HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
DURANTE LA CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
PARA LOS TRABAJADORES EN LA FIESTA DE SAN JOSÉ
Domingo 19 de marzo de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos escuchado juntos una famosa y bella página del libro del Éxodo, en la que el autor sagrado narra la entrega del Decálogo a Israel por parte de Dios. Un detalle llama enseguida la atención: la enumeración de los diez mandamientos se introduce con una significativa referencia a la liberación del pueblo de Israel. Dice el texto: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Ex 20, 2). Por tanto, el Decálogo quiere ser una confirmación de la libertad conquistada. En efecto, los mandamientos, si se analizan en profundidad, son el instrumento que el Señor nos da para defender nuestra libertad tanto de los condicionamientos internos de las pasiones como de los abusos externos de los maliciosos. Los «no» de los mandamientos son otros tantos «sí» al crecimiento de una libertad auténtica. Conviene subrayar también una segunda dimensión del Decálogo: con la Ley dada por medio de Moisés el Señor revela que quiere establecer con Israel una alianza. Por consiguiente, la Ley, más que una imposición, es un don. Más que mandar lo que el hombre debe hacer, quiere manifestar a todos la elección de Dios: él está de parte del pueblo elegido; lo liberó de la esclavitud y lo rodeó con su bondad misericordiosa. El Decálogo es testimonio de un amor de predilección.
La liturgia de hoy nos ofrece un segundo mensaje: la Ley mosaica se cumplió plenamente en Jesús, que reveló la sabiduría y el amor de Dios mediante el misterio de la cruz, «escándalo para los judíos, necedad para los griegos —como nos dice san Pablo en la segunda lectura—; pero para los llamados (…), judíos o griegos, fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 23-24). Precisamente a este misterio se refiere la página evangélica que se acaba de proclamar: Jesús expulsa del templo a los vendedores y a los cambistas. El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo de un salmo: «El celo por tu casa me devora» (cf. Sal 69, 10). A Jesús lo «devora» este «celo» por la «casa de Dios», utilizada con un fin diferente de aquel para el que estaba destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2, 19). Palabras misteriosas, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 21).
Sus adversarios destruirán este «templo», pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y «escandalosa» de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.
Queridos hermanos y hermanas, esta celebración eucarística, que a la meditación de los textos litúrgicos del tercer domingo de Cuaresma une el recuerdo de san José, nos ofrece la oportunidad de considerar, a la luz del misterio pascual, otro aspecto importante de la existencia humana. Me refiero a la realidad del trabajo, que hoy está en el centro de cambios rápidos y complejos. En numerosas páginas la Biblia muestra cómo el trabajo pertenece a la condición originaria del hombre. Cuando el Creador plasmó al hombre a su imagen y semejanza, lo invitó a trabajar la tierra (cf. Gn 2, 5-6). A causa del pecado de nuestros primeros padres, el trabajo se transformó en fatiga y sudor (cf. Gn 3, 6-8), pero el proyecto divino mantiene inalterado su valor. El mismo Hijo de Dios, haciéndose semejante en todo a nosotros, se dedicó durante muchos años a actividades manuales, hasta el punto de que lo conocían como el «hijo del carpintero» (cf. Mt 13, 55). La Iglesia ha mostrado siempre, especialmente durante el último siglo, interés y solicitud por este ámbito de la sociedad, como testimonian las numerosas intervenciones sociales del Magisterio y la acción de múltiples asociaciones de inspiración cristiana, algunas de las cuales han venido hoy aquí a representar a todo el mundo de los trabajadores. Me alegra acogeros, queridos amigos, y os dirijo a cada uno mi cordial saludo. Saludo en particular a monseñor Arrigo Miglio, obispo de Ivrea y presidente de la Comisión episcopal italiana para los problemas sociales y el trabajo, la justicia y la paz, que se ha hecho intérprete de los sentimientos comunes y me ha dirigido amables palabras de felicitación por mi fiesta onomástica. Se las agradezco vivamente.
El trabajo reviste una importancia primaria para la realización del hombre y el desarrollo de la sociedad, y por eso es preciso que se organice y desarrolle siempre en el pleno respeto de la dignidad humana y al servicio del bien común. Al mismo tiempo, es indispensable que el hombre no se deje dominar por el trabajo, que no lo idolatre, pretendiendo encontrar en él el sentido último y definitivo de la vida. Al respecto, es oportuna la invitación de la primera lectura: «Fíjate en el sábado para santificarlo. Durante seis días trabaja y haz tus tareas, pero el día séptimo es un día de descanso dedicado al Señor, tu Dios» (Ex 20, 8-9). El sábado es día santificado, es decir, consagrado a Dios, en el que el hombre comprende mejor el sentido de su existencia y también de la actividad laboral. Por tanto, se puede afirmar que la enseñanza bíblica sobre el trabajo culmina en el mandamiento del descanso. Al respecto, el Compendio de la doctrina social de la Iglesia observa oportunamente: «El descanso abre al hombre, sujeto a la necesidad del trabajo, la perspectiva de una libertad más plena, la del sábado eterno (cf. Hb 4, 9-10). El descanso permite a los hombres recordar y revivir las obras de Dios, desde la creación hasta la Redención, reconocerse a sí mismos como obra suya (cf. Ef 2, 10), y dar gracias por su vida y su subsistencia a él, que de ellas es el Autor» (n. 258).
La actividad laboral debe contribuir al verdadero bien de la humanidad, permitiendo «al hombre individual y socialmente cultivar y realizar plenamente su vocación» (Gaudium et spes, 35). Para que esto suceda no basta la preparación técnica y profesional, por lo demás necesaria; ni siquiera es suficiente la creación de un orden social justo y atento al bien de todos. Es preciso vivir una espiritualidad que ayude a los creyentes a santificarse a través de su trabajo, imitando a san José, que cada día debió proveer con sus manos a las necesidades de la Sagrada Familia, y por eso la Iglesia lo propone como patrono de los trabajadores. Su testimonio muestra que el hombre es sujeto y protagonista del trabajo. Quisiera encomendarle a él a los jóvenes que con esfuerzo logran insertarse en el mundo del trabajo, a los desempleados y a todos los que sufren las dificultades debidas a la crisis laboral generalizada. Que junto con María, su esposa, san José vele sobre todos los trabajadores y obtenga serenidad y paz para las familias y para toda la humanidad. Que al contemplar a este gran santo, los cristianos aprendan a testimoniar en todos los ámbitos laborales el amor de Cristo, manantial de solidaridad verdadera y de paz estable. Amén.