Lo suficiente como para no sentirse víctima y lo justo para no crecer como un perfecto inútil.
Son las 8 de la noche. Aunque mejor sería hablar de la hora crítica.
Todavía hay algunos haciendo tareas, los zapatos siguen completamente empolvados, falta meter el pollo al horno y el papá viene llegando con cara de haber tenido un día fatal. iQué maravilloso sería -piensa para adentro la mamá- que mis hijos me cooperaran un poquito más. Ya están bastante grandes!
Pero, ¿será sólo un «poquito» lo que debiera esperar una mamá con hijos adolescentes, o lo justo sería que pusieran el hombro todos los días?
Antes de hablar sobre la ayuda que podríamos pedir a los hijos, hay que referirse al tema de «no dar más trabajo» del que ya existe en la casa, lo que, por cierto, no es nada fácil de conseguir: que no entren con los pies embarrados, que no dejen la cocina inmunda cada vez que la usan. Es decir, mucho antes de pedir ayuda a los hijos en la casa, hay que haberles inculcado el no dar más trabajo, y es entre los 7 y los 11 años, principalmente, cuando los niños adquieren determinados hábitos de sana convivencia familiar:
– La ropa sucia no se tira al suelo, sino que se deja en el lugar indicado.
– Los desperdicios se tiran al basurero, no en cualquier parte.
– Las toallas se dejan colgadas en la percha, no tiradas en el suelo.
– Las puertas no se abren ni cierran a patadas, porque se ensucian y rompen.
– Al llegar del colegio las mochilas y el uniforme se dejan ordenados, no esparcidos por la escalera.
Estos son signos de buena crianza. O detalles, dirán otros, pero que cuando los padres no los han cultivado y exigido con perseverancia, generan, después, otro tipo de problemas en la adolescencia. Los hijos no valoran el trabajo ajeno, ni lo que significa vivir en un hogar ordenado, y sus consecuencias en el uso y aprovechamiento de los recursos disponibles. Tampoco se considerarán parte de un equipo, donde lo que hagan o dejen de hacer afecta a los demás.
Por lo tanto, cuando los niños han sido desde chicos educados para poner en práctica estos hábitos, el trabajo diario de la casa se ve bastante aliviado. Recién ahí podemos pensar en pedir ciertas colaboraciones a nuestros hijos. Estas «ayudas» se pueden dividir en tres grupos:
– Las que se refieren a sí mismo: mantener su pieza, escritorio y closet ordenados, preparar su ropa para el día siguiente, hacer la cama los fines de semana.
– Las que tienen que ver con la convivencia y que implican una rápida disposición de ayuda: contestar el teléfono en vez de dejarlo sonar hasta que el del otro lado se aburra, recoger lo que está tirado, estirar la alfombra para así evitar que el siguiente aterrice en el suelo.
– Las que se relacionan con el bienestar de los demás: comprar el pan, lavar…
Nadie más beneficiado que el hijo
Que un hijo se haga cargo de sus propias cosas debiera ser una obligación permanente, porque aunque en apariencia esta ayuda es un alivio para la mamá y la empleada, el más beneficiado es él mismo. Mucho mejor para él saber dónde guardó la chamarra negra o dónde escondió la primera carta de la amiguita, que pasar horas de horas buscando.
Puede que suene duro decirlo y más que los padres lo oigan, pero si un hijo entre los 12 y 16 años no es capaz, al menos, de preocuparse por sus cosas, nadie más que los padres son los responsables. ¿Por qué? Porque lo sobreprotegen y lo tratan como un niño chico cuando ya no lo es o porque no se han dado el minuto para reconocer sus capacidades. Un caso: el papá que le pide a su hijo de 12 que le enchufe el taladro, ante lo que el hijo, atónito, le contesta: «iGenial, si hasta hoy no tenía permiso para tocar los enchufes!» O porque los hacen sentir el «síndrome de la abundancia inagotable»: esa mamá que cuando su hija de 15 años se fue de viaje de estudios le pidió que, por favor, no volviera con toda la ropa interior sucia. Fácil, pensó la hija, y la botó a la basura.
Formar parte de un equipo
Será mucho más fácil conseguir cualquier tipo de ayuda, en la medida que hagamos ver a nuestros hijos que la casa no es ninguna pensión donde se come y se duerme, sino que un hogar. Y, por lo tanto, los padres y los hijos deben entender que todas estas «ayudas» no son, simplemente, para que la casa «funcione», sino para que exista más armonía.
Día a día, surgen un sinfín de situaciones que requieren de la ayuda de todos: el teléfono que suena, las luces encendidas, no hay papel en el baño, etc. Por eso es importante dejar en claro que la familia es un equipo y que por ello es fundamental que el que usa el baño debe dejarlo impecable para el siguiente.
Este tipo de ayudas, más que exigibles, son inculcables, lo que requiere de perseverancia y, por supuesto, de ejemplo.
¿Me reemplazarías?
Por último, están las ayudas relacionadas con el bienestar de los demás y que constituyen el sueño de algunos papás: que sus hijos los reemplacen en tareas que les corresponden a ellos: las compras de la casa o estudiar con los hermanos más chicos.
A todas las familias les llega el momento de recurrir a estos encargos, ya sea porque la mamá trabaja en una oficina, porque no hay una empleada, es de puertas afuera o, simplemente, porque es una familia numerosa. Pero aquí los padres deben tener presente que es sólo una ayuda y que en ningún caso los libera de ser los responsables de que en la despensa no quede una lata de atún o de que a la Teresita le haya ido mal en la prueba de matemáticas.
Hay que tener cuidado en este sentido, para no caer en la tentación de pedir a los adolescentes encargos familiares para los que todavía no están maduros. Aquí la sabiduría de los padres a la hora de proponer ayudas es fundamental. Deben ser específicos y pedirlas por un tiempo limitado; sirve, además ir rotando lo pedido entre hermanos de edades parecidas. La idea es que el encargo no parezca un castigo. Ejemplos: pagar algunas cuentas de la casa, cocinar cuando no está la empleada o ir a buscar al hermano al colegio.
Tampoco hay que olvidar que pedir alguna ayuda no significa interrumpir -a menos que sea imprescindible- sus obligaciones, como tareas, horas de estudio, compromisos en el colegio, ni tampoco interponerse en sus panoramas. Lo lógico -y más sensato- es que si el sábado está invitado a un asado, vaya y no se quede lavando platos.
En la práctica
Los encargos deben plantearse como una cooperación y no como una tarea obligada. Por eso la importancia de hacer ver a los hijos que éstos se hacen por amor a la familia y al hogar.
– Es bueno recurrir a los hijos, aunque exista ayuda doméstica. A la larga, cualquier trabajo que ejerzan en la casa, es cuna de buenos hábitos.
– Los encargos deben asignarse independientemente del sexo de quien lo recibe. La vida tiene muchas vueltas y es muy útil que un hombre sepa hacer aseo y una mujer pueda arreglar un enchufe. Hay que dar la posibilidad de aprender a hacer de todo en la casa.
– Entre los 12 y los 16 años es la etapa de los estirones. Están más grandes, pero también más desarticulados. Tal vez no sea conveniente pedirles que sean los encargados de lavar los platos, a menos que la loza sea francamente barata.
– un «no» rotundo al pago por favor concedido. De vez en cuando no les vendrá mal una pequeña recompensa económica, pero de ahí a establecerlo como una política casera sería fatal. Jamás harán nada ni por cariño al hogar ni hacia los demás.
– No, también, a la incongruencia de los padres. Mala señal será para los hijos si ven a sus papás tratándolos a ratos como niños, a ratos como adultos. Si los mandan solos a hacer algún trámite del papá, bien podrán irse solos a la casa del amigo (obviamente, si la distancia y la hora no implican un riesgo).
«¿Por qué a mí no me resulta pedir ayuda?»
– Porque usted va detrás corrigiendo y haciéndolo todo de nuevo. Hay que tolerar la cama arrugada, los cubiertos puestos al revés, los platos mal enjuagados… Nadie hace las cosas bien a la primera. Su hijo se sentirá importante si usted lo considera y cree en él y en sus capacidades.
– Porque no sabe pedir la ayuda adecuada. Primero observe y vea cuáles son las habilidades naturales de cada hijo. No le pida al más brusco que le guarde los platos.
– Porque usted es una maniática del orden y le gusta que su casa esté impecable las 24 horas del día. Esperar a que un adolescente ordene sus cuadernos cuando llega del colegio o se «mueva» para barrer el jardín supone paciencia y tolerar el desorden durante un rato. Controle el ataque y, una vez pedida la ayuda, no lo haga usted.
– Porque tal vez, sin darse cuenta, es sobreprotectora: usted ya no se acuerda de lo que era capaz de hacer a esa edad, pero es más de lo que usted cree. Los niños de familias de más bajos recursos son muchísimo más autónomos y desde muy pequeñitos van solos a comprar, llevan a sus hermanos al colegio y los cuidan mientras los padres salen a trabajar.