 8).

 

Pero luego él, con gran bondad, nos tomó de la mano, nos atrajo hacia sí y nos dijo:  "No temas. Yo estoy contigo. No te abandono. Y tú no me abandones a mí". Tal vez en más de una ocasión a cada uno de nosotros nos ha acontecido lo mismo que a Pedro cuando, caminando sobre las aguas al encuentro del Señor, repentinamente sintió que el agua no lo sostenía y que estaba a punto de hundirse. Y, como Pedro, gritamos:  "Señor, ¡sálvame!" (Mt 14, 30). Al levantarse la tempestad, ¿cómo podíamos atravesar las aguas fragorosas y espumantes del siglo y del milenio pasados? Pero entonces miramos hacia él… y él nos aferró la mano y nos dio un nuevo "peso específico":  la ligereza que deriva de la fe y que nos impulsa hacia arriba. Y luego, nos da la mano que sostiene y lleva. Él nos sostiene. Volvamos a fijar nuestra mirada en él y extendamos las manos hacia él.

 

Dejemos que su mano nos aferre; así no nos hundiremos, sino que nos pondremos al servicio de la vida que es más fuerte que la muerte, y al servicio del amor que es más fuerte que el odio.

 

La fe en Jesús, Hijo del Dios vivo, es el medio por el cual volvemos a aferrar siempre la mano de Jesús y mediante el cual él aferra nuestra mano y nos guía. Una de mis oraciones preferidas es la petición que la liturgia pone en nuestros labios antes de la Comunión:  "Jamás permitas que me separe de ti". Pedimos no caer nunca fuera de la comunión con su Cuerpo, con Cristo mismo; no caer nunca fuera del misterio eucarístico. Pedimos que él no suelte nunca nuestra mano…

 

El Señor nos impuso sus manos. El significado de ese gesto lo explicó con las palabras:  "Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Jn 15, 15). Ya no os llamo siervos, sino amigos:  en estas palabras se podría ver incluso la institución del sacerdocio. El Señor nos hace sus amigos:  nos encomienda todo; nos encomienda a sí mismo, de forma que podamos hablar con su "yo", "in persona Christi capitis". ¡Qué confianza! Verdaderamente se ha puesto en nuestras manos.

 

Todos los signos esenciales de la ordenación sacerdotal son, en el fondo, manifestaciones de esa palabra:  la imposición de las manos; la entrega del libro, de su Palabra, que él nos encomienda; la entrega del cáliz, con el que nos transmite su misterio más profundo y personal. De todo ello forma parte también el poder de absolver:  nos hace participar también en su conciencia de la miseria del pecado y de toda la oscuridad del mundo, y pone en nuestras manos la llave para abrir la puerta de la casa del Padre.

 

Ya no os llamo siervos, sino amigos. Este es el significado profundo del ser sacerdote:  llegar a ser amigo de Jesucristo. Por esta amistad debemos comprometernos cada día de nuevo. Amistad significa comunión de pensamiento y de voluntad. En esta comunión de pensamiento con Jesús debemos ejercitarnos, como nos dice san Pablo en la carta a los Filipenses (cf. Flp 2, 2-5). Y esta comunión de pensamiento no es algo meramente intelectual, sino también una comunión de sentimientos y de voluntad, y por tanto también del obrar. Eso significa que debemos conocer a Jesús de un modo cada vez más personal, escuchándolo, viviendo con él, estando con él. Debemos escucharlo en la lectio divina, es decir, leyendo la sagrada Escritura de un modo no académico, sino espiritual. Así aprendemos a encontrarnos con el Jesús presente que nos habla. Debemos razonar y reflexionar, delante de él y con él, en sus palabras y en su manera de actuar. La lectura de la sagrada Escritura es oración, debe ser oración, debe brotar de la oración y llevar a la oración.

 

Los evangelistas nos dicen que el Señor en muchas ocasiones -durante noches enteras- se retiraba "al monte" para orar a solas. También nosotros necesitamos retirarnos a ese "monte", el monte interior que debemos escalar, el monte de la oración. Sólo así se desarrolla la amistad. Sólo así podemos desempeñar nuestro servicio sacerdotal; sólo así podemos llevar a Cristo y su Evangelio a los hombres.

 

El simple activismo puede ser incluso heroico. Pero la actividad exterior, en resumidas cuentas, queda sin fruto y pierde eficacia si no brota de una profunda e íntima comunión con Cristo. El tiempo que dedicamos a esto es realmente un tiempo de actividad pastoral, de actividad auténticamente pastoral. El sacerdote debe ser sobre todo un hombre de oración. El mundo, con su activismo frenético, a menudo pierde la orientación. Su actividad y sus capacidades resultan destructivas si fallan las fuerzas de la oración, de las que brotan las aguas de la vida capaces de fecundar la tierra árida.

 

Ya no os llamo siervos, sino amigos. El núcleo del sacerdocio es ser amigos de Jesucristo. Sólo así podemos hablar verdaderamente in persona Christi, aunque nuestra lejanía interior de Cristo no puede poner en peligro la validez del Sacramento. Ser amigo de Jesús, ser sacerdote significa, por tanto, ser hombre de oración. Así lo reconocemos y salimos de la ignorancia de los simples siervos. Así aprendemos a vivir, a sufrir y a obrar con él y por él.

 

La amistad con Jesús siempre es, por antonomasia, amistad con los suyos. Sólo podemos ser amigos de Jesús en la comunión con el Cristo entero, con la cabeza y el cuerpo; en la frondosa vid de la Iglesia, animada por su Señor. Sólo en ella la sagrada Escritura es, gracias al Señor, palabra viva y actual. Sin la Iglesia, el sujeto vivo que abarca todas las épocas, la Biblia se fragmenta en escritos a menudo heterogéneos y así se transforma en un libro del pasado. En el presente sólo es elocuente donde está la "Presencia", donde Cristo sigue siendo contemporáneo nuestro:  en el cuerpo de su Iglesia.

 

Ser sacerdote significa convertirse en amigo de Jesucristo, y esto cada vez más con toda nuestra existencia. El mundo tiene necesidad de Dios, no de un dios cualquiera, sino del Dios de Jesucristo, del Dios que se hizo carne y sangre, que nos amó hasta morir por nosotros, que resucitó y creó en sí mismo un espacio para el hombre. Este Dios debe vivir en nosotros y nosotros en él. Esta es nuestra vocación sacerdotal:  sólo así nuestro ministerio sacerdotal puede dar fruto.

 

Quisiera concluir esta homilía con unas palabras de don Andrea Santoro, el sacerdote de la diócesis de Roma que fue asesinado en Trebisonda mientras oraba; el cardenal Cè nos las refirió durante los Ejercicios espirituales. Son las siguientes:  "Estoy aquí para vivir entre esta gente y permitir que Jesús lo haga prestándole mi carne… Sólo seremos capaces de salvación ofreciendo nuestra propia carne. Debemos cargar con el mal del mundo, debemos compartir el dolor, absorbiéndolo en nuestra propia carne hasta el fondo, como hizo Jesús".

 

Jesús asumió nuestra carne. Démosle nosotros la nuestra, para que de este modo pueda venir al mundo y transformarlo. Amén.

 

 

SANTA MISA "IN CENA DOMINI"

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Juan de Letrán

Jueves santo 13 de abril

 

Queridos hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

"Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Jn 13, 1). Dios ama a su criatura, el hombre; lo ama también en su caída y no lo abandona a sí mismo. Él ama hasta el fin. Lleva su amor hasta el final, hasta el extremo:  baja de su gloria divina. Se desprende de las vestiduras de su gloria divina y se viste con ropa de esclavo. Baja hasta la extrema miseria de nuestra caída. Se arrodilla ante nosotros y desempeña el servicio del esclavo; lava nuestros pies sucios, para que podamos ser admitidos a la mesa de Dios, para hacernos dignos de sentarnos a su mesa, algo que por nosotros mismos no podríamos ni deberíamos hacer jamás.

 

Dios no es un Dios lejano, demasiado distante y demasiado grande como para ocuparse de nuestras bagatelas. Dado que es grande, puede interesarse también de las cosas pequeñas. Dado que es grande, el alma del hombre, el hombre mismo, creado por el amor eterno, no es algo pequeño, sino que es grande y digno de su amor. La santidad de Dios no es sólo un poder incandescente, ante el cual debemos alejarnos aterrorizados; es poder de amor y, por esto, es poder purificador y sanador.

 

Dios desciende y se hace esclavo; nos lava los pies para que podamos sentarnos a su mesa. Así se revela todo el misterio de Jesucristo. Así resulta manifiesto lo que significa redención. El baño con que nos lava es su amor dispuesto a afrontar la muerte. Sólo el amor tiene la fuerza purificadora que nos limpia de nuestra impureza y nos eleva a la altura de Dios. El baño que nos purifica es él mismo, que se entrega totalmente a nosotros, desde lo más profundo de su sufrimiento y de su muerte.

 

Él es continuamente este amor que nos lava. En los sacramentos de la purificación -el Bautismo y la Penitencia- él está continuamente arrodillado ante nuestros pies y nos presta el servicio de esclavo, el servicio de la purificación; nos hace capaces de Dios. Su amor es inagotable; llega realmente hasta el extremo.

 

"Vosotros estáis limpios, pero no todos", dice el Señor (Jn 13, 10). En esta frase se revela el gran don de la purificación que él nos hace, porque desea estar a la mesa juntamente con nosotros, de convertirse en nuestro alimento. "Pero no todos":  existe el misterio oscuro del rechazo, que con la historia de Judas se hace presente y debe hacernos reflexionar precisamente en el Jueves santo, el día en que Jesús nos hace el don de sí mismo. El amor del Señor no tiene límites, pero el hombre puede ponerle un límite.

 

"Vosotros estáis limpios, pero no todos":  ¿Qué es lo que hace impuro al hombre? Es el rechazo del amor, el no querer ser amado, el no amar. Es la soberbia que cree que no necesita purificación, que se cierra a la bondad salvadora de Dios. Es la soberbia que no quiere confesar y reconocer que necesitamos purificación.

 

En Judas vemos con mayor claridad aún la naturaleza de este rechazo. Juzga a Jesús según las categorías del poder y del éxito:  para él sólo cuentan el poder y el éxito; el amor no cuenta. Y es avaro:  para él el dinero es más importante que la comunión con Jesús, más importante que Dios y su amor. Así se transforma también en un mentiroso, que hace doble juego y rompe con la verdad; uno que vive en la mentira y así pierde el sentido de la verdad suprema, de Dios. De este modo se endurece, se hace incapaz de conversión, del confiado retorno del hijo pródigo, y arruina su vida.

 

"Vosotros estáis limpios, pero no todos". El Señor hoy nos pone en guardia frente a la autosuficiencia, que pone un límite a su amor ilimitado. Nos invita a imitar su humildad, a tratar de vivirla, a dejarnos "contagiar" por ella. Nos invita -por más perdidos que podamos sentirnos- a volver a casa y a permitir a su bondad purificadora que nos levante y nos haga entrar en la comunión de la mesa con él, con Dios mismo.

 

Reflexionemos sobre otra frase de este inagotable pasaje evangélico:  "Os he dado ejemplo…" (Jn 13, 15); "También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros" (Jn 13, 14). ¿En qué consiste el "lavarnos los pies unos a otros"? ¿Qué significa en concreto? Cada obra buena hecha en favor del prójimo, especialmente en favor de los que sufren y los que son poco apreciados, es un servicio como lavar los pies. El Señor nos invita a bajar, a aprender la humildad y la valentía de la bondad; y también a estar dispuestos a aceptar el rechazo, actuando a pesar de ello con bondad y perseverando en ella.

 

Pero hay una dimensión aún más profunda. El Señor limpia nuestra impureza con la fuerza purificadora de su bondad. Lavarnos los pies unos a otros significa sobre todo perdonarnos continuamente unos a otros, volver a comenzar juntos siempre de nuevo, aunque pueda parecer inútil. Significa purificarnos unos a otros soportándonos mutuamente y aceptando ser soportados por los demás; purificarnos unos a otros dándonos recíprocamente la fuerza santificante de la palabra de Dios e introduciéndonos en el Sacramento del amor divino.

 

El Señor nos purifica; por esto nos atrevemos a acercarnos a su mesa. Pidámosle que nos conceda a todos la gracia de poder ser un día, para siempre, huéspedes del banquete nupcial eterno. Amén.

 

 

VIGILIA PASCUAL

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Sábado Santo, 15 de abril de 2006

 

«¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? No está aquí, ha resucitado» (Mc 16, 6). Así dijo el mensajero de Dios, vestido de blanco, a las mujeres que buscaban el cuerpo de Jesús en el sepulcro. Y lo mismo nos dice también a nosotros el evangelista en esta noche santa: Jesús no es un personaje del pasado. Él vive y, como ser viviente, camina delante de nosotros; nos llama a seguirlo a Él, el viviente, y a encontrar así también nosotros el camino de la vida.

 

«Ha resucitado…, no está aquí». Cuando Jesús habló por primera vez a los discípulos sobre la cruz y la resurrección, estos, mientras bajaban del monte de la Transfiguración, se preguntaban qué querría decir eso de «resucitar de entre los muertos» (Mc 9, 10). En Pascua nos alegramos porque Cristo no ha quedado en el sepulcro, su cuerpo no ha conocido la corrupción; pertenece al mundo de los vivos, no al de los muertos; nos alegramos porque Él es –como proclamamos en el rito del cirio pascual– Alfa y al mismo tiempo Omega, y existe por tanto, no sólo ayer, sino también hoy y por la eternidad (cf. Hb 13, 8). Pero, en cierto modo, vemos la resurrección tan fuera de nuestro horizonte, tan extraña a todas nuestras experiencias, que, entrando en nosotros mismos, continuamos con la discusión de los discípulos: ¿En qué consiste propiamente eso de «resucitar»? ¿Qué significa para nosotros? ¿Y para el mundo y la historia en su conjunto? Un teólogo alemán dijo una vez con ironía que el milagro de un cadáver reanimado –si es que eso hubiera ocurrido verdaderamente, algo en lo que no creía– sería a fin de cuentas irrelevante para nosotros porque, justamente, no nos concierne. En efecto, el que solamente una vez alguien haya sido reanimado, y nada más, ¿de qué modo debería afectarnos? Pero la resurrección de Cristo es precisamente algo más, una cosa distinta. Es –si podemos usar por una vez el lenguaje de la teoría de la evolución– la mayor «mutación», el salto más decisivo en absoluto hacia una dimensión totalmente nueva, que se haya producido jamás en la larga historia de la vida y de sus desarrollos: un salto de un orden completamente nuevo, que nos afecta y que atañe a toda la historia.

 

Por tanto, la discusión comenzada con los discípulos comprendería las siguientes preguntas: ¿Qué es lo que sucedió allí? ¿Qué significa eso para nosotros, para el mundo en su conjunto y para mí personalmente? Ante todo: ¿Qué sucedió? Jesús ya no está en el sepulcro. Está en una vida nueva del todo. Pero, ¿cómo pudo ocurrir eso? ¿Qué fuerzas han intervenido? Es decisivo que este hombre Jesús no estuviera solo, no fuera un Yo cerrado en sí mismo. Él era uno con el Dios vivo, unido talmente a Él que formaba con Él una sola persona. Se encontraba, por así decir, en un mismo abrazo con Aquél que es la vida misma, un abrazo no solamente emotivo, sino que abarcaba y penetraba su ser. Su propia vida no era solamente suya, era una comunión existencial con Dios y un estar insertado en Dios, y por eso no se le podía quitar realmente. Él pudo dejarse matar por amor, pero justamente así destruyó el carácter definitivo de la muerte, porque en Él estaba presente el carácter definitivo de la vida. Él era una cosa sola con la vida indestructible, de manera que ésta brotó de nuevo a través de la muerte. Expresemos una vez más lo mismo desde otro punto de vista.

Su muerte fue un acto de amor. En la última Cena, Él anticipó la muerte y la transformó en el don de sí mismo. Su comunión existencial con Dios era concretamente una comunión existencial con el amor de Dios, y este amor es la verdadera potencia contra la muerte, es más fuerte que la muerte. La resurrección fue como un estallido de luz, una explosión del amor que desató el vínculo hasta entonces indisoluble del «morir y devenir». Inauguró una nueva dimensión del ser, de la vida, en la que también ha sido integrada la materia, de manera transformada, y a través de la cual surge un mundo nuevo.

 

Está claro que este acontecimiento no es un milagro cualquiera del pasado, cuya realización podría ser en el fondo indiferente para nosotros. Es un salto cualitativo en la historia de la «evolución» y de la vida en general hacia una nueva vida futura, hacia un mundo nuevo que, partiendo de Cristo, entra ya continuamente en este mundo nuestro, lo transforma y lo atrae hacia sí. Pero, ¿cómo ocurre esto? ¿Cómo puede llegar efectivamente este acontecimiento hasta mí y atraer mi vida hacia Él y hacia lo alto? La respuesta, en un primer momento quizás sorprendente pero completamente real, es la siguiente: dicho acontecimiento me llega mediante la fe y el bautismo. Por eso el Bautismo es parte de la Vigilia pascual, como se subraya también en esta celebración con la administración de los sacramentos de la iniciación cristiana a algunos adultos de diversos países. El Bautismo significa precisamente que no es un asunto del pasado, sino un salto cualitativo de la historia universal que llega hasta mí, tomándome para atraerme. El Bautismo es algo muy diverso de un acto de socialización eclesial, de un ritual un poco fuera de moda y complicado para acoger a las personas en la Iglesia. También es más que una simple limpieza, una especie de purificación y embellecimiento del alma. Es realmente muerte y resurrección, renacimiento, transformación en una nueva vida.

 

¿Cómo lo podemos entender? Pienso que lo que ocurre en el Bautismo se puede aclarar más fácilmente para nosotros si nos fijamos en la parte final de la pequeña autobiografía espiritual que san Pablo nos ha dejado en su Carta a los Gálatas. Concluye con las palabras que contienen también el núcleo de dicha biografía: «Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí» (2, 20). Vivo, pero ya no soy yo. El yo mismo, la identidad esencial del hombre –de este hombre, Pablo– ha cambiado. Él todavía existe y ya no existe. Ha atravesado un «no» y sigue encontrándose en este «no»: Yo, pero «no» más yo. Con estas palabras, Pablo no describe una experiencia mística cualquiera, que tal vez podía habérsele concedido y, si acaso, podría interesarnos desde el punto de vista histórico. No, esta frase es la expresión de lo que ha ocurrido en el Bautismo. Se me quita el propio yo y es insertado en un nuevo sujeto más grande. Así, pues, está de nuevo mi yo, pero precisamente transformado, bruñido, abierto por la inserción en el otro, en el que adquiere su nuevo espacio de existencia. Pablo nos explica lo mismo una vez más bajo otro aspecto cuando, en el tercer capítulo de la Carta a los Gálatas, habla de la «promesa» diciendo que ésta se dio en singular, a uno solo: a Cristo. Sólo él lleva en sí toda la «promesa».

Pero, ¿qué sucede entonces con nosotros? Vosotros habéis llegado a ser uno en Cristo, responde Pablo (cf. Ga 3, 28). No sólo una cosa, sino uno, un único, un único sujeto nuevo. Esta liberación de nuestro yo de su aislamiento, este encontrarse en un nuevo sujeto es un encontrarse en la inmensidad de Dios y ser trasladados a una vida que ha salido ahora ya del contexto del «morir y devenir». El gran estallido de la resurrección nos ha alcanzado en el Bautismo para atraernos.

Quedamos así asociados a una nueva dimensión de la vida en la que, en medio de las tribulaciones de nuestro tiempo, estamos ya de algún modo inmersos. Vivir la propia vida como un continuo entrar en este espacio abierto: éste es el sentido del ser bautizado, del ser cristiano. Ésta es la alegría de la Vigilia pascual. La resurrección no ha pasado, la resurrección nos ha alcanzado e impregnado. A ella, es decir al Señor resucitado, nos sujetamos, y sabemos que también Él nos sostiene firmemente cuando nuestras manos se debilitan. Nos agarramos a su mano, y así nos damos la mano unos a otros, nos convertimos en un sujeto único y no solamente en una sola cosa. Yo, pero no más yo: ésta es la fórmula de la existencia cristiana fundada en el bautismo, la fórmula de la resurrección en el tiempo. Yo, pero no más yo: si vivimos de este modo transformamos el mundo. Es la fórmula de contraste con todas las ideologías de la violencia y el programa que se opone a la corrupción y a las aspiraciones del poder y del poseer.

 

«Viviréis, porque yo sigo viviendo», dice Jesús en el Evangelio de San Juan (14, 19) a sus discípulos, es decir, a nosotros. Viviremos mediante la comunión existencial con Él, por estar insertos en Él, que es la vida misma. La vida eterna, la inmortalidad beatífica, no la tenemos por nosotros mismos ni en nosotros mismos, sino por una relación, mediante la comunión existencial con Aquél que es la Verdad y el Amor y, por tanto, es eterno, es Dios mismo. La mera indestructibilidad del alma, por sí sola, no podría dar un sentido a una vida eterna, no podría hacerla una vida verdadera. La vida nos llega del ser amados por Aquél que es la Vida; nos viene del vivir con Él y del amar con Él. Yo, pero no más yo: ésta es la vía de la Cruz, la vía que «cruza» una existencia encerrada solamente en el yo, abriendo precisamente así el camino a la alegría verdadera y duradera.

 

De este modo, llenos de gozo, podemos cantar con la Iglesia en el Exultet: «Exulten por fin los coros de los ángeles… Goce también la tierra». La resurrección es un acontecimiento cósmico, que comprende cielo y tierra, y asocia el uno con la otra. Y podemos proclamar también con el Exultet: «Cristo, tu hijo resucitado… brilla sereno para el linaje humano, y vive y reina glorioso por los siglos de los siglos». Amén.

 

  

SANTA MISA EN EL V CENTENARIO DE LA FUNDACIÓN

DEL CUERPO DE LA GUARDIA SUIZA PONTIFICIA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Sábado 6 de mayo de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Este año estamos conmemorando algunos acontecimientos significativos acaecidos en 1506, hace exactamente quinientos años:  el descubrimiento del grupo escultórico del Laocoonte, al que se remonta el origen de los Museos vaticanos; la colocación de la primera piedra de esta basílica de San Pedro, reconstruida sobre la de Constantino; y el nacimiento de la Guardia Suiza pontificia.

Hoy queremos recordar de modo especial este último acontecimiento. En efecto, el 22 de enero de hace 500 años los primeros 150 guardias llegaron a Roma por petición expresa del Papa Julio II y entraron a su servicio en el palacio apostólico. Aquel Cuerpo elegido tuvo que demostrar muy pronto su fidelidad al Pontífice:  en 1527 Roma fue invadida y saqueada, y el 6 de mayo 147 guardias suizos murieron por defender al Papa Clemente VII, mientras los restantes 42 lo pusieron a salvo en el castillo del Santo Ángel.

 

¿Por qué recordar hoy esos hechos tan lejanos, ocurridos en una Roma y en una Europa tan diversas de la situación actual? Ante todo, para rendir homenaje al cuerpo de la Guardia Suiza, que desde entonces ha sido confirmado siempre en su misión, incluso en 1970, cuando el siervo de Dios Pablo VI suprimió todos los demás cuerpos militares del Vaticano. Pero al mismo tiempo y sobre todo recordamos esos acontecimientos históricos para sacar una lección a la luz de la palabra de Dios. A ello nos ayudan las lecturas bíblicas de la liturgia de hoy, y Cristo resucitado, a quien celebramos con especial alegría en el tiempo pascual, nos abre la mente a la inteligencia de las Escrituras (cf. Lc 24, 45), para que podamos reconocer el designio de Dios y seguir su voluntad.

 

La primera lectura está tomada del libro de la Sabiduría, atribuido tradicionalmente al gran rey Salomón. Todo este libro es un himno de alabanza a la Sabiduría divina, presentada como el tesoro más valioso que el hombre puede desear y descubrir, el bien  más grande, del que dependen todos los demás bienes. Por la Sabiduría vale la pena renunciar a todo lo demás, porque sólo ella da pleno sentido a la vida, un sentido que supera incluso la muerte, pues pone en comunión real con Dios. La Sabiduría —dice el texto— "forma amigos de Dios" (Sb 7, 27), bellísima expresión que pone de relieve, por una parte, el aspecto "formativo", es decir, que la Sabiduría forma a la persona, la hace crecer desde dentro hacia la plena medida de su madurez; y, al mismo tiempo, afirma que esta plenitud de vida consiste en la amistad con Dios, en la armonía íntima con su ser y su querer.

 

El lugar interior en el que actúa la Sabiduría divina es lo que la Biblia llama el corazón, centro espiritual de la persona. Por eso, con el estribillo del salmo responsorial hemos rezado:  "Danos, oh Dios, la sabiduría del corazón". El salmo 89 recuerda también que esta sabiduría se concede a quien aprende a "calcular sus años" (v. 12), es decir, a reconocer que todo lo demás en la vida es pasajero, efímero, caduco; y que el hombre pecador no puede y no debe esconderse delante de Dios, sino reconocerse como lo que es, criatura necesitada de piedad y de gracia. Quien acepta esta verdad y se dispone a acoger la Sabiduría, la recibe como don.

 

Así pues, por la sabiduría vale la pena renunciar a todo. Este tema de "dejar" para "encontrar" está en el centro del pasaje evangélico que acabamos de escuchar, tomado del capítulo 19 de san Mateo. Después del episodio del "joven rico", que no había tenido la valentía de separarse de sus "muchas riquezas" para seguir a Jesús (cf. Mt 19, 22), el apóstol san Pedro pregunta al Señor qué recompensa les tocará a ellos, los discípulos, que en cambio han dejado todo para estar con él (cf. Mt 19, 27). La respuesta de Cristo revela la inmensa generosidad de su corazón:  a los Doce les promete que participarán en su autoridad sobre el nuevo Israel; además, asegura a todos que "quien haya dejado" los bienes terrenos por su nombre, "recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mt 19, 29).

 

Quien elige a Jesús encuentra el tesoro mayor, la perla preciosa (cf. Mt 13, 44-46), que da valor a todo lo demás, porque él es la Sabiduría divina encarnada (cf. Jn 1, 14) que vino al mundo para que la humanidad tenga vida en abundancia (cf. Jn 10, 10). Y quien acoge la bondad, la belleza y la verdad superiores  de  Cristo, en quien habita toda la plenitud de Dios (cf. Col 2, 9), entra con él en su reino, donde los criterios de valor de este mundo ya no cuentan e incluso quedan completamente invertidos.

 

Una de las definiciones más bellas del reino de Dios la encontramos en la segunda lectura, un texto que pertenece a la parte exhortativa de la carta a los Romanos. El apóstol san Pablo, después de exhortar a los cristianos a dejarse guiar siempre por la caridad y a no dar escándalo a los que son débiles en la fe, recuerda que el reino de Dios "es justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo" (Rm 14, 17). Y añade:  "Quien así sirve a Cristo, se hace grato a Dios y aprobado por los hombres.

 

Procuremos, por tanto, lo que fomente la paz y la mutua edificación" (Rm 14, 18-19). "Lo que fomente la paz" constituye una expresión sintética y perfecta de la sabiduría bíblica, a la luz de la revelación de Cristo y de su misterio de salvación. La persona que ha reconocido en él la Sabiduría encarnada y ha dejado todo lo demás por él se transforma en "artífice de paz", tanto en la comunidad cristiana como en el mundo; es decir, se transforma en semilla del reino de Dios, que ya está presente y crece hacia su plena manifestación.

 

Por tanto, desde la perspectiva del binomio Sabiduría-Cristo, la palabra de Dios nos ofrece una visión completa del hombre en la historia:  la persona que, fascinada por la sabiduría, la busca y la encuentra en Cristo, deja todo por él, recibiendo en cambio el don inestimable del reino de Dios, y revestida de templanza, prudencia, justicia y fortaleza —las virtudes "cardinales"— vive en la Iglesia el testimonio de la caridad.

 

Podríamos preguntarnos si esta visión del hombre puede constituir un ideal de vida también para los hombres de nuestro tiempo, en particular para los jóvenes. Los innumerables testimonios de vida cristiana, personal y comunitaria, que abundan también hoy en el pueblo de Dios peregrino en la historia, demuestran que eso es posible. Entre las múltiples expresiones de la presencia de los laicos en la Iglesia católica figura también la presencia totalmente singular de los guardias suizos pontificios, jóvenes que, motivados por el amor a Cristo y a la Iglesia, se ponen al servicio del Sucesor de Pedro. Para algunos de ellos, la pertenencia al cuerpo de la Guardia Suiza se limita a un período de tiempo; para otros, se prolonga hasta convertirse en la elección de toda su vida. A algunos, lo digo con gran satisfacción, el servicio en el Vaticano los ha llevado a madurar la respuesta a una vocación sacerdotal o religiosa. Pero para todos ser guardias suizos significa adherirse sin reservas a Cristo y a la Iglesia, estando dispuestos a dar su vida por esto. El servicio efectivo puede cesar, pero en su interior se sigue siendo siempre guardia suizo. Este es el testimonio que quisieron dar los cerca de ochenta antiguos guardias que, del 7 de abril al 4 de mayo, realizaron una marcha extraordinaria desde Suiza hasta Roma, siguiendo lo más posible el itinerario de la Vía Francígena.

 

A cada uno de ellos y a todos los guardias suizos deseo renovar mi más cordial saludo. Saludo también a las autoridades que han venido expresamente de Suiza y a las demás autoridades civiles y militares, a los capellanes que han animado con el Evangelio y la Eucaristía el  servicio  diario  de los guardias, así como a los numerosos familiares y amigos.

 

Queridos amigos, por vosotros y por los miembros de vuestro Cuerpo fallecidos ofrezco de modo especial esta Eucaristía, que constituye el momento espiritualmente más elevado de vuestra fiesta.

Alimentaos con el Pan eucarístico y sed en primer lugar hombres de oración, para que la Sabiduría divina haga de vosotros auténticos amigos de Dios y servidores de su reino de amor y de paz. En el sacrificio de Cristo alcanza su pleno significado y valor el servicio prestado por vuestros numerosos miembros durante estos 500 años.

 

Haciéndome idealmente intérprete de los Pontífices a quienes a lo largo de los siglos vuestro Cuerpo ha servido fielmente, expreso el merecido y sincero agradecimiento; y, mirando al futuro, os invito a seguir adelante acriter et fideliter, con valentía y fidelidad. La Virgen María y vuestros patronos, san Martín, san Sebastián y san Nicolás de Flüe os ayuden a prestar vuestro servicio diario con generosa entrega, animados siempre por espíritu de fe y de amor a la Iglesia.

 

 

SANTA MISA DE ORDENACIÓN SACERDOTAL

DE 15 DIÁCONOS DE LA DIÓCESIS DE ROMA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pedro

IV Domingo de Pascua, 7 de mayo de 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas;

queridos ordenandos: 

 

En esta hora en la que vosotros, queridos amigos, mediante el sacramento de la ordenación sacerdotal sois introducidos como pastores al servicio del gran Pastor, Jesucristo, el Señor mismo nos habla en el evangelio del servicio en favor de la grey de Dios.

 

La imagen del pastor viene de lejos. En el antiguo Oriente los reyes solían designarse a sí mismos como pastores de sus pueblos. En el Antiguo Testamento Moisés y David, antes de ser llamados a convertirse en jefes y pastores del pueblo de Dios, habían sido efectivamente pastores de rebaños. En las pruebas del tiempo del exilio, ante el fracaso de los pastores de Israel, es decir, de los líderes políticos y religiosos, Ezequiel había trazado la imagen de Dios mismo como Pastor de su pueblo. Dios dice a través del profeta:  "Como un pastor vela por su rebaño (…), así velaré yo por mis ovejas. Las reuniré de todos los lugares donde se habían dispersado en día de nubes y brumas" (Ez 34, 12).

 

Ahora Jesús anuncia que ese momento ha llegado:  él mismo es el buen Pastor en quien Dios mismo vela por su criatura, el hombre, reuniendo a los seres humanos y conduciéndolos al verdadero pasto. San Pedro, a quien el Señor resucitado había confiado la misión de apacentar a sus ovejas, de convertirse en pastor con él y por él, llama a Jesús el "archipoimen", el Mayoral, el Pastor supremo (cf. 1 P 5, 4), y con esto quiere decir que sólo se puede ser pastor del rebaño de Jesucristo por medio de él y en la más íntima comunión con él. Precisamente esto es lo que se expresa en el sacramento de la Ordenación:  el sacerdote, mediante el sacramento, es insertado totalmente en Cristo para que, partiendo de él y actuando con vistas a él, realice en comunión con él el servicio del único Pastor, Jesús, en el que Dios como hombre quiere ser nuestro Pastor.

 

El evangelio que hemos escuchado en este domingo es solamente una parte del gran discurso de Jesús sobre los pastores. En este pasaje, el Señor nos dice tres cosas sobre el verdadero pastor:  da su vida por las ovejas; las conoce y ellas lo conocen a él; y está al servicio de la unidad. Antes de reflexionar sobre estas tres características esenciales del pastor, quizá sea útil recordar brevemente la parte precedente del discurso sobre los pastores, en la que Jesús, antes de designarse como Pastor, nos sorprende diciendo:  "Yo  soy la puerta" (Jn 10, 7). En el servicio de pastor hay que entrar a través de él. Jesús  pone de relieve con gran claridad esta condición de fondo, afirmando:  "El que sube por otro lado, ese es un ladrón y un salteador" (Jn 10, 1).

 

Esta palabra "sube" (anabainei) evoca la imagen de alguien que trepa al recinto para llegar, saltando, a donde legítimamente no podría llegar. "Subir":  se puede ver aquí la imagen del arribismo, del intento de llegar "muy alto", de conseguir un puesto mediante la Iglesia:  servirse, no servir. Es la imagen del hombre que, a través del sacerdocio, quiere llegar a ser importante, convertirse en un personaje; la imagen del que busca su propia exaltación y no el servicio humilde de Jesucristo.

 

Pero el único camino para subir legítimamente hacia el ministerio de pastor es la cruz. Esta es la verdadera subida, esta es la verdadera puerta. No desear llegar a ser alguien, sino, por el contrario, ser para los demás, para Cristo, y así, mediante él y con él, ser para los hombres que él busca, que él quiere conducir por el camino de la vida.

 

Se entra en el sacerdocio a través del sacramento; y esto significa precisamente:  a través de la entrega a Cristo, para que él disponga de mí; para que yo lo sirva y siga su llamada, aunque no coincida con mis deseos de autorrealización y estima. Entrar por la puerta, que es Cristo, quiere decir conocerlo y amarlo cada vez más, para que nuestra voluntad se una a la suya y nuestro actuar llegue a ser uno con su actuar.

 

Queridos amigos, por esta intención queremos orar siempre de nuevo, queremos esforzarnos precisamente por esto, es decir, para que Cristo crezca en nosotros, para que nuestra unión con él sea cada vez más profunda, de modo que también a través de nosotros sea Cristo mismo quien apaciente.

 

Consideremos ahora más atentamente las tres afirmaciones fundamentales de Jesús sobre el buen pastor. La primera, que con gran fuerza impregna todo el discurso sobre los pastores, dice:  el pastor da su vida por las ovejas. El misterio de la cruz está en el centro del servicio de Jesús como pastor:  es el gran servicio que él nos presta a todos nosotros. Se entrega a sí mismo, y no sólo en un pasado lejano. En la sagrada Eucaristía realiza esto cada día, se da a sí mismo mediante nuestras manos, se da a nosotros. Por eso, con razón, en el centro de la vida sacerdotal está la sagrada Eucaristía, en la que el sacrificio de Jesús en la cruz está siempre realmente presente entre nosotros.

 

A partir de esto aprendemos también qué significa celebrar la Eucaristía de modo adecuado:  es encontrarnos con el Señor, que por nosotros se despoja de su gloria divina, se deja humillar hasta la muerte en la cruz y así se entrega a cada uno de nosotros. Es muy importante para el sacerdote la Eucaristía diaria, en la que se expone siempre de nuevo a este misterio; se pone siempre de nuevo a  sí mismo en las manos de Dios, experimentando al mismo tiempo la alegría de saber que él está presente, me acoge, me levanta y me lleva siempre de nuevo, me da la mano, se da a sí mismo.

 

La Eucaristía debe llegar a ser para nosotros una escuela de vida, en la que aprendamos a entregar nuestra vida. La vida no se da sólo en el momento de la muerte, y no solamente en el modo del martirio. Debemos darla día a día. Debo aprender día a día que yo no poseo mi vida para mí mismo. Día a día debo aprender a desprenderme de mí mismo, a estar a disposición del Señor para lo que necesite de mí en cada momento, aunque otras cosas me parezcan más bellas y más importantes. Dar la vida, no tomarla. Precisamente así experimentamos la libertad. La libertad de nosotros mismos, la amplitud del ser. Precisamente así, siendo útiles, siendo personas necesarias para el mundo, nuestra vida llega a ser importante y bella. Sólo quien da su vida la encuentra.

 

En segundo lugar el Señor nos dice:  "Conozco mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre" (Jn 10, 14-15). En esta frase hay dos relaciones en apariencia muy diversas, que aquí están entrelazadas:  la relación entre Jesús y el Padre, y la relación entre Jesús y los hombres encomendados a él. Pero ambas relaciones van precisamente juntas porque los hombres, en definitiva, pertenecen al Padre y buscan al Creador, a Dios. Cuando se dan cuenta de que uno habla solamente en su propio nombre y tomando sólo de sí mismo, entonces intuyen que eso es demasiado poco y no puede ser lo que buscan.

 

Pero donde resuena en una persona otra voz, la voz del Creador, del Padre, se abre la puerta de la relación que el hombre espera. Por tanto, así debe ser en nuestro caso. Ante todo, en nuestro interior debemos vivir la relación con Cristo y, por medio de él, con el Padre; sólo entonces podemos comprender verdaderamente a los hombres, sólo a la luz de Dios se comprende la profundidad del hombre; entonces quien nos escucha se da cuenta de que no hablamos de nosotros, de algo, sino del verdadero Pastor.

 

Obviamente, las palabras de Jesús se refieren también a toda la tarea pastoral práctica de acompañar a los hombres, de salir a su encuentro, de estar abiertos a sus necesidades y a sus interrogantes. Desde luego, es fundamental el conocimiento práctico, concreto, de las personas que me han sido encomendadas, y ciertamente es importante entender este "conocer" a los demás en el sentido bíblico:  no existe un verdadero conocimiento sin amor, sin una relación interior, sin una profunda aceptación del otro.

 

El pastor no puede contentarse con saber los nombres y las fechas. Su conocimiento debe ser siempre también un conocimiento de las ovejas con el corazón. Pero a esto sólo podemos llegar si el Señor ha abierto nuestro corazón, si nuestro conocimiento no vincula las personas a nuestro pequeño yo privado, a nuestro pequeño corazón, sino que, por el contrario, les hace sentir el corazón de Jesús, el corazón del Señor. Debe ser un conocimiento con el corazón de Jesús, un conocimiento orientado a él, un conocimiento que no vincula la persona a mí, sino que la guía hacia Jesús, haciéndolo así libre y abierto. Así también nosotros nos hacemos cercanos a los hombres.

Pidamos siempre de nuevo al Señor que nos conceda este modo de conocer con el corazón de Jesús, de no vincularlos a mí sino al corazón de Jesús, y de crear así una verdadera comunidad.

 

Por último, el Señor nos habla del servicio a la unidad encomendado al pastor:  "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo pastor" (Jn 10, 16). Es lo mismo que repite san Juan después de la decisión del sanedrín de matar a Jesús, cuando Caifás dijo que era preferible que muriera uno solo por el pueblo a que pereciera toda la nación. San Juan reconoce que se trata de palabras proféticas, y añade:  "Jesús iba a morir por la nación, y no sólo por la nación, sino también para reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11, 52).

 

Se revela la relación entre cruz y unidad; la unidad se paga con la cruz. Pero sobre todo aparece el horizonte universal del actuar de Jesús. Aunque Ezequiel, en su profecía sobre el pastor, se refería al restablecimiento de la unidad entre las tribus dispersas de Israel (cf. Ez 34, 22-24), ahora ya no se trata de la unificación del Israel disperso, sino de todos los hijos de Dios, de la humanidad, de la Iglesia de judíos y paganos. La misión de Jesús concierne a toda la humanidad, y por eso la Iglesia tiene una responsabilidad con respecto a toda la humanidad, para que reconozca a Dios, al Dios que por todos nosotros en Jesucristo se encarnó, sufrió, murió y resucitó.

 

La Iglesia jamás debe contentarse con la multitud de aquellos a quienes, en cierto momento, ha llegado, y decir que los demás están bien así:  musulmanes, hindúes… La Iglesia no puede retirarse cómodamente dentro de los límites de su propio ambiente. Tiene por cometido la solicitud universal, debe preocuparse por todos y de todos. Por lo general debemos "traducir" esta gran tarea en nuestras respectivas misiones. Obviamente, un sacerdote, un pastor de almas debe preocuparse ante todo por los que creen y viven con la Iglesia, por los que buscan en ella el camino de la vida y que, por su parte, como piedras vivas, construyen la Iglesia y así edifican y sostienen juntos también al sacerdote.

 

Sin embargo, como dice el Señor, también debemos salir siempre de nuevo "a los caminos y cercados" (Lc 14, 23) para llevar la invitación de Dios a su banquete también a los hombres que hasta ahora no han oído hablar para nada de él o no han sido tocados interiormente por él. Este servicio universal, servicio a la unidad, se realiza de muchas maneras. Siempre forma parte de él también el compromiso por la unidad interior de la Iglesia, para que ella, por encima de todas las  diferencias y los límites, sea un signo de la presencia de Dios en el mundo, el único que puede crear dicha unidad.

 

La Iglesia antigua encontró en la escultura de su tiempo la figura del pastor que lleva una oveja sobre sus hombros. Quizá esas imágenes formen parte del sueño idílico de la vida campestre, que había fascinado a la sociedad de entonces. Pero para los cristianos esta figura se ha transformado con toda naturalidad en la imagen de Aquel que ha salido en busca de la oveja perdida, la humanidad; en la imagen de Aquel que nos sigue hasta nuestros desiertos y nuestras confusiones; en la imagen de Aquel que ha cargado sobre sus hombros a la oveja perdida, que es la humanidad, y la lleva a casa. Se ha convertido en la imagen del verdadero Pastor, Jesucristo. A él nos encomendamos. A él os encomendamos a vosotros, queridos hermanos, especialmente en esta hora, para que os conduzca y os lleve todos los días; para que os ayude a ser, por él y con él, buenos pastores de su rebaño. Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A POLONIA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA PLAZA PIŁSUDSKI

 

Varsovia, viernes 26 de mayo de 2006

 

¡Alabado sea Jesucristo!

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo Señor, "junto con vosotros deseo cantar un himno de gratitud a la divina Providencia, que me permite encontrarme aquí como peregrino". Con estas palabras, hace 27 años, comenzó su homilía en Varsovia mi amado predecesor, Juan Pablo II (cf. L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 10 de junio de 1979, p. 6). Las hago mías y doy  gracias al Señor que me ha concedido poder llegar hoy a esta histórica plaza. Aquí,  en  la vigilia de Pentecostés, Juan Pablo II pronunció las significativas palabras de la oración:  "¡Descienda  tu  Espíritu y renueve la faz de la tierra!". Y añadió, "¡de esta tierra!" (cf. ib.). En este mismo lugar fue despedido  en una solemne ceremonia fúnebre el gran primado de Polonia, cardenal Stefan Wyszynski, de cuya muerte recordamos en estos días el 25° aniversario.

 

Dios unió a estas dos personas no sólo mediante la misma fe, la misma esperanza y el mismo amor, sino también mediante las mismas vicisitudes humanas, que los vincularon estrechamente con la historia de este pueblo y de la Iglesia que vive en él.

 

Al inicio de su pontificado, Juan Pablo II escribió al cardenal Wyszynski:  "No estaría sobre la cátedra de Pedro este Papa polaco que hoy, lleno de temor de Dios pero también de confianza, inicia un nuevo pontificado, si no hubiese sido por tu fe, que no se ha arredrado ante la cárcel y los sufrimientos; si no hubiese sido por tu heroica esperanza, tu ilimitada confianza en la Madre de la Iglesia; si no hubiese existido Jasna Góra y todo el período que en la historia de la Iglesia en nuestra patria abarca tu servicio de obispo y primado" (Carta de Juan Pablo II a los polacos, 23 de octubre de 1978:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de noviembre de 1978, pp. 9-10).

 

¿Cómo no dar gracias hoy a Dios por todo lo que se realizó en vuestra patria y en todo el mundo durante el pontificado de Juan Pablo II? Ante nuestros ojos tuvieron lugar cambios de enteros sistemas políticos, económicos y sociales. La gente de muchos países recobró la libertad y el sentido de la dignidad. "No olvidemos las maravillas obradas por Dios" (cf. Sal 78, 7). Yo también os doy las gracias por vuestra presencia y por vuestra oración. Gracias al cardenal primado por las palabras que me ha dirigido. Saludo a todos los obispos aquí presentes. Me alegra la participación del señor presidente y de las autoridades estatales y locales. Abrazo con el corazón a todos los polacos que viven en la patria y en el extranjero.

 

"Permaneced firmes en la fe". Acabamos de escuchar las palabras de Jesús:  "Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de la verdad" (Jn 14, 15-17). Con estas palabras Jesús revela la profunda relación que existe entre la fe y la profesión de la Verdad divina, entre la fe y la entrega a Jesucristo en el amor, entre la fe y la práctica de una vida inspirada en los mandamientos. Estas tres dimensiones de la fe son fruto de la acción del Espíritu Santo. Esta acción se manifiesta como fuerza interior que armoniza los corazones de los discípulos con el Corazón de Cristo y los hace capaces de amar a los hermanos como él los ha amado. Así, la fe es un don, pero al mismo tiempo es una tarea.

 

"Él os dará otro Consolador, el Espíritu de la verdad". La fe, como conocimiento y profesión de la verdad sobre Dios y sobre el hombre, "viene de la predicación,  y  la predicación, por la palabra  de  Cristo",  dice  san Pablo (Rm 10, 17). A lo largo de la historia de la Iglesia, los Apóstoles predicaron la palabra de Cristo, preocupándose de entregarla intacta a sus sucesores, quienes a su vez la transmitieron a las generaciones sucesivas, hasta nuestros días. Muchos predicadores del Evangelio han dado la vida precisamente a causa de la fidelidad a la verdad de la palabra de Cristo. Así, de la solicitud por la verdad nació la Tradición de la Iglesia.

 

Al igual que en los siglos pasados, también hoy hay personas o ambientes que, descuidando esta Tradición de siglos, quisieran falsificar la palabra de Cristo y quitar del Evangelio las verdades que, según ellos, son demasiado incómodas para el hombre moderno. Se trata de dar la impresión de que todo es relativo:  incluso las verdades de la fe dependerían de la situación histórica y del juicio humano. Pero la Iglesia no puede acallar al Espíritu de la verdad. Los sucesores de los apóstoles, juntamente con el Papa, son los responsables de la verdad del Evangelio, y también todos los cristianos están llamados a compartir esta responsabilidad, aceptando sus indicaciones autorizadas.

 

Todo cristiano debe confrontar continuamente sus propias convicciones con los dictámenes del Evangelio y de la Tradición de la Iglesia, esforzándose por permanecer fiel a la palabra de Cristo, incluso cuando es exigente y humanamente difícil de comprender. No debemos caer en la tentación del relativismo o de la interpretación subjetiva y selectiva de las sagradas Escrituras. Sólo la verdad íntegra nos puede llevar a la adhesión a Cristo, muerto y resucitado por nuestra salvación.

 

En efecto, Jesucristo dice:  "Si me amáis…". La fe no significa sólo aceptar cierto número de verdades abstractas sobre los misterios de Dios, del hombre, de la vida y de la muerte, de las realidades futuras. La fe consiste en una relación íntima con Cristo, una relación basada en el amor de Aquel que nos ha amado primero (cf. 1 Jn 4, 11) hasta la entrega total de sí mismo. "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros" (Rm 5, 8). ¿Qué otra respuesta podemos dar a un amor tan grande sino un corazón abierto y dispuesto a amar? Pero, ¿qué quiere decir amar a Cristo? Quiere decir fiarse de él, incluso en la hora de la prueba, seguirlo fielmente incluso en el camino de la cruz, con la esperanza de que pronto llegará la mañana de la resurrección.

 

Si confiamos en Cristo no perdemos nada, sino que lo ganamos todo. En sus manos nuestra vida adquiere su verdadero sentido. El amor a Cristo lo debemos expresar con la voluntad de sintonizar nuestra vida con los pensamientos y los sentimientos de su Corazón. Esto se logra mediante la unión interior, basada en la gracia de los sacramentos, reforzada con la oración continua, la alabanza, la acción de gracias y la penitencia. No puede faltar una atenta escucha de las inspiraciones que él suscita a través de su palabra, a través de las personas con las que nos encontramos, a través de las situaciones de la vida diaria. Amarlo significa permanecer en diálogo con él, para conocer su voluntad y realizarla diligentemente.

 

Pero vivir nuestra fe como relación de amor con Cristo significa también estar dispuestos a renunciar a todo lo que constituye la negación de su amor. Por este motivo, Jesús dijo a los Apóstoles:  "Si me amáis guardaréis mis mandamientos". Pero, ¿cuáles son los mandamientos de Cristo? Cuando el Señor Jesús enseñaba a las muchedumbres, no dejó de confirmar la ley que el Creador había inscrito en el corazón del hombre y que luego había formulado en las tablas del Decálogo. "No penséis que he venido a abolir la ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a dar cumplimiento. Sí, os lo aseguro:  el cielo y la tierra pasarán antes que pase una "i" o una tilde de la ley sin que todo suceda" (Mt 5, 17-18). Ahora bien, Jesús nos mostró con nueva claridad el centro unificador de las leyes divinas reveladas en el Sinaí, es decir, el amor a Dios y al prójimo:  "Amar (a Dios) con todo el corazón, con toda la inteligencia y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios" (Mc 12, 33). Más aún, Jesús en su vida y en su misterio pascual cumplió toda la ley. Uniéndose a nosotros a través del don del Espíritu Santo, lleva con nosotros y en nosotros el "yugo" de la ley, que así se convierte en una "carga ligera" (Mt 11, 30). Con este espíritu, Jesús formuló la lista de las actitudes interiores de quienes tratan de vivir profundamente la fe:  Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos por causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-12).

 

Queridos hermanos y hermanas, la fe en cuanto adhesión a Cristo se manifiesta como amor que impulsa a promover el bien que el Creador ha inscrito en la naturaleza de cada uno de nosotros, en la personalidad de todo ser humano y en todo lo que existe en el mundo. Quien cree y ama se convierte de este modo en constructor de la verdadera "civilización del amor", de la que Cristo es el centro.

 

Hace 27 años, en este lugar, Juan Pablo II dijo:  "Polonia se ha convertido en nuestros tiempos en tierra de testimonio especialmente responsable" (Varsovia, 2 de junio de 1979). Conservad este rico patrimonio de fe que os han transmitido las generaciones precedentes, el patrimonio del pensamiento y del servicio de ese gran polaco que fue el Papa Juan Pablo II. Permaneced fuertes en la fe, transmitidla a vuestros hijos, dad testimonio de la gracia que habéis experimentado de un modo tan abundante a través del Espíritu Santo en vuestra historia. Que María, Reina de Polonia, os muestre el camino hacia su Hijo y os acompañe en el camino hacia un futuro feliz y lleno de paz.

Que no falte nunca en vuestro corazón el amor a Cristo y a su Iglesia. Amén.

 

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A POLONIA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

 

Cracovia-Błonia, domingo 28 de mayo de 2006

 

 

"Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo?" (Hch 1, 11).

 

Hermanos y hermanas: 

 

Hoy, en la explanada de Blonia, en Cracovia, resuena nuevamente esta pregunta recogida en los Hechos de los Apóstoles. Esta vez se dirige a todos nosotros:  "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?". La respuesta a esta pregunta encierra la verdad fundamental sobre la vida y el destino del hombre.

 

Esta pregunta se refiere a dos actitudes relacionadas con las dos realidades en las que se inscribe la vida del hombre:  la terrena y la celeste. Primero, la realidad terrena:  "¿Qué hacéis ahí?", ¿por qué estáis en la tierra? Respondemos:  Estamos en la tierra porque el Creador nos ha puesto aquí como coronamiento de la obra de la creación. Dios todopoderoso, de acuerdo con su inefable designio de amor, creó el cosmos, lo sacó de la nada. Y después de realizar esa obra, llamó a la existencia al hombre, creado a su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26-27). Le concedió la dignidad de hijo de Dios y la inmortalidad.

 

Sin embargo, como sabemos, el hombre se extravió, abusó del don de la libertad y dijo "no" a Dios, condenándose de este modo a sí mismo a una existencia en la que entraron el mal, el pecado, el sufrimiento y la muerte. Pero sabemos también que Dios mismo no se resignó a esa situación y entró directamente en la historia del hombre, que se convirtió en historia de la salvación. "Estamos en la tierra", estamos arraigados en ella, de ella crecemos. Aquí hacemos el bien en los extensos campos de la existencia diaria, en el ámbito de lo material y también en el de lo espiritual:  en las relaciones recíprocas, en la edificación de la comunidad humana y en la cultura. Aquí experimentamos el cansancio de los viandantes en camino hacia la meta por sendas escabrosas, en medio de vacilaciones, tensiones, incertidumbres, pero también con la profunda conciencia de que antes o después este camino llegará a su término. Y entonces surge la reflexión:  ¿Esto es todo? ¿La tierra en la que "nos encontramos" es nuestro destino definitivo?

 

En este contexto, conviene detenerse en la segunda parte de la pregunta recogida en la página de los Hechos:  "¿Qué hacéis ahí mirando al cielo?". Leemos que, cuando los Apóstoles intentaron atraer la atención del Resucitado sobre la cuestión de la reconstrucción del reino terreno de Israel, él "fue elevado en presencia de ellos, y una nube lo ocultó a sus ojos". Y ellos "estaban mirando fijamente al cielo mientras se iba" (Hch 1, 9-10). Así pues, estaban mirando fijamente al cielo, dado que acompañaban con la mirada a Jesucristo, crucificado y resucitado, que era elevado. No sabemos si en aquel momento se dieron cuenta de que precisamente ante ellos se estaba abriendo un horizonte magnífico, infinito, el punto de llegada definitivo de la peregrinación terrena del hombre. Tal vez lo comprendieron solamente el día de Pentecostés, iluminados por el Espíritu Santo.

 

Para nosotros, sin embargo, ese acontecimiento de hace dos mil años es fácil de entender. Estamos llamados, permaneciendo en la tierra, a mirar fijamente al cielo, a orientar la atención, el pensamiento y el corazón hacia el misterio inefable de Dios. Estamos llamados a mirar hacia la realidad divina, a la que el hombre está orientado desde la creación. En ella se encierra el sentido definitivo de nuestra vida.

 

Queridos hermanos y hermanas, con profunda emoción celebro hoy la Eucaristía en la explanada de Blonia, en Cracovia, lugar en el que varias veces celebró el Santo Padre Juan Pablo II durante sus inolvidables viajes apostólicos a su país natal. Durante la liturgia se encontraba con el pueblo de Dios casi en todas las partes del mundo, pero no cabe duda de que cada vez que celebraba la santa misa en la explanada de Blonia, en Cracovia, era para él un acontecimiento excepcional. Aquí volvía con el pensamiento y el corazón a las raíces, a las fuentes de su fe y de su servicio a la Iglesia. Desde aquí veía Cracovia y toda Polonia.

 

Durante la primera peregrinación a Polonia, el 10 de junio de 1979, terminando su homilía en esta explanada, dijo con nostalgia:  "Permitidme que, antes de dejaros, dirija todavía una mirada sobre Cracovia, esta Cracovia de la cual cada una de las piedras y ladrillos me son queridos; y que mire también desde aquí a Polonia…" (n. 5:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10). Durante la última santa misa celebrada en este lugar el 18 de agosto de 2002, en la homilía dijo:  "Agradezco la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado" (n. 2:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 23 de agosto de 2002, p. 6). Quiero recoger estas palabras, hacerlas mías y repetirlas hoy:  os agradezco de todo corazón "la invitación a visitar mi Cracovia y la hospitalidad que me habéis brindado". Cracovia, la ciudad de Karol Wojtyla y de Juan Pablo II, es también mi Cracovia. Es también una Cracovia amada por innumerables multitudes de cristianos en todo el mundo, que saben que Juan Pablo II llegó a la colina vaticana desde esta ciudad, desde la colina de Wawel, "desde un país lejano", el cual, gracias a este acontecimiento, se transformó en un país amado por todos.

 

Al inicio del segundo año de mi pontificado he venido a Polonia y a Cracovia por una necesidad del corazón, como peregrino tras las huellas de mi predecesor. Quería respirar el aire de su patria.

Quería mirar la tierra en la que nació y donde creció para asumir su incansable servicio a Cristo y a la Iglesia universal. Deseaba, ante todo, encontrarme con los hombres vivos, sus compatriotas, experimentar vuestra fe, de la que él sacó la savia vital, y asegurarme de que estéis firmes en ella.

Aquí quiero también pedir  a Dios que conserve en vosotros la herencia de la fe, de la esperanza y de  la  caridad  que  Juan Pablo II legó al  mundo  y  de modo particular a vosotros.

 

Saludo cordialmente a todas las personas reunidas en la explanada de Blonia, en Cracovia, hasta donde llega mi mirada y más allá. Quisiera estrechar la mano a cada uno, mirándolo a los ojos. Abrazo con el corazón a todos los que participan en nuestra Eucaristía a través de la radio y la televisión. Saludo a toda Polonia. Saludo a los niños y a los jóvenes, a las familias y a las personas solas, a los enfermos y a los que sufren en el espíritu y en el cuerpo, que carecen de la alegría de vivir. Saludo a todos los que, con su trabajo de cada día, multiplican el bien de este país. Saludo a los polacos que viven fuera de los confines de la patria, en todo el mundo.

 

Agradezco al cardenal Stanislaw Dziwisz, arzobispo metropolitano de Cracovia, las cordiales palabras de bienvenida. Saludo al señor cardenal Franciszek Macharski y a todos los señores cardenales, a los obispos, a los sacerdotes, a las personas consagradas y a nuestros huéspedes comunes que han venido de numerosos países, especialmente de los limítrofes. Saludo al señor presidente de la República, al señor primer ministro, a los representantes de las autoridades estatales, territoriales y locales.

 

Queridos hermanos y hermanas, el lema de mi peregrinación en tierra polaca, tras las huellas de Juan Pablo II, es:  "¡Permaneced firmes en la fe!". La exhortación que encierran estas palabras se dirige a todos los que formamos la comunidad de los discípulos de Cristo, se dirige a cada uno de nosotros. La fe es un acto humano muy personal, que se realiza en dos dimensiones. Creer quiere decir, ante todo, aceptar como verdad lo que nuestra mente no comprende del todo. Es necesario aceptar lo que Dios nos revela sobre sí mismo, sobre nosotros mismos y sobre la realidad que nos rodea, incluida la invisible, inefable, inimaginable.

 

Este acto de aceptación de la verdad revelada ensancha el horizonte de nuestro conocimiento y nos permite llegar al misterio en el que está inmersa nuestra existencia. A esta limitación de la razón no se concede fácilmente el consenso. Y precisamente aquí es donde la fe se manifiesta en su segunda dimensión:  la de fiarse de una persona, no de una persona cualquiera, sino de Cristo. Es importante aquello en lo que creemos, pero más importante aún es aquel en quien creemos.

 

San Pablo nos habla de esto en el pasaje de la carta a los Efesios, que se ha leído hoy. Dios nos ha dado un espíritu de sabiduría y "ha iluminado los ojos de nuestro corazón para que conozcamos cuál es la esperanza a que hemos sido llamados por él; cuál la riqueza de la gloria otorgada por él en herencia a los santos; y cuál la soberana grandeza de su poder para con nosotros, los creyentes, conforme a la eficacia de su fuerza poderosa, que desplegó en Cristo" (cf. Ef 1, 17-20). Creer quiere decir abandonarse a Dios, poner en sus manos nuestro destino. Creer quiere decir entablar una relación muy personal con nuestro Creador y Redentor, en virtud del Espíritu Santo, y hacer que esta relación sea el fundamento de toda la vida.

 

Hoy hemos oído las palabras de Jesús:  "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra" (Hch 1, 8). Hace siglos estas palabras llegaron también a tierra polaca. Han constituido y siguen constituyendo constantemente un desafío para todos los que admiten pertenecer a Cristo, para los cuales su causa es la más importante. Debemos ser testigos de Jesús, que vive en la Iglesia y en el corazón de los hombres. Es él quien nos asigna una misión. El día de su ascensión al cielo, dijo a los Apóstoles:  "Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación. (…) Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos y confirmando la palabra con las señales que la acompañaban" (Mc 16, 15).

 

Queridos hermanos y hermanas, con la elección de Karol Wojtyla a la Sede de Pedro, al servicio de toda la Iglesia, vuestra tierra se convirtió en lugar de un particular testimonio de fe en Jesucristo. Vosotros mismos habéis sido llamados a dar este testimonio ante el mundo entero. Esta vocación es siempre actual, y quizá más actual aún desde el momento de la santa muerte del siervo de Dios. Dad siempre al mundo vuestro testimonio.

 

Antes de volver a Roma para continuar mi ministerio, os exhorto a todos, citando las palabras que Juan Pablo II pronunció aquí en el año 1979:  "Debéis ser fuertes, queridísimos hermanos y hermanas. Debéis ser fuertes con la fuerza que brota de la fe. Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe. Debéis ser fieles. Hoy más que en cualquier otra época tenéis necesidad de esta fuerza. Debéis ser fuertes con la fuerza de la esperanza, que lleva consigo la perfecta alegría de vivir y no permite entristecer al Espíritu Santo. Debéis ser fuertes con la fuerza del amor, que es más fuerte que la muerte. (…) Debéis ser fuertes con la fuerza de la fe, de la esperanza y de la caridad, consciente y madura, responsable, que nos ayuda a entablar el gran diálogo con el hombre y con el mundo en esta etapa de nuestra historia:  diálogo con el hombre y con el mundo, arraigado en el diálogo con Dios mismo —con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu Santo—, diálogo de la salvación" (Homilía, 10 de junio de 1979, n. 4:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 24 de junio de 1979, p. 10).

 

También yo, Benedicto XVI, sucesor del Papa Juan Pablo II, os ruego que miréis desde la tierra al cielo, que fijéis vuestra mirada en Aquel a quien desde hace dos mil años siguen las generaciones que viven y se suceden en nuestra tierra, encontrando en él el sentido definitivo de la existencia. Fortalecidos por la fe en Dios, esforzaos con empeño por consolidar su reino en la tierra:  el reino del bien, de la justicia, de la solidaridad y de la misericordia. Os ruego que testimoniéis con valentía el Evangelio ante el mundo de hoy, llevando la esperanza a los pobres, a los que sufren, a los abandonados, a los desesperados, a quienes tienen sed de libertad, de verdad y de paz. Haciendo el bien al prójimo y promoviendo el bien común, testimoniad que Dios es amor.

 

Por último, os ruego que compartáis con los demás pueblos de Europa y del mundo el tesoro de la fe, también en consideración del recuerdo de vuestro compatriota que, como Sucesor de san Pedro, hizo esto con extraordinaria fuerza y eficacia. Y también acordaos de mí en vuestras oraciones y en vuestros sacrificios, como os acordabais de mi gran predecesor, para que yo pueda cumplir la misión que Cristo me ha confiado. Os ruego:  permaneced firmes en la fe. Permaneced firmes en la esperanza. Permaneced firmes en la caridad. Amén.

 

 

CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS

EN LA VIGILIA DE PENTECOSTÉS

 

ENCUENTRO CON LOS MOVIMIENTOS

Y NUEVAS COMUNIDADES ECLESIALES

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

Sábado 3 de junio de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Habéis venido realmente en gran número esta tarde a la plaza de San Pedro para participar en la Vigilia de Pentecostés. Os doy las gracias de corazón. Al pertenecer a pueblos y culturas diversos, representáis aquí a todos los miembros de los Movimientos eclesiales y de las nuevas comunidades, reunidos espiritualmente en torno al Sucesor de Pedro, para proclamar la alegría de creer en Jesucristo y renovar el compromiso de ser sus discípulos fieles en este tiempo.

 

Os agradezco vuestra participación y saludo cordialmente a cada uno. Saludo con afecto, ante todo, a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los religiosos y a las religiosas. Saludo a los responsables de vuestras numerosas realidades eclesiales, que muestran cuán viva es la acción del Espíritu Santo en el pueblo de Dios. Saludo a los que han preparado este acontecimiento extraordinario y, en particular, a los que trabajan en el Consejo pontificio para los laicos, con el secretario, mons. Josef Clemens, y el presidente, mons. Stanislaw Rylko, al que agradezco también las cordiales palabras que me ha dirigido al inicio de la liturgia de las Vísperas.

 

Viene a nuestra memoria con emoción el encuentro análogo que tuvo lugar en esta misma plaza, el 30 de mayo de 1998, con el amado Papa Juan Pablo II. Gran evangelizador de nuestro tiempo, os acompañó y guió durante todo su pontificado; en muchas ocasiones definió "providenciales" vuestras asociaciones y comunidades, sobre todo porque el Espíritu santificador se sirve de ellas para despertar la fe en el corazón de tantos cristianos y para hacer que descubran la vocación que han recibido con el bautismo, ayudándoles a ser testigos de esperanza, llenos del fuego de amor que es precisamente don del Espíritu Santo.

 

Ahora, en esta Vigilia de Pentecostés, nos preguntamos:  ¿Quién o qué es el Espíritu Santo?

¿Cómo podemos reconocerlo? ¿Cómo vamos nosotros a él y él viene a nosotros? ¿Qué es lo que hace?

 

Una primera respuesta nos la da el gran himno pentecostal de la Iglesia, con el que hemos iniciado las Vísperas:  "Veni, Creator Spiritus…", "Ven, Espíritu Creador…". Este himno alude aquí a los primeros versículos de la Biblia, que presentan, mediante imágenes, la creación del universo. Allí se dice, ante todo, que por encima del caos, por encima de las aguas del abismo, aleteaba el Espíritu de Dios. El mundo en que vivimos es obra del Espíritu Creador. Pentecostés no es sólo el origen de la Iglesia y, por eso, de modo especial, su fiesta; Pentecostés es también una fiesta de la creación.

El mundo no existe por sí mismo; proviene del Espíritu Creador de Dios, de la Palabra Creadora de Dios.

 

Por eso refleja también la sabiduría de Dios. La creación, en su amplitud y en la lógica omnicomprensiva de sus leyes, permite vislumbrar algo del Espíritu Creador de Dios. Nos invita al temor reverencial. Precisamente quien, como cristiano, cree en el Espíritu Creador es consciente de que no podemos usar el mundo y abusar de él y de la materia como si se tratara simplemente de un material para nuestro obrar y querer; es consciente de que debemos considerar la creación como un don que nos ha sido encomendado, no para destruirlo, sino para convertirlo en el jardín de Dios y así también en un jardín del hombre. Frente a las múltiples formas de abuso de la tierra que constatamos hoy, escuchamos casi el gemido de la creación, del que habla san Pablo (cf. Rm 8, 22); comenzamos a comprender las palabras del Apóstol, es decir, que la creación espera con impaciencia la revelación de los hijos de Dios, para ser libre y alcanzar su esplendor.

 

Queridos amigos, nosotros queremos ser esos hijos de Dios que la creación espera, y podemos serlo, porque en el bautismo el Señor nos ha hecho tales. Sí, la creación y la historia nos esperan; esperan hombres y mujeres que sean de verdad hijos de Dios y actúen en consecuencia. Si repasamos la historia, vemos que la creación pudo prosperar en torno a los monasterios, del mismo modo que con el despertar del Espíritu de Dios en el corazón de los hombres ha vuelto el fulgor del Espíritu Creador también a la tierra, un esplendor que había quedado oscurecido y a veces casi apagado por la barbarie del afán humano de poder. Y de nuevo sucede lo mismo en torno a Francisco de Asís. Y acontece en cualquier lugar donde llega a las almas el Espíritu de Dios, el Espíritu que nuestro himno define como luz, amor y vigor.

 

Así hemos encontrado una primera respuesta a la pregunta de qué es el Espíritu Santo, qué hace y cómo podemos reconocerlo. Sale a nuestro encuentro a través de la creación y su belleza. Sin embargo, a lo largo de la historia de los hombres, la creación buena de Dios ha quedado cubierta con una gruesa capa de suciedad, que hace difícil, por no decir imposible, reconocer en ella el reflejo del Creador, aunque ante un ocaso en el mar, durante una excursión a la montaña o ante una flor abierta, se despierta en nosotros siempre de nuevo, casi espontáneamente, la conciencia de la existencia del Creador.

 

Pero el Espíritu Creador viene en nuestra ayuda. Ha entrado en la historia y así nos habla de un modo nuevo. En Jesucristo Dios mismo se hizo hombre y nos concedió, por decirlo así, contemplar en cierto modo la intimidad de Dios mismo. Y allí vemos algo totalmente inesperado:  en Dios existe un "Yo" y un "Tú". El Dios misterioso no es una soledad infinita; es un acontecimiento de amor. Si al contemplar la creación pensamos que podemos vislumbrar al Espíritu Creador, a Dios mismo, casi como matemática creadora, como poder que forja las leyes del mundo y su orden, pero luego también como belleza, ahora llegamos a saber que el Espíritu Creador tiene un corazón. Es Amor.

Existe el Hijo que habla con el Padre. Y ambos son uno en el Espíritu, que es, por decirlo así, la atmósfera del dar y del amar que hace de ellos un único Dios. Esta unidad de amor, que es Dios, es una unidad mucho más sublime de lo que podría ser la unidad de una última partícula indivisible. Precisamente el Dios trino es el único Dios.

 

A través de Jesús, por decirlo así, penetra nuestra  mirada  en la intimidad de Dios. San Juan, en su evangelio, lo expresó de este modo:  "A Dios nadie lo ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha revelado" (Jn 1, 18). Pero Jesús no sólo nos ha permitido penetrar con nuestra mirada en la intimidad de Dios; con él Dios, de alguna manera, salió también de su intimidad y vino a nuestro encuentro. Esto se realiza ante todo en su vida, pasión, muerte y resurrección; en su palabra. Pero Jesús no se contenta con salir a nuestro encuentro. Quiere más. Quiere unificación. Y este es el significado de las imágenes del banquete y de las bodas. Nosotros no sólo debemos saber algo de él; además, mediante él mismo, debemos ser atraídos hacia Dios. Por eso él debe morir y resucitar, porque ahora ya no se encuentra en un lugar determinado, sino que su Espíritu, el Espíritu Santo, ya emana de él y entra en nuestro corazón, uniéndonos así con Jesús mismo y con el Padre, con el Dios uno y trino.

 

Pentecostés es esto:  Jesús, y mediante él Dios mismo, viene a nosotros y nos atrae dentro de sí. "Él manda el Espíritu Santo", dice la Escritura. ¿Cuál es su efecto? Ante todo, quisiera poner de relieve dos aspectos:  el Espíritu Santo, a través del cual Dios viene a nosotros, nos trae vida y libertad. Miremos ambas cosas un poco más de cerca. "Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia", dice Jesús en el evangelio de san Juan (Jn 10, 10). Todos anhelamos vida y libertad. Pero ¿qué es esto?, ¿dónde y cómo encontramos la "vida"?

 

Yo creo que, espontáneamente, la inmensa mayoría de los hombres tiene el mismo concepto de vida que el hijo pródigo del evangelio. Había logrado que le entregaran su parte de la herencia y ahora se sentía libre; quería por fin vivir ya sin el peso de los deberes de casa; quería sólo vivir, recibir de la vida todo lo que puede ofrecer; gozar totalmente de la vida; vivir, sólo vivir; beber de la abundancia de la vida, sin renunciar a nada de lo bueno que pueda ofrecer. Al final acabó cuidando cerdos, envidiando incluso a esos animales. ¡Qué vacía y vana había resultado su vida! Y también había resultado vana su libertad.

 

¿Acaso no sucede lo mismo también hoy? Cuando sólo se quiere ser dueño de la vida, esta se hace cada vez más vacía, más pobre; fácilmente se acaba por buscar la evasión en la droga, en el gran engaño. Y surge la duda de si de verdad vivir es, en definitiva, un bien. No. De este modo no encontramos la vida.

 

Las palabras de Jesús sobre la vida en abundancia se encuentran en el discurso del buen pastor. Esas palabras se sitúan en un doble contexto. Sobre el pastor, Jesús nos dice que da su vida.

"Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente" (cf. Jn 10, 18). Sólo se encuentra la vida dándola; no se la encuentra tratando de apoderarse de ella. Esto es lo que debemos aprender de Cristo; y esto es lo que nos enseña el Espíritu Santo, que es puro don, que es el donarse de Dios. Cuanto más da uno su vida por los demás, por el bien mismo, tanto más abundantemente fluye el río de la vida.

 

En segundo lugar, el Señor nos dice que la vida se tiene estando con el Pastor, que conoce el pastizal, los lugares donde manan las fuentes de la vida. Encontramos la vida en la comunión con Aquel que es la vida en persona; en la comunión con el Dios vivo, una comunión en la que nos introduce el Espíritu Santo, al que el himno de las Vísperas llama "fons vivus", fuente viva. El pastizal, donde manan las fuentes de la vida, es la palabra de Dios como la encontramos en la Escritura, en la fe de la Iglesia. El pastizal es Dios mismo a quien, en la comunión de la fe, aprendemos a conocer mediante la fuerza del Espíritu Santo.

 

Queridos amigos, los Movimientos han nacido precisamente de la sed de la vida verdadera, son Movimientos por la vida en todos sus aspectos. Donde ya no fluye la verdadera fuente de la vida, donde sólo se apoderan de la vida en vez de darla, allí está en peligro incluso la vida de los demás; allí están dispuestos a eliminar la vida inerme del que aún no ha nacido, porque parece que les quita espacio a su propia vida. Si queremos proteger la vida, entonces debemos sobre todo volver a encontrar la fuente de la vida; entonces la vida misma debe volver a brotar con toda su belleza y sublimidad; entonces debemos dejarnos vivificar por el Espíritu Santo, la fuente creadora de la vida.

 

Al tema de la libertad ya aludimos hace poco. En la partida del hijo pródigo se unen precisamente los temas de la vida y de la libertad. Quiere la vida y por eso quiere ser totalmente libre. Ser libre significa, según esta concepción, poder hacer todo lo que se quiera, no tener que aceptar ningún criterio fuera y por encima de mí mismo, seguir únicamente mi deseo y mi voluntad. Quien vive así, pronto se enfrentará con los otros que quieren vivir de la misma manera. La consecuencia necesaria de esta concepción egoísta de la libertad es la violencia, la destrucción mutua de la libertad y de la vida.

 

La sagrada Escritura, por el contrario, une el concepto de libertad con el de filiación. Dice san Pablo:  "No habéis recibido un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, habéis recibido un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar:  ¡Abbá, Padre!" (Rm 8, 15).

 

¿Qué significa esto? San Pablo presupone el sistema social del mundo antiguo, en el que existían los esclavos, los cuales no tenían nada y por eso no podían intervenir para hacer que las cosas funcionaran como debían. En contraposición estaban los hijos, los cuales eran también los herederos y, por eso, se preocupaban de la conservación y de la buena administración de sus propiedades o de la conservación del Estado. Dado que eran libres, tenían también una responsabilidad. Prescindiendo del contexto sociológico de aquel tiempo, vale siempre el principio:  libertad y responsabilidad van juntas. La verdadera libertad se demuestra en la responsabilidad, en un modo de actuar que asume la corresponsabilidad con respecto al mundo, con respecto a sí mismos y con respecto a los demás.

 

Es libre el hijo, al que pertenece la cosa y que por eso no permite que sea destruida. Ahora bien, todas las responsabilidades mundanas, de las que hemos hablado, son responsabilidades parciales, pues afectan sólo a un ámbito determinado, a un Estado determinado, etc. En cambio, el Espíritu Santo nos hace hijos e hijas de Dios. Nos compromete en la misma responsabilidad de Dios con respecto a su mundo, a la humanidad entera. Nos enseña a mirar al mundo, a los demás y a nosotros mismos con los ojos de Dios.

 

Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Esta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos.

 

Los Movimientos eclesiales quieren y deben ser escuelas de libertad, de esta libertad verdadera. Allí queremos aprender esta verdadera libertad, no la de los esclavos, que busca quedarse con una parte del pastel de todos, aunque luego el otro no tenga. Nosotros deseamos la libertad verdadera y grande, la de los herederos, la libertad de los hijos de Dios. En este mundo, tan lleno de libertades ficticias que destruyen el ambiente y al hombre, con la fuerza del Espíritu Santo queremos aprender juntos la libertad verdadera; construir escuelas de libertad; demostrar a los demás, con la vida, que somos libres y que es muy hermoso ser realmente libres con la verdadera libertad de los hijos de Dios.

 

El Espíritu Santo, al dar vida y libertad, da también unidad. Son tres dones inseparables entre sí. Ya he hablado demasiado tiempo; pero permitidme decir aún unas palabras sobre la unidad. Para comprenderla puede ser útil una frase que, en un primer momento, parece más bien alejarnos de ella. A Nicodemo que, buscando la verdad, va de noche con sus preguntas, Jesús le dice:  "El Espíritu sopla donde quiere" (Jn 3, 8). Pero la voluntad del Espíritu no es arbitraria. Es la voluntad de la verdad y del bien. Por eso no sopla por cualquier parte, girando una vez por acá y otra vez por allá; su soplo no nos dispersa, sino que nos reúne, porque la verdad une y el amor une.

 

El Espíritu Santo es el Espíritu de Jesucristo, el Espíritu que une al Padre y al Hijo en el Amor que en el único Dios da y acoge. Él nos une de tal manera, que san Pablo pudo decir en cierta ocasión:  "Todos vosotros sois uno en Cristo Jesús" (Ga 3, 28). El Espíritu Santo, con su soplo, nos impulsa hacia Cristo. El Espíritu Santo actúa corporalmente, no sólo obra subjetivamente, "espiritualmente". A los discípulos que lo consideraban sólo un "espíritu", Cristo resucitado les dijo:  "Mirad mis manos y mis pies; soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu —un fantasma— no tiene carne y huesos como veis que yo tengo" (Lc 24, 39). Esto vale para Cristo resucitado en cualquier época de la historia.

 

Cristo resucitado no es un fantasma; no es sólo un espíritu, no es sólo un pensamiento, no es sólo una idea. Sigue siendo el Encarnado. Resucitó el que asumió nuestra carne, y sigue siempre edificando su Cuerpo, haciendo de nosotros su Cuerpo. El Espíritu sopla donde quiere, y su voluntad es la unidad hecha cuerpo, la unidad que encuentra el mundo y lo transforma.

 

En la carta a los Efesios, san Pablo nos dice que este Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, tiene junturas (cf. Ef 4, 16) y también las nombra:  son los apóstoles, los profetas, los evangelistas, los pastores y los maestros (cf. Ef 4, 12). El Espíritu es multiforme en sus dones, como lo vemos aquí.

Si repasamos la historia, si contemplamos esta asamblea reunida en la plaza de San Pedro, nos damos cuenta de que él suscita siempre nuevos dones. Vemos cuán diversos son los órganos que crea y cómo él actúa corporalmente siempre de nuevo. Pero en él la multiplicidad y la unidad van juntas. Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas. Y ¡con cuánta multiformidad y corporeidad lo hace!

 

Y también es precisamente aquí donde la multiformidad y la unidad son inseparables entre sí. Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único cuerpo, en la unión con los órdenes duraderos —las junturas— de la Iglesia, con los sucesores de los Apóstoles y con el Sucesor de san Pedro. No nos evita el esfuerzo de aprender el modo de relacionarnos mutuamente; pero nos demuestra también que él actúa con miras al único cuerpo y a la unidad del único cuerpo. Sólo así precisamente la unidad logra su fuerza y su belleza.

 

Participad en la edificación del único cuerpo. Los pastores estarán atentos a no apagar el Espíritu (cf. 1 Ts 5, 19) y vosotros aportaréis vuestros dones a la comunidad entera. Una vez más:  el Espíritu Santo sopla donde quiere, pero su voluntad es la unidad. Él nos conduce a Cristo, a su Cuerpo. "De Cristo —nos dice san Pablo— todo el Cuerpo recibe trabazón y cohesión por medio de toda clase de junturas que llevan la nutrición según la actividad propia de cada una de las partes, realizando así el crecimiento del cuerpo para su edificación en el amor" (Ef 4, 16). 

 

El Espíritu Santo quiere la unidad, quiere la totalidad. Por eso, su presencia se demuestra finalmente también en el impulso misionero. Quien ha encontrado algo verdadero, hermoso y bueno en su vida —el único auténtico tesoro, la perla preciosa— corre a compartirlo por doquier, en la familia y en el trabajo, en todos los ámbitos de su existencia. Lo hace sin temor alguno, porque sabe que ha recibido la filiación adoptiva; sin ninguna presunción, porque todo es don; sin desalentarse, porque el Espíritu de Dios precede a su acción en el "corazón" de los hombres y como semilla en las culturas y religiones más diversas. Lo hace sin confines, porque es portador de una buena nueva destinada a todos los hombres, a todos los pueblos.

 

Queridos amigos, os pido que seáis, aún más, mucho más, colaboradores en el ministerio apostólico universal del Papa, abriendo las puertas a Cristo. Este es el mejor servicio de la Iglesia a los hombres y de modo muy especial a los pobres, para que la vida de la persona, un orden más justo en la sociedad y la convivencia pacífica entre las naciones, encuentren en Cristo la "piedra angular" sobre la cual construir la auténtica civilización, la civilización del amor. El Espíritu Santo da a los creyentes una visión superior del mundo, de la vida, de la historia y los hace custodios de la esperanza que no defrauda.

 

Así pues, oremos a Dios Padre, por nuestro Señor Jesucristo, en la gracia del Espíritu Santo, para que la celebración de la solemnidad de Pentecostés sea como fuego ardiente y viento impetuoso para la vida cristiana y para la misión de toda la Iglesia.

 

Pongo las intenciones de vuestros Movimientos y comunidades en el corazón de la santísima Virgen María, presente en el Cenáculo juntamente con los Apóstoles; que ella interceda para que se hagan realidad. Sobre todos vosotros invoco la efusión de los dones del Espíritu, a fin de que también en nuestro tiempo se realice la experiencia de un nuevo Pentecostés. Amén.

 

SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS 2006

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Plaza de San Pedro

Domingo 4 de junio de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

En el día de Pentecostés el Espíritu Santo descendió con fuerza sobre los Apóstoles; así comenzó la misión de la Iglesia en el mundo. Jesús mismo había preparado a los Once para esta misión al aparecérseles en varias ocasiones después de la resurrección (cf. Hch 1, 3). Antes de la ascensión al cielo, "les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que  aguardasen  la Promesa del Padre" (cf. Hch 1, 4-5); es decir, les pidió que  permanecieran juntos para prepararse a recibir  el  don  del  Espíritu Santo. Y ellos se reunieron en oración con María  en  el Cenáculo, en espera de ese acontecimiento prometido (cf. Hch 1, 14).

 

Permanecer juntos fue la condición que puso Jesús para acoger el don del Espíritu Santo; presupuesto de su concordia fue una oración prolongada. Así nos da una magnífica lección para toda comunidad cristiana. A veces se piensa que la eficacia misionera depende principalmente de una esmerada programación y de su sucesiva aplicación inteligente mediante un compromiso concreto. Ciertamente, el Señor pide nuestra colaboración, pero antes de cualquier respuesta nuestra se necesita su iniciativa:  su Espíritu es el verdadero protagonista de la Iglesia. Las raíces de nuestro ser y de nuestro obrar están en el silencio sabio y providente de Dios.

 

Las imágenes que utiliza san Lucas para indicar la irrupción del Espíritu Santo —el viento y el fuego— aluden al Sinaí, donde Dios se había revelado al pueblo de Israel y le había concedido su alianza (cf. Ex 19, 3 ss). La fiesta del Sinaí, que Israel celebraba cincuenta días después de la Pascua, era la fiesta del Pacto. Al hablar de lenguas de fuego (cf. Hch 2, 3), san Lucas quiere presentar Pentecostés como un nuevo Sinaí, como la fiesta del nuevo Pacto, en el que la alianza con Israel se extiende a todos los pueblos de la tierra. La Iglesia es católica y misionera desde su nacimiento. La universalidad de la salvación se pone significativamente de relieve mediante la lista de las numerosas etnias a las que pertenecen quienes escuchan el primer anuncio de los Apóstoles (cf. Hch 2, 9-11).

 

El pueblo de Dios, que había encontrado en el Sinaí su primera configuración, se amplía hoy hasta superar toda frontera de raza, cultura, espacio y tiempo. A diferencia de lo que sucedió con la torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9), cuando los hombres, que querían construir con sus manos un camino hacia el cielo, habían acabado por destruir su misma capacidad de comprenderse recíprocamente, en Pentecostés el Espíritu, con el don de las lenguas, muestra que su presencia une y transforma la confusión en comunión. El orgullo y el egoísmo del hombre siempre crean divisiones, levantan muros de indiferencia, de odio y de violencia. El Espíritu Santo, por el contrario, capacita a los corazones para comprender las lenguas de todos, porque reconstruye el puente de la auténtica comunicación entre la tierra y el cielo. El Espíritu Santo es el Amor.

 

Pero, ¿cómo entrar en el misterio del Espíritu Santo? ¿Cómo comprender el secreto del Amor? El pasaje evangélico de hoy nos lleva al Cenáculo donde, terminada la última Cena, los Apóstoles se sienten tristes y desconcertados. El motivo es que las palabras de Jesús suscitan interrogantes inquietantes:  habla del odio del mundo hacia él y hacia los suyos, habla de su misteriosa partida y queda todavía mucho por decir, pero por el momento los Apóstoles no pueden soportar esa carga (cf. Jn 16, 12). Para consolarlos les explica el significado de su partida:  se irá, pero volverá; mientras tanto no los abandonará, no los dejará huérfanos. Enviará al Consolador, al Espíritu del Padre, y será el Espíritu quien les dará a conocer que la obra de Cristo es obra de amor:  amor de él que se ha entregado y amor del Padre que lo ha dado.

 

Este es el misterio de Pentecostés:  el Espíritu Santo ilumina el corazón humano y, al revelar a Cristo crucificado y resucitado, indica el camino para llegar a ser más semejantes a él, o sea, ser "expresión e instrumento del amor que proviene de él" (Deus caritas est, 33). Reunida con María, como en su nacimiento, la Iglesia hoy implora:  "Veni, Sancte Spiritus!", "¡Ven, Espíritu Santo!

Llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor". Amén.

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

DURANTE LA CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI

 

Basílica de San Juan de Letrán

Jueves 15 de junio de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

En la víspera de su Pasión, durante la Cena pascual, el Señor tomó el pan en sus manos —como acabamos de escuchar en el Evangelio— y, después de pronunciar la bendición, lo partió y se lo dio diciendo:  "Tomad, este es mi cuerpo". Después tomó el cáliz, dio gracias, se lo dio y todos bebieron de él. Y dijo:  "Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos" (Mc 14, 22-24). Toda la historia de Dios con los hombres se resume en estas palabras. No sólo recuerdan e interpretan el pasado, sino que también anticipan el futuro, la venida del reino de Dios al mundo. Jesús no sólo pronuncia palabras. Lo que dice es un acontecimiento, el acontecimiento central de la historia del mundo y de nuestra vida personal.

 

Estas palabras son inagotables. En este momento quisiera meditar con vosotros sólo en un aspecto. Jesús, como signo de su presencia, escogió pan y vino. Con cada uno de estos dos signos se entrega totalmente, no sólo una parte de sí mismo. El Resucitado no está dividido. Él es una persona que, a través de los signos, se acerca y se une a nosotros.

 

Ahora bien, cada uno de los signos representa, a su modo, un aspecto particular de su misterio y, con su manera típica de manifestarse, nos quieren hablar para que aprendamos a comprender algo más del misterio de Jesucristo. Durante la procesión y en la adoración, contemplamos la Hostia consagrada, la forma más simple de pan y de alimento, hecho sólo con un poco de harina y agua.

Así se ofrece como el alimento de los pobres, a los que el Señor destinó en primer lugar su cercanía.

 

La oración con la que la Iglesia, durante la liturgia de la misa, entrega este pan al Señor lo presenta como fruto de la tierra y del trabajo del hombre. En él queda recogido el esfuerzo humano, el trabajo cotidiano de quien cultiva la tierra, de quien siembra, cosecha y finalmente prepara el pan. Sin embargo, el pan no es sólo producto nuestro, algo hecho por nosotros; es fruto de la tierra y, por tanto, también don, pues el hecho de que la tierra dé fruto no es mérito nuestro; sólo el Creador podía darle la fertilidad.

 

Ahora podemos también ampliar un poco más esta oración de la Iglesia, diciendo:  el pan es fruto de la tierra y a la vez del cielo. Presupone la sinergia de las fuerzas de la tierra y de los dones de lo alto, es decir, del sol y de la lluvia. Tampoco podemos producir nosotros el agua, que necesitamos para preparar el pan. En un período en el que se habla de la desertización y en el que se sigue denunciando el peligro de que los hombres y los animales mueran de sed en las regiones que carecen de agua, somos cada vez más conscientes de la grandeza del don del agua y de que no podemos proporcionárnoslo por nosotros mismos.

 

Entonces, al contemplar más de cerca este pequeño trozo de Hostia blanca, este pan de los pobres, se nos presenta como una síntesis de la creación. Concurren el cielo y la tierra, así como la actividad y el espíritu del hombre. La sinergia de las fuerzas que hace posible en nuestro pobre planeta el misterio de la vida y la existencia del hombre nos sale al paso en toda su maravillosa grandeza. De este modo, comenzamos a comprender por qué el Señor escoge este trozo de pan como su signo. La creación con todos sus dones aspira, más allá de sí misma, hacia algo todavía más grande. Más allá de la síntesis de las propias fuerzas, y más allá de la síntesis de la naturaleza y el espíritu que en cierto modo experimentamos en ese trozo de pan, la creación está orientada hacia la divinización, hacia las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo.

 

Pero todavía no hemos explicado plenamente el mensaje de este signo del pan. El Señor hizo referencia a su misterio más profundo en el domingo de Ramos, cuando le presentaron la petición de unos griegos que querían encontrarse con él. En su respuesta a esa pregunta, se encuentra la frase:  "En verdad, en verdad os digo:  si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto" (Jn 12, 24). El pan, hecho de granos  molidos,  encierra el misterio de la Pasión. La harina, el grano molido, implica que el grano ha muerto y resucitado. Al ser molido y cocido manifiesta  una  vez más el misterio mismo de  la Pasión. Sólo a través de la muerte llega la resurrección, el fruto y la nueva vida.

 

Las culturas del Mediterráneo, en los siglos anteriores a Cristo, habían intuido profundamente este misterio. Basándose en la experiencia de este morir y resucitar, concibieron mitos de divinidades que, muriendo y resucitando, daban nueva vida. El ciclo de la naturaleza les parecía como una promesa divina en medio de las tinieblas del sufrimiento y de la muerte que se nos imponen. En estos mitos, el alma de los hombres, en cierto modo, se orientaba hacia el Dios que se hizo hombre, se humilló hasta la muerte en la cruz y así abrió para todos nosotros la puerta de la vida.

 

En el pan y en su devenir los hombres descubrieron una especie de expectativa de la naturaleza, una especie de promesa de la naturaleza de que tendría que existir un Dios que muere y así nos lleva a la vida. Lo que en los mitos era una expectativa y lo que el mismo grano esconde como signo de la esperanza de la creación, ha sucedido realmente en Cristo. A través de su sufrimiento y de su muerte voluntaria, se convirtió en pan para todos nosotros y, de este modo, en esperanza viva y creíble:  nos acompaña en todos nuestros sufrimientos hasta la muerte. Los caminos que recorre con nosotros, y a través de los cuales nos conduce a la vida, son caminos de esperanza.

 

Cuando, en adoración, contemplamos la Hostia consagrada, nos habla el signo de la creación. Entonces reconocemos la grandeza de su don; pero reconocemos también la pasión, la cruz de Jesús y su resurrección. Mediante esta contemplación en adoración, él nos atrae hacia sí, nos hace penetrar en su misterio, por medio del cual quiere transformarnos, como transformó la Hostia.

 

La Iglesia primitiva también encontró en el pan otro simbolismo. La "Doctrina de los Doce Apóstoles", un libro escrito en torno al año 100, refiere en sus oraciones la afirmación:  "Como este fragmento de pan estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino" (IX, 4:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 86). El pan, hecho de muchos granos de trigo,  encierra también un acontecimiento de unión:  el proceso por el cual muchos granos molidos se convierten en pan es un proceso de unificación. Como nos dice san Pablo (cf. 1 Co 10, 17), nosotros mismos, que somos muchos, debemos llegar a ser un solo pan, un solo cuerpo. Así, el signo del pan se convierte a la vez en esperanza y tarea.

 

De modo semejante nos habla también el signo del vino. Ahora bien, mientras el pan hace referencia a la vida diaria, a la sencillez y a la peregrinación, el vino expresa la exquisitez de la creación:  la fiesta de alegría que Dios quiere ofrecernos al final de los tiempos y que ya ahora anticipa una vez más como indicio mediante este signo. Pero el vino habla también de la Pasión:  la vid debe podarse muchas veces para que sea purificada; la uva tiene que madurar con el sol y la lluvia, y tiene que ser pisada:  sólo a través de esta  pasión  se  produce  un vino de calidad.

 

En la fiesta del Corpus Christi contemplamos sobre todo el signo del pan. Nos recuerda también la peregrinación de Israel durante los cuarenta años en el desierto. La Hostia es nuestro maná; con él el Señor nos alimenta; es verdaderamente el pan del cielo, con el que él se entrega a sí mismo. En la procesión, seguimos este signo y así lo seguimos a él mismo. Y le pedimos:  Guíanos por los caminos de nuestra historia. Sigue mostrando a la Iglesia y a sus pastores el camino recto. Mira a la humanidad que sufre, que vaga insegura entre tantos interrogantes. Mira el hambre física y psíquica que la atormenta. Da a los hombres el pan para el cuerpo y para el alma. Dales trabajo. Dales luz.

Dales a ti mismo. Purifícanos y santifícanos a todos. Haznos comprender que nuestra vida sólo puede madurar y alcanzar su auténtica realización mediante la participación en tu pasión, mediante el "sí" a la cruz, a la renuncia, a las purificaciones que tú nos impones. Reúnenos desde todos los confines de la tierra. Une a tu Iglesia; une a la humanidad herida. Danos tu salvación. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

EN LA SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO

 

Basílica Vaticana

Jueves 29 de junio de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

 

"Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia" (Mt 16, 18). ¿Qué es lo que dice propiamente el Señor a Pedro con estas palabras? ¿Qué promesa le hace con ellas y qué tarea le encomienda? Y ¿qué nos dice a nosotros, al Obispo de Roma, que ocupa la cátedra de Pedro, y a la Iglesia de hoy?

 

Si queremos comprender el significado de las palabras de Jesús, debemos recordar que los evangelios nos relatan tres situaciones diversas en las que el Señor, cada vez de un modo particular, encomienda a Pedro la tarea que deberá realizar. Se trata siempre de la misma tarea, pero las diversas situaciones e imágenes que usa nos ilustran claramente qué es lo que quería y quiere el Señor.

 

En el evangelio de san Mateo, que acabamos de escuchar, Pedro confiesa su fe en Jesús, reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios. Por ello el Señor le encarga su tarea particular mediante tres imágenes:  la de la roca, que se convierte en cimiento o piedra angular, la de las llaves y la de atar y desatar. En este momento no quiero volver a interpretar estas tres imágenes que la Iglesia, a lo largo de los siglos, ha explicado siempre de nuevo; más bien, quisiera llamar la atención sobre el lugar geográfico y sobre el contexto cronológico de estas palabras.

 

La promesa tiene lugar junto a las fuentes del Jordán, en la frontera de Judea, en el confín con el mundo pagano. El momento de la promesa marca un viraje decisivo en el camino de Jesús:  ahora el Señor se encamina hacia Jerusalén y, por primera vez, dice a los discípulos que este camino hacia la ciudad santa es el camino que lleva a la cruz:  "Desde entonces comenzó Jesús a manifestar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día" (Mt 16, 21).

 

Ambas cosas van juntas y determinan el lugar interior del Primado, más aún, de la Iglesia en general:  el Señor está continuamente en camino hacia la cruz, hacia la humillación del siervo de Dios que sufre y muere, pero al mismo tiempo siempre está también en  camino  hacia  la amplitud del mundo, en la que él  nos precede como Resucitado, para que en el mundo resplandezca la luz de su palabra y la presencia de su amor; está en camino para que mediante él, Cristo crucificado y resucitado, llegue al mundo Dios mismo.

 

En este sentido, Pedro, en su primera Carta, asumiendo esos dos aspectos, se define "testigo de los sufrimientos de Cristo y partícipe de la gloria que está para manifestarse" (1 P 5, 1). Para la Iglesia el Viernes santo y la Pascua están siempre unidos; la Iglesia es siempre el grano de mostaza y el árbol en cuyas ramas anidan las aves del cielo. La Iglesia, y en ella Cristo, sufre también hoy.

En ella Cristo sigue siendo escarnecido  y golpeado siempre de nuevo; siempre de nuevo se sigue intentando arrojarlo fuera del mundo. Siempre de nuevo la pequeña barca de la Iglesia es sacudida por el viento de las ideologías, que con sus aguas penetran en ella y parecen condenarla a hundirse.

 

Sin embargo, precisamente en la Iglesia que sufre Cristo sale victorioso. A pesar de todo, la fe en él se fortalece siempre de nuevo. También hoy el Señor manda a las aguas y actúa como Señor de los elementos. Permanece en su barca, en la navecilla de la Iglesia. De igual modo, también en el ministerio de Pedro se manifiesta, por una parte, la debilidad propia del hombre, pero a la vez también la fuerza de Dios:  el Señor manifiesta su fuerza precisamente en la debilidad de los hombres, demostrando que él es quien construye su Iglesia mediante hombres débiles.

 

Veamos ahora el evangelio según san Lucas, que nos  narra  cómo el Señor, durante la última Cena, encomienda nuevamente una tarea especial a Pedro (cf. Lc 22, 31-33). Esta vez las palabras que Jesús dirige a Simón se encuentran inmediatamente después de la institución de la santísima Eucaristía. El Señor acaba de entregarse a los suyos, bajo las especies del pan y el vino. Podemos ver en la institución de la Eucaristía el auténtico acto de fundación de la Iglesia. A través  de  la  Eucaristía  el  Señor no sólo se entrega a sí mismo a los suyos, sino que también les da la realidad  de  una  nueva comunión entre sí que se prolonga a lo largo de los tiempos "hasta que vuelva" (cf. 1 Co 11, 26).

 

Mediante la Eucaristía los discípulos se transformaran en su casa viva que, a lo largo de la historia, crece como el nuevo templo vivo de Dios en este mundo. Así, Jesús, inmediatamente después de la institución del Sacramento, habla de lo que significa ser discípulos, el "ministerio", en la nueva comunidad:  dice que es un compromiso de servicio, del mismo modo que él está en medio de ellos como quien sirve.

 

Y entonces se dirige a Pedro. Dice que Satanás ha pedido cribar a los discípulos como trigo. Esto alude al pasaje del libro de Job, en el que Satanás pide a Dios permiso para golpear a Job. De esta forma, el diablo, el calumniador de Dios y de los hombres, quiere probar que no existe una religiosidad auténtica, sino que en el hombre todo mira siempre y sólo a la utilidad.

 

En el caso de Job Dios concede a Satanás la libertad que había solicitado, precisamente para poder defender de este modo a su criatura, el hombre, y a sí mismo. Lo mismo sucede con los discípulos de Jesús, en todos los tiempos. Dios da a Satanás cierta libertad. A nosotros muchas veces nos parece que Dios deja demasiada libertad a Satanás; que le concede la facultad de golpearnos de un modo demasiado terrible; y que esto supera nuestras fuerzas y nos oprime demasiado. Siempre de nuevo gritaremos a Dios:  ¡Mira la miseria de tus discípulos! ¡Protégenos! Por eso Jesús añade:  "Yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca" (Lc 22, 32).

 

La oración de Jesús es el límite puesto al poder del maligno. La oración de Jesús es la protección de la Iglesia. Podemos recurrir a esta protección, acogernos a ella y estar seguros de ella. Pero, como dice el evangelio, Jesús ora de un modo particular por Pedro:  "para que tu fe no desfallezca". Esta oración de Jesús es a la vez promesa y tarea. La oración de Jesús salvaguarda la fe de Pedro, la fe que confesó en Cesarea de Filipo:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo" (Mt 16, 16).

 

La tarea de Pedro consiste precisamente en no dejar que esa fe enmudezca nunca, en fortalecerla siempre de nuevo, ante la cruz y ante todas las contradicciones del mundo, hasta que el Señor vuelva. Por eso el Señor no ruega sólo por la fe personal de Pedro, sino también por su fe como servicio a los demás. Y esto es exactamente lo que quiere decir con las palabras:  "Y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos" (Lc 22, 32).

 

"Tú, una vez convertido":  estas palabras constituyen a la vez una profecía y una promesa. Profetizan la debilidad de Simón que, ante una sierva y un siervo, negará conocer a Jesús. A través de esta caída, Pedro, y con él la Iglesia de todos los tiempos, debe aprender que la propia fuerza no basta por sí misma para edificar y guiar a la Iglesia del Señor. Nadie puede lograrlo con sus solas fuerzas.

 

Aunque Pedro parece capaz y valiente, fracasa ya en el primer momento de la prueba. "Tú, una vez convertido". El Señor le predice su caída, pero le promete también la conversión:  "el Señor se volvió y miró a Pedro…" (Lc 22, 61). La mirada de Jesús obra la transformación y es la salvación de Pedro. Él, "saliendo, rompió a llorar amargamente" (Lc 22, 62).

 

Queremos implorar siempre de nuevo esta mirada salvadora de Jesús:  por todos los que desempeñan una responsabilidad en la Iglesia; por todos los que sufren las confusiones de este tiempo; por los grandes y los pequeños:  Señor, míranos siempre de nuevo y así levántanos de todas nuestras caídas y tómanos en tus manos amorosas.

 

El Señor encomienda a Pedro la tarea de confirmar a sus hermanos con la promesa de su oración. El encargo de Pedro se apoya en la oración de Jesús. Esto es lo que le da la seguridad de perseverar a través de todas las miserias humanas. Y el Señor le encomienda esta tarea en el contexto de la Cena, en conexión con el don de la santísima Eucaristía. En su realidad íntima, la Iglesia, fundada en el sacramento de la Eucaristía, es comunidad eucarística y así comunión en el Cuerpo del Señor. La tarea de Pedro consiste en presidir esta comunión universal, en mantenerla presente en el mundo como unidad también visible. Como dice san Ignacio de Antioquía, él, juntamente con toda la Iglesia de Roma, debe presidir la caridad, la comunidad  del amor que proviene de Cristo y que supera  siempre  de nuevo los límites de lo privado para llevar el amor de Cristo hasta los confines de la tierra.

 

La tercera referencia al Primado se encuentra en el evangelio de san Juan (Jn 21, 15-19). El Señor ha resucitado y, como Resucitado, encomienda a Pedro su rebaño. También aquí se compenetran mutuamente la cruz y la resurrección. Jesús predice a Pedro que su camino se dirigirá hacia la cruz. En esta basílica, erigida sobre la tumba de Pedro, una tumba de pobres, vemos que el Señor precisamente así, a través de la cruz, vence siempre. No ejerce su poder como suele hacerse en este mundo. Es el poder del bien, de la verdad y del amor, que es más fuerte que la muerte. Sí, como vemos, su promesa es verdadera:  los poderes de la muerte, las puertas del infierno no prevalecerán contra la Iglesia que él ha edificado sobre Pedro (cf. Mt 16, 18) y que él, precisamente de este modo, sigue edificando personalmente.

 

En esta solemnidad de los apóstoles san Pedro y san Pablo, me dirijo de modo especial a vosotros, queridos arzobispos metropolitanos, que habéis venido  de numerosos países del mundo para recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Os saludo cordialmente  a  vosotros y a las personas que os acompañan.

 

Saludo, asimismo, con particular alegría a la delegación del Patriarcado ecuménico presidida por su eminencia Ioannis Zizioulas, metropolita de Pérgamo, presidente de la Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre católicos y ortodoxos. Expreso mi agradecimiento al Patriarca Bartolomé I y al Santo Sínodo por este signo de fraternidad, que pone de manifiesto el deseo y el compromiso de progresar con más rapidez por el camino de la unidad plena que Cristo imploró para todos sus discípulos.

 

Compartimos el ardiente deseo expresado un día por el Patriarca Atenágoras y el Papa Pablo VI:  beber juntos del mismo cáliz y comer juntos el mismo Pan, que es el Señor mismo. En esta ocasión imploramos de nuevo que nos sea concedido pronto este don. Y damos gracias al Señor por encontrarnos unidos en la confesión que Pedro hizo en Cesarea de Filipo por todos los discípulos:  "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Esta confesión queremos llevarla juntos al mundo de hoy.

Que nos ayude el Señor a ser, precisamente en este momento de nuestra historia, auténticos testigos de sus sufrimientos y partícipes de la gloria que está para manifestarse (cf. 1 P 5, 1). Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO

DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A VALENCIA (ESPAÑA) CON MOTIVO

DEL V ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

 

SANTA MISA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Ciudad de las Artes y las Ciencias

Domingo 9 de julio de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

En esta santa misa que tengo la inmensa alegría de presidir, concelebrando con numerosos hermanos en el episcopado y con un gran número de sacerdotes, doy gracias al Señor por todas las amadas familias que os habéis congregado aquí formando una multitud jubilosa, y también por tantas otras que, desde lejanas tierras, seguís esta celebración a través de la radio y la televisión. A todos deseo saludaros y expresaros mi gran afecto con un abrazo de paz.

 

Los testimonios de Ester y Pablo, que hemos escuchado antes en las lecturas, muestran cómo la familia está llamada a colaborar en la transmisión de la fe. Ester confiesa:  "Mi padre me ha contado que tú, Señor, escogiste a Israel entre las naciones" (Est 14, 5). Pablo sigue la tradición de sus antepasados judíos dando culto a Dios con conciencia pura. Alaba la fe sincera de Timoteo y le recuerda "esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice, y que estoy seguro que tienes también tú" (2 Tm 1, 5). En estos testimonios bíblicos la familia comprende no sólo a padres e hijos, sino también a los abuelos y antepasados. La familia se nos muestra así como una comunidad de generaciones y garante de un patrimonio de tradiciones.

 

Ningún hombre se ha dado el ser a sí mismo ni ha adquirido por sí solo los conocimientos elementales para la vida. Todos hemos recibido de otros la vida y las verdades básicas para la misma, y estamos llamados a alcanzar la perfección en relación y comunión amorosa con los demás. La familia, fundada en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer, expresa esta dimensión relacional, filial y comunitaria, y es el ámbito donde el hombre puede nacer con dignidad, crecer y desarrollarse de un modo integral.

 

Cuando un niño nace, a través de la relación con sus padres empieza a formar parte de una tradición familiar, que tiene raíces aún más antiguas. Con el don de la vida recibe todo un patrimonio de experiencia. A este respecto, los padres tienen el derecho y el deber inalienable de transmitirlo a los hijos:  educarlos en el descubrimiento de su identidad, iniciarlos en la vida social, en el ejercicio responsable de su libertad moral y de su capacidad de amar a través de la experiencia de ser amados y, sobre todo, en el encuentro con Dios. Los hijos crecen y maduran humanamente en la medida en que acogen con confianza ese patrimonio y esa educación que van asumiendo progresivamente. De este modo son capaces de elaborar una síntesis personal entre lo recibido y lo nuevo, y que cada uno y cada generación está llamado a realizar.

 

En el origen de todo hombre y, por tanto, en toda paternidad y maternidad humana está presente Dios Creador. Por eso los esposos deben acoger al niño que les nace como hijo no sólo suyo, sino también de Dios, que lo ama por sí mismo y lo llama a la filiación divina. Más aún:  toda generación, toda paternidad y maternidad, toda familia tiene su principio en Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

 

A Ester su padre le había transmitido, con la memoria de sus antepasados y de su pueblo, la de un Dios del que todos proceden y al que todos están llamados a responder. La memoria de Dios Padre que ha elegido a su pueblo y que actúa en la historia para nuestra salvación. La memoria de este Padre ilumina la identidad más profunda de los hombres:  de dónde venimos, quiénes somos y cuán grande es nuestra dignidad. Venimos ciertamente de nuestros padres y somos sus hijos, pero también venimos de Dios, que nos ha creado a su imagen y nos ha llamado a ser sus hijos. Por eso, en el origen de todo ser humano no existe el azar o la casualidad, sino un proyecto del amor de Dios. Es lo que nos ha revelado Jesucristo, verdadero Hijo de Dios y hombre perfecto. Él conocía de quién venía y de quién venimos todos:  del amor de su Padre y Padre nuestro.

 

La fe no es, pues, una mera herencia cultural, sino una acción continua de la gracia de Dios que llama y de la libertad humana que puede o no adherirse a esa llamada. Aunque nadie responde por otro, sin embargo los padres cristianos están llamados a dar un testimonio creíble de su fe y esperanza cristiana. Han de procurar que la llamada de Dios y la buena nueva de Cristo lleguen a sus hijos con la mayor claridad y autenticidad.

 

Con el pasar de los años, este don de Dios que los padres han contribuido a poner ante los ojos de los pequeños necesitará también ser cultivado con sabiduría y dulzura, haciendo crecer en ellos la capacidad de discernimiento. De este modo, con el testimonio constante del amor conyugal de los padres, vivido e impregnado de la fe, y con el acompañamiento entrañable de la comunidad cristiana, se favorecerá que los hijos hagan suyo el don mismo de la fe, descubran con ella el sentido profundo de la propia existencia y se sientan gozosos y agradecidos por ello.

 

La familia cristiana transmite la fe cuando los padres enseñan a sus hijos a rezar y rezan con ellos (cf. Familiaris consortio, 60); cuando los acercan a los sacramentos y los van introduciendo en la vida de la Iglesia; cuando todos se reúnen para leer la Biblia, iluminando la vida familiar a la luz de la fe y alabando a Dios como Padre.

 

En la cultura actual se exalta muy a menudo la libertad del individuo concebido como sujeto autónomo, como si se hiciera él sólo y se bastara a sí mismo, al margen de su relación con los demás y ajeno a su responsabilidad ante ellos. Se intenta organizar la vida social sólo a partir de deseos subjetivos y mudables, sin referencia alguna a una verdad objetiva previa como son la dignidad de cada ser humano y sus deberes y derechos inalienables a cuyo servicio debe ponerse todo grupo social.

 

La Iglesia no cesa de recordar que la verdadera libertad del ser humano proviene de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por ello, la educación cristiana es educación de la libertad y para la libertad. "Nosotros hacemos el bien no como esclavos, que no son libres de obrar de otra manera, sino que lo hacemos porque tenemos personalmente la responsabilidad con respecto al mundo; porque amamos la verdad y el bien, porque amamos a Dios mismo y, por tanto, también a sus criaturas. Ésta es la libertad verdadera, a la que el Espíritu Santo quiere llevarnos" (Homilía en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de junio de 2006, p. 6).

 

Jesucristo es el hombre perfecto, ejemplo de libertad filial, que nos enseña a comunicar a los demás su mismo amor:  "Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (Jn 15, 9). A este respecto enseña el concilio Vaticano II que "los esposos y padres cristianos, siguiendo su propio camino, deben apoyarse mutuamente en la gracia, con un amor fiel a lo largo de toda su vida, y educar en la enseñanza cristiana y en los valores evangélicos a sus hijos, recibidos amorosamente de Dios. De esta manera ofrecen a todos el ejemplo de un amor incansable y generoso, construyen la fraternidad de amor y son testigos y colaboradores de la fecundidad de la Madre Iglesia como símbolo y participación de aquel amor con el que Cristo amó a su esposa y se entregó por ella" (Lumen gentium, 41).

 

La alegría amorosa con la que nuestros padres nos acogieron y acompañaron en los primeros pasos en este mundo es como un signo y prolongación sacramental del amor benevolente de Dios del que procedemos. La experiencia de ser acogidos y amados por Dios y por nuestros padres es la base firme que favorece siempre el crecimiento y desarrollo auténtico del hombre, que tanto nos ayuda a madurar en el camino hacia la verdad y el amor, y a salir de nosotros mismos para entrar en comunión con los demás y con Dios.

 

Para avanzar en ese camino de madurez humana, la Iglesia nos enseña a respetar y promover la maravillosa realidad del matrimonio indisoluble entre un hombre y una  mujer, que es, además, el origen de la familia. Por eso, reconocer y ayudar a esta institución es uno de los mayores servicios que se pueden prestar hoy día al bien común y al verdadero desarrollo de los hombres y de las sociedades, así como la mejor garantía para asegurar la dignidad, la igualdad y la verdadera libertad de la persona humana.

 

En este sentido, quiero destacar la importancia y el papel positivo que a favor del matrimonio y de la familia realizan las distintas asociaciones familiares eclesiales. Por eso, "deseo invitar a todos los cristianos a colaborar, cordial y valientemente con todos los hombres de buena voluntad, que viven su responsabilidad al servicio de la familia" (Familiaris consortio, 86), para que uniendo sus fuerzas y con una legítima pluralidad de iniciativas contribuyan a la promoción del verdadero bien de la familia en la sociedad actual.

 

Volvamos por un momento a la primera lectura de esta misa, tomada del libro de Ester. La Iglesia orante ha visto en esta humilde reina, que intercede con todo su ser por su pueblo que sufre, una prefiguración de María, que su Hijo nos ha dado a todos nosotros como Madre; una prefiguración de la Madre, que protege con su amor a la familia de Dios que peregrina en este mundo. María es la imagen ejemplar de todas las madres, de su gran misión como guardianas de la vida, de su misión de enseñar el arte de vivir, el arte de amar.

 

La familia cristiana —padre, madre e hijos— está llamada, pues, a cumplir los objetivos señalados no como algo impuesto desde fuera, sino como un don de la gracia del sacramento del matrimonio infundida en los esposos. Si estos permanecen abiertos al Espíritu y piden su ayuda, él no dejará de comunicarles el amor de Dios Padre manifestado y encarnado en Cristo. La presencia del Espíritu ayudará a los esposos a no perder de vista la fuente y medida de su amor y entrega, y a colaborar con él para reflejarlo y encarnarlo en todas las dimensiones de su vida. El Espíritu suscitará asimismo en ellos el anhelo del encuentro definitivo con Cristo en la casa de su Padre y Padre nuestro. Este es el mensaje de esperanza que desde Valencia quiero lanzar a todas las familias del mundo. Amén.

 

 

SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA ASUNCIÓN

DE LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Parroquia Pontificia de Santo Tomás de Villanueva, Castelgandolfo

Martes 15 de agosto de 2006

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas:

 

En el Magníficat, el gran canto de la Virgen que acabamos de escuchar en el evangelio, encontramos unas palabras sorprendentes. María dice: "Desde ahora me felicitarán todas las generaciones". La Madre del Señor profetiza las alabanzas marianas de la Iglesia para todo el futuro, la devoción mariana del pueblo de Dios hasta el fin de los tiempos. Al alabar a María, la Iglesia no ha inventado algo "ajeno" a la Escritura: ha respondido a esta profecía hecha por María en aquella hora de gracia.

 

Y estas palabras de María no eran sólo palabras personales, tal vez arbitrarias. Como dice san Lucas, Isabel había exclamado, llena de Espíritu Santo: "Dichosa la que ha creído". Y María, también llena de Espíritu Santo, continúa y completa lo que dijo Isabel, afirmando: "Me felicitarán todas las generaciones". Es una auténtica profecía, inspirada por el Espíritu Santo, y la Iglesia, al venerar a María, responde a un mandato del Espíritu Santo, cumple un deber.

 

Nosotros no alabamos suficientemente a Dios si no alabamos a sus santos, sobre todo a la "Santa" que se convirtió en su morada en la tierra, María. La luz sencilla y multiforme de Dios sólo se nos manifiesta en su variedad y riqueza en el rostro de los santos, que son el verdadero espejo de su luz. Y precisamente viendo el rostro de María podemos ver mejor que de otras maneras la belleza de Dios, su bondad, su misericordia. En este rostro podemos percibir realmente la luz divina.

 

"Me felicitarán todas las generaciones". Nosotros podemos alabar a María, venerar a María, porque es "feliz", feliz para siempre. Y este es el contenido de esta fiesta. Feliz porque está unida a Dios, porque vive con Dios y en Dios. El Señor, en la víspera de su Pasión, al despedirse de los suyos, dijo: "Voy a prepararos una morada en la gran casa del Padre. Porque en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (cf. Jn 14, 2). María, al decir: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra", preparó aquí en la tierra la morada para Dios; con cuerpo y alma se transformó en su morada, y así abrió la tierra al cielo.

 

San Lucas, en el pasaje evangélico que acabamos de escuchar, nos da a entender de diversas maneras que María es la verdadera Arca de la alianza, que el misterio del templo —la morada de Dios aquí en la tierra— se realizó en María. En María Dios habita realmente, está presente aquí en la tierra. María se convierte en su tienda. Lo que desean todas las culturas, es decir, que Dios habite entre nosotros, se realiza aquí. San Agustín dice: "Antes de concebir al Señor en su cuerpo, ya lo había concebido en su alma". Había dado al Señor el espacio de su alma y así se convirtió realmente en el verdadero Templo donde Dios se encarnó, donde Dios se hizo presente en esta tierra.

 

Así, al ser la morada de Dios en la tierra, ya está preparada en ella su morada eterna, ya está preparada esa morada para siempre. Y este es todo el contenido del dogma de la Asunción de María a la gloria del cielo en cuerpo y alma, expresado aquí en estas palabras. María es "feliz" porque se ha convertido —totalmente, con cuerpo y alma, y para siempre— en la morada del Señor. Si esto es verdad, María no sólo nos invita a la admiración, a la veneración; además, nos guía, nos señala el camino de la vida, nos muestra cómo podemos llegar a ser felices, a encontrar el camino de la felicidad.

 

Escuchemos una vez más las palabras de Isabel, que se completan en el Magníficat de María: "Dichosa la que ha creído". El acto primero y fundamental para transformarse en morada de Dios y encontrar así la felicidad definitiva es creer, es la fe en Dios, en el Dios que se manifestó en Jesucristo y que se nos revela en la palabra divina de la sagrada Escritura.

 

Creer no es añadir una opinión a otras. Y la convicción, la fe en que Dios existe, no es una información como otras. Muchas informaciones no nos importa si son verdaderas o falsas, pues no cambian nuestra vida. Pero, si Dios no existe, la vida es vacía, el futuro es vacío. En cambio, si Dios existe, todo cambia, la vida es luz, nuestro futuro es luz y tenemos una orientación para saber cómo vivir.

 

Por eso, creer constituye la orientación fundamental de nuestra vida. Creer, decir: "Sí, creo que tú eres Dios, creo que en el Hijo encarnado estás presente entre nosotros", orienta mi vida, me impulsa a adherirme a Dios, a unirme a Dios y a encontrar así el lugar donde vivir, y el modo como debo vivir. Y creer no es sólo una forma de pensamiento, una idea; como he dicho, es una acción, una forma de vivir. Creer quiere decir seguir la senda señalada por la palabra de Dios.

 

María, además de este acto fundamental de la fe, que es un acto existencial, una toma de posición para toda la vida, añade estas palabras: "Su misericordia llega a todos los que le temen de generación en generación". Con toda la Escritura, habla del "temor de Dios". Tal vez conocemos poco esta palabra, o no nos gusta mucho. Pero el "temor de Dios" no es angustia, es algo muy diferente. Como hijos, no tenemos miedo del Padre, pero tenemos temor de Dios, la preocupación por no destruir el amor sobre el que está construida nuestra vida. Temor de Dios es el sentido de responsabilidad que debemos tener; responsabilidad por la porción del mundo que se nos ha encomendado en nuestra vida; responsabilidad de administrar bien esta parte del mundo y de la historia que somos nosotros, contribuyendo así a la auténtica edificación del mundo, a la victoria del bien y de la paz.

 

"Me felicitarán todas las generaciones": esto quiere decir que el futuro, el porvenir, pertenece a Dios, está en las manos de Dios, es decir, que Dios vence. Y no vence el dragón, tan fuerte, del que habla hoy la primera lectura: el dragón que es la representación de todas las fuerzas de la violencia del mundo. Parecen invencibles, pero María nos dice que no son invencibles. La Mujer, como nos muestran la primera lectura y el evangelio, es más fuerte porque Dios es más fuerte.

 

Ciertamente, en comparación con el dragón, tan armado, esta Mujer, que es María, que es la Iglesia, parece indefensa, vulnerable. Y realmente Dios es vulnerable en el mundo, porque es el Amor, y el amor es vulnerable. A pesar de ello, él tiene el futuro en la mano; vence el amor y no el odio; al final vence la paz.

 

Este es el gran consuelo que entraña el dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria del cielo. Damos gracias al Señor por este consuelo, pero también vemos que este consuelo nos compromete a estar del lado del bien, de la paz.

 

Oremos a María, la Reina de la paz, para que ayude a la victoria de la paz hoy: "Reina de la paz, ¡ruega por nosotros!". Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Explanada de la Nueva Feria de Munich

Domingo 10 de septiembre de 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Ante todo quisiera saludaros una vez más a todos con afecto:  como ya he dicho, me alegra poder encontrarme de nuevo entre vosotros y celebrar juntamente con vosotros la santa misa. Me alegra poder visitar una vez más los lugares que me son familiares y que han ejercido un influjo decisivo en mi vida, formando mi pensamiento y mis sentimientos, los lugares en los que aprendí a creer y a vivir. Es una ocasión para expresar mi gratitud a todas las personas —vivas y muertas— que me han guiado y acompañado. Doy gracias a Dios por esta hermosa patria y por las personas que me la han hecho patria.

 

Acabamos de escuchar las tres lecturas bíblicas que la liturgia de la Iglesia ha elegido para este domingo. Todas ellas desarrollan un tema doble, que en el fondo es un único tema, acentuando un aspecto u otro según las circunstancias. Las tres lecturas hablan de Dios como centro de la realidad y centro de nuestra vida personal. "Mirad a vuestro Dios", dice el profeta Isaías en la primera lectura (Is 35, 4). La carta de Santiago y el pasaje del Evangelio dicen a su modo lo mismo.

Quieren guiarnos hacia Dios, llevándonos por el camino recto de la vida.

 

Sin embargo, al tema de Dios va unido el tema social:  nuestra responsabilidad recíproca, nuestra responsabilidad para que reine la justicia y el amor en el mundo. Esto se expresa de modo dramático en la segunda lectura, en la que nos habla Santiago, un pariente cercano de Jesús. Se dirige a una comunidad en la que algunos comienzan a ser soberbios, porque en ella se encuentran también personas acomodadas y distinguidas, mientras existe el peligro de que disminuya la preocupación por el derecho de los pobres.

 

Santiago, en sus palabras, deja intuir la imagen de Jesús, del Dios que se hizo hombre y, a pesar de ser descendiente de David, es decir, de linaje real, se hizo un hombre como los demás; no se sentó en un trono, sino que al final murió en la pobreza extrema de la cruz. El amor al prójimo, que es en primer lugar preocupación por la justicia, es el metro para medir la fe y el amor a Dios. Santiago lo llama "ley regia" (St 2, 8), dejando vislumbrar la palabra preferida de Jesús:  la realeza de Dios, la soberanía de Dios.

 

Esto no indica un reino cualquiera, que llegará más tarde o más temprano; significa que Dios debe llegar a ser ahora la fuerza decisiva para nuestra vida y nuestro obrar. Esto es lo que pedimos cuando oramos:  "Venga a nosotros tu reino". No pedimos algo lejano, que en el fondo nosotros mismos ni siquiera deseamos experimentar. Por el contrario, pedimos que la voluntad de Dios determine ahora nuestra voluntad y así Dios reine en el mundo; pedimos, por consiguiente, que la justicia y el amor se transformen en las fuerzas decisivas en el orden del mundo.

 

Esa oración, como es natural, se dirige en primer lugar a Dios, pero también toca nuestro corazón. En el fondo, ¿lo deseamos de verdad? ¿Estamos orientando nuestra vida en esa dirección? A la "ley regia", la ley de la realeza de Dios, Santiago la llama también "ley de la libertad":  si todos pensamos y vivimos según Dios, entonces somos todos iguales, somos libres, y así nace la verdadera fraternidad. Isaías, en la primera lectura, al hablar de Dios —"Mirad a vuestro Dios"— habla al mismo tiempo de la salvación para los que sufren, y Santiago, hablando del orden social como expresión irrenunciable de nuestra fe, lógicamente también habla de Dios, del que somos hijos.

 

Pero ahora vamos a centrar nuestra atención en el evangelio, que narra la curación de un sordomudo por obra de Jesús. También aquí encontramos de nuevo dos aspectos del único tema. Jesús se dedica a los que sufren, a los marginados de la sociedad. Los cura y, abriéndoles así la posibilidad de vivir y decidir juntamente con los demás, los introduce en la igualdad y en la fraternidad.

 

Esto, como es obvio, nos atañe también a todos nosotros:  Jesús nos señala a todos la dirección de nuestro obrar, nos dice cómo debemos actuar. Sin embargo, todo el episodio presenta también otra dimensión, que los Padres de la Iglesia pusieron de relieve con insistencia y que también nos concierne de modo especial a nosotros hoy. Los Padres hablan de los hombres y para los hombres de su tiempo. Pero lo que dicen nos atañe de modo nuevo también a los hombres modernos.

 

No sólo existe la sordera física, que en gran medida aparta al hombre de la vida social. Existe un defecto de oído con respecto a Dios, y lo sufrimos especialmente en nuestro tiempo. Nosotros, simplemente, ya no logramos escucharlo; son demasiadas las frecuencias diversas que ocupan nuestros oídos. Lo que se dice de él nos parece pre-científico, ya no parece adecuado a nuestro tiempo. Con el defecto de oído, o incluso la sordera, con respecto a Dios, naturalmente perdemos también nuestra capacidad de hablar con él o a él. Sin embargo, de este modo nos falta una percepción decisiva. Nuestros sentidos interiores corren el peligro de atrofiarse. Al faltar esa percepción, queda limitado, de un modo drástico y peligroso, el radio de nuestra relación con la realidad en general. El horizonte de nuestra vida se reduce de modo preocupante.

 

El evangelio nos narra que Jesús metió sus dedos en los oídos del sordomudo, puso un poco de su saliva en la lengua del enfermo y dijo:  "Effetá", "Ábrete". El evangelista nos conservó la palabra aramea original que pronunció Jesús en esa ocasión, remontándonos así directamente a ese momento. Lo que allí se nos relata es algo excepcional y, sin embargo, no pertenece a un pasado lejano:  eso mismo lo realiza Jesús a menudo, de modo nuevo, también hoy.

 

En nuestro bautismo él realizó sobre nosotros ese gesto de tocar y dijo:  "Effetá", "Ábrete", para hacernos capaces de escuchar a Dios y para devolvernos la posibilidad de hablarle a él. Pero este acontecimiento, el sacramento del bautismo, no tiene nada de mágico. El bautismo abre un camino.

Nos introduce en la comunidad de los que son capaces de escuchar y de hablar; nos introduce en la comunión con Jesús mismo, el único que ha visto a Dios y que, por consiguiente, ha podido hablar de él (cf. Jn 1, 18):  mediante la fe, Jesús quiere compartir con nosotros su ver a Dios, su escuchar al Padre y hablar con él. El camino de los bautizados debe ser un proceso de desarrollo progresivo, en el que crecemos en la vida de comunión con Dios, adquiriendo así también una mirada diversa sobre el hombre y sobre la creación.

 

El evangelio nos invita a caer en la cuenta de que tenemos un defecto en nuestra capacidad de percepción, una carencia que al principio no reconocemos como tal, porque precisamente todo lo demás se nos impone con su urgencia y racionalidad; porque, aunque ya no tengamos oídos para escuchar a Dios ni ojos para verlo, aunque vivamos sin él, aparentemente todo se desarrolla de un modo normal. Pero, ¿es verdad que todo se desarrolla de un modo normal cuando Dios falta en nuestra vida y en nuestro mundo?

 

Antes de plantear más preguntas, quisiera referir algunas de mis experiencias en los encuentros con los obispos de todo el mundo. La Iglesia católica en Alemania es excelente en sus actividades sociales, en su disponibilidad a ayudar en todos los lugares donde existan necesidades. Durante sus visitas ad limina, los obispos, recientemente los de África, me hablan siempre con gratitud de la generosidad de los católicos alemanes y me piden que me haga intérprete de esta gratitud; y es lo que quisiera hacer ahora públicamente.

 

También los obispos de los países bálticos, que vinieron antes de las vacaciones, me explicaron que los católicos alemanes les han ayudado con gran generosidad para la reconstrucción  de  sus iglesias, muy deterioradas a causa de las décadas de dominio comunista. De vez  en cuando, sin embargo, algún obispo africano me decía:  "Si presento a Alemania proyectos sociales, encuentro inmediatamente las puertas abiertas. Pero si voy con un proyecto de evangelización, más bien encuentro reservas".

 

Como es obvio, algunos piensan que los proyectos sociales se han de promover con la máxima urgencia, mientras que las cosas que conciernen a Dios, o incluso la fe católica, son más bien particulares y menos prioritarias. Sin embargo, la experiencia de esos obispos es precisamente que la evangelización debe tener la precedencia; que es necesario hacer que se conozca, se ame y se crea en el Dios de Jesucristo; que hay que convertir los corazones, para que exista también progreso en el campo social, para que se inicie la reconciliación, para que se pueda combatir por ejemplo el sida afrontando de verdad sus causas profundas y curando a los enfermos con la debida atención y con amor.

 

La cuestión social y el Evangelio son realmente inseparables. Si damos a los hombres sólo conocimientos, habilidades, capacidades técnicas e instrumentos, les damos demasiado poco. En ese caso, sobrevienen pronto los mecanismos de la violencia, y prevalece la capacidad de destruir y matar, el afán de conseguir el poder, un poder que debería llevar más tarde o más temprano al establecimiento  del derecho, pero que en realidad nunca será capaz de lograrlo.

 

De este modo se aleja cada vez más la posibilidad de la reconciliación, del compromiso común en favor de la justicia y del amor. Entonces se pierden los criterios según los cuales la técnica se pone al servicio del derecho y del amor. Pero precisamente todo depende de estos criterios, que no son sólo teorías, sino que iluminan el corazón, haciendo así que la razón y la acción avancen por el camino recto.

 

Las poblaciones de África y de Asia ciertamente admiran las realizaciones técnicas de Occidente y nuestra ciencia, pero se asustan ante un tipo de razón que excluye totalmente a Dios de la visión del hombre, considerando que esta es la forma más sublime de la razón, la que conviene enseñar también a sus culturas. La verdadera amenaza para su identidad no la ven en la fe cristiana, sino en el desprecio de Dios y en el cinismo que considera la mofa de lo sagrado un derecho de la libertad y eleva la utilidad a criterio supremo para los futuros éxitos de la investigación.

 

Queridos amigos, este cinismo no es el tipo de tolerancia y apertura cultural que los pueblos esperan y que todos deseamos. La tolerancia que necesitamos con urgencia incluye el temor de Dios, el respeto de lo que es sagrado para el otro. Pero este respeto de lo que los demás consideran sagrado exige que nosotros mismos aprendamos de nuevo el temor de Dios. Este sentido de respeto sólo puede renovarse en el mundo occidental si crece de nuevo la fe en Dios, si Dios está de nuevo presente para nosotros y en nosotros.

 

Nuestra fe no la imponemos a nadie. Este tipo de proselitismo es contrario al cristianismo. La fe sólo puede desarrollarse en la libertad. Pero a la libertad de los hombres pedimos que se abra a Dios, que lo busque, que lo escuche. Nosotros, aquí reunidos, pedimos al Señor con todo nuestro corazón que pronuncie de nuevo su "Effetá", que cure nuestro defecto de oído con respecto a Dios, a su acción y a su palabra, y que nos haga capaces de ver y de escuchar. Le pedimos que nos ayude a volver a encontrar la palabra de la oración, a la que nos invita en la liturgia y cuya fórmula esencial nos enseñó en el padrenuestro.

 

El mundo necesita a Dios. Nosotros necesitamos a Dios. ¿Qué Dios necesitamos? En  la primera lectura, el profeta se dirige a un pueblo oprimido, diciendo:  "Llegará la venganza de Dios" (Is 35, 4). Nosotros podemos fácilmente intuir cómo se imaginaba la gente esa venganza. Pero el profeta mismo revela luego en qué consiste:  en la bondad de Dios, que vendrá a sanarlos. Y la explicación definitiva de las palabras del profeta la encontramos en Aquel que murió por nosotros en la cruz:  en Jesús, el Hijo de Dios encarnado, que aquí nos contempla con tanta insistencia. Su "venganza" es la cruz:  el "no" a la violencia, el "amor hasta el extremo".

 

Este es el Dios que necesitamos. No faltamos al respeto a las demás religiones y culturas, no faltamos al respeto a su fe, si confesamos en voz alta y sin medios términos a aquel Dios que opuso su sufrimiento a la violencia, que ante el mal y su poder eleva su misericordia como límite y superación. A él dirigimos nuestra súplica, para que esté en medio de nosotros y nos ayude a ser sus testigos creíbles. Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

CELEBRACIÓN DE LAS VÍSPERAS

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Catedral de Munich

Domingo 10 de septiembre de 2006

 

Queridos niños de primera Comunión;

queridos padres y educadores;

queridos hermanos y hermanas: 

 

La lectura que acabamos de escuchar es un pasaje del último libro de los escritos del Nuevo Testamento, el llamado Apocalipsis. Al vidente se le concede una mirada hacia lo alto, al cielo, y hacia adelante, al futuro. Pero precisamente así habla también de la tierra y del presente, de nuestra vida. En efecto, durante nuestra vida todos estamos en camino, avanzando hacia el futuro. Y queremos encontrar el camino recto:  descubrir la vida verdadera, no acabar en un callejón sin salida o en el desierto. No queremos vernos obligados a decir al final:  tomé un camino equivocado, mi vida ha sido un fracaso, me salió mal. Queremos gozar de la vida. Como dijo Jesús en cierta ocasión, queremos "tener vida en abundancia".

 

Pero escuchemos ahora al vidente del Apocalipsis. ¿Qué nos ha dicho en el pasaje que se acaba de leer? Habla de un mundo reconciliado, de un mundo en el que se encuentran reunidos con alegría hombres "de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas" (Ap 7, 9). Entonces nos preguntamos:  "¿Cómo puede suceder esto? ¿Cuál es el camino que lleva a esto?".

 

Pues bien, lo primero, lo más importante, es:  esas personas viven con Dios; como dice nuestra lectura, Dios ha extendido "su tienda sobre ellos" (Ap 7, 15). Entonces nos preguntamos:  "¿Cuál es esta "tienda de Dios"? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo podemos llegar a ella?". El vidente, tal vez, alude al primer capítulo del evangelio según san Juan, donde se lee:  "Y el Verbo se hizo carne y puso su tienda entre nosotros" (Jn 1, 14).

 

Dios no está lejos de nosotros, en algún lugar muy distante del universo, a donde nadie puede llegar. Él ha puesto su tienda entre nosotros:  en Jesús se ha hecho uno de nosotros, con carne y sangre como nosotros. Esta es su tienda. Y en la Ascensión no se fue a algún lugar lejos de nosotros. Su tienda, él mismo con su cuerpo, permanece entre nosotros como uno de nosotros.

Podemos hablarle de tú y dialogar con él. Él nos escucha y, si estamos atentos, percibiremos también que nos responde.

 

Repito:  en Jesús es Dios quien pone su tienda entre nosotros. Pero también pregunto de nuevo:  ¿Dónde acontece eso? A esta pregunta nuestra lectura da dos respuestas. Dice que los hombres reconciliados "han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Esto nos suena muy raro a nosotros. En el lenguaje cifrado del vidente eso constituye una alusión al bautismo. La referencia a "la sangre del Cordero" alude al amor de Jesús que él conservó hasta su muerte cruenta. Este amor divino y a la vez humano es el baño en el que nos sumerge en el bautismo, el baño con el que nos lava, dejándonos así tan limpios que somos aptos para Dios, que podemos vivir en su compañía.

 

Ahora bien, el acto del bautismo es sólo un inicio. Caminando con Jesús, en la fe y en la vida con él, su amor nos toca para purificarnos y hacernos luminosos. Hemos escuchado que en el baño del amor las vestiduras se han blanqueado. Según la idea del mundo antiguo, el blanco era el color de la luz. Las vestiduras blancas significan que en la fe nos transformamos en luz, abandonamos las tinieblas, la mentira, el engaño, el mal en general, y nos transformamos en personas luminosas, adecuadas para Dios. El vestido bautismal, como el de la primera Comunión que lleváis, nos lo recuerda, diciéndonos:  mediante la convivencia con Jesús y con la comunidad de los creyentes, con la Iglesia, tú mismo transfórmate en una persona luminosa, en una persona de verdad y bondad, una persona en la que se refleje el esplendor del bien, de la bondad de Dios mismo.

 

El vidente nos da, también con lenguaje cifrado, una segunda respuesta a la pregunta "¿Dónde encontramos a Jesús?". Dice que el Cordero guía a la muchedumbre de personas de toda cultura y nación a las fuentes de agua viva. Sin agua no hay vida. Lo sabían bien esas personas cuya patria confinaba con el desierto. Así el agua de las fuentes se convertía para ellas en el símbolo por excelencia de la vida.

 

El Cordero, es decir, Jesús guía a los hombres a las fuentes de la vida. De estas fuentes forma parte la sagrada Escritura, en la que Dios nos habla y nos enseña cómo debemos vivir. Pero a estas fuentes pertenece mucho más:  en verdad, la auténtica fuente es Jesús mismo, en el que Dios se nos da. Y esto lo hace sobre todo en la sagrada Comunión, en la que, por decirlo así, podemos beber directamente de la fuente de la vida:  viene a nosotros y se une a cada uno de nosotros.

 

Como podemos constatar, mediante la Eucaristía, el sacramento de la Comunión, se forma una comunidad que rebasa todos los confines y abraza todas las lenguas —lo vemos aquí:  están presentes obispos de todas las lenguas y de todas las partes del mundo—; mediante la comunión se forma la Iglesia universal, en la que Dios habla y vive con nosotros. De este modo debemos recibir la sagrada Comunión:  como encuentro con Jesús, con Dios mismo, que nos guía a las fuentes de la verdadera vida.

 

Queridos padres, quisiera exhortaros encarecidamente a ayudar a vuestros hijos a creer, a acompañarlos en su camino hacia la primera Comunión, un camino que sigue también después, a acompañarlos en su camino hacia Jesús y con Jesús. Os pido que vayáis con vuestros hijos a la iglesia para participar en la celebración eucarística del domingo. Veréis que no es perder el tiempo; al contrario, es lo que mantiene verdaderamente unida a la familia, dándole su centro. Si participáis juntos en la liturgia dominical, el domingo resulta más hermoso, toda la semana resulta más hermosa.

 

Y, por favor, rezad juntos también en casa:  a la mesa y antes de acostarse. La oración no sólo nos lleva hacia Dios; también nos lleva los unos a los otros. Es una fuerza de paz y de alegría. Si Dios está presente en ella y se experimenta su cercanía en la oración, la vida en la familia se hace más feliz y adquiere una dimensión mayor.

 

Queridos profesores de religión y queridos educadores, os pido de corazón que tengáis presente en la escuela la búsqueda de Dios, del Dios que en Jesucristo se nos hizo visible. Sé que en nuestro mundo pluralista es difícil afrontar en la escuela el discurso sobre la fe. Pero no basta que los niños y los jóvenes adquieran en la escuela únicamente conocimientos y habilidades técnicas, sin recibir los criterios que dan orientación y sentido a los conocimientos y a las habilidades. Estimulad a los alumnos a hacer preguntas no sólo sobre esto o aquello —aunque esto sea ciertamente bueno—, sino principalmente sobre "de dónde" viene y "a dónde" va nuestra vida. Ayudadles a darse cuenta de que todas las respuestas que no llegan a  Dios son demasiado cortas.

 

Queridos pastores de almas y todos vosotros que colaboráis en la parroquia, os pido que hagáis todo lo posible para que la parroquia sea una patria interior para la gente, una gran familia, en la que experimenten a la vez esta familia aún más amplia que es la Iglesia universal, aprendiendo mediante la liturgia, mediante la catequesis y mediante todas las manifestaciones de la vida parroquial, a caminar juntos por la senda de la vida verdadera.

 

Los tres lugares de formación —la familia, la escuela y la parroquia— van juntos y nos ayudan a encontrar el camino hacia las fuentes de la vida y, queridos niños, queridos padres, queridos educadores, todos deseamos de verdad "la vida en abundancia". Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Plaza del santuario mariano de Altötting

Lunes 11 de septiembre de 2006

 

 

Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;

queridos hermanos y hermanas: 

 

En la primera lectura, en el salmo responsorial y en el pasaje evangélico de hoy, se nos presenta tres veces y en forma siempre diferente a María, la Madre del Señor, como una mujer que ora. En el libro de los Hechos de los Apóstoles la encontramos en medio de la comunidad de los Apóstoles reunidos en el Cenáculo, invocando al Señor, que ascendió al Padre, para que cumpla su promesa:  "Seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días" (Hch 1, 5). María guía a la Iglesia naciente en la oración; es casi la Iglesia orante en persona. Y así, juntamente con la gran comunidad de los santos y como su centro, está también hoy ante Dios intercediendo por nosotros, pidiendo a su Hijo que envíe su Espíritu una vez más a la Iglesia y al mundo, y que renueve la faz de la tierra.

 

Hemos respondido a esta lectura cantando con María el gran himno de alabanza que ella entonó cuando Isabel la llamó bienaventurada a causa de su fe. Es una oración de acción de gracias, de alegría en Dios, de bendición por sus grandes hazañas. El tenor de este himno es claro desde sus primeras palabras:  "Proclama mi alma la grandeza del Señor". Proclamar la grandeza del Señor significa darle espacio en el mundo, en nuestra vida, permitirle entrar en nuestro tiempo y en nuestro obrar:  esta es la esencia más profunda de la verdadera oración. Donde  se proclama la grandeza de Dios, el hombre no queda empequeñecido:  allí también el hombre queda engrandecido y el mundo resulta luminoso.

 

Por último, en el pasaje evangélico, María pide a su Hijo un favor para unos amigos que pasan dificultades. A primera vista, esto puede parecer una conversación enteramente humana entre la Madre y su Hijo; y, en efecto, también es un diálogo lleno de profunda humanidad. Pero María no se dirige a Jesús simplemente como a un hombre, contando con su habilidad y disponibilidad a ayudar. Ella confía una necesidad humana a su poder, a un poder que supera la habilidad y la capacidad humanas.

 

En este diálogo con Jesús la vemos realmente como Madre que pide, que intercede. Conviene profundizar un poco en este pasaje del evangelio, para entender mejor a Jesús y a María, y también para aprender de María el modo correcto de orar. María propiamente no hace una petición a Jesús; simplemente le dice:  "No tienen vino" (Jn 2, 3). Las bodas en Tierra Santa se celebraban durante una semana entera; todo el pueblo participaba y, por consiguiente, se consumía mucho vino. Los esposos se encuentran en dificultades y María simplemente se lo dice a Jesús. No le pide nada en particular, y mucho menos, que Jesús utilice su poder, que realice un milagro produciendo vino. Simplemente informa a Jesús y le deja decidir lo que conviene hacer.

 

Así pues, en las sencillas palabras de la Madre de Jesús podemos apreciar dos cosas:  por una parte, su afectuosa solicitud por los hombres, la atención maternal que la lleva a percibir los problemas de los demás. Vemos su cordial bondad y su disponibilidad a ayudar. Esta es la Madre a la que tantas personas, desde hace muchas generaciones, han venido aquí a Altötting en peregrinación. A ella confiamos nuestras preocupaciones, nuestras necesidades y nuestras dificultades. Aquí aparece, por primera vez en la sagrada Escritura, la bondad y disponibilidad a ayudar de la Madre, en la que confiamos. Pero además de este primer aspecto, que a todos nos resulta muy familiar, hay otro, que podría pasarnos fácilmente desapercibido:  María lo deja todo al juicio de Dios. En Nazaret, entregó su voluntad, sumergiéndola en la de Dios:  "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Esta sigue siendo su actitud fundamental. Así nos enseña a rezar:  no querer afirmar ante Dios nuestra voluntad y nuestros deseos, por muy importantes o razonables que nos parezcan, sino presentárselos a él y dejar que él decida lo que quiera hacer. De María aprendemos la bondad y la disposición a ayudar, pero también la humildad y la generosidad para aceptar la voluntad de Dios, confiando en él, convencidos de que su respuesta, sea cual sea, será lo mejor para nosotros.

 

Podemos comprender muy bien la actitud y las palabras de María, pero nos resulta difícil entender la respuesta de Jesús. Para comenzar, no nos gusta la palabra con que se dirige a ella:  "Mujer".

¿Por qué no le dice "Madre"? En realidad, este título expresa el lugar que ocupa María en la historia de la salvación. Remite al futuro, a la hora de la crucifixión, cuando Jesús le dirá:  "Mujer, ahí tienes a tu hijo", "Hijo, ahí tienes a tu madre" (cf. Jn 19, 26-27). Por tanto, indica anticipadamente la hora en que él convertirá a la mujer, a su Madre, en Madre de todos sus discípulos. Por otra parte, ese título evoca el relato de la creación de Eva:  Adán, en medio de la creación, con toda su magnificencia, como ser humano se siente solo. Entonces Dios crea a Eva, y en ella Adán encuentra la compañera que buscaba y le da el nombre de "mujer". Así, en el evangelio según san Juan, María representa la mujer nueva, la mujer definitiva, la compañera del Redentor, nuestra Madre:  ese título, en apariencia poco afectuoso, expresa realmente la grandeza de su misión perenne.

 

Nos gusta menos aún lo que Jesús dice luego a María en Caná:  "¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora" (Jn 2, 4). Quisiéramos objetar:  ¡tienes mucho con ella! Fue ella quien te dio la carne y la sangre, tu cuerpo; y no sólo tu cuerpo:  con su "sí", que pronunció desde lo más hondo de su corazón, ella te engendró en su vientre; con amor maternal te dio la vida y te introdujo en la comunidad del pueblo de Israel.

 

Si así le hablamos a Jesús, ya vamos por buen camino para entender su respuesta. Porque todo esto debe hacernos recordar que en el contexto de la encarnación de  Jesús hay dos diálogos que van juntos y se funden, se hacen uno. Está ante todo el diálogo de María con el arcángel Gabriel, en el que ella dice:  "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1, 38). Pero existe un texto paralelo a este, podríamos decir un diálogo dentro de Dios, que se encuentra recogido en la carta a los Hebreos, cuando dice que las palabras del salmo 40 son como un diálogo entre el Padre y el Hijo, un diálogo con el que se inicia la Encarnación. El Hijo eterno dice al Padre:  "Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. (…) He aquí que vengo (…) para hacer, oh Dios, tu voluntad" (Hb 10, 5-7; cf. Sal 40, 6-8).

 

El "sí" del Hijo —"He aquí que vengo para hacer tu voluntad"— y el "sí" de María —"Hágase en mí según tu palabra"— se convierten en un único "sí". De esta manera el Verbo se hace carne en María. En este doble "sí" la obediencia del Hijo se hace cuerpo, María con su "sí" le da el cuerpo. "¿Qué tengo yo contigo, mujer?". La relación más profunda que tienen Jesús y María es este doble "sí", gracias a cuya coincidencia se realizó la encarnación. Con su respuesta nuestro Señor alude a este punto de su profundísima unidad. A él remite a su Madre. Ahí, en este común "sí" a la voluntad del Padre, se encuentra la solución. También nosotros debemos aprender a encaminarnos hacia este punto; ahí encontraremos la respuesta a nuestras preguntas.

 

Partiendo de ahí comprendemos ahora también la segunda frase de la respuesta de Jesús:  "Todavía no ha llegado mi hora". Jesús nunca actúa solamente por sí mismo; nunca actúa para agradar a los otros. Actúa siempre partiendo del Padre, y esto es precisamente lo que lo une a María, porque ahí, en esa unidad de voluntad con el Padre, ha querido poner también ella su petición. Por eso, después de la respuesta de Jesús, que parece rechazar la petición, ella sorprendentemente puede decir a los servidores con sencillez:  "Haced lo que él os diga" (Jn 2, 5).

 

Jesús no hace un prodigio, no juega con su poder en un asunto que, en el fondo, es totalmente privado. No; él realiza un signo, con el que anuncia su hora, la hora de las bodas, la hora de la unión entre Dios y el hombre. Él no se limita a "producir" vino, sino que transforma las bodas humanas en una imagen de las bodas divinas, a las que el Padre invita mediante el Hijo y en las que da la plenitud del bien, representada por la abundancia del vino. Las bodas se convierten en imagen del momento en que Jesús lleva su amor hasta el extremo, permite que le desgarren el cuerpo, y así se entrega a nosotros para siempre, se hace uno con nosotros:  bodas entre Dios y el hombre.

 

La hora de la cruz, la hora de la que brota el Sacramento, en el que él se nos da realmente en carne y sangre, pone su cuerpo en nuestras manos y en nuestro corazón; esta es la hora de las bodas.

Así, de un modo verdaderamente divino, se resuelve la necesidad del momento y se rebasa ampliamente la petición inicial. La hora de Jesús no ha llegado aún, pero en el signo de la conversión del agua en vino, en el signo del don festivo, anticipa su hora ya en este momento.

 

Su "hora" es la cruz; su hora definitiva será su vuelta al final de los tiempos. Él anticipa continuamente esta hora definitiva precisamente en la Eucaristía, en la cual ya ahora viene siempre. Y lo sigue haciendo siempre por intercesión de su Madre, por intercesión de la Iglesia, que lo invoca en las plegarias eucarísticas:  "¡Ven, Señor Jesús!". En el canon, la Iglesia implora siempre nuevamente esta anticipación de la "hora", pide que venga ya ahora y se entregue a nosotros.

 

Así queremos dejarnos guiar por María, por la Madre de las gracias de Altötting, por la Madre de todos los fieles, hacia la "hora" de Jesús. Pidámosle a él el don de reconocerlo y comprenderlo cada vez más. Y no nos limitemos a recibirlo sólo en el momento de la Comunión. Él permanece presente en la Hostia santa y nos espera continuamente. En Altötting la adoración del Señor en la Eucaristía ha encontrado un lugar nuevo en la antigua capilla del tesoro. María y Jesús siempre van juntos. Mediante ella queremos permanecer en diálogo con el Señor, aprendiendo así a recibirlo mejor.

 

¡Santa Madre de Dios, ruega por nosotros, como rogaste en Caná por los esposos! Guíanos siempre hacia Jesús. Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

VÍSPERAS MARIANAS CON RELIGIOSOS Y SEMINARISTAS

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Basílica de Santa Ana de Altötting

Lunes 11 de septiembre de 2006

 

Queridos amigos: 

 

En Altötting, en este lugar de gracia, nos hemos reunido —seminaristas que se preparan para el sacerdocio, sacerdotes, religiosas y religiosos, y miembros de la Obra pontificia para las vocaciones de especial consagración— en la basílica de Santa Ana, ante el santuario de su hija, la Madre del Señor. Nos hemos reunido aquí para considerar nuestra vocación al servicio de Jesucristo y comprenderla mejor bajo la mirada de santa Ana, en cuyo hogar maduró la vocación más grande de la historia de la salvación. María recibió su vocación a través del anuncio del ángel.

El ángel no entra de modo visible en nuestra habitación, pero el Señor tiene un plan para cada uno de nosotros, nos llama por nuestro nombre. Por tanto, a nosotros nos toca escuchar, percibir su llamada, ser valientes y fieles para seguirlo, de modo que, al final, nos considere siervos fieles que han aprovechado bien los dones que se nos han concedido.

 

Sabemos que el Señor busca obreros para su mies. Él mismo lo ha dicho:  "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37-38). Por eso nos hemos reunido aquí:  para dirigir esta petición al Dueño de la mies. Sí, la mies de Dios es grande y espera obreros:  en el llamado tercer mundo —América Latina, África y Asia— la gente espera heraldos que les lleven el Evangelio de la paz, la buena nueva de Dios que se hizo hombre.

 

Pero también en el llamado Occidente, aquí en Alemania, al igual que en las vastas regiones de Rusia, es verdad que la mies podría ser mucha. Sin embargo, hacen falta personas dispuestas a trabajar en la mies de Dios.

 

Hoy sucede lo mismo que aconteció cuando el Señor se compadeció de las multitudes que parecían ovejas sin pastor, personas que probablemente sabían muchas cosas, pero no sabían cómo orientar bien su vida. ¡Señor, mira la tribulación de nuestro tiempo, que necesita mensajeros del Evangelio, testigos tuyos, personas que señalen el camino que lleva a la "vida en abundancia"! ¡Mira al mundo y compadécete también ahora! ¡Mira al mundo y envía obreros! Con esta petición llamamos a la puerta de Dios; pero con esta misma petición el Señor llama a la puerta de nuestro corazón.

 

¿Señor, me quieres? ¿No es tal vez demasiado grande para mí? ¿No soy yo demasiado pequeño para esto? "No temas", le dijo el ángel a María. "No temas:  (…) te he llamado por tu nombre", nos dice Dios mediante el profeta Isaías (Is 43, 1) a nosotros, a cada uno de nosotros.

 

¿A dónde vamos, si respondemos "sí" a la llamada del Señor? La descripción más concisa de la misión sacerdotal, que vale análogamente también para las religiosas y los religiosos, nos la ha dado el evangelista san Marcos, que, en el relato de la llamada de los Doce, dice:  "Instituyó Doce, para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar" (Mc 3, 14). Estar con él y, como enviados, salir al encuentro de la gente:  estas dos cosas van juntas y, a la vez, constituyen la esencia de la vocación espiritual, del sacerdocio. Estar con él y ser enviados son dos cosas inseparables. Sólo quienes están "con él" aprenden a conocerlo y pueden anunciarlo de verdad. Y quienes están con él no pueden retener para sí lo que han encontrado, sino que deben comunicarlo. Es lo que sucedió a Andrés, que le dijo a su hermano Simón:  "Hemos encontrado al Mesías" (Jn 1, 41). "Y lo llevó a Jesús", añade el evangelista (Jn 1, 42).

 

El Papa san Gregorio Magno, en una de sus homilías, dijo una vez que los ángeles de Dios, independientemente de la distancia que recorran en sus misiones, siempre se mueven en Dios. Siempre permanecen con él. Y al hablar de los ángeles, san Gregorio pensaba también en los obispos y los sacerdotes:  a dondequiera que vayan, siempre deberían "estar con él". La experiencia confirma que cuando los sacerdotes, debido a sus múltiples deberes, dedican cada vez menos tiempo para estar con el Señor, a pesar de su actividad tal vez heroica, acaban por perder la fuerza interior que los sostiene. Su actividad se convierte en un activismo vacío.

 

¿Cómo se puede realizar el "estar con él? Lo primero y lo más importante para el sacerdote es la misa diaria, celebrada siempre con una profunda participación interior. Si la celebramos como verdaderos hombres de oración, si unimos nuestras palabras y nuestras acciones a la Palabra que nos precede y al rito de la celebración eucarística, si en la Comunión de verdad nos dejamos abrazar por él y lo acogemos, entonces estamos con él.

 

La liturgia de las Horas es otra manera fundamental de estar con él. En ella oramos como personas que necesitan hablar con Dios, pero implicando también a todos los demás que no tienen ni el tiempo ni la posibilidad de hacer esa oración. Para que nuestra celebración eucarística y la liturgia de las Horas estén llenas de significado, debemos dedicarnos siempre de nuevo a la lectura espiritual de la sagrada Escritura; no sólo descifrar y explicar palabras del pasado, sino también buscar la palabra de consuelo que el Señor me está diciendo a mí aquí y ahora. El Señor me interpela hoy por medio de esta palabra. Sólo de esta forma seremos capaces de llevar la Palabra sagrada a los hombres de nuestro tiempo como palabra de Dios actual y viva.

 

La adoración eucarística es un modo esencial de estar con el Señor. Gracias a mons. Schraml, Altötting ha obtenido una nueva "cámara del tesoro". Donde antes se guardaban tesoros del pasado, objetos preciosos de la historia y de la piedad, se encuentra ahora el lugar para el verdadero tesoro de la Iglesia:  la presencia permanente del Señor en el santísimo Sacramento.

 

En una de sus parábolas el Señor habla del tesoro escondido en el campo. Quien lo encuentra —nos dice— vende todo lo que tiene para poder comprar ese campo, porque el tesoro escondido es más valioso que cualquier otra cosa. El tesoro escondido, el bien superior a cualquier otro bien, es el reino de Dios, es Jesús mismo, el Reino en persona. En la sagrada Hostia está presente él, el verdadero tesoro, siempre accesible para nosotros. Sólo adorando su presencia aprendemos a recibirlo adecuadamente, aprendemos a comulgar, aprendemos desde dentro la celebración de la Eucaristía.

 

En este contexto, quiero citar unas hermosas palabras de Edith Stein, la santa copatrona de Europa. En una de sus cartas escribe:  "El Señor está presente en el sagrario con su divinidad y su humanidad. No está allí por él mismo, sino por nosotros, porque su alegría es estar con los hombres. Y porque sabe que nosotros, tal como somos, necesitamos su cercanía personal. En consecuencia, cualquier persona que tenga pensamientos y sentimientos normales, se sentirá atraída y pasará tiempo con él siempre que le sea posible y todo el tiempo que le sea posible" (Gesammelte Werke VII, 136 f).

 

Busquemos estar con el Señor. Allí podemos hablar de todo con él. Podemos presentarle nuestras peticiones, nuestras preocupaciones, nuestros problemas, nuestras alegrías, nuestra gratitud, nuestras decepciones, nuestras necesidades y nuestras esperanzas. Allí podemos repetirle constantemente:  "Señor, envía obreros a tu mies. Ayúdame a ser un buen obrero en tu viña".

 

Aquí, en esta basílica, nuestro pensamiento se dirige a María, que vivió su vida completamente "con Jesús" y por consiguiente estuvo y sigue estando totalmente a disposición de los hombres:  los exvotos que hay aquí lo demuestran en concreto. Pensamos también en su madre, santa Ana, y con ella en la importancia de las madres y los padres, las abuelas y los abuelos; pensamos en la importancia de la familia como ambiente de vida y oración, en donde se aprende a rezar y donde pueden madurar las vocaciones.

 

Aquí, en Altötting, pensamos naturalmente, de modo especial, en el hermano Konrad, que renunció a una gran herencia porque quería seguir a Jesucristo sin reservas y estar totalmente con él. Como el Señor recomienda en una de sus parábolas, él escogió el último lugar, el de un humilde fraile portero. En su portería realizó precisamente lo que san Marcos nos dice de los Apóstoles:  "estar con él" y "ser enviado" a los hombres. Desde su celda siempre podía mirar hacia el sagrario, "estar con Cristo" siempre. Así, mirando al sagrario, aprendió la bondad ilimitada con la que trataba a la gente, que casi sin cesar llamaba a su puerta, a veces incluso de forma maliciosa, para molestarlo, y a veces de forma impaciente o ruidosa. A todos ellos, por su gran bondad y humanidad, sin grandes palabras, les dio siempre un mensaje más valioso que las mismas palabras. Pidamos al santo hermano Konrad que nos ayude a mantener nuestra mirada fija en el Señor, para llevar el amor de Dios a los hombres. Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

SANTA MISA EN LA EXPLANADA DE ISLING

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

 Ratisbona, martes 12 de septiembre de 2006

 

 

Queridos hermanos en el ministerio episcopal y sacerdotal;

queridos hermanos y hermanas: 

 

"El que cree nunca está solo". Permitidme repetir una vez más el lema de estos días y expresar mi alegría porque podemos verlo realizado aquí:  la fe nos reúne y nos regala una fiesta. Nos da la alegría en Dios, la alegría por la creación y por estar juntos. Sé que esta fiesta ha requerido mucho empeño y mucho trabajo previo. Por las noticias de los periódicos he podido conocer un poco cuántas personas han dedicado su tiempo y sus fuerzas para preparar esta explanada de un modo tan digno; gracias a ellos está la cruz aquí, sobre la colina, como signo de Dios para la paz del mundo; los caminos de entrada y de salida están libres; la seguridad y el orden están garantizados; se han preparado alojamientos, etc.

 

No podía imaginar —e incluso ahora lo sé sólo sucintamente— cuánto trabajo, hasta los mínimos detalles, ha sido necesario para que pudiéramos reunirnos todos hoy aquí. Por todo ello quiero decir sencillamente:  "¡Gracias de todo corazón!". Que el Señor os lo pague todo y que la alegría que ahora podemos experimentar gracias a vuestra preparación vuelva centuplicada a cada uno de vosotros.

 

Me conmovió conocer cuántas personas, especialmente de las escuelas profesionales de Weiden y Amberg, así como empresas y particulares, hombres y mujeres, han colaborado para embellecer mi casa y mi jardín. Me emociona tanta bondad, y también en este caso quiero decir solamente un humilde "¡gracias!" por este esfuerzo. No habéis hecho todo esto por un hombre, por mi pobre persona; en definitiva, lo habéis hecho por la solidaridad de la fe, impulsados por el amor a Cristo y a la Iglesia. Todo esto es un signo de verdadera humanidad, que brota de haber sido tocados por Jesucristo.

 

Nos hemos reunido para una fiesta de la fe. Ahora, sin embargo, surge la pregunta:  ¿Pero qué es lo que creemos en realidad? ¿Qué significa creer? ¿Puede existir todavía, de hecho, algo así en el mundo moderno? Viendo las grandes "Sumas" de teología redactadas en la Edad Media o pensando en la cantidad de libros escritos cada día a favor o contra la fe, podemos sentir la tentación de desalentarnos y pensar que todo esto es demasiado complicado. Al final, por ver los árboles, ya no se ve el bosque.

 

Es verdad:  la visión de la fe abarca el cielo y la tierra; el pasado, el presente, el futuro, la eternidad; por ello no se puede agotar jamás. Ahora bien, en su núcleo es muy sencilla. El Señor mismo habló de ella con el Padre diciendo:  "Has revelado estas cosas a los pequeños, a los que son capaces de ver con el corazón" (cf. Mt 11, 25). La Iglesia, por su parte, nos ofrece una pequeña "Suma", en la cual se expresa todo lo esencial:  es el así llamado "Credo de los Apóstoles". Se divide normalmente en doce artículos, como el número de los Apóstoles, y habla de Dios, creador y principio de todas las cosas; de Cristo y de su obra de la salvación, hasta la resurrección de los muertos y la vida eterna. Pero en su concepción de fondo, el Credo sólo se compone de tres partes principales y, según su historia, no es sino una amplificación de la fórmula bautismal, que el Señor resucitado entregó a los discípulos para todos los tiempos cuando les dijo:  "Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28, 19).

 

Esta visión demuestra dos cosas: en primer lugar, que la fe es sencilla. Creemos en Dios, principio y fin de la vida humana. En el Dios que entra en relación con nosotros, los seres humanos; que es nuestro origen y nuestro futuro. Así, la fe es al mismo tiempo esperanza, es la certeza de que tenemos un futuro y de que no caeremos en el vacío. Y la fe es amor, porque el amor de Dios quiere "contagiarnos". Esto es lo primero:  nosotros simplemente creemos en Dios, y esto lleva consigo también la esperanza y el amor.

 

La segunda constatación es la siguiente:  el Credo no es un conjunto de afirmaciones, no es una teoría. Está, precisamente, anclado en el acontecimiento del bautismo, un acontecimiento de encuentro entre Dios y el hombre. Dios, en el misterio del bautismo, se inclina hacia el hombre; sale a nuestro encuentro y así también nos acerca los unos a los otros. Porque el bautismo significa que Jesucristo, por decirlo así, nos adopta como hermanos y hermanas suyos, acogiéndonos así como hijos en la familia de Dios. Por consiguiente, de este modo hace de todos nosotros una gran familia en la comunidad universal de la Iglesia. Sí, el que cree nunca está solo. Dios nos sale al encuentro.

Encaminémonos también nosotros hacia Dios, pues así nos acercaremos los unos a los otros. En la medida de nuestras posibilidades, no dejemos solo a ninguno de los hijos de Dios.

 

Creemos en Dios. Esta es nuestra opción fundamental. Pero, nos preguntamos de nuevo:  ¿es posible esto aún hoy? ¿Es algo razonable? Desde la Ilustración, al menos una parte de la ciencia se dedica con empeño a buscar una explicación del mundo en la que Dios sería superfluo. Y si eso fuera así, Dios sería inútil también para nuestra vida. Pero cada vez que parecía que este intento había tenido éxito, inevitablemente resultaba evidente que las cuentas no cuadran. Las cuentas sobre el hombre, sin Dios, no cuadran; y las cuentas sobre el mundo, sobre todo el universo, sin él no cuadran. En resumidas cuentas, quedan dos alternativas:  ¿Qué hay en el origen? La Razón creadora, el Espíritu creador que obra todo y suscita el desarrollo, o la Irracionalidad que, carente de toda razón, produce extrañamente un cosmos ordenado de modo matemático, así como el hombre y su razón. Esta, sin embargo, no sería más que un resultado casual de la evolución y, por tanto, en el fondo, también algo irracional.

 

Los cristianos decimos:  "Creo en Dios Padre, Creador del cielo y de la tierra", creo en el Espíritu Creador. Creemos que en el origen está el Verbo eterno, la Razón y no la Irracionalidad. Con esta fe no tenemos necesidad de escondernos, no debemos tener miedo de encontrarnos con ella en un callejón sin salida. Nos alegra poder conocer a Dios. Y tratamos de hacer ver también a los demás la racionalidad de la fe, como san Pedro exhortaba explícitamente, en su primera carta (cf. 1 P 3, 15), a los cristianos de su tiempo, y también a nosotros.

 

Creemos en Dios. Lo afirman las partes principales del Credo y lo subraya sobre todo su primera parte. Pero ahora surge inmediatamente la segunda pregunta:  ¿en qué Dios? Pues bien, creemos precisamente en el Dios que es Espíritu Creador, Razón creadora, del que proviene todo y del que provenimos también nosotros.

 

La segunda parte del Credo nos dice algo más. Esta Razón creadora es Bondad. Es Amor. Tiene un rostro. Dios no nos deja andar a tientas en la oscuridad. Se ha manifestado como hombre. Es tan grande que se puede permitir hacerse muy pequeño. "El que me ha visto a mí, ha visto al Padre", dice Jesús (Jn 14, 9). Dios ha asumido un rostro humano. Nos ama hasta el punto de dejarse clavar por nosotros en la cruz, para llevar los sufrimientos de la humanidad hasta el corazón de Dios. Hoy, que conocemos las patologías y las enfermedades mortales de la religión y de la razón, las destrucciones de la imagen de Dios a causa del odio y del fanatismo, es importante decir con claridad en qué Dios creemos y profesar con convicción este rostro humano de Dios. Sólo esto nos impide tener miedo a Dios, un sentimiento que en definitiva es la raíz del ateísmo moderno. Sólo este Dios nos salva del miedo del mundo y de la ansiedad ante el vacío de la propia vida. Sólo mirando a Jesucristo, nuestro gozo en Dios alcanza su plenitud, se hace gozo redimido. Durante esta solemne celebración de la Eucaristía dirijamos nuestra mirada al Señor, que está aquí ante nosotros clavado en la cruz, y pidámosle el gran gozo que él prometió a sus discípulos en el momento de su despedida (cf. Jn 16, 24).

 

La segunda parte del Credo concluye con la perspectiva del Juicio final, y la tercera parte con la de la resurrección de los muertos. Juicio:  ¿se nos quiere infundir de nuevo el miedo con esta palabra? Pero, ¿acaso no deseamos todos que un día se haga justicia a todos los condenados injustamente, a cuantos han sufrido a lo largo de la vida y han muerto después de una vida llena de dolor? ¿Acaso no queremos todos que el exceso de injusticia y sufrimiento, que vemos en la historia, al final desaparezca; que todos en definitiva puedan gozar, que todo cobre sentido?

 

Este triunfo de la justicia, esta unión de tantos fragmentos de historia que parecen carecer de sentido, integrándose en un todo en el que dominen la verdad y el amor, es lo que se entiende con el concepto de Juicio del mundo. La fe no quiere infundirnos miedo; pero quiere llamarnos a la responsabilidad. No debemos desperdiciar nuestra vida, ni abusar de ella; tampoco debemos conservarla sólo para nosotros mismos. Ante la injusticia no debemos permanecer indiferentes, siendo conniventes o incluso cómplices. Debemos percibir nuestra misión en la historia y tratar de corresponder a ella. No se trata de miedo, sino de responsabilidad; se necesita responsabilidad y preocupación por nuestra salvación y por la salvación de todo el mundo. Cada uno debe contribuir a esto. Pero cuando la responsabilidad y la preocupación tiendan a convertirse en miedo, recordemos las palabras de san Juan:  "Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre:  a Jesucristo, el Justo" (1 Jn 2, 1). "En caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo" (1 Jn 3, 20).

 

Celebramos hoy la fiesta del "Nombre de María". A quienes llevan este nombre —mi mamá y mi hermana lo llevaban, como ha recordado el Obispo— quisiera expresarles mi más cordial felicitación por su onomástico. María, la Madre del Señor, recibió del pueblo fiel el título de "Abogada", pues es nuestra abogada ante Dios. Desde las bodas de Caná la conocemos como la mujer benigna, llena de solicitud materna y de amor, la mujer que percibe las necesidades ajenas y, para ayudar, las lleva ante el Señor.

 

Hoy hemos escuchado en el evangelio cómo el Señor la entrega como Madre al discípulo predilecto y, en él, a todos nosotros. En todas las épocas los cristianos han acogido con gratitud este testamento de Jesús, y junto a la Madre han encontrado siempre la seguridad y la confiada esperanza que nos llenan de gozo en Dios y en nuestra fe en él.

Acojamos también nosotros a María como la estrella de nuestra vida, que nos introduce en la gran familia de Dios. Sí, el que cree nunca está solo. Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

A MUNICH, ALTÖTTING Y RATISBONA

(9-14 DE SEPTIEMBRE DE 2006)

 

CELEBRACIÓN ECUMÉNICA DE LAS VÍSPERAS

 

HOMILÍA  DEL SANTO PADRE

 

Catedral de Ratisbona

Martes 12 de septiembre de 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas en Cristo: 

 

Nos hemos reunido cristianos ortodoxos, católicos y protestantes —y con nosotros hay también amigos judíos— para cantar juntos las alabanzas vespertinas a Dios. En el centro de esta liturgia están los salmos, en los que confluyen la Antigua y la Nueva Alianza, y nuestra oración se une a la del Israel creyente que vive en la esperanza. Esta es una hora de gratitud, porque así podemos rezar juntos los salmos y, dirigiéndonos al Señor, al mismo tiempo también podemos crecer en la unidad entre nosotros.

 

Entre los que participan en estas Vísperas quisiera saludar cordialmente ante todo a los representantes de la Iglesia ortodoxa. Siempre he considerado un don especial de la Providencia el hecho de que, como profesor en Bonn, pude conocer y amar a la Iglesia ortodoxa personalmente a través de dos jóvenes archimandritas:  Stylianos Harkianakis y Damaskinos Papandreou, que después llegaron a ser metropolitas. En Ratisbona, gracias a la iniciativa de monseñor Graber, se añadieron más encuentros:  en los simposios sobre la "Spindlhof" y con los estudiantes becados que estudiaban aquí.

 

Me alegra volver a ver algunos rostros que me fueron familiares durante largo tiempo y encontrar de nuevo antiguos amigos. Dentro de algunos días, en Belgrado, se reanudará el diálogo teológico sobre el tema fundamental de la koinonia, la comunión, en las dos dimensiones que nos indica la primera carta de san Juan al inicio, en el primer capítulo. Nuestra koinon|a es ante todo comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo en el Espíritu Santo; es la comunión con el mismo Dios uno y trino, hecha posible por el Señor mediante su encarnación y la efusión del Espíritu.

 

Esta comunión con Dios crea a su vez koinonia entre los hombres, como participación en la fe de los Apóstoles y así como comunión en la fe, una comunión que en la Eucaristía se hace "corporal", edificando la única Iglesia, que trasciende todos los confines (cf. 1 Jn 1, 3). Espero y oro para que estas conversaciones sean fructíferas y para que la comunión con el Dios vivo que nos une, como la comunión entre nosotros en la fe transmitida por los Apóstoles, se profundicen y maduren hasta alcanzar la unidad plena, por la que el mundo pueda reconocer que Jesucristo es verdaderamente el enviado de Dios, el Hijo de Dios, el Salvador del mundo (cf. Jn 17, 21). "Para que el mundo crea", es necesario que seamos uno:  la seriedad de este compromiso debe animar nuestro diálogo.

 

Saludo cordialmente también a los amigos de las diferentes tradiciones que proceden de la Reforma. En este contexto también me vienen a la mente muchos recuerdos:  recuerdos de los amigos del círculo Jäger-Stählin, que ya han fallecido; y a estos recuerdos se añade la gratitud por los encuentros actuales. Obviamente, pienso en particular en los arduos esfuerzos realizados para alcanzar el consenso sobre la justificación. Recuerdo todas las etapas de ese proceso, hasta la memorable reunión con el —ya difunto— obispo Hanselmann aquí en Ratisbona, reunión que contribuyó decisivamente a alcanzar la conclusión concorde. Me alegra que, mientras tanto, el Consejo mundial de Iglesias Metodistas también se haya adherido a esa Declaración. El acuerdo sobre la justificación sigue siendo para nosotros un gran compromiso, que, en mi opinión, en realidad aún no se ha cumplido totalmente:  en teología la justificación es un tema esencial, pero me parece que hoy en la vida de los fieles casi no está presente. Aunque, debido a los dramáticos acontecimientos de nuestro tiempo, el tema del perdón mutuo resulta de nuevo particularmente urgente, sin embargo se tiene poca conciencia de que necesitamos ante todo el perdón de Dios, la justificación por él. La conciencia moderna —y todos, de algún modo, somos "modernos"— por lo general no reconoce el hecho de que somos deudores ante Dios y que el pecado es una realidad que sólo se supera por iniciativa de Dios. Este debilitamiento del tema de la justificación y del perdón de los pecados, en último término, es resultado de un debilitamiento de nuestra relación con Dios. Por eso, nuestra primera tarea consistirá tal vez en redescubrir al Dios vivo en nuestra vida, en nuestro tiempo y en nuestra sociedad.

 

Con este fin, escuchemos ahora lo que san Juan nos decía hace poco en la lectura bíblica. Quisiera destacar en especial tres afirmaciones de este texto complejo y denso. El tema central de toda la carta se encuentra en el versículo 15:  "Quien confiese que Jesús es el Hijo de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios". Una vez más san Juan, como hiciera en los versículos 2 y 3 del capítulo 4, pone de relieve la confesión que en el fondo nos distingue como cristianos, es decir, la fe en el hecho de que Jesús es el Hijo de Dios que se encarnó. "A Dios nadie lo ha visto jamás:  el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha dado a conocer", está escrito al final del prólogo del cuarto evangelio (Jn 1, 18).

 

Sabemos quién es Dios por medio de Jesucristo, por medio del único que es Dios. Por medio de él entramos en contacto con Dios. En este tiempo de encuentros interreligiosos se nos presenta fácilmente la tentación de atenuar de alguna forma esa confesión central o incluso de ocultarla. Pero así no prestamos un servicio al encuentro ni al diálogo. Sólo hacemos que Dios sea menos accesible a los demás y a nosotros mismos. Es importante que en el diálogo presentemos de un modo completo, y no sólo fragmentario, nuestra imagen de Dios. Para poderlo hacer debemos acrecentar y profundizar nuestra comunión personal con Cristo y nuestro amor a él. En esta confesión común, y en esta tarea común, no  hay  ninguna división entre nosotros. Oremos para que este fundamento común se fortalezca cada vez más.

 

Así llegamos al segundo punto que quería tratar. Se encuentra en el versículo 14, donde leemos:  "Y hemos visto y damos testimonio que el Padre envió a su Hijo como Salvador del mundo" (1 Jn 4, 14). La palabra central en esta oración es μαρτυρουˆ μεν, damos testimonio, somos testigos. La confesión tiene que convertirse en testimonio. La raíz griega μάρτυς evoca el hecho de que el testigo de Jesucristo debe confirmar su testimonio con toda su existencia, con su vida y con su muerte.

 

El autor de la carta dice de sí mismo:  "Hemos visto" (1Jn 1, 1). Porque ha visto puede ser testigo. Pero esto implica que también nosotros —las generaciones posteriores— podemos ver y dar testimonio como personas que han visto. Por tanto, pidamos al Señor que nos haga ver. Ayudémonos los unos a los otros a desarrollar esta capacidad, para que así podamos ayudar a ver también a los hombres de nuestro tiempo, de forma que ellos a su vez, por medio del mundo construido por ellos mismos, logren descubrir a Dios; de forma que, más allá de todas las barreras históricas, puedan ver de nuevo a Jesús, el Hijo enviado por Dios, en  quien vemos al Padre.

 

En el versículo 9 —(1Jn 4, 9)— se dice que Dios envió a su Hijo al mundo para que tengamos vida. ¿Acaso no podemos constatar hoy que sólo mediante un encuentro con Jesucristo la vida resulta verdaderamente vida? Ser testigo de Jesucristo significa sobre todo dar testimonio de un determinado estilo de vida. En un mundo lleno de confusión debemos dar nuevamente testimonio de los criterios que hacen que una vida sea verdaderamente vida. Debemos afrontar con gran determinación esta importante tarea, común a todos los creyentes. En este tiempo es responsabilidad de los cristianos hacer visibles los criterios que indican una vida recta y que nosotros los conocemos por Jesucristo. Él resumió en su vida todas las palabras de la Escritura:  "Escuchadle" (Mc 9, 7).

 

Así llegamos a la tercera palabra de esta lectura que quiero poner de relieve:  agapé, amor. Esta es la palabra clave de toda la carta y en especial del pasaje que hemos escuchado. agapé, el amor como nos lo enseña san Juan, no es nada sentimental o exaltado; es algo totalmente sobrio y realista. Traté de explicarlo en mi encíclica Deus caritas est. El agapé, el amor, es verdaderamente la síntesis de la Ley y los Profetas. En el amor está "enrollado" todo; pero este todo debe ser "desarrollado" en la vida de cada día.

 

En el versículo 16 de nuestro texto se encuentra la maravillosa frase:  "Nosotros hemos creído en el amor" (1 Jn 4, 16). Sí, el hombre puede creer en el amor. Testimoniemos de tal modo nuestra fe que aparezca como fuerza del amor, "para que el mundo crea" (Jn 17, 21). Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

DURANTE LA MISA CON LOS MIEMBROS

DE LA COMISIÓN TEOLÓGICA INTERNACIONAL

 

Viernes 6 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

No he preparado propiamente una homilía, sino sólo algunos puntos para la meditación. La misión de san Bruno, el santo que celebramos hoy, se presenta claramente y podemos decir que está interpretada en la oración de este día que, a pesar de variar algo en el texto italiano, nos recuerda que su misión fue silencio y contemplación. Pero el silencio y la contemplación tienen una finalidad:  sirven para conservar, en medio de la dispersión de la vida diaria, una permanente unión con Dios.

Tienen como objetivo hacer que la unión con Dios esté siempre presente en nuestra alma y transforme todo nuestro ser.

 

El silencio y la contemplación -característica de san Bruno- son necesarios para poder encontrar, en medio de la dispersión de cada día, esta profunda y continua unión con Dios. Silencio y contemplación:  la hermosa vocación del teólogo es hablar. Esta es su misión:  en medio de la locuacidad de nuestro tiempo y de otros tiempos, en medio de la inflación de palabras, hacer presentes las palabras esenciales. Con las palabras hacer presente la Palabra, la Palabra que viene de Dios, la Palabra que es Dios.

 

Pero, dado que formamos parte de este mundo con todas sus palabras, ¿cómo podríamos hacer presente la Palabra con las palabras, sino mediante un proceso de purificación de nuestro pensamiento, que debe ser también y sobre todo un proceso de purificación de nuestras palabras?

¿Cómo podríamos abrir el mundo, y antes abrirnos nosotros mismos, a la Palabra sin entrar en el silencio de Dios, del que procede su Palabra? Para la purificación de nuestras palabras y, por tanto, para la purificación de las palabras del mundo necesitamos el silencio que se transforma en contemplación, que nos hace entrar en el silencio de Dios y así nos permite llegar al punto donde nace la Palabra, la Palabra redentora.

 

Santo Tomás de Aquino, juntamente con una larga tradición, dice que en la teología Dios no es el objeto del que hablamos. Esta es nuestra concepción normal. En realidad, Dios no es el objeto; Dios es el sujeto de la teología. El que habla en la teología, el sujeto que habla, debería ser Dios mismo. Y nuestro hablar y pensar sólo debería servir para que pueda ser escuchado, para que pueda encontrar espacio en el mundo el hablar de Dios, la Palabra de Dios.

 

Así, de nuevo, somos invitados a este camino de renuncia a palabras nuestras; a este camino de purificación, para que nuestras palabras sean sólo instrumento mediante el cual Dios pueda hablar, y de este modo Dios realmente no sea objeto, sino sujeto de la teología.

 

En este contexto me vienen a la mente unas hermosas palabras de la primera carta de san Pedro, en el primer capítulo, versículo 22. En latín dice así:  "Castificantes animas nostras in oboedientia veritatis". La obediencia a la verdad debería hacer casta ("castificare") nuestra alma, guiándonos así a la palabra correcta, a la acción correcta. Dicho de otra manera, hablar para lograr aplausos; hablar para decir lo que los hombres quieren escuchar; hablar para obedecer a la dictadura de las opiniones comunes, se considera como una especie de prostitución de la palabra y del alma. La "castidad" a la que alude el apóstol san Pedro significa no someterse a esas condiciones, no buscar los aplausos, sino la obediencia a la verdad.

 

Creo que esta es la virtud fundamental del teólogo:  esta disciplina, incluso dura, de la obediencia a la verdad, que nos hace colaboradores de la verdad, boca de la verdad, para que en medio de este río de palabras de hoy no hablemos nosotros, sino que en realidad, purificados y hechos castos por la obediencia a la verdad, la verdad hable en nosotros. Y así podemos ser verdaderamente portadores de la verdad.

 

Esto me lleva a pensar en san Ignacio de Antioquía y en una hermosa frase suya:  "Quien ha comprendido las palabras del Señor, comprende su silencio, porque al Señor se le conoce en su silencio". El análisis de las palabras de Jesús llega hasta cierto punto, pero permanece en nuestro pensar. Sólo cuando llegamos al silencio del Señor, en su estar con el Padre del que vienen las palabras, podemos también realmente comenzar a entender la profundidad de estas palabras.

 

Las palabras de Jesús surgieron en su silencio en la montaña, como dice la Escritura, en su estar con el Padre. De este silencio de la comunión con el Padre, de estar inmerso en el Padre, surgen las palabras; y sólo llegando a este punto, y partiendo de este punto, llegamos verdaderamente a la profundidad de la Palabra y podemos ser nosotros auténticos intérpretes de la Palabra. El Señor, hablando, nos invita a subir con él a la montaña, y a aprender así de nuevo, en su silencio, el auténtico sentido de las palabras.

 

Al decir esto, hemos llegado a las dos lecturas de hoy. Job había clamado a Dios, incluso había luchado con Dios frente a las evidentes injusticias con las que lo trataba. Ahora se encuentra ante la grandeza de Dios. Y comprende que ante la verdadera grandeza de Dios todo nuestro hablar es sólo pobreza y no llega, ni siquiera de lejos, a la grandeza de su ser; así dice:  "He hablado dos veces y no añadiré nada". Silencio ante la grandeza de Dios, porque nuestras palabras son demasiado pequeñas.

 

Esto me lleva a pensar en las últimas semanas de la vida de santo Tomás. En esas últimas semanas ya no escribió ni habló nada. Sus amigos le preguntaron:  "Maestro, ¿por qué ya no hablas?, ¿por qué ya no escribes?". Y él respondió:  "Ante lo que he visto ahora todas mis palabras me parecen como paja".

 

El padre Jean-Pierre Torrel, gran conocedor de santo Tomás, nos dice que no debemos interpretar mal estas palabras. La paja no equivale a nada. La paja lleva el grano y este es el gran valor de la paja. Lleva el grano. Y también la paja de las palabras sigue siendo válida como portadora del grano. También para nosotros esto es una relativización de nuestro trabajo y a la vez una valorización de nuestro trabajo. Es asimismo una indicación para que nuestro modo de trabajar, nuestra paja, lleve realmente el grano de la palabra de Dios.

 

El evangelio concluye con las palabras:  "Quien a vosotros os escucha, a mí me escucha". ¡Qué advertencia, qué examen de conciencia implican estas palabras! ¿Es verdad que quien me escucha a mí escucha realmente al Señor? Oremos y trabajemos para que cada vez sea más verdad que quien nos escucha a nosotros escucha a Cristo. Amén.

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

EN LA SOLEMNE CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA

PARA LA CANONIZACIÓN DE CUATRO BEATOS

 

Domingo 15 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Cuatro nuevos santos se proponen hoy a la veneración de la Iglesia universal:  Rafael Guízar y Valencia, Felipe Smaldone, Rosa Venerini y Teodora Guérin. Sus nombres se recordarán siempre. Por contraste, viene a la mente inmediatamente el "joven rico", del que habla el evangelio recién proclamado. Este joven ha permanecido anónimo; si hubiera respondido positivamente a la invitación de Jesús, se habría convertido en su discípulo y probablemente los evangelistas habrían registrado su nombre. Este hecho permite vislumbrar enseguida el tema de la liturgia de la Palabra de este domingo:  si el hombre pone su seguridad en las riquezas de este mundo no alcanza el sentido pleno de la vida y la verdadera alegría; por el contrario, si, fiándose de la palabra de Dios, renuncia a sí mismo y a sus bienes por el reino de los cielos, aparentemente pierde mucho, pero en realidad lo gana todo.

 

El santo es precisamente aquel hombre, aquella mujer que, respondiendo con alegría y generosidad a la llamada de Cristo, lo deja todo por seguirlo. Como Pedro y los demás Apóstoles, como santa Teresa de Jesús, a la que hoy recordamos, y como otros innumerables amigos de Dios, también los nuevos santos recorrieron este itinerario evangélico, que es exigente pero colma el corazón, y recibieron "cien veces más" ya en la vida terrena, juntamente con pruebas y persecuciones, y después la vida eterna.

 

Por tanto, Jesús puede en verdad garantizar una existencia feliz y la vida eterna, pero por un camino diverso del que imaginaba el joven rico, es decir, no mediante una obra buena, un servicio legal, sino con la elección del reino de Dios como "perla preciosa" por la cual vale la pena vender todo lo que se posee (cf. Mt 13, 45-46). El joven rico no logra dar este paso. A pesar de haber sido alcanzado por la mirada llena de amor de Jesús (cf. Mc 10, 21), su corazón no logró desapegarse de los numerosos bienes que poseía.

 

 

Por eso Jesús da esta enseñanza a los discípulos:  "¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el reino de Dios!" (Mc 10, 23). Las riquezas terrenas ocupan y preocupan la mente y el corazón. Jesús no dice que sean malas, sino que alejan de Dios si, por decirlo así, no se "invierten" en el reino de los cielos, es decir, si no se emplean para ayudar a los pobres.

 

Comprender esto es fruto de la sabiduría de la que habla la primera lectura. Esta sabiduría ―nos dice― es más valiosa que la plata y el oro, aún más que la belleza, la salud y la luz misma, "porque su resplandor no tiene ocaso" (Sb 7, 10). Obviamente, esta sabiduría no se reduce únicamente a la dimensión intelectual. Es mucho más; es "sabiduría del corazón", como la llama el salmo 89. Es un don que viene de lo alto (cf. St 3, 17), de Dios, y se obtiene con la oración (cf. Sb 7, 7).

 

En efecto, esta sabiduría no ha permanecido lejos del hombre, se ha acercado a su corazón (cf. Dt 30, 14), tomando forma en la ley de la primera alianza sellada entre Dios e Israel a través de Moisés. El Decálogo contiene la sabiduría de Dios. Por eso Jesús afirma en el Evangelio que para "entrar en la vida" es necesario cumplir los mandamientos (cf. Mc 10, 19). Es necesario, pero no suficiente, pues, como dice san Pablo, la salvación no viene de la ley, sino de la gracia. Y san Juan recuerda que la ley la dio Moisés, mientras que la gracia y la verdad han venido por medio de Jesucristo (cf. Jn 1, 17).

 

Por tanto, para alcanzar la salvación es preciso abrirse en la fe a la gracia de Cristo, el cual, sin embargo, pone una condición exigente a quien se dirige a él:  "Ven y sígueme" (Mc 10, 21). Los santos han tenido la humildad y la valentía de responderle "sí", y han renunciado a todo para ser sus amigos. Eso es lo que hicieron los cuatro nuevos santos, a quienes hoy veneramos particularmente.

En ellos encontramos actualizada la experiencia de Pedro:  "Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido" (Mc 10, 28). Su único tesoro está en el cielo:  es Dios.

 

El evangelio que hemos escuchado nos ayuda a entender la figura de san Rafael Guízar y Valencia, obispo de Veracruz en la querida nación mexicana, como un ejemplo de quienes lo han dejado todo para "seguir a Jesús". Este santo fue fiel a la palabra divina, "viva y eficaz", que penetra en lo más hondo del espíritu (cf. Hb 4, 12). Imitando a Cristo pobre se desprendió de sus bienes y nunca aceptó regalos de los poderosos, o bien los daba enseguida. Por ello recibió "cien veces más" y pudo ayudar así a los pobres, incluso en medio de "persecuciones" sin tregua (cf. Mc 10, 30). Su caridad vivida en grado heroico hizo que le llamaran el "Obispo de los pobres".

 

En su ministerio sacerdotal y después episcopal, fue un incansable predicador de misiones populares, el modo más adecuado entonces para evangelizar a las gentes, usando su Catecismo de la doctrina cristiana.

 

Siendo una de sus prioridades la formación de los sacerdotes, reconstruyó el seminario, que consideraba "la pupila de sus ojos", y por eso solía exclamar:  "A un obispo le puede faltar mitra, báculo y hasta catedral, pero nunca le puede faltar el seminario, porque del seminario depende el futuro de su diócesis". Con este profundo sentido de paternidad sacerdotal enfrentó nuevas persecuciones y destierros, pero garantizando la preparación de los alumnos.

 

Que el ejemplo de san Rafael Guízar y Valencia sea un llamado para los hermanos obispos y sacerdotes a considerar como fundamental en los programas pastorales, además del espíritu de pobreza y de la evangelización, el fomento de las vocaciones sacerdotales y religiosas, y su formación según el corazón de Cristo.

 

San Felipe Smaldone, hijo del sur de Italia, supo practicar en su vida las mejores virtudes propias de su tierra. Sacerdote de gran corazón, alimentado con la oración constante y la adoración eucarística, fue sobre todo testigo y servidor de la caridad, que manifestaba de modo eminente en el servicio a los pobres, en particular a los sordomudos, a los que se entregó totalmente. La obra que inició prosigue gracias a la congregación de las religiosas Salesianas de los Sagrados Corazones, fundada por él, que se ha extendido por diversas partes de Italia y del mundo.

 

En los sordomudos san Felipe Smaldone veía reflejada la imagen de Jesús, y solía repetir que, del mismo modo que nos arrodillamos ante el santísimo Sacramento, así también debemos arrodillarnos ante un sordomudo. Aceptemos, según su ejemplo, la invitación a considerar siempre indisolubles el amor a la Eucaristía y el amor al prójimo. Más aún, la verdadera capacidad de amar a los hermanos sólo puede venir del encuentro con el Señor en el sacramento de la Eucaristía.

 

Santa Rosa Venerini es otro ejemplo de discípula fiel de Cristo, dispuesta a abandonarlo todo para cumplir la voluntad de Dios. Solía repetir:  "Me encuentro tan clavada a la voluntad divina, que no me importa ni la muerte ni la vida:  quiero vivir cuanto él quiera, y quiero servirlo cuanto le agrade y nada más" (Biografía Andreucci, p. 515). De aquí, de su abandono en Dios, brotaba la clarividente actividad que realizaba con valentía en favor de la elevación espiritual y de la auténtica emancipación de las jóvenes de su tiempo. Santa Rosa no se contentaba con proporcionar a las muchachas una instrucción adecuada; también se preocupaba por garantizarles una formación completa, con sólidas referencias a la enseñanza doctrinal de la Iglesia. Su mismo estilo apostólico sigue caracterizando hoy la vida de la congregación de las Maestras Pías Venerini, fundada por ella. ¡Y cuán actual e importante es también para la sociedad de hoy el servicio que prestan en el campo de la enseñanza y especialmente de la formación de la mujer!

 

"Ve, vende lo que tienes, da el dinero a los pobres…, y luego sígueme". Estas palabras han impulsado a innumerables cristianos a lo largo de la historia de la Iglesia a seguir a Cristo en una vida de pobreza radical, confiando en la divina Providencia. Entre estos generosos discípulos de Cristo estaba una joven francesa, que respondió incondicionalmente a la llamada del divino Maestro. La madre Teodora Guérin entró en la congregación de las Hermanas de la Providencia en 1823 y se dedicó a la tarea de enseñar en escuelas. Luego, en 1839, sus superioras le pidieron que viajara a Estados Unidos para dirigir una nueva comunidad en Indiana.

 

Después de su largo viaje por tierra y por mar, el grupo de seis hermanas llegó a Saint Mary of the Woods. Allí fundaron una sencilla capilla, una cabaña de madera, en medio del bosque. Se arrodillaron ante el santísimo Sacramento y dieron gracias, pidiendo la ayuda de Dios para la nueva fundación. Con gran confianza en la divina Providencia, la madre Teodora superó muchos desafíos y perseveró en la obra que el Señor la había llamado a realizar. En el momento de su muerte, en 1856, las hermanas dirigían diversas escuelas y orfanatos en todo el Estado de Indiana. Como dijo ella misma:  "¡Cuánto bien han hecho las Hermanas de Saint Mary of the Woods! Y mucho mayor bien podrán hacer si permanecen fieles a su santa vocación".

 

La madre Teodora Guérin es una hermosa figura espiritual y un modelo de vida cristiana. Estuvo siempre disponible para las misiones que la Iglesia le pedía; en la Eucaristía, en la oración y en una infinita confianza en la divina Providencia encontraba la fuerza y la audacia para llevarlas a cabo. Su fuerza interior la impulsaba a prestar atención particular a los pobres y en especial a los niños.

 

Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad, que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza. Jesús nos invita también a nosotros, como a estos santos, a seguirlo para tener en herencia la vida eterna. Que su testimonio ejemplar ilumine y anime especialmente a los jóvenes, para que se dejen conquistar por Cristo, por su mirada llena de amor.

María, Reina de los santos, suscite en el pueblo cristiano hombres y mujeres como san Rafael Guízar y Valencia, san Felipe Smaldone, santa Rosa Venerini y santa Teodora Guérin, dispuestos a abandonarlo todo por el reino de Dios; dispuestos a hacer suya la lógica del don y del servicio, la única que salva al mundo. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

EN EL FUNERAL DEL CARDENAL DINO MONDUZZI

 

Lunes 16 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Con esta celebración eucarística despedimos a nuestro querido cardenal Monduzzi. Ante el silencio de la muerte, al desvanecerse las expectativas humanas, sentimos viva  la esperanza cristiana que, más allá  de  las apariencias, descubre el amor de Dios, fiel a sus promesas.

 

En la primera  lectura que se acaba de proclamar hemos escuchado estas palabras:  "Muchos de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán" (Dn 12, 2). Y el profeta Daniel añade:  "Los doctos brillarán como el fulgor del firmamento, y los que enseñaron a la multitud la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad" (Dn 12, 3).

 

Este texto sagrado destaca la sabiduría de quien ha puesto su esperanza únicamente en el Señor y ha enseñado a los demás a hacer lo mismo. Este, al final de su existencia terrena, no quedará defraudado, porque participará de la misma luz divina y recibirá de Dios la vida que no tiene fin.

 

El pasaje evangélico nos ofrece la consoladora certeza de que nadie es excluido del amor de Aquel que, en Cristo, "nos ha hecho aptos para participar en la herencia de los santos en la luz" (Col 1, 12). El Señor Jesús nos asegura que "en la casa de mi Padre hay muchas moradas (…). Cuando haya ido y os haya preparado un lugar, volveré y os tomaré conmigo, para que donde esté yo estéis también vosotros" (Jn 14, 2-3). Jesús pronunció estas palabras en el clima de intimidad del Cenáculo, poco antes del inicio de su pasión.

 

Como a los discípulos, también a nosotros hoy Jesús nos dirige su exhortación a afrontar las vicisitudes de la vida con plena confianza en su presencia misteriosa, que nos acompaña en todos los momentos, especialmente en los más difíciles. En la hora de la prueba y del abandono escuchamos estas palabras suyas, fuente de consolación:  "No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios:  creed también en mí" (Jn 14, 1). La esperanza cristiana, arraigada en una fe sólida en la palabra de Cristo, es el ancla de salvación que nos ayuda a vencer las dificultades aparentemente insuperables y nos permite vislumbrar la luz de la alegría también más allá de la oscuridad del dolor y de la muerte.

 

Nos alegra pensar que el querido cardenal Monduzzi se encuentra entre los brazos amorosos del Padre celestial, que lo ha llamado a sí después de una larga y dolorosa enfermedad. Repasemos con la memoria su larga existencia, animada por una fe evangélica sencilla y profunda, recibida desde su más tierna infancia en la familia y en la comunidad cristiana de Brisighella, donde nació el 2 de abril de 1922. Gracias al ejemplo y a las enseñanzas de sus padres, de los sacerdotes y los educadores de la asociación de Acción católica, en la que ingresó desde su adolescencia, el Señor preparó su corazón para recibir el gran don de la vocación sacerdotal. Respondió con prontitud y generosidad a la llamada de Dios, entrando muy joven aún en el seminario diocesano de Faenza, donde realizó sus estudios de secundaria, así como los teológicos.

 

Ordenado sacerdote en 1945, en Brisighella, comenzó su ministerio sacerdotal en la diócesis; seguidamente fue enviado a Roma, donde, terminados los estudios jurídicos, fue llamado a formar parte del grupo de sacerdotes y laicos comprometidos en interesantes actividades pastorales encaminadas a la renovación religiosa y moral, denominadas "misiones sociales". Esa forma moderna de evangelización lo llevó a Calabria y a Cerdeña, y lo preparó para el compromiso, prácticamente pionero, de capellán de los braceros y los campesinos en el Instituto para la reforma agraria, de Fucino, que tantas esperanzas suscitaba en una zona caracterizada por una intensa depresión humana. Durante casi un decenio, con paciencia, tenacidad y empeño, estuvo presente entre las familias, en las obras de construcción y en los centros parroquiales.

 

Después de esos intensos años de trabajo apostólico, en 1959 fue llamado al servicio de la Santa Sede para desempeñar el cargo de secretario de la Oficina del maestro de cámara y, en 1967, tras la reforma de la Curia realizada por el siervo de Dios Pablo VI, fue nombrado secretario y regente del Palacio apostólico. Su largo y apreciado servicio a cuatro Pontífices culminó en 1986 con el nombramiento de prefecto de la Casa pontificia y con la elevación a obispo titular de Capri.

 

En ese cargo confirmó sus extraordinarias cualidades organizativas, tanto en la actividad ordinaria de la Prefectura de la Casa pontificia como en los viajes apostólicos del Papa en Italia. Como conclusión de una larga y fiel colaboración con el Sucesor de Pedro, el siervo de Dios Juan Pablo II, en el consistorio público del 21 de febrero de 1998, lo incluyó entre los miembros del Colegio cardenalicio.

 

En la segunda lectura que se ha proclamado en nuestra asamblea orante, el apóstol san Pablo recuerda a los Filipenses que "nuestra patria está en el cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 20-21).

 

El cardenal Monduzzi, después de un largo itinerario humano y sacerdotal, llega ahora a la patria celestial, patria prometida a los que consagran su vida al servicio de Dios y de los hermanos. Por el reino de los cielos trabajó, viendo en los encuentros con la gente ocasiones valiosas para suscitar la nostalgia de las cosas de arriba y el amor a la Iglesia, "germen e inicio" del reino de Dios.

 

Se sentía un humilde colaborador de la misión que Cristo encomendó a Pedro y a sus Sucesores. Como prefecto de la Casa pontificia se encontró con los hombres más poderosos de la tierra, a los que acogió con la cortesía, la cordialidad y la simpatía que brotaban de su fe convencida y de sus orígenes romañolos. Al tratar con ellos, al igual que con las personas comunes que se dirigían a él presentándole todo tipo de peticiones, tanto al organizar grandes momentos eclesiales como en el ejercicio ordinario de su ministerio de prefecto de la Casa pontificia, se inspiraba constantemente en el lema episcopal que había elegido:  "Patientiam praeficere caritati". En efecto, en todas las circunstancias supo encontrar en la virtud de la paciencia el camino real para conformar su vida a la de Cristo, soportando dificultades y sufrimientos, y tratando de practicar la caridad con todos.

 

Lo encomendamos ahora a la paternal bondad de Dios, que transfigurará su cuerpo consumido por la enfermedad en el cuerpo glorioso de Cristo. Al tributar al querido cardenal Monduzzi la última despedida, damos gracias al Señor por el bien que realizó y, al mismo tiempo, invocamos para él la misericordia divina.

 

Quiera Dios que él, que fue llamado a encargarse de la Casa del Vicario de Cristo y que había hecho de la acogida una dimensión primaria de su vida sacerdotal, encuentre en el Señor Jesús al amigo fiel que lo tome consigo para asignarle un lugar en la casa del Padre, morada de luz y de paz.

 

Que la Virgen María, a la que amó tiernamente, se muestre a él como Madre de misericordia y lo acoja en la comunión de los santos. Amén.

 

 

VISITA PASTORAL A VERONA CON OCASIÓN DEL

IV CONGRESO NACIONAL DE LA IGLESIA ITALIANA

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Estadio municipal "Bentegodi"

Jueves 19 de octubre de 2006

 

Venerados hermanos en el episcopado y en el sacerdocio;

queridos hermanos y hermanas: 

 

En esta celebración eucarística vivimos el momento central de la IV Asamblea nacional de la Iglesia en Italia, que se reúne hoy en torno al Sucesor de Pedro. El corazón de todo acontecimiento eclesial es la Eucaristía, en la cual Cristo nuestro Señor nos convoca, nos habla, nos alimenta y nos envía. Es significativo que el lugar escogido para esta solemne liturgia sea el estadio de Verona:  un espacio donde habitualmente no se celebran ritos religiosos, sino manifestaciones deportivas, implicando a miles de aficionados. Hoy este espacio acoge a Jesús resucitado, realmente presente en su Palabra, en la asamblea del pueblo de Dios con sus pastores y, de modo eminente, en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

 

Cristo viene hoy a este areópago moderno para derramar su Espíritu sobre la Iglesia que está en Italia, a fin de que, reavivada con el soplo de un nuevo Pentecostés, sepa "comunicar el Evangelio en un mundo que cambia", como proponen las Orientaciones pastorales de la Conferencia episcopal italiana para el decenio 2000-2010.

 

A vosotros, venerados hermanos en el episcopado, con los presbíteros y los diáconos; a vosotros, queridos delegados de las diócesis y de las asociaciones laicales; a vosotros, religiosas, religiosos y laicos comprometidos, dirijo mi más cordial saludo, que extiendo a todos los que están unidos a nosotros mediante la radio y la televisión.

 

Saludo y abrazo espiritualmente a toda la comunidad eclesial italiana, Cuerpo vivo de Cristo. Deseo expresar de modo especial mi aprecio a los que han trabajado largamente en la preparación y la organización de esta Asamblea:  al presidente de la Conferencia episcopal, cardenal Camillo Ruini; al secretario general, mons. Giuseppe Betori, así como a los colaboradores de las diversas oficinas; al cardenal Dionigi Tettamanzi y a los demás miembros del comité preparatorio; al obispo de Verona, mons. Flavio Roberto Carraro, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido al inicio de la celebración, también en nombre de esta amada comunidad veronesa que nos acoge.

Saludo asimismo con deferencia al señor presidente del Gobierno y a las demás distinguidas autoridades presentes; un cordial agradecimiento, por último, a los agentes de la comunicación social que siguen los trabajos de esta importante asamblea de la Iglesia en Italia.

 

Las lecturas bíblicas, que se acaban de proclamar, iluminan el tema de la Asamblea:  "Testigos de Jesús resucitado, esperanza del mundo". La palabra de Dios pone de relieve la resurrección de Cristo, acontecimiento que ha reengendrado a los creyentes a una esperanza viva, como dice el apóstol san Pedro al inicio de su primera carta (cf. 1 P 1, 3). Este texto ha constituido la base del itinerario de preparación para este gran encuentro nacional.

 

Como sucesor suyo, también yo exclamo con alegría:  "Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo" (1 P 1, 3), porque mediante la resurrección de su Hijo nos ha reengendrado y, en la fe, nos ha dado una esperanza invencible en la vida eterna, a fin de que vivamos en el presente siempre proyectados hacia la meta, que es el encuentro final con nuestro Señor y Salvador. Con la fuerza de esta esperanza no tenemos miedo a las pruebas, las cuales, por más dolorosas y pesadas que sean, nunca pueden alterar la profunda alegría que brota en nosotros del hecho de ser amados por Dios. Él, en su providente misericordia, entregó a su Hijo por nosotros, y nosotros, aun sin verlo, creemos en él y lo amamos (cf. 1 P 1, 3-9). Su amor nos basta.

 

De la fuerza de este amor, de la firme fe en la resurrección de Jesús que funda la esperanza, nace y se renueva constantemente nuestro testimonio cristiano. Ahí radica nuestro "Credo", el símbolo de fe en el que se basó la predicación inicial y que, inalterado, sigue alimentando al pueblo de Dios. El contenido del kerygma, del anuncio, que constituye  la esencia de todo el mensaje evangélico, es Cristo,  el  Hijo de Dios hecho hombre, muerto y resucitado por nosotros.

 

Su resurrección es el misterio fundamental del cristianismo, el cumplimiento sobreabundante de todas las profecías de salvación, también de la que hemos escuchado en la primera lectura, tomada de la parte final del libro del profeta Isaías. De Cristo resucitado, primicia de la humanidad nueva, regenerada y regeneradora, nació en realidad, como anunció el profeta, el pueblo de los "pobres" que han abierto su corazón al Evangelio y se han convertido, y se siguen convirtiendo, en "robles de justicia", "plantación del Señor para manifestar su gloria", reconstructores de edificios en ruinas, restauradores de ciudades desoladas, reconocidos por todos como linaje bendito del Señor (cf. Is 61, 3-4. 9).

 

El misterio de la resurrección del Hijo de Dios, que, al subir al cielo para estar con el Padre, derramó sobre nosotros el Espíritu Santo, nos hace contemplar con la misma mirada a Cristo y a la Iglesia:  el Resucitado y los resucitados, la Primicia y el campo de Dios, la Piedra angular y las piedras vivas, según otra imagen de la primera carta de san Pedro (cf. 1 P 2, 4-8). Así sucedió al inicio con la primera comunidad apostólica y así debe suceder también ahora.

 

Desde el día de Pentecostés la luz del Señor resucitado transfiguró la vida de los Apóstoles. Ya tenían la clara percepción de que no eran simplemente discípulos de una doctrina nueva e interesante, sino testigos elegidos y responsables de una revelación a la que estaba vinculada la salvación de sus contemporáneos y de todas las generaciones futuras.

 

La fe pascual colmaba su corazón con un ardor y un celo extraordinario, que los disponía a afrontar cualquier dificultad e incluso la muerte, e imprimía a sus palabras una fuerza de persuasión irresistible. Así, un puñado de personas desprovistas de recursos humanos, contando sólo con la fuerza de su fe, afrontó sin miedo duras persecuciones y el martirio. El apóstol san Juan escribe:  "Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe" (1 Jn 5, 4). La verdad de esta afirmación está documentada también en Italia por casi dos milenios de historia cristiana, con innumerables testimonios de mártires, santos y beatos, que han dejado huellas indelebles en todos los rincones de la hermosa península en la que vivimos. Algunos de ellos han sido recordados al inicio de la Asamblea y sus rostros acompañan los trabajos.

 

Nosotros somos hoy los herederos de estos testigos victoriosos. Pero precisamente de esta constatación surge la pregunta:  ¿Qué es de nuestra fe? ¿En qué medida sabemos comunicarla hoy?

La certeza de que Cristo resucitó nos asegura que ninguna fuerza contraria podrá jamás destruir la Iglesia. Nos anima también la conciencia de que sólo Cristo puede colmar plenamente las expectativas profundas de todo corazón humano y responder a los interrogantes más inquietantes sobre el dolor, la injusticia y el mal, sobre la muerte y el más allá.

 

Así pues, nuestra fe está fundada, pero es necesario que esta fe se transforme en vida en cada uno de nosotros. Es preciso realizar un esfuerzo amplio y capilar para que cada cristiano se convierta en "testigo" capaz y dispuesto a asumir el compromiso de dar a todos y siempre razón de la esperanza que lo impulsa (cf. 1 P 3, 15). Por esto, hace falta volver a anunciar con vigor y alegría el acontecimiento de la muerte y la resurrección de Cristo, centro del cristianismo, fulcro fundamental de nuestra fe, palanca poderosa de nuestras certezas, viento impetuoso que barre todo miedo e indecisión, toda duda y cálculo humano.

 

Sólo de Dios puede venir el cambio decisivo del mundo. Sólo a partir de la Resurrección se comprende la verdadera naturaleza de la Iglesia y de su testimonio, que no es algo separado del misterio pascual, sino que es su fruto, manifestación y actuación por parte de los que, recibiendo al Espíritu Santo, son enviados por Cristo a proseguir su misma misión (cf. Jn 20, 21-23).

 

"Testigos de Jesús resucitado":  esta definición de los cristianos deriva directamente del pasaje evangélico de san Lucas que se ha proclamado hoy, pero también de los Hechos de los Apóstoles (cf. Hch 1, 8. 22). Testigos de Jesús resucitado. Es necesario entender bien ese "de". Quiere decir que el testigo es "de" Jesús resucitado, o sea, que pertenece a él, y precisamente en cuanto tal puede dar un testimonio eficaz de él, puede hablar de él, darlo a conocer, llevar a él, transmitir su presencia.

 

Es exactamente lo contrario de lo que sucede con la otra parte de la frase:  "esperanza del mundo". Aquí la preposición "del" no indica pertenencia, porque Cristo no es del mundo, como los cristianos no deben ser del mundo. La esperanza, que es Cristo, está en el mundo, es para el mundo, pero lo es precisamente porque Cristo es Dios, es "el Santo" (en hebreo Qadosh). Cristo es esperanza para el mundo porque resucitó, y resucitó porque es Dios. También los cristianos pueden llevar al mundo la esperanza porque son de Cristo y de Dios en la medida en que mueren con él al pecado y resucitan con él a la vida nueva del amor, del perdón, del servicio, de la no violencia.

 

Como dice san Agustín:  "Has creído, has sido bautizado:  ha muerto la vida antigua, ha quedado muerta en la cruz, sepultada  en el bautismo. Ha sido sepultada la vida antigua, en la que has vivido mal; que resucite la nueva" (Sermón Guelf. IX, en M. Pellegrino, Vox Patrum, 177). Los cristianos  sólo pueden ser esperanza en el mundo y para el mundo  si, como Cristo, no son del mundo.

 

Queridos hermanos y hermanas, mi deseo, que seguramente todos vosotros compartís, es que la Iglesia en Italia recomience desde esta Asamblea como impulsada por la palabra del Señor resucitado, que repite a todos y cada uno:  sed en el mundo de hoy testigos de mi pasión y mi resurrección (cf. Lc 24, 48). En un mundo que cambia, el Evangelio no cambia. La buena nueva sigue siendo siempre la misma:  Cristo murió y resucitó por nuestra salvación.

 

En su nombre llevad a todos el anuncio de la conversión y del perdón de los pecados, pero sed vosotros los primeros en dar testimonio de una vida de conversión y perdón. Sabemos bien que esto no es posible sin estar "revestidos de poder desde lo alto" (Lc 24, 49), es decir, sin la fuerza interior del Espíritu del Resucitado. Para recibirla es necesario, como dijo Jesús a sus discípulos, no alejarse de Jerusalén, permanecer en la "ciudad" donde se consumó el misterio de la salvación, el acto supremo de amor de Dios a la humanidad. Es preciso permanecer en oración con María, la Madre que Cristo nos dio desde la cruz.

 

Para los cristianos, ciudadanos del mundo, permanecer en Jerusalén no puede significar más que permanecer en la Iglesia, la "ciudad de Dios", donde a través de los sacramentos recibe "la unción" del Espíritu Santo.

 

En estos días de la Asamblea eclesial nacional, la Iglesia que está en Italia, obedeciendo el mandato del Señor resucitado, se ha reunido, ha revivido la experiencia originaria del Cenáculo, para recibir de nuevo el don de lo alto. Ahora, consagrados por su "unción", id; llevad la buena nueva a los pobres, vendad los corazones destrozados, proclamad a los cautivos la liberación y a los reclusos la libertad, pregonad el año de misericordia del Señor (cf. Is 61, 1-2).

 

Reconstruid los antiguos edificios en ruinas, levantad de nuevo las antiguas construcciones, restaurad las ciudades desoladas (cf. Is 61, 4). Son muchas las situaciones difíciles que esperan una intervención salvadora. Llevad al mundo la esperanza de Dios, que es Cristo Señor, el cual resucitó de entre los muertos y vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

 

 

HOMILÍA DEL PAPA BENEDICTO XVI

 DURANTE LA MISA DE EXEQUIAS

DEL CARDENAL MARIO FRANCESCO POMPEDDA

 

Viernes 20 de octubre de 2006

 

Queridos hermanos y hermanas:

 

Después de pocos días, nos reunimos de nuevo en oración para despedirnos de otro hermano nuestro, el cardenal Mario Francesco Pompedda, al que el Señor  ha  llamado a sí, tras un largo período de sufrimiento. En estos momentos de tristeza y de dolor viene en nuestra ayuda la palabra de Dios, que ilumina nuestra fe y sostiene nuestra esperanza:  la muerte no tiene la última palabra sobre el destino del hombre. "La vida (…) no termina ―afirma la liturgia―, se transforma, y, al deshacerse nuestra morada terrenal, adquirimos una mansión eterna en el cielo" (Prefacio I de difuntos).

 

En la primera lectura, tomada del libro del profeta Ezequiel, hemos escuchado palabras llenas de consolación:  "He aquí que yo voy a hacer entrar el espíritu en vosotros, y viviréis. (…) Sabréis que yo soy el Señor" (Ez 37, 5-6). La visión del profeta nos proyecta hacia el triunfo definitivo de Dios, cuando hará que los muertos resuciten a la vida sin fin. La descripción que traza Ezequiel de "un ejército enorme, inmenso" nos hace pensar en una multitud de salvados, entre los cuales nos complace pensar que se encuentra también este hermano nuestro. Jesús dice en el evangelio:  "El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás" (Jn 11, 25-26).

 

Con esta certeza vivió y murió el cardenal Mario Francesco Pompedda. Nació el 18 de abril de 1929 en Ozieri, Cerdeña, y después de realizar sus estudios de primaria en el seminario arzobispal de Sássari, y los de bachillerato en el seminario regional de Cágliari, completó su formación filosófica, teológica y jurídica en Roma, en la Pontificia Universidad Gregoriana, el Pontificio Instituto Bíblico y la Pontificia Universidad Lateranense. Obtuvo el título de abogado rotal frecuentando el "Studium Sacrae Romanae Rotae".

 

Fue ordenado sacerdote el 23 de diciembre de hace cincuenta y cinco años en esta misma basílica de San Pedro. Y también en esta basílica fue consagrado obispo por mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II con el título arzobispal de Bisarcio, el 6 de enero de 1998. Hoy, también en la basílica de San Pedro, se celebra su funeral.

 

Dedicó toda su vida al servicio de la Santa Sede desde que, en 1955, comenzó a trabajar en el Tribunal de la Rota romana con diversos cargos hasta el nombramiento de defensor del vínculo y seguidamente, en 1969, de prelado auditor. En 1993 fue nombrado decano de ese tribunal apostólico y presidente del tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

 

Su preparación teológica, bíblica y especialmente jurídica lo convirtió en un colaborador competente de varios dicasterios de la Curia romana, hasta asumir la elevada responsabilidad de prefecto del Tribunal supremo de la Signatura apostólica, y presidente del Tribunal de apelación del Estado de la Ciudad del Vaticano.

 

Además del trabajo diario en la Rota romana y luego en la Signatura apostólica, de la enseñanza en la facultad de derecho canónico de la Pontificia Universidad Gregoriana y del Ateneo romano de la Santa Cruz, el cardenal Pompedda realizó actividad pastoral, ejerciendo el ministerio sacerdotal durante cerca de treinta años en la parroquia de Nuestra Señora de Guadalupe en monte Mario.

 

A todos aquellos con quienes se encontraba les comunicaba la solidez de su fe e iluminaba su conciencia con los principios y las enseñanzas de la doctrina  católica. Con los límites de toda criatura  humana, se esforzó por servir a Cristo sirviendo a la Iglesia, colaborando con el Sucesor de Pedro en todas las diversas misiones que se le fueron encomendando. Cuando hace cinco años, el 21 de febrero de 2001, fue creado cardenal por el amado Juan Pablo II, sintió aún más el valor y la responsabilidad de deber servir y testimoniar el Evangelio "usque ad effusionem sanguinis".

 

El último tramo de su camino terreno estuvo marcado por una enfermedad que prácticamente le impidió llevar a cabo cualquier tipo de actividad. Así, unido a la pasión de Cristo, este amigo y hermano nuestro tuvo que separarse progresivamente de todo, para abandonarse sin reservas a la voluntad divina.

 

"Soli Deo" fue el lema que eligió cuando fue nombrado arzobispo; sólo en Dios pudo encontrar verdadero consuelo en los momentos de sufrimiento y prueba, y ahora es él, el Padre celestial, quien le abre de par en par los brazos de su amor misericordioso.

 

San Pablo recuerda en la carta a los Romanos:  "La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros. ¡Con cuánta más razón, pues, justificados ahora por su sangre, seremos por él salvos de la cólera!" (Rm 5, 8-9). La confianza en Cristo guió siempre, pero de modo especial en los últimos meses, la existencia del cardenal Pompedda, cuya alma encomendamos ahora a la misericordia del Padre.

 

Cuán consoladoras resuenan, a este respecto, las palabras que hemos escuchado hace unos minutos en el evangelio:  "Esta es la voluntad de mi Padre:  que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna; y yo lo resucitaré en el último día" (Jn 6, 40). El que cree en Cristo  tiene  la  vida eterna. Jesús no elimina  la muerte. La muerte sigue siendo  una  deuda pesada, que es preciso pagar a nuestro límite humano y al poder del mal.

 

Sin embargo, con su resurrección, él venció la muerte para siempre. Y con él la vencieron también los que en él creen y de su plenitud reciben gracia por gracia (cf. Jn 1, 16). Esta conciencia íntima ilumina y orienta la existencia de todos los creyentes. El cardenal Mario Francesco Pompedda murió con la certeza de que Cristo es el vencedor de la muerte y con la esperanza de que él lo resucitará en el último día.

 

Al partir de este mundo, lo acompañamos con nuestra oración fraterna, encomendándolo a la protección celestial de María. Que el Señor le conceda, por intercesión de la Virgen santísima, el descanso prometido a sus amigos, y en su misericordia lo introduzca en el reino de la luz y de la paz.

 

Reunidos con afecto en torno a los restos mortales del cardenal Pompedda, pidamos a Dios la gracia de vivir constantemente proyectados hacia Cristo que, "tomando sobre sí nuestra muerte, nos libró de la muerte y, sacrificando su vida, nos abrió las puertas de la vida inmortal" (Prefacio II de difuntos). Amén.

 

 

MISA EN LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica de San Pedro

Miércoles 1 de noviembre de 2006

 

El Romano Pontífice introdujo la celebración

y el acto penitencial con estas palabras:

 

Queridos hermanos y hermanas, hoy contemplamos el misterio de la comunión de los santos del cielo y de la tierra. No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo. ¡Alégrese el cielo y exulte la tierra! El glorioso ejército de los santos intercede por nosotros ante el Señor; nos acompaña en nuestro camino hacia el Reino y nos estimula a mantener nuestra mirada fija en Jesús, nuestro Señor, que vendrá en la gloria en medio de sus santos.

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Nuestra celebración eucarística se inició con la exhortación "Alegrémonos todos en el Señor". La liturgia nos invita a compartir el gozo celestial de los santos, a gustar su alegría. Los santos no son una exigua casta de elegidos, sino una muchedumbre innumerable, hacia la que la liturgia nos exhorta hoy a elevar nuestra mirada. En esa muchedumbre no sólo están los santos reconocidos de forma oficial, sino también los bautizados de todas las épocas y naciones, que se han esforzado por cumplir con amor y fidelidad la voluntad divina. De gran parte de ellos no conocemos ni el rostro ni el nombre, pero con los ojos de la fe los vemos resplandecer, como astros llenos de gloria, en el firmamento de Dios.

 

Hoy la Iglesia celebra su dignidad de "madre de los santos, imagen de la ciudad celestial" (A. Manzoni), y manifiesta su belleza de esposa inmaculada de Cristo, fuente y modelo de toda santidad. Ciertamente, no le faltan hijos díscolos e incluso rebeldes, pero es en los santos donde reconoce sus rasgos característicos, y precisamente en ellos encuentra su alegría más profunda.

 

En la primera lectura, el autor del libro del Apocalipsis los describe como "una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua" (Ap 7, 9). Este pueblo comprende los santos del Antiguo Testamento, desde el justo Abel y el fiel patriarca Abraham, los del Nuevo Testamento, los numerosos mártires del inicio del cristianismo y los beatos y santos de los siglos sucesivos, hasta los testigos de Cristo de nuestro tiempo. A todos los une la voluntad de encarnar en su vida el Evangelio, bajo el impulso del eterno animador del pueblo de Dios, que es el Espíritu Santo.

 

Pero, "¿de qué sirve nuestra alabanza a los santos, nuestro tributo de gloria y esta solemnidad nuestra?". Con esta pregunta comienza una famosa homilía de san Bernardo para el día de Todos los Santos. Es una pregunta que también se puede plantear hoy. También es actual la respuesta que el Santo da:  "Nuestros santos ―dice― no necesitan nuestros honores y no ganan nada con nuestro culto. Por mi parte, confieso que, cuando pienso en los santos, siento arder en mí grandes deseos" (Discurso 2:  Opera Omnia Cisterc. 5, 364 ss).

 

Este es el significado de la solemnidad de hoy: al contemplar el luminoso ejemplo de los santos, suscitar en nosotros el gran deseo de ser como los santos, felices por vivir cerca de Dios, en su luz, en la gran familia de los amigos de Dios. Ser santo significa vivir cerca de Dios, vivir en su familia.

Esta es la vocación de todos nosotros, reafirmada con vigor por el concilio Vaticano II, y que hoy se vuelve a proponer de modo solemne a nuestra atención.

 

Pero, ¿cómo podemos llegar a ser santos, amigos de Dios? A esta pregunta se puede responder ante todo de forma negativa:  para ser santos no es preciso realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Luego viene la respuesta positiva:  es necesario, ante todo, escuchar a Jesús y seguirlo sin desalentarse ante las dificultades. "Si alguno me quiere servir ―nos exhorta―, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará" (Jn 12, 26).

 

Quien se fía de él y lo ama con sinceridad, como el grano de trigo sepultado en la tierra, acepta morir a sí mismo, pues sabe que quien quiere guardar su vida para sí mismo la pierde, y quien se entrega, quien se pierde, encuentra así la vida (cf. Jn 12, 24-25). La experiencia de la Iglesia demuestra que toda forma de santidad, aun siguiendo sendas diferentes, pasa siempre por el camino de la cruz, el camino de la renuncia a sí mismo.

 

Las biografías de los santos presentan hombres y mujeres que, dóciles a los designios divinos, han afrontado a veces pruebas y sufrimientos indescriptibles, persecuciones y martirio. Han perseverado en su entrega, "han pasado por la gran tribulación ―se lee en el Apocalipsis― y han lavado y blanqueado sus vestiduras con la sangre del Cordero" (Ap 7, 14). Sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12); su morada eterna es el Paraíso. El ejemplo de los santos es para nosotros un estímulo a seguir el mismo camino, a experimentar la alegría de quien se fía de Dios, porque la única verdadera causa de tristeza e infelicidad para el hombre es vivir lejos de él.

 

La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible a todos, porque, más que obra del hombre, es ante todo don de Dios, tres veces santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura el apóstol san Juan observa:  "Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!" (1 Jn 3, 1). Por consiguiente, es Dios quien nos ha amado primero y en Jesús nos ha hecho sus hijos adoptivos. En nuestra vida todo es don de su amor. ¿Cómo quedar indiferentes ante un misterio tan grande? ¿Cómo no responder al amor del Padre celestial con una vida de hijos agradecidos? En Cristo se nos entregó totalmente a sí mismo, y nos llama a una relación personal y profunda con él.

 

Por tanto, cuanto más imitamos a Jesús y permanecemos unidos a él, tanto más entramos en el misterio de la santidad divina. Descubrimos que somos amados por él de modo infinito, y esto nos impulsa a amar también nosotros a nuestros hermanos. Amar implica siempre un acto de renuncia a sí mismo, "perderse a sí mismos", y precisamente así nos hace felices.

 

Ahora pasemos a considerar el evangelio de esta fiesta, el anuncio de las Bienaventuranzas, que hace poco hemos escuchado resonar en esta basílica. Dice Jesús:  "Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericordiosos, los puros de corazón, los artífices de paz, los perseguidos por causa de la justicia" (cf. Mt 5, 3-10).

En realidad, el bienaventurado por excelencia es sólo él, Jesús. En efecto, él es el verdadero pobre de espíritu, el que llora, el manso, el que tiene hambre y sed de justicia, el misericordioso, el puro de corazón, el artífice de paz; él es el perseguido por causa de la justicia.

 

Las Bienaventuranzas nos muestran la fisonomía espiritual de Jesús y así manifiestan su misterio, el misterio de muerte y resurrección, de pasión y de alegría de la resurrección. Este misterio, que es misterio de la verdadera bienaventuranza, nos invita al seguimiento de Jesús y así al camino que lleva a ella.

 

En la medida en que acogemos su propuesta y lo seguimos, cada uno con sus circunstancias, también nosotros podemos participar de su bienaventuranza. Con él lo imposible resulta posible e incluso un camello pasa por el ojo de una aguja (cf. Mc 10, 25); con su ayuda, sólo con su ayuda, podemos llegar a ser perfectos como es perfecto el Padre celestial (cf. Mt 5, 48).

 

Queridos hermanos y hermanas, entramos ahora en el corazón de la celebración eucarística, estímulo y alimento de santidad. Dentro de poco se hará presente del modo más elevado Cristo, la vid verdadera, a la que, como sarmientos, se encuentran unidos los fieles que están en la tierra y los santos del cielo. Así será más íntima la comunión de la Iglesia peregrinante en el mundo con la Iglesia triunfante en la gloria.

 

En el Prefacio proclamaremos que los santos son para nosotros amigos y modelos de vida.

Invoquémoslos para que nos ayuden a imitarlos y esforcémonos por responder con generosidad, como hicieron ellos, a la llamada divina.

 

Invoquemos en especial a María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. Que ella, la toda santa, nos haga fieles discípulos de su hijo Jesucristo. Amén.

MISA EN SUFRAGIO POR LOS CARDENALES Y OBISPOS

FALLECIDOS EN LOS ÚLTIMOS DOCE MESES

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Altar de la Cátedra de la basílica vaticana

Sábado 4 de noviembre de 2006

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado;

queridos hermanos y hermanas: 

 

En los días pasados, la solemnidad de Todos los Santos y la conmemoración de todos los Fieles Difuntos nos ayudaron a meditar en la meta final de nuestra peregrinación terrena. En este clima espiritual, hoy nos encontramos en torno al altar del Señor para celebrar la santa misa en sufragio de los cardenales y obispos a los que Dios llamó a sí durante el último año. Vemos de nuevo sus rostros, que nos son familiares, mientras escuchamos otra vez los nombres de los purpurados que fallecieron durante los doce meses pasados:  Leo Scheffczyk, Pio Taofinu\\’u, Raúl Francisco Primatesta, Ángel Suquía Goicoechea, Johannes Willebrands, Louis-Albert Vachon, Dino Monduzzi y Mario Francesco Pompedda. Desearía nombrar también a cada uno de los arzobispos y obispos, pero nos basta la consoladora certeza de que, como dijo un día Jesús a los Apóstoles, sus nombres "están escritos en los cielos" (Lc 10, 20).

 

Recordar los nombres de estos hermanos nuestros en la fe nos remite al sacramento del Bautismo, que marcó para cada uno de ellos ―como para todo cristiano― el ingreso en la comunión de los santos. Al final de la vida, la muerte nos priva de todo lo terreno, pero no de la gracia y del "carácter" sacramental en virtud de los cuales hemos sido asociados indisolublemente al misterio pascual de nuestro Señor y Salvador. Despojado de todo, pero revestido de Cristo:  así el bautizado cruza el umbral de la muerte y se presenta ante Dios justo y misericordioso.

 

Para que la vestidura blanca, recibida en el bautismo, se purifique de toda impureza y de toda mancha, la comunidad de los creyentes ofrece el sacrificio eucarístico y otras oraciones de sufragio por aquellos a quienes la muerte ha llamado a pasar del tiempo a la eternidad. Rezar por los difuntos es una obra buena, que presupone la fe en la resurrección de los muertos, según lo que nos han revelado la sagrada Escritura y, de modo pleno, el Evangelio.

 

Acabamos de escuchar el relato de la visión de los huesos secos del profeta Ezequiel (Ez 37, 1-14). Sin duda alguna, es una de las páginas bíblicas más significativas e impresionantes; puede interpretarse de dos maneras. En el plano histórico, responde a la necesidad de esperanza de los israelitas deportados a Babilonia, desconsolados y afligidos por haber tenido que enterrar a sus seres queridos en tierra extranjera. A través del profeta, el Señor les anuncia que los hará salir de esa situación y los hará volver al país de Israel. Por tanto, la sugestiva imagen de los huesos que se reaniman y se ponen en movimiento representa a este pueblo que recupera la esperanza de regresar a su patria.

 

Pero el largo y articulado oráculo de Ezequiel, que exalta la fuerza de la palabra de Dios, para la cual nada es imposible, marca al mismo tiempo un decisivo paso adelante hacia la fe en la resurrección de los muertos. Esta fe se perfeccionará en el Nuevo Testamento. A la luz del misterio pascual de Cristo, la visión de los huesos secos adquiere el valor de una parábola universal sobre el género humano, peregrino en el exilio terreno y sometido al yugo de la muerte.

 

La Palabra divina, encarnada en Jesús, viene a habitar en el mundo, que en muchos aspectos es un valle desolado; se solidariza plenamente con los hombres y les trae la buena nueva de la vida eterna. Este anuncio de esperanza se proclama desde lo más profundo de ultratumba, mientras se abre definitivamente el camino que conduce a la tierra prometida.

 

En el pasaje evangélico hemos escuchado de nuevo los primeros versículos de la gran oración de Jesús recogida en el capítulo 17 del evangelio según san Juan. Las conmovedoras palabras del Señor muestran que el fin último de toda la "obra" del Hijo de Dios encarnado consiste en dar a los hombres la vida eterna (cf. Jn 17, 2). Jesús dice también en qué consiste la vida eterna:  "que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y al que tú has enviado, Jesucristo" (Jn 17, 3). En esta frase resuena la voz orante de la comunidad eclesial, consciente de que la revelación del "nombre" de Dios, recibida del Señor, equivale al don de la vida eterna. Conocer a Jesús significa conocer al Padre, y conocer al Padre quiere decir entrar en comunión real con el Origen mismo de la vida, de la luz y del amor.

 

Queridos hermanos y hermanas, hoy expresamos nuestra gratitud a Dios de modo especial por haber dado a conocer su nombre a estos cardenales y obispos que han fallecido. Pertenecen al número de aquellos hombres que, como dice el evangelio de san Juan, el Padre dio al Hijo "tomándolos del mundo" (cf. Jn 17, 6). A cada uno de ellos Cristo "le dio las palabras" del Padre, y ellos "las aceptaron", "creyeron" y pusieron su confianza en el Padre y en el Hijo (cf. Jn 17, 8).

Rogó por ellos (cf. Jn 7, 9), encomendándolos al Padre (cf. Jn 17, 15. 17. 20-21) y diciendo en particular:  "Padre, los que tú me has dado, quiero que donde yo esté estén también conmigo, para que contemplen mi gloria" (Jn 17, 24).

 

A esta oración del Señor, que es sacerdotal por antonomasia, quiere unirse hoy nuestra plegaria de sufragio. Cristo hizo realidad su invocación al Padre en la ofrenda de sí en la cruz; nosotros ofrecemos nuestra oración en unión con el sacrificio eucarístico, que es la representación real y actual de esa única ofrenda salvífica.

 

Queridos hermanos y hermanas, con esta fe vivieron los venerados cardenales y obispos fallecidos que recordamos esta mañana. Cada uno de ellos en la Iglesia fue llamado a sentir como suyas y a tratar de poner en práctica las palabras del apóstol san Pablo:  "Para mí la vida es Cristo" (Flp 1, 21), que se acaban de proclamar en la segunda lectura. Esta vocación, recibida en el Bautismo, se reforzó en ellos con el sacramento de la Confirmación y con los tres grados del Orden sagrado, y se alimentó constantemente mediante la participación en la Eucaristía.

 

A través de este itinerario sacramental, su "ser en Cristo" fue consolidándose y profundizándose, de modo que morir ya no es una pérdida, porque ya lo habían "perdido" todo evangélicamente por el Señor y por el Evangelio (cf. Mc 8, 35), sino una "ganancia":  la de encontrar finalmente a Jesús y con él la plenitud de la vida.

 

Pidamos al Señor que conceda a estos queridos hermanos nuestros, cardenales y obispos fallecidos, que alcancen la meta tan deseada. Se lo pedimos confiando en la intercesión de María santísima y en las oraciones de tantos que en vida los conocieron y apreciaron sus virtudes cristianas. Recojamos todo agradecimiento y toda súplica en esta santa Eucaristía, en beneficio de sus almas y de las de todos los difuntos, a quienes encomendamos a la misericordia divina. Amén.

 

 

MISA CONCELEBRADA CON LOS OBISPOS DE SUIZA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Capilla "Redemptoris Mater"

Martes 7 de noviembre de 2006

 

Queridos hermanos en el episcopado:

 

Los textos que acabamos de escuchar ―la lectura, el salmo responsorial y el evangelio― tienen un tema común, que se podría resumir en la frase: Dios no fracasa. O, más exactamente: al inicio Dios fracasa siempre, deja actuar la libertad del hombre, y esta dice continuamente "no". Pero la creatividad de Dios, la fuerza creadora de su amor, es más grande que el "no" humano. A cada "no" humano se abre una nueva dimensión de su amor, y él encuentra un camino nuevo, mayor, para realizar su "sí" al hombre, a su historia y a la creación.

 

En el gran himno a Cristo de la carta a los Filipenses, que hemos proclamado al inicio, escuchamos ante todo una alusión a la historia de Adán, al cual no satisfacía la amistad con Dios; era demasiado poco para él, pues quería ser él mismo un dios. Creyó que su amistad era una dependencia y se consideró un dios, como si él pudiera existir por sí mismo. Por esta razón dijo "no" para llegar a ser él mismo un dios; y precisamente de ese modo se arrojó él mismo desde su altura. Dios "fracasa" en Adán, como fracasa aparentemente a lo largo de toda la historia. Pero Dios no fracasa, puesto que él mismo se hace hombre y así da origen a una nueva humanidad; de esta forma enraiza el ser Dios en el ser hombre de modo irrevocable y desciende hasta los abismos más profundos del ser humano; se abaja hasta la cruz. Ha vencido la soberbia con la humildad y con la obediencia de la cruz.

 

Así, ahora acontece lo que había profetizado Isaías, en el capítulo 45. En la época en que Israel se hallaba desterrado y había desaparecido del mapa, el profeta había predicho que "toda rodilla" (v. 23), el mundo entero, se doblaría ante este Dios impotente. Y la carta a los Filipenses lo confirma: ahora eso se ha hecho realidad. A través de la cruz de Cristo Dios se ha acercado a todas las gentes; ha salido de Israel y se ha convertido en el Dios del mundo. Y ahora el cosmos dobla sus rodillas ante Jesucristo, cosa que también nosotros hoy podemos constatar de modo sorprendente: el crucifijo está presente en todos los continentes, hasta en las más humildes chabolas. El Dios que había "fracasado", ahora con su amor hace que el hombre doble sus rodillas; así vence al mundo con su amor.

 

Como salmo responsorial hemos cantado la segunda parte del salmo de la pasión (Sal 22). Es el salmo del justo que sufre; ante todo de Israel que sufre, el cual, ante el Dios mudo que lo ha abandonado, grita: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Cómo has podido olvidarte de mí? Ahora ya casi no existo. Tú ya no actúas, ya no hablas… ¿Por qué me has abandonado?". Jesús se identifica con el Israel sufriente, con los justos de todos los tiempos que sufren, abandonados por Dios, y lleva ese grito de abandono de Dios, el sufrimiento de la persona olvidada, hasta el corazón de Dios mismo; así transforma el mundo.

 

La segunda parte de este salmo, la que hemos recitado, nos dice qué deriva de ello: los pobres comerán hasta saciarse. Es la Eucaristía universal que procede de la cruz. Ahora Dios sacia a los hombres en todo el mundo, a los pobres que tienen necesidad de él. Él los sacia con el alimento que necesitan: les da a Dios, se da a sí mismo. Y luego el salmo dice: "Volverán al Señor hasta de los confines del orbe". De la cruz nace la Iglesia universal. Dios va más allá del judaísmo y abraza al mundo entero para unirlo en el banquete de los pobres.

 

Luego, está el mensaje del evangelio. De nuevo el fracaso de Dios. Los primeros en ser invitados se excusan y no van. La sala de Dios se queda vacía; el banquete parece haber sido preparado en vano. Es lo que Jesús experimenta en la fase final de su actividad: los grupos oficiales, autorizados, dicen "no" a la invitación de Dios, que es él mismo. No acuden. Su mensaje, su llamada, acaba en el "no" de los hombres.

 

Sin embargo, tampoco aquí fracasa Dios. La sala vacía se convierte en una oportunidad para llamar a un número mayor de personas. El amor de Dios, la invitación de Dios, se extiende. San Lucas nos narra esto en dos fases: primero, la invitación se dirige a los pobres, a los abandonados, a los que nadie invita en esa misma ciudad. De ese modo, Dios hace lo que escuchamos en el evangelio de ayer. (El evangelio de hoy forma parte de un pequeño simposio en el marco de una cena en casa de un fariseo. Encontramos cuatro textos: primero, la curación del hidrópico; luego, las palabras sobre los últimos puestos; después, la enseñanza de no invitar a los amigos, que se lo pagarán invitándolo a su vez, sino a los que realmente tienen hambre, los cuales no podrán pagárselo con una invitación; por último viene precisamente nuestro relato). Dios hace ahora lo que dijo Jesús al fariseo: invita a los que no poseen nada, a los que realmente tienen hambre, a los que no pueden invitarlo, a los que no pueden darle nada. Entonces viene la segunda fase: sale de la ciudad, a los caminos, e invita a los vagabundos.

 

Podemos suponer que san Lucas con esas dos fases quiere dar a entender que los primeros en entrar a la sala son los pobres de Israel, y luego, dado que no son suficientes, pues la sala de Dios es más grande, la invitación se extiende, fuera de la ciudad santa, hasta el mundo de los gentiles.

Los que no pertenecen a Dios, los que están fuera, son invitados para llenar la sala. Y seguramente san Lucas, que nos ha transmitido este evangelio, ha visto en ello la representación anticipada ―mediante una imagen― de los acontecimientos que narra después en los Hechos de los Apóstoles, donde sucede eso precisamente: san Pablo siempre comienza su misión en la sinagoga, dirigiéndose a los que han sido invitados en primer lugar, y sólo cuando las personas autorizadas rechazan la invitación y queda solamente un pequeño grupo de pobres, sale y se dirige a los paganos.

 

Así, el Evangelio, a través de este itinerario constante de crucifixión, se hace universal, abraza a todos, llegando finalmente hasta Roma. En Roma san Pablo llama a los jefes de la sinagoga, les anuncia el misterio de Jesucristo, el reino de Dios en su persona. Pero las personas autorizadas rechazan la invitación, y él se despide de ellas con estas palabras: "Bien, dado que no escucháis, este mensaje se anuncia a los paganos y ellos lo escucharán".

 

Con esa confianza se concluye el mensaje del fracaso: "ellos lo escucharán". Se formará la Iglesia de los paganos. Y se formó, y sigue formándose. Durante las visitas ad limina los obispos me refieren muchas cosas graves y duras, pero siempre, precisamente los del tercer mundo, me dicen también que los hombres escuchan y vienen; que también hoy el mensaje llega por los caminos hasta los confines de la tierra, y los hombres acuden a la sala de Dios, a su banquete.

 

Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué significa todo eso para nosotros? Ante todo tenemos una certeza: Dios no fracasa. "Fracasa" continuamente, pero en realidad no fracasa, pues de ello saca nuevas oportunidades de misericordia mayor, y su creatividad es inagotable. No fracasa porque siempre encuentra modos nuevos de llegar a los hombres y abrir más su gran casa, a fin de que se llene del todo. No fracasa porque no renuncia a pedir a los hombres que vengan a sentarse a su mesa, a tomar el alimento de los pobres, en el que se ofrece el don precioso que es él mismo. Dios tampoco fracasa hoy. Aunque muchas veces nos respondan "no", podemos tener la seguridad de que Dios no fracasa. Toda esta historia, desde Adán, nos deja una lección: Dios no fracasa.

También hoy encontrará nuevos caminos para llamar a los hombres y quiere contar con nosotros como sus mensajeros y sus servidores.

 

Precisamente en nuestro tiempo constatamos cómo los primeros invitados dicen "no". En efecto, la cristiandad occidental, o sea, los nuevos "primeros invitados" en gran parte ahora se excusan, no tienen tiempo para ir al banquete del Señor. Vemos cómo las iglesias están cada vez más vacías; los seminarios siguen vaciándose, las casas religiosas están cada vez más vacías. Vemos las diversas formas como se presenta este "no, tengo cosas más importantes que hacer". Y nos asusta y nos entristece constatar cómo se excusan y no acuden los primeros invitados, que en realidad deberían conocer la grandeza de la invitación y deberían sentirse impulsados a aceptarla. ¿Qué debemos hacer?

 

Ante todo debemos plantearnos la pregunta: ¿por qué sucede precisamente eso? En su parábola, el Señor cita dos motivos: la posesión y las relaciones humanas, que absorben a las personas hasta el punto de que creen que no tienen necesidad de nada más para llenar totalmente su tiempo y, por consiguiente, su existencia interior.

 

San Gregorio Magno, en su exposición de este texto, trató de ir más a fondo y se preguntó: "¿Cómo es posible que un hombre diga "no" a lo más grande que hay, que no tenga tiempo para lo más importante; que limite a sí mismo toda su existencia?". Y responde: en realidad, nunca han hecho la experiencia de Dios; nunca han llegado a "gustar" a Dios; nunca han experimentado cuán delicioso es ser "tocados" por Dios. Les falta este "contacto" y, por tanto, el "gusto de Dios". Y nosotros sólo vamos al banquete si, por decirlo así, lo gustamos. San Gregorio cita el salmo del que está tomada la antífona de comunión de la liturgia de hoy: "Gustad y ved"; gustad y entonces veréis y seréis iluminados. Nuestra tarea consiste en ayudar a las personas a gustar, a sentir de nuevo el gusto de Dios.

 

En otra homilía, san Gregorio Magno profundizó aún más la misma cuestión, y se preguntó: "¿Cómo es posible que el hombre no quiera ni tan sólo "probar" el gusto de Dios?". Y responde: cuando el hombre está completamente ocupado con su mundo, con las cosas materiales, con lo que puede hacer, con todo lo que es factible y le lleva al éxito, con todo lo que puede producir o comprender por sí mismo, entonces su capacidad de percibir a Dios se debilita, el órgano para ver a Dios se atrofia, resulta incapaz de percibir y se vuelve insensible. Ya no percibe lo divino, porque el órgano correspondiente se ha atrofiado en él, no se ha desarrollado. Cuando utiliza demasiado todos los demás órganos, los empíricos, entonces puede ocurrir que precisamente el sentido de Dios se debilite, que este órgano muera, y que el hombre, como dice san Gregorio, no perciba ya la mirada de Dios, el ser mirado por él, la realidad tan maravillosa que es el hecho de que su mirada se fije en mí.

 

Creo que san Gregorio Magno describió exactamente la situación de nuestro tiempo. En efecto, su época era muy semejante a la nuestra. Aquí nos surge otra vez la pregunta: ¿qué debemos hacer? Lo primero que debemos hacer es lo que el Señor nos dice hoy en la primera lectura y que san Pablo nos recomienda encarecidamente en nombre de Dios: "Tened los mismos sentimientos de Jesucristo" (Touto phroneite en hymin ho kai en Christo Iesou).

 

Aprended a pensar como pensaba Cristo; aprended a pensar como él. Este pensar no es sólo una actividad del entendimiento, sino también del corazón. Aprendemos los sentimientos de Jesucristo cuando aprendemos a pensar como él y, por tanto, cuando aprendemos a pensar también en su fracaso, en su experiencia de fracaso, y en el hecho de que incrementó su amor en el fracaso.

 

Si tenemos sus mismos sentimientos, si comenzamos a ejercitarnos en pensar como él y con él, entonces se despierta en nosotros la alegría con respecto a Dios, la convicción de que él es siempre el más fuerte. Sí, podemos decir que se despierta en nosotros el amor a él. Experimentamos la alegría de saber que existe y podemos conocerlo, que lo conocemos en el rostro de Jesucristo, el cual sufrió por nosotros. Creo que lo primero es entrar nosotros mismos en contacto íntimo con Dios, con el Señor Jesús, el Dios vivo; que en nosotros se fortalezca el órgano para percibir a Dios; que percibamos en nosotros mismos su "gusto exquisito".

 

Eso dará alma a nuestra actividad, pues también nosotros corremos el peligro de trabajar mucho, en el campo eclesiástico, haciéndolo todo por Dios, pero totalmente absorbidos por la actividad, sin encontrar a Dios. Los compromisos ocupan el lugar de la fe, pero están vacíos en su interior.

 

Por eso, creo que debemos esforzarnos sobre todo por escuchar al Señor, en la oración, con una participación íntima en los sacramentos, aprendiendo los sentimientos de Dios en el rostro y en los sufrimientos de los hombres, para que así se nos contagie su alegría, su celo, su amor, y para mirar al mundo como él y desde él. Si logramos hacer esto, entonces también en medio de tantos "no" encontraremos de nuevo a los hombres que lo esperan y que a menudo tal vez son caprichosos ―como dice claramente la parábola―, pero que desde luego están llamados a entrar en su sala.

 

Una vez más, con otras palabras, se trata de la centralidad de Dios; y no precisamente de un Dios cualquiera, sino del Dios que tiene el rostro de Jesucristo. Esto es muy importante hoy. Se podrían enumerar muchos problemas que existen en la actualidad y que es preciso resolver, pero todos ellos sólo se pueden resolver si se pone a Dios en el centro, si Dios resulta de nuevo visible en el mundo, si llega a ser decisivo en nuestra vida y si entra también en el mundo de un modo decisivo a través de nosotros.

 

A mi parecer, el destino del mundo en esta situación dramática depende de esto: de si Dios, el Dios de Jesucristo, está presente y si es reconocido como tal, o si desaparece. Nosotros queremos que esté presente. En definitiva, ¿qué debemos hacer para ello? Dirigirnos a él. Celebrar la misa votiva del Espíritu Santo, invocándolo: "Lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium. Flecte quod est rigidum, fove quod est frigidum, rege quod est devium" (Lava lo que está sucio, riega lo que está seco, sana lo que está herido. Dobla lo que está rígido, calienta lo que está frío, endereza lo que está torcido).

 

Invoquémoslo para que riegue, caliente, enderece; para que nos infunda la fuerza de su fuego santo y renueve la faz de la tierra. Por eso le suplicamos de todo corazón en este momento, en estos días.

 

Amén.

 

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD

BENEDICTO XVI

A TURQUÍA

(28 DE NOVIEMBRE – 1 DE DICIEMBRE 2006)

 

SANTA MISA EN EL SANTUARIO DE LA CASA DE MARÍA

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Éfeso

Miércoles 29 de noviembre de 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

En esta celebración eucarística queremos alabar al Señor por la divina maternidad de María, misterio que aquí, en Éfeso, en el concilio ecuménico del año 431, fue solemnemente confesado y proclamado. A este lugar, uno de los más amados por la comunidad cristiana, vinieron en  peregrinación mis venerados predecesores los siervos de Dios Pablo VI y Juan Pablo II, el cual visitó este santuario el 30 de noviembre de 1979, después de poco más de un año del inicio de su pontificado.

 

Pero hay otro predecesor mío que estuvo en este país, no como Papa, sino como representante pontificio desde enero de 1935 hasta diciembre de 1944, y cuyo recuerdo suscita todavía mucha devoción y simpatía:  el beato Juan XXIII, Angelo Roncalli. Sentía gran estima y admiración por el pueblo turco. A este respecto, me complace recordar una frase de su "Diario del alma":  "Amo a los turcos, aprecio las cualidades naturales de este pueblo, que tiene un puesto preparado en el camino de la civilización" (n. 741).

 

Además, dejó como don a la Iglesia y al mundo una actitud espiritual de optimismo cristiano, fundamentado en una fe profunda y en una constante unión con Dios. Animado por este espíritu, me dirijo a esta nación, y en particular al "pequeño rebaño" de Cristo, que vive en medio de ella, para alentarlo y manifestarle la cercanía de toda la Iglesia.

 

Con gran afecto os saludo a todos vosotros, aquí presentes, fieles de Esmirna, Mersin, Iskenderun y Antakia, y a otros venidos de diversas partes del mundo, así como a los que no han podido participar en esta celebración, pero que están unidos espiritualmente a nosotros. Saludo en particular a monseñor Ruggero Franceschini, arzobispo de Esmirna; a monseñor Giuseppe Bernardini, arzobispo emérito de Esmirna; a monseñor Luigi Padovese, a los sacerdotes y a las religiosas. Gracias por vuestra presencia, por vuestro testimonio y por vuestro servicio a la Iglesia en esta tierra bendita, en la que, en sus orígenes, la comunidad cristiana experimentó un gran desarrollo, como lo atestiguan también los numerosos peregrinos que vienen a Turquía.

 

Madre de Dios – Madre de la Iglesia

 

Hemos escuchado el pasaje del evangelio de san Juan que invita a contemplar el momento de la Redención, cuando María, unida al Hijo en el ofrecimiento del Sacrificio, extendió su maternidad a todos los hombres y, en particular, a los discípulos de Jesús.

 

El autor del cuarto Evangelio, san Juan, el único de los apóstoles que permaneció en el Gólgota junto a la Madre de Jesús y a otras mujeres, fue testigo privilegiado de ese acontecimiento. La maternidad de María, que comenzó con el fiat de Nazaret, culmina bajo la cruz. Si es verdad, como observa san Anselmo, que "desde el momento del fiat María comenzó a llevarnos a todos en su seno", la vocación y misión materna de la Virgen con respecto a los creyentes en Cristo comenzó efectivamente cuando Cristo le dijo:  "Mujer, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26).

 

Viendo desde lo alto de la cruz a su Madre y a su lado al discípulo amado, Cristo agonizante reconoció la primicia de la nueva familia que había venido a formar en el mundo, el germen de la Iglesia y de la nueva humanidad. Por eso, se dirigió a María llamándola "mujer" y no "madre"; término que sin embargo utilizó al encomendarla al discípulo:  "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27).

El Hijo de Dios cumplió así su misión:  nacido de la Virgen para compartir en todo, excepto en el pecado, nuestra condición humana, en el momento de regresar al Padre dejó en el mundo el sacramento de la unidad del género humano (cf. Lumen gentium, 1):  la familia "congregada por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (san Cipriano, De Orat. Dom. 23:  PL 4, 536), cuyo núcleo primordial es precisamente este vínculo nuevo entre la Madre y el discípulo. De este modo, quedan unidas de manera indisoluble la maternidad divina y la maternidad eclesial.

 

Madre de Dios – Madre de la unidad

 

La primera lectura nos ha presentado lo que se puede definir como el "evangelio" del Apóstol de las gentes:  todos, incluso  los  paganos,  están  llamados en  Cristo  a  participar  plenamente en el misterio de la salvación. En particular, el texto  contiene la expresión que he escogido  como  lema de mi viaje apostólico: "Él, Cristo, es nuestra paz" (Ef 2, 14).

 

Inspirado por el Espíritu Santo, san Pablo no sólo afirma que Jesucristo nos ha traído la paz, sino también que él "es" nuestra paz. Y justifica esa afirmación refiriéndose al misterio de la cruz:  al derramar "su sangre", dice, ofreciendo en sacrificio "su carne", Jesús destruyó la enemistad "para crear en sí mismo, de los dos, un solo hombre nuevo" (Ef 2, 14-16).

 

El Apóstol explica de qué forma, realmente imprevisible, la paz mesiánica se realizó en la persona misma de Cristo y en su misterio salvífico. Lo explica escribiendo, mientras se encuentra prisionero, a la comunidad cristiana que vivía aquí, en Éfeso: "a los santos que están en Éfeso, fieles en Cristo Jesús" (Ef 1, 1), como afirma al inicio de la carta. El Apóstol les desea "gracia y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ef 1, 2).

 

"Gracia" es la fuerza que transforma al hombre y al mundo; "paz" es el fruto maduro de esta transformación. Cristo es la gracia, Cristo es la paz. San Pablo es consciente de haber sido enviado a anunciar un "misterio", es decir, un designio divino que sólo se ha realizado y revelado en la plenitud de los tiempos en Cristo; es decir, "que los gentiles son coherederos, miembros del mismo Cuerpo y partícipes de la misma promesa en Cristo Jesús por medio del Evangelio" (Ef 3, 6).

 

En el plan histórico-salvífico, este "misterio" se realiza "en la Iglesia", el pueblo nuevo en el que judíos y paganos, destruido el viejo muro de separación, se vuelven a encontrar unidos. Como Cristo, la Iglesia no sólo es un instrumento de la unidad; también es un signo eficaz. Y la Virgen María, Madre de Cristo y de la Iglesia, es la Madre de ese misterio de unidad que Cristo y la Iglesia representan inseparablemente y construyen en el mundo y a lo largo de la historia.

 

Imploramos paz para Jerusalén y para todo el mundo

 

El Apóstol de los gentiles explica que Cristo es quien "de los dos pueblos hizo uno" (Ef 2, 14):  esta afirmación se refiere propiamente a la relación entre judíos y  gentiles en orden al misterio de la salvación  eterna; sin embargo, la afirmación puede ampliarse, por analogía, a las relaciones entre los pueblos y las civilizaciones presentes en el mundo. Cristo "vino a anunciar la paz" (Ef 2, 17), no sólo entre judíos y no judíos, sino también entre todas las naciones, porque todas proceden del mismo Dios, único Creador y Señor del universo.

 

Confortados por la palabra de Dios, desde aquí, desde Éfeso, ciudad bendecida por la presencia de María santísima —que, como sabemos, es amada y venerada también por los musulmanes—, elevamos al Señor una oración especial por la paz entre los pueblos.

 

Desde este extremo de la península de Anatolia, puente natural entre continentes, invocamos paz y reconciliación ante todo para quienes viven en la Tierra que llamamos "santa", y que así es considerada  por los cristianos, los judíos y los musulmanes:  es la tierra de Abraham, de Isaac y de Jacob, destinada a albergar un pueblo que llegara a ser bendición para todas las naciones (cf. Gn 12, 1-3).

 

¡Paz para toda la humanidad! Ojalá que se cumpla pronto la profecía de Isaías:  "De las espadas forjarán arados, de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra" (Is 2, 4). Todos necesitamos esta paz universal; la Iglesia no sólo está llamada a anunciarla de modo profético; más aún, debe ser su "signo e instrumento". Precisamente desde esta perspectiva universal de pacificación, se hace más profundo e intenso el anhelo hacia la plena comunión y concordia entre todos los cristianos.

 

En esta celebración se hallan presentes fieles católicos de varios ritos, y esto es motivo de alegría y alabanza a Dios. Esos ritos son expresión de la admirable variedad con la que está adornada la Esposa de Cristo, con tal de que converjan en la unidad y en el testimonio común. Para este fin debe ser ejemplar la unidad entre los Ordinarios en la Conferencia episcopal, en la comunión y compartiendo los esfuerzos pastorales.

 

Magníficat

 

La liturgia de hoy nos ha hecho repetir, como estribillo del salmo responsorial, el cántico de alabanza que la Virgen de Nazaret proclamó en el encuentro con su anciana pariente Isabel (cf. Lc 1, 39). También han sido consoladoras para nuestro corazón las palabras del salmista:  "La misericordia y la verdad se encuentran; la justicia y la paz se besan" (Sal 84, 11).

 

Queridos hermanos y hermanas, con esta visita he querido manifestar no sólo mi amor y mi cercanía espiritual, sino también los de la Iglesia universal, a la comunidad cristiana que aquí, en Turquía, es realmente una pequeña minoría y afronta cada día no pocos desafíos y dificultades.

 

Con firme confianza cantemos, junto con María, el "magníficat" de la alabanza y  la acción de gracias a Dios, que mira la humildad de su sierva (cf. Lc 1, 47-48). Cantémoslo con alegría incluso cuando afrontamos dificultades y peligros, como lo atestigua el hermoso testimonio del sacerdote romano don Andrea Santoro, a quien me complace recordar también en nuestra celebración.

 

María nos enseña que la fuente de nuestra alegría y nuestro único apoyo firme es Cristo y nos repite sus palabras:  "No tengáis miedo" (Mc 6, 50), "Yo estoy con vosotros" (Mt 28, 20). Y tú, Madre de la Iglesia, acompaña siempre nuestro camino. Santa María, Madre de Dios, ¡ruega por nosotros! "Aziz Meryem Mesih\\’in Annesi bizim için Dua et". Amén.

 

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD

BENEDICTO XVI

A TURQUÍA

(28 DE NOVIEMBRE – 1 DE DICIEMBRE 2006)

 

CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DEL ESPÍRITU SANTO

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE

 

Estambul, viernes 1 de diciembre de 2006

Queridos hermanos y hermanas: 

 

Al concluir mi visita pastoral a Turquía, me alegra encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar con ella la Eucaristía para dar gracias al Señor por todos sus dones. Deseo saludar en primer lugar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerados hermanos, que han querido unirse a nosotros para esta celebración. Les expreso mi profunda gratitud por este gesto fraterno que honra a toda la comunidad católica.

 

Queridos hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y laicos, pertenecientes a las diferentes comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia, os saludo a todos con alegría, dirigiéndoos las palabras de san Pablo a los Gálatas:  "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ga 1, 3). Deseo agradecer a las autoridades civiles presentes su amable acogida y de modo especial a todos los que han hecho posible la realización de este viaje. Saludo, por último, a los representantes de las demás comunidades eclesiales y de otras religiones que han querido estar aquí presentes entre nosotros.

 

¿Cómo no pensar en los diversos acontecimientos que precisamente aquí forjaron nuestra historia común? Al mismo tiempo siento el deber de recordar de modo especial a los numerosos testigos del Evangelio de Cristo que nos impulsan a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en la verdad y en la caridad.

 

En esta catedral del Espíritu Santo, deseo dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en la historia de los hombres e invocar los dones del Espíritu de santidad sobre todos. Como nos acaba de recordar san Pablo, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y de nuestra unidad. Él suscita en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe para que reconozcamos al Señor. Después de su confesión de fe en Cesarea de Filipo, Jesús dijo a Pedro:  "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).

 

Sí, ciertamente somos bienaventurados cuando el Espíritu Santo nos dispone a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de los cristianos, su Iglesia, tan rica por su multiplicidad de dones, funciones y actividades, y al mismo tiempo una, pues "es el mismo Dios que obra en todos" (1 Co 12, 6). San Pablo añade que "a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7). Manifestar el Espíritu, vivir según el Espíritu, no significa vivir sólo para sí mismo, sino aprender a configurarse constantemente a sí mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como él, en servidor de sus hermanos.

 

He aquí una enseñanza muy concreta para cada uno de nosotros, obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos servidores como él; esto vale también para todos los ministros del Señor, así como para todos los fieles:  al recibir el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13) y la vida de Cristo se ha convertido en nuestra vida, para que vivamos como él, para que amemos a nuestros hermanos como él nos ha amado (cf. Jn 13, 34).

 

Hace veintisiete años, en esta misma catedral, mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II expresó su deseo de que el alba del nuevo milenio "se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad, para testimoniar mejor, en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo, el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la catedral del Espíritu Santo, en Estambul, 29 de noviembre de 1979, n. 5:  L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 11). Ese anhelo no se ha cumplido aún, pero sigue siendo el deseo del Papa, y nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino que lleva a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", situando la perspectiva ecuménica en el primer lugar de nuestras preocupaciones eclesiales. Así viviremos de verdad según el Espíritu del Señor, al servicio del bien de todos.

 

Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra hermosa imagen que usa san Pablo al hablar de la Iglesia:  la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar un único edificio, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la vida nueva que nos ha dado el Padre en el Espíritu Santo. El evangelio de san Juan lo acaba de proclamar:  "de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 38). Esta agua que corre, esta agua viva que Jesús prometió a la samaritana, los profetas Zacarías y Ezequiel la vieron brotar del costado del templo para hacer fecundas las aguas del Mar Muerto:  una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios hizo siempre a su pueblo y que Jesús vino a cumplir.

 

En un mundo en el que los hombres son tan reacios a compartir entre sí los bienes de la tierra y en el que con razón comienza a preocupar la escasez de agua, un bien tan valioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún más grande. Como Cuerpo de Cristo, ha recibido la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28, 19), es decir, transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la buena nueva, que no sólo ilumina sino que también cambia su vida, hasta vencer incluso a la muerte.

 

Esta buena nueva no es sólo una palabra, sino una Persona; ¡es Cristo mismo, resucitado, vivo! Por la gracia de los sacramentos, el agua que brotó de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, en "ríos de agua viva", en un caudal que nadie puede detener y que da nueva vida. Los cristianos no pueden tener sólo para sí lo que han recibido. No pueden confiscar este tesoro y esconder esta fuente. La misión de la Iglesia no es defender poderes ni obtener riquezas; su misión es dar a Cristo, compartir la vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, que Dios mismo nos entrega en su Hijo.

 

Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la vida diaria en compañía de personas que no comparten nuestra fe, pero "que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso" (Lumen gentium, 16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que sólo pide poder vivir en libertad para revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la cruz y nos entregó su Espíritu, presencia viva de Dios entre nosotros y en lo más íntimo de nosotros mismos.

 

Estad siempre abiertos al Espíritu de Cristo y, por tanto, sed solícitos con los que tienen sed de justicia, de paz, de dignidad y de respeto por ellos mismos y por sus hermanos. Vivid entre vosotros de acuerdo con las palabras del Señor:  "En esto conocerán todos que sois discípulos míos:  si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).

 

Hermanos y hermanas, encomendemos ahora a la Virgen María, Madre de Dios y esclava del Señor, nuestro deseo de servir al Señor. Ella oró en el Cenáculo juntamente con la comunidad primitiva, a la espera de Pentecostés. Junto con ella, pidamos a Cristo nuestro Señor:  Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los transforme en mensajeros de tu Evangelio.

 

CELEBRACIÓN DE LAS PRIMERAS VÍSPERAS DEL I DOMINGO DE ADVIENTO

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Sábado 2 diciembre 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas: 

 

La primera antífona de esta celebración vespertina se presenta como apertura del tiempo de Adviento y resuena como antífona de todo el Año litúrgico:  "Anunciad a todos los pueblos y decidles:  Mirad, Dios viene, nuestro Salvador". Al inicio de un nuevo ciclo anual, la liturgia invita a la Iglesia a renovar su anuncio a todos los pueblos y lo resume en dos palabras:  "Dios viene". Esta expresión tan sintética contiene una fuerza de sugestión siempre nueva.

 

Detengámonos un momento a reflexionar:  no usa el pasado —Dios ha venido— ni el futuro, —Dios vendrá—, sino el presente:  "Dios viene". Como podemos comprobar, se trata de un presente continuo, es decir, de una acción que se realiza siempre:  está ocurriendo, ocurre ahora y ocurrirá también en el futuro. En todo momento "Dios viene".

 

El verbo "venir" se presenta como un verbo "teológico", incluso "teologal", porque dice algo que atañe a la naturaleza misma de Dios. Por tanto, anunciar que "Dios viene" significa anunciar simplemente a Dios mismo, a través de uno de sus rasgos esenciales y característicos:  es el Dios-que-viene.

 

El Adviento invita a los creyentes a tomar conciencia de esta verdad y a actuar coherentemente. Resuena como un llamamiento saludable que se repite con el paso de los días, de las semanas, de los meses:  Despierta. Recuerda que Dios viene. No ayer, no mañana, sino hoy, ahora. El único verdadero Dios, "el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob" no es un Dios que está en el cielo, desinteresándose de nosotros y de nuestra historia, sino que es el Dios-que-viene.

 

Es un Padre que nunca deja de pensar en nosotros y, respetando totalmente nuestra libertad, desea encontrarse con nosotros y visitarnos; quiere venir, vivir en medio de nosotros, permanecer en nosotros. Viene porque desea liberarnos del mal y de la muerte, de todo lo que impide nuestra verdadera felicidad, Dios viene a salvarnos.

 

Los Padres de la Iglesia explican que la "venida" de Dios —continua y, por decirlo así, connatural con su mismo ser— se concentra en las dos principales venidas de Cristo, la de su encarnación y la de su vuelta gloriosa al fin de la historia (cf. San Cirilo de Jerusalén, Catequesis 15, 1:  PG 33, 870). El tiempo de Adviento se desarrolla entre estos dos polos. En los primeros días se subraya la espera de la última venida del Señor, como lo demuestran también los textos de la celebración vespertina de hoy.

 

En cambio, al acercarse la Navidad, prevalecerá la memoria del acontecimiento de Belén, para reconocer en él la "plenitud del tiempo". Entre estas dos venidas, "manifiestas", hay una tercera, que san Bernardo llama "intermedia" y "oculta":  se realiza en el alma de los creyentes y es una especie de "puente" entre la primera y la última. "En la primera —escribe san Bernardo—, Cristo fue nuestra redención; en la última se manifestará como nuestra vida; en esta es nuestro descanso y nuestro consuelo" (Discurso 5 sobre el Adviento, 1).

 

Para la venida de Cristo que podríamos llamar "encarnación espiritual", el arquetipo siempre es María. Como la Virgen Madre llevó en su corazón al Verbo hecho carne, así cada una de las almas y toda la Iglesia están llamadas, en su peregrinación terrena, a esperar a Cristo que viene, y a acogerlo con fe y amor siempre renovados.

 

Así la Liturgia del Adviento pone de relieve que la Iglesia da voz a esa espera de Dios profundamente inscrita en la historia de la humanidad, una espera a menudo sofocada y desviada hacia direcciones equivocadas. La Iglesia, cuerpo místicamente unido a Cristo cabeza, es sacramento, es decir, signo e instrumento eficaz también de esta espera de Dios.

 

De una forma que sólo él conoce, la comunidad cristiana puede apresurar la venida final, ayudando a la humanidad a salir al encuentro del Señor que viene. Y lo hace ante todo, pero no sólo, con la oración. Las "obras buenas" son esenciales e inseparables de la oración, como recuerda la oración de este primer domingo de Adviento, con la que pedimos al Padre celestial que suscite en nosotros "el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, acompañados por las buenas obras".

 

Desde esta perspectiva, el Adviento es un tiempo muy apto para vivirlo en comunión con todos los que esperan en un mundo más justo y más fraterno, y que gracias a Dios son numerosos. En este compromiso por la justicia pueden unirse de algún modo hombres de cualquier nacionalidad y cultura, creyentes y no creyentes, pues todos albergan el mismo anhelo, aunque con motivaciones distintas, de un futuro de justicia y de paz.

 

La paz es la meta a la que aspira la humanidad entera. Para los creyentes "paz" es uno de los nombres más bellos de Dios, que quiere el entendimiento entre todos sus hijos, como he recordado en mi peregrinación de los días pasados a Turquía. Un canto de paz resonó en los cielos cuando Dios se hizo hombre y nació de una mujer, en la plenitud de los tiempos (cf. Ga 4, 4).

 

Así pues, comencemos este nuevo Adviento —tiempo que nos regala el Señor del tiempo— despertando en nuestros corazones la espera del Dios-que-viene y la esperanza de que su nombre sea santificado, de que venga su reino de justicia y de paz, y de que se haga su voluntad en la tierra como en el cielo.

 

En esta espera dejémonos guiar por la Virgen María, Madre del Dios-que-viene, Madre de la esperanza, a quien celebraremos dentro de unos días como Inmaculada. Que ella nos obtenga la gracia de ser santos e inmaculados en el amor cuando tenga lugar la venida de nuestro Señor Jesucristo, al cual, con el Padre y el Espíritu Santo, sea alabanza y gloria por los siglos de los siglos.

 

Amén.

 

 

VISITA PASTORAL A LA PARROQUIA ROMANA

SANTA MARÍA, ESTRELLA DE LA EVANGELIZACIÓN

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

II Domingo de Adviento, 10 de diciembre de 2006

 

 

Queridos hermanos y hermanas de la parroquia "Santa María, Estrella de la Evangelización": 

 

Me alegra estar entre vosotros para la dedicación de esta nueva y hermosa iglesia parroquial:  la primera que, desde que asumí el oficio de Obispo de Roma, dedico al Señor. La solemne liturgia de la dedicación de una iglesia es un momento de intensa y común alegría espiritual para todo el pueblo de Dios que vive en el territorio:  de todo corazón me uno a vuestra alegría.

 

Saludo con afecto al cardenal vicario de Roma Camillo Ruini; al obispo auxiliar del sector sur, monseñor Paolino Schiavon; y al auxiliar monseñor Ernesto Mandara, secretario de la Obra romana para la preservación de la fe y para la provisión de nuevas iglesias en Roma. A ellos y a cuantos, de diversas maneras, han contribuido a la realización de este nuevo centro parroquial expreso mi sincero agradecimiento.

 

Esta parroquia se inaugura durante el período de Adviento que, desde hace ya dieciséis años, la diócesis de Roma dedica a la sensibilización y a la recaudación de fondos para la realización de nuevas iglesias en las zonas periféricas de la ciudad. Se suma a los más de cincuenta complejos parroquiales ya realizados durante estos años gracias al esfuerzo económico del Vicariato, a la contribución de numerosos fieles y a la atención de las autoridades civiles. Pido a todos los fieles y ciudadanos de buena voluntad que sigan ayudando con generosidad, para que puedan tener cuanto antes una sede de su parroquia los barrios que carecen de ella. Sobre todo, en nuestro contexto social ampliamente secularizado, la parroquia es un faro que irradia la luz de la fe y así responde a los deseos más profundos y verdaderos del corazón del hombre, dando significado y esperanza a la vida de las personas y de las familias.

 

Saludo a vuestro párroco, a los sacerdotes, sus colaboradores, a los miembros del consejo pastoral parroquial y a los demás laicos comprometidos en las diversas actividades pastorales. Os saludo con afecto a cada uno. Vuestra comunidad es viva y joven. Joven por su fundación, que tuvo lugar en 1989, y aún más por el inicio efectivo de sus actividades. Joven porque en este barrio, Torrino norte, es joven la gran mayoría de las familias y, por tanto, hay numerosos niños y muchachos. Así pues, vuestra comunidad tiene la ardua y fascinante tarea de educar a sus hijos en la vida y en la alegría de la fe. Espero que juntos, con espíritu de sincera comunión, os comprometáis en la preparación de los sacramentos de iniciación cristiana y ayudéis a vuestros muchachos, que de ahora en adelante podrán encontrar aquí locales acogedores y estructuras adecuadas, a crecer en el amor y en la fidelidad al Señor.

 

Queridos hermanos y hermanas, estamos dedicando una iglesia, un edificio en el que Dios y el hombre quieren encontrarse; una casa para reunirnos, en la que somos atraídos hacia Dios; y estar con Dios nos une los unos a los otros. Las tres lecturas de esta solemne liturgia quieren mostrarnos, bajo aspectos muy diversos, el significado de un edificio sagrado como casa de Dios y como casa de los hombres. En las tres lecturas que hemos escuchado encontramos tres grandes temas:  en la primera lectura, la palabra de Dios que congrega a los hombres; en la segunda, la ciudad de Dios que, al mismo tiempo, aparece como esposa; y, por último, la confesión de Jesucristo como Hijo de Dios encarnado, hecha primero por Pedro, que puso así el inicio de la Iglesia viva que se manifiesta en el edificio material de toda iglesia. Escuchemos ahora con más detalle qué nos dicen las tres lecturas.

 

Ante todo, está el relato de la reconstrucción del pueblo de Israel, de la ciudad santa, Jerusalén, y del templo después del retorno del exilio. Tras el gran optimismo de la repatriación, el pueblo al llegar se encuentra un país desierto. ¿Cómo reconstruirlo? La reconstrucción externa, tan necesaria, no puede progresar si antes no se reconstituye el pueblo mismo como pueblo, si no se aplica de verdad un criterio común de justicia que una a todos y regule la vida y la actividad de cada uno.

 

El pueblo, tras el retorno, necesita, por decirlo así, una "Constitución", una ley fundamental para su vida. Y sabe que esta Constitución, para ser justa y duradera, en definitiva, para llevar a la justicia, no puede ser fruto de una invención autónoma suya. El hombre no puede inventar la verdadera  justicia; más  bien, debe descubrirla. En otras palabras, debe venir de Dios, que es la justicia. Por tanto, la palabra de Dios reconstruye la ciudad.

 

Lo que la lectura nos narra trae a la memoria el acontecimiento del Sinaí. Hace presente el acontecimiento del Sinaí:  se lee y explica solemnemente la palabra santa de Dios, que indica a los hombres el camino de la justicia. Así se hace presente como una fuerza que, desde dentro, edifica nuevamente el país. Esto sucede el último día del año. La palabra de Dios inaugura un nuevo año, inaugura una nueva hora de la historia. La palabra de Dios es siempre fuerza de renovación, que da sentido y orden a nuestro tiempo. Al final de la lectura llega la alegría:  se invita a los hombres al banquete solemne; se los exhorta a dar a los que no tienen nada y a unir así a todos en la comunión de la alegría, que se basa en la palabra de Dios.

 

La última palabra de esta lectura es la hermosa expresión:  la alegría del Señor es nuestra fuerza. Creo que no es difícil constatar cómo estas palabras del Antiguo Testamento son ahora una realidad para nosotros. El edificio de la iglesia existe para que nosotros podamos escuchar, explicar y comprender la palabra de Dios; existe para que la palabra de Dios actúe entre nosotros como fuerza que crea justicia y amor. En especial, existe para que en él pueda comenzar la fiesta en la que Dios quiere que participe la humanidad, no sólo al final de los tiempos, sino ya ahora mismo.

Existe para que nosotros conozcamos lo que es justo y bueno, y la palabra de Dios es la única fuente para conocer y dar fuerza a este conocimiento  de lo justo y lo bueno.

 

Por tanto, el edificio existe para que aprendamos a vivir la alegría del Señor, que es nuestra fuerza. Pidamos al Señor que nos haga sentirnos felices con su palabra; que nos haga sentirnos felices con la fe, para que esta alegría nos renueve a nosotros mismos y al mundo.

 

Por tanto, la lectura de la palabra de Dios, la renovación de la revelación del Sinaí después del exilio, sirvió entonces para la comunión con Dios y entre los hombres. Esta comunión se expresó en la reconstrucción del templo, de la ciudad y de sus murallas. Palabra de Dios y edificación de la ciudad, en el libro de Nehemías, están en estrecha relación:  por una parte, sin la palabra de Dios no existe ni ciudad ni comunidad; por otra, la palabra de Dios no es sólo discurso, sino que lleva a edificar, es una Palabra que construye.

 

Los textos siguientes del libro de Nehemías sobre la construcción de las murallas de la ciudad, en una primera lectura de sus detalles, son muy concretos e incluso prosaicos. Sin embargo, constituyen un tema verdaderamente espiritual y teológico. Una palabra profética de aquella época dice que Dios mismo hace de muralla de fuego en torno a Jerusalén (cf. Zc 2, 8 s). Dios mismo es la defensa viva de la ciudad, no sólo en aquel tiempo, sino siempre.

 

Así, la narración veterotestamentaria nos introduce en la visión del Apocalipsis, que hemos escuchado como segunda lectura. Sólo quisiera poner de relieve dos aspectos de esta visión. La ciudad es esposa. No es solamente un edificio de piedra. Todo lo que, con grandiosas imágenes, se dice sobre la ciudad remite a algo vivo:  a la Iglesia de piedras vivas, en la que ya ahora se forma la ciudad futura. Remite al pueblo nuevo que, en la fracción del pan, se convierte en un solo cuerpo con Cristo (cf. 1 Co 10, 16 s). Como el hombre y la mujer, en su amor, son "una sola carne", así Cristo y la humanidad congregada en la Iglesia se convierten, mediante el amor de Cristo, en "un solo espíritu" (cf. 1 Co 6, 17; Ef 5, 29 ss).

 

San Pablo llama a Cristo el nuevo, el último Adán:  el hombre definitivo. Y lo llama "espíritu que da vida" (1 Co 15, 45). Con él somos uno; con él, la Iglesia llega a ser espíritu que da vida. La ciudad santa, en la que ya no existe un templo, porque está inhabitada por Dios, es la imagen de esta comunidad que se forma a partir de Cristo.

 

El otro aspecto que quisiera mencionar son los doce cimientos de la ciudad, sobre los cuales están los nombres de los doce Apóstoles. Los cimientos de la ciudad no son piedras materiales, sino seres humanos:  son los Apóstoles con el testimonio de su fe. Los Apóstoles siguen siendo los cimientos de la nueva ciudad, de la Iglesia, mediante el ministerio de la sucesión apostólica:  mediante los obispos. Las velas que encendemos en las paredes de la iglesia, en los lugares donde se harán las unciones, recuerdan precisamente a los Apóstoles:  su fe es la verdadera luz que ilumina a la Iglesia. Y, al mismo tiempo, es el fundamento en el que se apoya. La fe de los Apóstoles no es algo anticuado. Puesto que es verdad, es el fundamento en el que nos apoyamos, es la luz por la que vemos.

 

Pasemos al Evangelio. ¡Cuántas veces lo hemos escuchado! La profesión de fe de san Pedro es el fundamento inquebrantable de la Iglesia. Junto con san Pedro, decimos hoy a Jesús:  "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo". La palabra de Dios no es solamente palabra. En Jesucristo la Palabra está presente en medio de nosotros como Persona. Este es el objetivo más profundo de la existencia de este edificio sagrado:  la iglesia existe para que en ella encontremos a Cristo, el Hijo del Dios vivo.

 

Dios tiene un rostro. Dios tiene un nombre. En Cristo, Dios se ha encarnado y se entrega a nosotros en el misterio de la santísima Eucaristía. La Palabra es carne. Se entrega a nosotros bajo las apariencias del pan, y así se convierte verdaderamente en el Pan del que vivimos. Los hombres vivimos de la Verdad. Esta Verdad es Persona:  nos habla y le hablamos. La iglesia es el lugar del encuentro con el Hijo del Dios vivo, y así es el lugar de encuentro entre nosotros. Esta es la alegría que Dios nos da:  que él se ha hecho uno de nosotros, que nosotros podemos casi tocarlo y que él vive con nosotros. Realmente, la alegría de Dios es nuestra fuerza.

 

Así el evangelio finalmente nos introduce en la hora que estamos viviendo hoy. Nos conduce a María, a quien aquí honramos como Estrella de la Evangelización. En la hora decisiva de la historia humana, María se ofreció a sí misma a Dios, ofreció su cuerpo y su alma como morada. En ella y de ella el Hijo de Dios asumió la carne. Por medio de ella la Palabra se hizo carne (cf. Jn 1, 14). Así María nos dice lo que es el Adviento:  ir al encuentro del Señor que viene a nuestro encuentro.

Esperarlo, escucharlo y contemplarlo. María nos explica para qué existen los edificios de las iglesias:  existen para que acojamos en nuestro interior la palabra de Dios; para que dentro de nosotros y por medio de nosotros la Palabra pueda encarnarse también hoy.

 

Así, la saludamos como Estrella de la Evangelización:  Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, para que vivamos el Evangelio. Ayúdanos a no esconder la luz del Evangelio debajo del celemín de nuestra poca fe. Ayúdanos a ser, en virtud del Evangelio, luz para el mundo, a fin de que los hombres puedan ver el bien y glorifiquen al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 14 ss). Amén.

MISA DE NOCHEBUENA

 

SOLEMNIDAD DE LA NATIVIDAD DEL SEÑOR

 

HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Domingo 24 de diciembre de 2006

 

¡Queridos hermanos y hermanas!

 

Acabamos de escuchar en el Evangelio lo que en la Noche santa los Ángeles dijeron a los pastores y que ahora la Iglesia nos proclama: « Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un salvador, el Mesías, el Señor. Y aquí tenéis una señal: encontraréis un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre » (Lc 2,11s.). Nada prodigioso, nada extraordinario, nada espectacular se les da como señal a los pastores. Verán solamente un niño envuelto en pañales que, como todos los niños, necesita los cuidados maternos; un niño que ha nacido en un establo y que no está acostado en una cuna, sino en un pesebre. La señal de Dios es el niño, su necesidad de ayuda y su pobreza. Sólo con el corazón los pastores podrán ver que en este niño se ha realizado la promesa del profeta Isaías que hemos escuchado en la primera lectura: « un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado. Lleva al hombro el principado » (Is 9,5). Tampoco a nosotros se nos ha dado una señal diferente. El ángel de Dios, a través del mensaje del Evangelio, nos invita también a encaminarnos con el corazón para ver al niño acostado en el pesebre.

 

La señal de Dios es la sencillez. La señal de Dios es el niño. La señal de Dios es que Él se hace pequeño por nosotros. Éste es su modo de reinar. Él no viene con poderío y grandiosidad externas. Viene como niño inerme y necesitado de nuestra ayuda. No quiere abrumarnos con la fuerza. Nos evita el temor ante su grandeza. Pide nuestro amor: por eso se hace niño. No quiere de nosotros más que nuestro amor, a través del cual aprendemos espontáneamente a entrar en sus sentimientos, en su pensamiento y en su voluntad: aprendamos a vivir con Él y a practicar también con Él la humildad de la renuncia que es parte esencial del amor. Dios se ha hecho pequeño para que nosotros pudiéramos comprenderlo, acogerlo, amarlo. Los Padres de la Iglesia, en su traducción griega del antiguo Testamento, usaron unas palabras del profeta Isaías que también cita Pablo para mostrar cómo los nuevos caminos de Dios fueron preanunciados ya en el Antiguo Testamento. Allí se leía: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado» (Is 10,23; Rm 9,28). Los Padres lo interpretaron en un doble sentido. El Hijo mismo es la Palabra, el Logos; la Palabra eterna se ha hecho pequeña, tan pequeña como para estar en un pesebre. Se ha hecho niño para que la Palabra esté a nuestro alcance. Dios nos enseña así a amar a los pequeños. A amar a los débiles. A respetar a los niños. El niño de Belén nos hace poner los ojos en todos los niños que sufren y son explotados en el mundo, tanto los nacidos como los no nacidos. En los niños convertidos en soldados y encaminados a un mundo de violencia; en los niños que tienen que mendigar; en los niños que sufren la miseria y el hambre; en los niños carentes de todo amor. En todos ellos, es el niño de Belén quien nos reclama; nos interpela el Dios que se ha hecho pequeño. En esta noche, oremos para que el resplandor del amor de Dios acaricie a todos estos niños, y pidamos a Dios que nos ayude a hacer todo lo que esté en nuestra mano para que se respete la dignidad de los niños; que nazca para todos la luz del amor, que el hombre necesita más que las cosas materiales necesarias para vivir.

 

Con eso hemos llegado al segundo significado que los Padres han encontrado en la frase: « Dios ha cumplido su palabra y la ha abreviado ». A través de los tiempos, la Palabra que Dios nos comunica en los libros de la Sagrada Escritura se había hecho larga. Larga y complicada no sólo para la gente sencilla y analfabeta, sino más todavía para los conocedores de la Sagrada Escritura, para los eruditos que, como es notorio, se enredaban con los detalles y sus problemas sin conseguir prácticamente llegar a una visión de conjunto. Jesús ha «hecho breve» la Palabra, nos ha dejado ver de nuevo su más profunda sencillez y unidad. Todo lo que nos enseñan la Ley y los profetas se resume en esto: « Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente… Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Mt 22,37-39). Esto es todo: la fe en su conjunto se reduce a este único acto de amor que incluye a Dios y a los hombres. Pero enseguida vuelven a surgir preguntas: ¿Cómo podemos amar a Dios con toda nuestra mente si apenas podemos encontrarlo con nuestra capacidad intelectual? ¿Cómo amarlo con todo nuestro corazón y nuestra alma si este corazón consigue sólo vislumbrarlo de lejos y siente tantas cosas contradictorias en el mundo que nos oscurecen su rostro? Llegados a este punto, confluyen los dos modos en los cuales Dios ha "hecho breve" su Palabra. Él ya no está lejos. No es desconocido. No es inaccesible a nuestro corazón. Se ha hecho niño por nosotros y así ha disipado toda ambigüedad. Se ha hecho nuestro prójimo, restableciendo también de este modo la imagen del hombre que a menudo se nos presenta tan poco atrayente. Dios se ha hecho don por nosotros. Se ha dado a sí mismo. Por nosotros asume el tiempo. Él, el Eterno que está por encima del tiempo, ha asumido el tiempo, ha tomado consigo nuestro tiempo. Navidad se ha convertido en la fiesta de los regalos para imitar a Dios que se ha dado a sí mismo. ¡Dejemos que esto haga mella en nuestro corazón, nuestra alma y nuestra mente! Entre tantos regalos que compramos y recibimos no olvidemos el verdadero regalo: darnos mutuamente algo de nosotros mismos. Darnos mutuamente nuestro tiempo. Abrir nuestro tiempo a Dios. Así la agitación se apacigua. Así nace la alegría, surge la fiesta. Y en las comidas de estos días de fiesta recordemos la palabra del Señor: «Cuando des una comida o una cena, no invites a quienes corresponderán invitándote, sino a los que nadie invita ni pueden invitarte» (cf. Lc 14,12-14). Precisamente, esto significa también: Cuando tú haces regalos en Navidad, no has de regalar algo sólo a quienes, a su vez, te regalan, sino también a los que nadie hace regalos ni pueden darte nada a cambio. Así ha actuado Dios mismo: Él nos invita a su banquete de bodas al que no podemos corresponder, sino que sólo podemos aceptar con alegría. ¡Imitémoslo! Amemos a Dios y, por Él, también al hombre, para redescubrir después de un modo nuevo a Dios a través de los hombres.

 

Finalmente, se manifiesta un tercer significado de la afirmación sobre la Palabra hecha «breve» y «pequeña». A los pastores se les dijo que encontrarían al niño en un pesebre para animales, cuyo cobijo normal es el establo. Leyendo a Isaías (1,3), los Padres han deducido que en el pesebre de Belén había un buey y una mula. E interpretaron el texto en el sentido de que estos serían un símbolo de los judíos y de los paganos –por lo tanto, de la humanidad entera–, los cuales precisan de un salvador, cada uno a su modo: del Dios que se ha hecho niño. Para vivir, el hombre necesita pan, fruto de la tierra y de su trabajo. Pero no sólo vive de pan. Necesita sustento para su alma: necesita un sentido que llene su vida. Así, para los Padres, el pesebre de los animales se ha convertido en el símbolo del altar sobre el que está el Pan que es el propio Cristo: la verdadera comida para nuestros corazones. Y vemos una vez más cómo Él se hizo pequeño: en la humilde apariencia de la hostia, de un pedacito de pan, Él se da a sí mismo.

 

De todo eso habla la señal que les fue dada a los pastores y que se nos da a nosotros: el niño que se nos ha dado; el niño en el cual Dios se ha hecho pequeño por nosotros. Pidamos al Señor que nos dé la gracia de mirar esta noche el pesebre con la sencillez de los pastores para recibir así la alegría con la que ellos tornaron a casa (cf. Lc 2,20). Roguémoslo que nos dé la humildad y la fe con la que san José miró al niño que María había concebido del Espíritu Santo. Pidamos que nos conceda mirarlo con el amor con el cual María lo contempló. Y pidamos que la luz que vieron los pastores también nos ilumine y se cumpla en todo el mundo lo que los ángeles cantaron en aquella noche: «Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor». ¡Amén!

 

 

VÍSPERAS DE LA SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS,

CON EL CANTO DEL "TE DEUM"

 

HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI

 

Basílica Vaticana

Domingo 31 de diciembre de 2006

 

 

Señores cardenales;

venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;

distinguidas autoridades;

queridos hermanos y hermanas: 

 

Nos hallamos reunidos en la basílica vaticana para dar gracias al Señor al terminar el año y para cantar juntos el Te Deum. Os doy gracias a todos de corazón por haber querido uniros a mí en una circunstancia tan significativa. Saludo en primer lugar a los señores cardenales, a los venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado, a los religiosos y las religiosas, a las personas consagradas y a los numerosos fieles laicos que representan a toda la comunidad eclesial de Roma.

Saludo en especial al alcalde de Roma y a las demás autoridades presentes.

 

En esta tarde del 31 de diciembre se entrecruzan dos perspectivas diversas:  la primera, vinculada al fin del año civil; la segunda, a la solemnidad litúrgica de María santísima Madre de Dios, que concluye la octava de la santa Navidad. El primer acontecimiento es común a todos; el segundo es propio de los cristianos. El entrecruzarse de las dos perspectivas confiere a esta celebración vespertina un carácter singular, en un clima espiritual particular que invita a la reflexión.

 

El primer tema, muy sugestivo, está vinculado a la dimensión del tiempo. En las última horas de cada año solar asistimos al repetirse de algunos "ritos" mundanos que, en el contexto actual, están marcados sobre todo por la diversión, con frecuencia vivida como evasión de la realidad, como para exorcizar los aspectos negativos y favorecer improbables golpes de suerte.

 

¡Cuán diversa debe ser la actitud de la comunidad cristiana! La Iglesia está llamada a vivir estas horas haciendo suyos los sentimientos de la Virgen María. Juntamente con ella está invitada a tener fija su mirada en el Niño Jesús, nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad y, confortada por su luz, a apresurarse a presentarle "las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de todos los afligidos" (Gaudium et spes, 1).

 

Así pues, se confrontan dos valoraciones de la dimensión "tiempo":  una cuantitativa y otra cualitativa. Por una parte, el ciclo solar, con sus ritmos; por otra, lo que san Pablo llama la "plenitud de los tiempos" (Ga 4, 4), es decir, el momento culminante de la historia del universo y del género humano, cuando el Hijo de Dios nació en el mundo.

 

El tiempo de las promesas se cumplió y, cuando el embarazo de María llegó a su fin, "la tierra —como dice un salmo— dio su fruto" (Sal 66, 7). La venida del Mesías, anunciada por los profetas, es el acontecimiento cualitativamente más importante de toda la historia, a la que confiere su sentido último y pleno. Las coordenadas histórico-políticas no condicionan las decisiones de Dios; el acontecimiento de la Encarnación es el que "llena" de valor y de sentido la historia.

 

Los que hemos nacido dos mil años después de ese acontecimiento podemos afirmarlo —por decirlo así— también a posteriori, después de haber conocido toda la vida de Jesús, hasta su muerte y su resurrección. Nosotros somos, a la vez, testigos de su gloria y de su humildad, del valor inmenso de su venida y del infinito respeto de Dios por los hombres y por nuestra historia. Él no ha llenado el tiempo entrando en él desde las alturas, sino "desde dentro", haciéndose una pequeña semilla para llevar a la humanidad hasta su plena maduración.

 

Este estilo de Dios hizo que fuera necesario un largo tiempo de preparación para llegar desde Abraham hasta Jesucristo, y que después de la venida del Mesías la historia no haya concluido, sino que haya continuado su curso, aparentemente igual, pero en realidad ya visitada por Dios y orientada hacia la segunda y definitiva venida del Señor al final de los tiempos. La maternidad de María, que es a la vez acontecimiento humano y divino, es símbolo real, y podríamos decir, sacramento de todo ello.

 

En el pasaje de la carta a los Gálatas que acabamos de escuchar san Pablo afirma:  "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer" (Ga 4, 4). Orígenes comenta:  "Mira bien que no dice:  nacido a través de una mujer; sino:  nacido de una mujer" (Comentario a la carta a los Gálatas:  PG 14, 1298).

Esta aguda observación del gran exegeta y escritor eclesiástico es importante porque, si el Hijo de Dios hubiera nacido solamente a través de una mujer, en realidad no habría asumido nuestra humanidad, y esto es precisamente lo que hizo al tomar carne de María.

 

Por consiguiente, la maternidad de María es verdadera y plenamente humana. En la frase "Dios envió a su Hijo, nacido de mujer" se halla condensada la verdad fundamental sobre Jesús como Persona divina que asumió plenamente nuestra naturaleza humana. Él es el Hijo de Dios, fue engendrado por él; y al mismo tiempo es hijo de una mujer, de María. Viene de ella. Es de Dios y de María. Por eso la Madre de Jesús se puede y se debe llamar Madre de Dios.

 

Es probable que este título, que en griego se dice Theotókos, haya aparecido por primera vez precisamente en la región de Alejandría de Egipto, donde vivió Orígenes en la primera mitad del siglo III. Pero sólo fue definido dogmáticamente dos siglos después, en el año 431, por el concilio de Éfeso, ciudad a la que tuve la alegría de acudir en peregrinación hace un mes, durante el viaje apostólico a Turquía. Precisamente teniendo presente esta inolvidable visita, ¿cómo no expresar toda mi filial gratitud a la santa Madre de Dios por la especial protección que me concedió en esos días de gracia?

 

Theotókos, Madre de Dios:  cada vez que rezamos el Ave María nos dirigimos a la Virgen con este título, suplicándole que ruegue "por nosotros, pecadores". Al finalizar un año, sentimos la necesidad de invocar de modo muy especial la intercesión maternal de María santísima en favor de la ciudad de Roma, de Italia, de Europa y del mundo entero. A ella, que es la Madre de la Misericordia encarnada, le encomendamos sobre todo las situaciones a las que sólo la gracia del Señor puede llevar paz, consuelo y justicia.

 

"Para Dios nada es imposible", dijo el ángel  a  la  Virgen  cuando le anunció su maternidad divina (cf. Lc 1, 37). María creyó y por eso es bienaventurada (cf. Lc 1, 45). Lo que resulta imposible para el hombre, es posible para quien cree (cf. Mc 9, 23). Por eso, al terminar el año 2006, vislumbrando ya el alba del 2007, pidamos a la Madre de Dios que nos obtenga el don de una fe madura:  una fe que quisiéramos que se asemeje, en la medida de lo posible, a la suya; una fe nítida, genuina, humilde y a la vez valiente, impregnada de esperanza y entusiasmo por el reino de Dios; una fe que no admita el fatalismo y esté abierta a cooperar en la voluntad de Dios con obediencia plena  y gozosa, con la certeza  absoluta  de  que  lo único que Dios quiere siempre para todos es amor y vida.

 

Oh María, alcánzanos una fe auténtica y pura.

 

Te damos gracias y te bendecimos siempre, santa Madre de Dios. Amén.

 

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2 comentarios

  1. soy alumana de la institucion yermo y parres, mejor conocido como san jose maria de yermo y parres, de verdad gracias por ser el representante a cristo aqui en la tierra, de manera especial por cuiarnos hacia el camino verdadero por medio de sus homilias. Le escribo mucho gusto desde la cuidad de puebla d elos angeles MEXICO mandole los mejores deseos y que el espiritu santo lo siguia iliminanado.

  2. soy docente, gracias a Dios nos permite una organización en nuestra iglesia católica y en la que gracia a la presencia del Espíritu Santo nos regala todos los dones. Así el E.S ILUMINA y transmite Sabiduría para que con sus homilias conozcamos mensajes que nos lleven a la reflexión y a vivir como verdaderos cristianos en nuestra realidad actual. Gracias, S.S POR SUS HOMILIAS.Le escribo desde Cartago, Valle del Cauca COLOMBIA.Que Dios nos bediga y María nos guie siempre.

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