La paciencia nos permite soportar las molestias inevitables que nos causan los bienes que tardan en llegar.
Todos tenemos la experiencia de que los momentos más felices de la vida no suelen ser aquellos en los que, por fin, llegó lo que habíamos esperado, sino los que precedieron a ese desenlace. Pondré un ejemplo. La felicidad que nos proporciona una fiesta se suele obtener más en la víspera de esa fiesta que en el día festivo; para muchas personas lo mejor del domingo está en la espera del domingo. Esa espera genera ilusión, que es un ingrediente esencial de la felicidad. Debe subrayarse, por tanto, el valor de la espera y de saber esperar. Ser feliz consiste primariamente en ir a ser feliz. Es más importante la anticipación que la fruición actual (Julián Marías).
La espera es un componente fundamental de la vida humana. Necesitamos tiempo suficiente para salir de la infancia y de la adolescencia, para aprender una profesión u oficio, para enamorarnos, para descubrir y asimilar verdades. El labrador cuenta con el tiempo de espera de la cosecha; la madre cuenta con el tiempo de espera del hijo que va a nacer. La espera no es pasividad, sino disponibilidad activa hacia lo que se aproxima. Todo esto es muy aconsejable para una vida feliz. Pero no son actitudes frecuentes en la sociedad de hoy, que es la sociedad del interruptor (con su respuesta instantánea), de las casas prefabricadas, de los cursos acelerados (aprenda inglés en 15 días), de la comida inmediata, del solarium (póngase moreno en tres sesiones). Nos cuesta cada vez más adaptarnos al necesario ritmo de maduración de las cosas. Está desapareciendo la espera; la gente cada vez está menos dispuesta a esperar. Se quiere todo «aquí y ahora».
El hombre y la mujer de hoy están dominados por la prisa. La prisa es apresurarse, hacer una cosa antes de tiempo o de lo previsto; precipitarse. Esa forma acelerada de vivir es un serio obstáculo para la libertad interior; puede darse en cualquier edad, aunque es más frecuente en el caso de los adolescentes y jóvenes. Estos últimos tienen una prisa exagerada por probarlo todo, por tener todo tipo de experiencias (en algunos casos la de la droga).
Los jóvenes aman la velocidad. Cuando manejan de forma temeraria una motocicleta están intentando superar sus complejos y escapar de sus temores. Pero hay algo más preocupante que la excesiva velocidad: la prisa. La velocidad excesiva conlleva correr un riesgo absurdo, pero el riesgo es afirmación, y por eso tiene alguna nobleza. En cambio, la prisa es siempre negación; denota falta de confianza en la vida (por ello no se aceptan sus etapas y su duración). Lo peor no es que se quemen las etapas en un viaje por carretera sino que se quemen las etapas de la vida misma.
La «prisa por vivir» es, para muchos jóvenes de hoy, una fiebre. El ansia de acceder cuanto antes a las ventajas y privilegios del estatus adulto (pero sin el esfuerzo y responsabilidad que esa situación conlleva) suele generar en muchos jóvenes una agitación similar a la de la fiebre. Es una nueva fiebre del oro, pero sin sacrificio.
En el terreno del amor, los jóvenes se encuentran con estímulos ambientales que les empujan a no esperar. Se les dice que el instinto debe ser «liberado» siempre y de forma total. Se les presenta la sexualidad como un juego, y el amor como una pasión. Se añade que cualquier restricción o aplazamiento de la conducta instintiva ocasionaría desequilibrio emocional e infelicidad. Estos mensajes les llegan a través de la literatura, del cine, de las canciones, de internet, de la televisión. No hay que extrañarse, por tanto, de que muchos de estos jóvenes reduzcan el amor a un erotismo prematuro.
Los jóvenes con «prisa por vivir» creen que encontrarán la felicidad en el goce de los placeres inmediatos. Viven para el disfrute de lo instantáneo; se instalan así en lo efímero, en lo pasajero, impidiendo que su vida sea una vida con historia y con argumento. Prisioneros del instantaneismo hedonista, no esperan nada del futuro. Y como el futuro no existe, carece de sentido hacer cualquier tipo de proyecto. Necesitan que alguien les ayude a adquirir la virtud de la paciencia. La paciencia nos permite soportar las molestias inevitables que nos causan los bienes que tardan en llegar. Hay que decirles que es posible esperar y que compensa esperar; también que la impaciencia no logra acelerar el ritmo de la vida: no por mucho madrugar amanece más temprano.
Gerardo Castillo Ceballos
Fuente: Heraldo de Aragón