El estructuralismo en biología

Apuntes sobre el alcance del darwinismo.

Hay en nuestra lengua (y seguramente en casi todas) palabras muy socorridas; a ellas se acude cuando no nos viene a la memoria el término más preciso y adecuado. Muchas de esas palabras se repiten en la conversación usual; su innecesaria reiteración pasa a ser muletilla, que delata a aquellas personas que no tienen facilidad de palabra, carecen de riqueza y variedad de vocabulario, o bien están pasando apuros al dirigirse a un auditorio que les impone -caso del examinando ante el tribunal-. Entre tales muletillas son comunes la de empezar a contestar diciendo «Bueno, pues, …», o el dichoso: «Yo diría», e igual ocurre con él «¿verdad?», usado a troche y moche.

De otra naturaleza son las repeticiones de términos como «nivel», «estructura», «mecanismo» y similares, que suelen emplearse muchas veces con escasa precisión, por no tener a mano otras palabras. Veamos con cierto detalle eso de estructura, que el diccionario define como «distribución y orden de los componentes de un conjunto». Otras acepciones de esta voz se refieren, de modo similar, a la distribución y orden de una obra de ingenio, v. gr. de un poema, de una comedia, de una novela, o bien a la estructura arquitectónica y, en su caso, a la armadura de un edificio.

El estructuralismo


Continuidad y herencia

No recoge la última edición del diccionario académico usual (DRAE), pero sí el manual (DM), la voz estructuralismo, de la que ofrece una definición algo larga -prueba de lo difícil que resulta encontrar otra más corta-, pero que merece la pena transcribir textualmente para llegar a percibir todo el intríngulis, entendido en su significado de dificultad o complicación, que tiene la cosa. Esa definición, que sin duda hay que leer dos veces, dice:

Corriente intelectual que, ya como método, ya como concepción ideológica, se ha introducido en muy diversos campos: antropología, psicología, economía, etc. Comprende una variedad de construcciones teóricas y análisis concretos que se caracterizan por la aplicación a los hechos humanos y sociales del concepto de estructura.

Se trata evidentemente de una palabra de raíz filosófica, ya que, en principio, los conocimientos humanos se adquieren por vía de observación y experimentación. Esto es lo propio en especial del conocer científico, que además tiene otras peculiaridades.

Los teóricos y filósofos de la ciencia señalan las siguientes: su carácter de conocimientos repetibles y comprobables por otros científicos; además deben conducir a una suerte de posibilidad de predicción y, como ha señalado Popper -austríaco afincado desde hace muchos años en países anglosajones y uno de los más reputados epistemólogos actuales-, en su caso tendrían que ser conocimientos refutables, si aparece sobre ellos una interpretación mejor. Dejemos para otra ocasión eso de la refutación, de Popper y sus secuaces -o tal como se ha traducido, a mi entender de forma poco clara y precisa, lo de la falsación de las teorías científicas, que se basan en lo empírico o experimental-. La «refutación» es problema muy complejo que nos llevaría muy lejos; por hoy me limitaré a explicar sólo algo del estructuralismo, sobre todo en su aplicación a la biología.

Una gran corriente actual de varias escuelas biológicas tiende a la búsqueda de los fundamentos de una nueva teoría estructuralista [cf. en R. Alvarado, Curso de Biogeografía (1990). Tercer Ciclo, Facultad de Biología U.C.M. (no publicado)]. En efecto, en biología se desarrollaron desde antiguo polémicas en relación con el significado de la forma como algo contrapuesto a la función (cf. en R. Alvarado, El concepto de forma en Biología, Rev. Univ. de Madrid, 1958). La bibliografía al respecto es inmensa. Ya desde Aristóteles preocupaba el tema del origen de la forma, cuyo problema surgió de las meditaciones, acertadísimas, del gran filósofo (y observador) al estudiar el desarrollo embrionario del pulpo y del pez siluro. En su opinión tal desarrollo era una epigénesis, es decir, una estructura que surgía a partir de una masa no estructurada.

Con los embriólogos del siglo XVIII, que disponían de microscopios-rudimentarios, desde luego, pero con los que se lograba ver cosas no observables a simple vista-, se pusieron de manifiesto ciertos problemas interpretativos. Algunos autores veían en los gérmenes un ser diminuto, pero ya formado (preformación), bien dentro del espermatozoide -célula sexual masculina- (escuelas animalculistas), bien en el óvulo -célula sexual femenina- (interpretación de los ovulistas). Sólo mucho más tarde, cuando mejoraron las técnicas de observación, se supo que las células sexuales o gametos tienen una estructura específica; a partir de ellas se formará la primera célula del futuro organismo. Pero en tal estructura no advertimos nada preformado y que pueda ser reducido a una organización miniaturizada de partes del futuro organismo. El nuevo ser se desarrolla gracias al despliegue de potencialidades embrionarias (potencia prospectiva). Ahora bien, hay que decir que la epigénesis aristotélica no tiene, para el embriólogo actual, el significado de un proceso surgido a partir de una masa informe, ya que los gérmenes de los seres vivos tienen una compleja estructura celular.

Tanto en la multiplicación vegetativa, a partir de células asexuales (no diferenciadas), como en la reproducción espórica (de células modificadas en esporas), hay también desarrollo de potencialidades (procedentes de las correspondientes dotaciones cromosómicas celulares) que originarán un organismo completo. Lo mismo sucede en la reproducción de los unicelulares. E igualmente en la reproducción sexual-con fusión de gametos para dar una célula-huevo o zigoto, gracias a la cual los organismos o seres vivos, además, reciben las dotaciones hereditarias del padre y de la madre (transmitidas en sus cromosomas); por ello parte de esas «potencialidades» embrionarias se traducirán en una combinación de caracteres propios, tanto de procedencia materna como paterna.

¿Cómo interpretar pues, la forma de un organismo, que depende a su vez de estructuras heredadas? ¿Cómo interpretar el modo de funcionar de los seres vivos, que evidentemente éstos también heredan? Ese constituyó el gran reto para los biólogos del siglo XIX, también en gran medida para los del siglo XX, y en cierto modo lo seguirá siendo para los del futuro, pues hay puntos no del todo aclarados. El zoólogo Cuvier fue de los primeros en advertir que forma y función no son aspectos contrapuestos en el ser vivo, ya que hay cierto grado de conexión entre las estructuras, el modo de actuar de los órganos, y la actividad del organismo en su conjunto. Elevó este concepto a la categoría de «ley» y la llamó ley de la correlación orgánico-funcional. Los biólogos actuales tienden a ser menos ampulosos y hablan, mejor que de «leyes», de principios.

Con el advenimiento, primero, de las ideas evolucionistas, a partir de Darwin; con la interpretación, más tarde, del desarrollo embrionario como un proceso regido por factores heredados, pero influido por mecanismos fisiológicos causales (fisiología causal o mecánica del desarrollo), y, finalmente, con el estudio de los mecanismos genético-moleculares que intervienen en la morfogénesis, la antigua polémica sobre el binomio forma-función, ya no tiene razón de ser. No obstante la discusión ha seguido viva hasta la actualidad por otros motivos; los expondré muy someramente.

En primer lugar, los seres vivos exhiben caracteres que son propios de su tipo de organización, de su especie, así como otros que son los de su raza, pero también patentizan los que les dan fina semejanza con parentales, y ancestros inmediatos en general. Cualquier persona puede comprobar esto en sí misma y su parentela. Es decir, un ser vivo hereda rasgos que son los manifiestos de un determinado taxón, y nos permiten adscribirlo a él; v. gr. nosotros heredamos lo que es propio de todos los vertebrados, más lo correspondiente a los mamíferos y, desde luego, innegablemente, a nuestros próximos colaterales, los antropomorfos (orangután, chimpancé, gorila).

No «descendemos» de esos simios, pero es indudable que compartimos con ellos antepasados comunes, si bien remotos. Procedemos de una misma estirpe o tronco genealógico. La conocida vulgarización (y vulgaridad) «el hombre desciende del mono» no pasa de ser una mera expresión coloquial y, por supuesto, jamás fue utilizada por Darwin, ni la han utilizado nunca los biólogos, conocedores de la complejidad que entraña el interpretar las teorías evolutivas.

Volvemos a la forma y a la función. Si la función no crea el órgano -como pensaba Lamarck-, tampoco podemos decir que la forma constituya una a modo de idea platónica, que en el curso de la filogenia, o evolución de las especies, se revista de «carne y sangre», tal como aparece en ciertos escritos de Haeckel. Para este gran zoólogo ese «trascendentalismo» se oponía al «mecanicismo». De ahí su idea de los arquetipos, que pueden servir para interpretar la organización y rasgos fundamentales que el zoólogo considera propios de cada uno de los grandes grupos.

Arquetipos.

Forma, función e historia evolutiva

De ese significado de los arquetipos me he ocupado en otro lugar (cf. R. Alvarado, «Importancia prospectiva de los arquetipos en zoología», en Estudios sobre biología. Libro homenaje a D. Florencio Bustinza, Editorial U.C.M., pp. 13-23, 1982) y la he expuesto como una de las grandes creaciones intelectuales del hombre, que han servido para que los zoólogos pudiéramos disponer de modelos interpretativos de claro valor heurístico, v. gr., el olinto que nos sirve para imaginar cómo pudieron ser las esponjas primitivas, el anfioxo, como paradigma de los cordados, y así sucesivamente. El concepto de «arquetipo» (etimológicamente «tipo primitivo» o primigenio) fue utilizado por primera vez en tal sentido por el zoólogo inglés Richard Owen. Lo tomó este autor de Goethe y su teoría de «las metamorfosis». No nos detendremos en analizar esto, ni el significado de la llamada «morfología idealista», motivo de muchas discusiones. Pero conviene señalar algunos aspectos de esa idea del arquetipo y de cómo su originaria interpretación goethiana se ha modificado para llegar a la que hoy predomina.

En la actualidad el pensamiento evolucionista es en gran parte histórico, y muchos morfólogos han olvidado la dialéctica que se desarrolló a partir del momento en que Goethe acuñara el término «morfología», pero no exactamente en el sentido en el que hoy lo usamos; su modo de ver la forma era muy avanzado para la época. En Alemania el punto de vista goethiano fue adoptado por Oken y otros «morfólogos idealistas», que se consideraron hijos de las ideas del poeta-naturalista, cuyo pensamiento influyó en el de Richard Owen.

Suele atribuírsele a Owen tanto el concepto de arquetipo como el de «homología», y suele olvidarse que este autor consideró dichas ideas como legítimas herederas de las de Goethe, Oken y otros, atribución aceptada incluso por Darwin y Huxley. Pero estos últimos, que criticaron el concepto de arquetipo como forma estática, a modo de fase histórica particular, habían perdido de vista el verdadero sentido que diera su creador al concepto de arquetipo.

En efecto, el goethiano Urpflaze es abstracto y no material; sirvió para que Owen, al establecer la idea de homología de los arquetipos, los tomara en sentido abstracto, pero material, y a su vez ello pasó a ser en Darwin y sus seguidores (incluido el mismo Hoeckel) la idea de un antecesor común reformado. Las estructuras homólogas se han considerado, pues, formas relacionadas por un proceso generativo, posteriormente formas que derivaban de una estructura común y, finalmente, formas de una serie genealógica. Un cambio paralelo ocurrió con los fines de la taxonomía, de tal modo que ésta se modificó para pasar de sistema de clasificación, estático y convencional, a sistema dinámicamente interpretado como genealógico.

De hecho, para Goethe, los conceptos de Gestalt, de Typus y de Bildung (respectivamente, configuración, tipo y formación) significaban, dentro de la idea de homología goethiana, relaciones de proceso generativo (como lo son las cónicas, originadas en secciones de un cono geométrico) y no propiamente relaciones de estructura y conexión. Se trataba más bien de un análisis lógico, sin ninguna idea filogenética preconcebida (Cf. Brady y Miehaux, en sendos trabajos (1989) de Revista di Biologia 2). Ese cambio de una morfología vista bajo el prisma de la lógica hacia una morfología vita a través de la historia, ha conducido insensiblemente a la introducción de muchos de los argumentos que han configurado la mentalidad biológica desde el siglo XIX hasta hoy. Se han olvidado las leyes internas y se ha hecho hincapié en la historia externa.

Individuos, especies, taxones.

La estirpe evolutiva

Prosigamos ahora, sin más circunloquios, con los arquetipos como modelos de descripción de los grupos animales, muy útiles desde el punto de vista didáctico. Su valor prospectivo ha quedado avalado por el hecho de que una vez «inventados», por el zoólogo A o B, en muchas ocasiones se han descubierto especies, tanto vivientes como fósiles, cuyas características (reales) respondían, casi exactamente, a lo que la sapiencia del autor había supuesto como caracteres diagnósticos de un determinado grupo, con el simple apoyo de sus conocimientos anatómicos.

Eso ocurrió con el tipo olinto (para las esponjas çalcáreas y -por extensión para todas las restantes), con el tipo prerripidogloso (para los moluscos), y con otros modelos que han pasado alos libros de zoología. Ideado el tipo olinto, por Haeekel, este mismo autor descrubió la especie Ascerta primordialis, cuya estructura casi se corresponde al modelo teórico de un.olinto, como también son olintos ciertos tipos larvarios de las esponjas calcáreas. El caso del prerripidogloso es aún más llamativo pues lo construyó Platé, a comienzos de este siglo, como una pura abstracción; en 1953 el descubrimiento de un molusco parecido a una lapa, Neopilina galatheae, confirmaba muchos de los rasgos morfológicos, reales, de aquel supuesto molusco ancestral, teórico, al cual se le han encontrado antecesores del Silúrico -los Triblidiáceos, Gén. Tryblidium-. El olinto (Olynthus) y el prerripidogloso (Praerhipidoglossum) están hoy en todos los tratados zoológicos, tanto por su valor didáctico para el estudioso, como por su valor heurístico en la interpretación de los modelos respectivos.

Para Haeckel, que por lo demás es un puro representante del positivismo filosófico alemán, y del mecanicismo biológico propio de su época, el pensamiento trascendentalista al utilizar los arquetipos era mera expresión de su adhesión a las teorías evolucionistas darwinianas; le servía su uso para destacar la idea de que el tronco evolutivo, la estirpe, es lo que permanece, frente a la caducidad de las especies. Por eso su «ley biogenética fundamental» es como un manifiesto de la creencia haeckeliana de que el desarrollo de un organismo (ontogenia) es una repetición abreviada de lo sucedido con su tronco evolutivo (filogenia).

Veamos dos de sus más famosas frases (cf. R. Alvarado, «La especie biológica y la jerarquía tazonómica», en M. Crusafont & al., La evolución, Ed. BAC, 3ª ed., pp. 507-508):

A) La primera, bien conocida, fue la que empleó al establecer la tantas veces citada ley biogenética (Haeckel, 1874): la ontogenia es la repetición abreviada de la filogenia.

B) La otra, llena de ironía, expresa con claridad su pensamiento evolucionista (Generelle Morphologie, 1866).

Según él: como únicas categorías reales del sistema zoológico y botánico podemos reconocer las grandes divisiones de los reinos animal y vegetal a las cuales llamamos troncos o Filos («Stämme oder Phylen»)… cada uno de ellos es de hecho, según nuestro punto de vista, una unidad real de muchas formas subordinadas, ya que su unión material está en la consanguinidad, mediante la cual los miembros de tal Filo queden relacionados entre sí (l.c.p., p. 393).

Pero anteriores a estas líneas son, en la misma obra (1. c., p. 329), las sarcásticas siguientes palabras:

Muchos zoólogos parecen estar persuadidos de que en sus museos guardan conceptos disecados y opiniones en alcohol del mismo modo ciertos botánicos viven con la ilusión de que en sus herbarios no hay individuos vegetales concretos, sino que bajo sus prensas han captado conceptos y juicios secos.

Para el estructuralismo actual cada ser vivo tiene una forma (unida a la función), a modo de entidad espaciotemporal procedente de una línea genealógica determinada. Se considera que el biólogo Croizat es el padre de las modernas interpretaciones estructuralistas; éstas se están desarrollando en fecundas escuelas de genetistas, biogeógrafos, taxónomos e incluso bioquímicos. Dicho autor sentó en 1964, con su obra Forma-espacio-tiempo, los fundamentos de ese moderno enfoque de la biología, que quizás lleve a una reorganización, integral e integrada, de nuestra vieja ciencia.

El estructuralismo como nuevo paradigma

Desde hace algunos años han surgido voces que se atreven a criticar el darwinismo original, y su consecuente de hoy que es e] neodarwinismo, sobre todo a partir del concepto de epigénesis de Waddington. A este autor le llamó poderosamente la atención el hecho de que muchos procesos de desarrollo presentasen rasgos comunes que se consideran, siguiendo los puntos de vista waddingtonianos, como sistemas epigenéticos o, según la terminología usual, paisajes epigenéticos (epigenetic landscapes). Según este modelo las alteraciones de este sistema, de gran estabilidad, representan vías alternativas, que pueden alcanzarse ya por alteraciones mutacionales ya por alteraciones ambientales (fenocopias).

El proceso más nuclearmente ligado al desarrollo embrionario, así como al de la evolución, es la producción y reproducción de organismos específicos. Cualquier teoría que intente la unificación de ontogenia y filogenia depende, en lo esencial, del punto de vista conceptual del proceso de la generación. Del mismo modo dependen de ese proceso natural las propiedades dinámicas del ser vivo, que afectan a su estabilidad y a su mutabilidad. Al examinar los diferentes enfoques bajo los que ha sido descrita la reproducción encontramos características que nos sirven como distintivos de diferentes tradiciones biológicas. El legado conceptual de Weismann fue esencial para asentar el neodarwinismo con su tajante separación de desarrollo embrionario y mutación que son prerrogativas del plasma germinal, controlador de un somatoplasma pasivo.

Esta separación quedó reafirmada y definida por un programa de investigación explícito, basado en la teoría de la herencia de Morgan, que se transformó en la conocida teoría mendeliano-morganista. [Cf. B. C. Goodwin, Rivista di Biologia, 82 (3/4), 328-330, 1989]. Las limitaciones de este concepto dualista han sido reconocidas por un pensamiento biológico tradicional alternativo, que hoy vuelve a rebrotar y se ha enfocado hacia una crítica del neodarwinismo. Día a día se hace más patente la necesidad de desarrollar un concepto de la reproducción por el cual los fenómenos hereditarios queden ligados a principios morfogenéticos que expliquen la formación de organismos de forma específica, y que tengan en cuenta también lo relativo a la estabilidad dinámica y a las posibilidades de transformación de los ciclos biológicos.

A esto han contribuido Goodwin y colaboradores con su concepto de campo morfogenético como aquel cuyo potencial sirve tanto para explicar la reproducción como la regeneración. Este modelo de campo morfogenético, estudiado experimentalmente en Acetabularia, tendría variadas aplicaciones (v. gr. Ia filotaxia en vegetales superiores, ciclos biológicos morfogenéticos-reproductores de animales con metamorfosis complicadas, etc.). En parte la interpretación matemática de René Thom en su teoría de las «catástrofes» serviría a es tos nuevos puntos de vista.

El uso de la expresión «nuevo paradigma» para designar a los modelos estructuralistas de la biología refleja, más que un nuevo concepto, nuevos propósitos. Puede ser útil para comprender las implicaciones filosóficas y las consecuencias de esas ideas estructuralistas, pero ciertamente tales modelos no han llegado a alcanzar la unificación en sus aspectos metodológicos. Los estructuralistas consideran el modelo darwiniano como erróneo, pasado de moda y reflejo de tipo mecanicista tan usual en el pasado. Por ello son muchos los biólogos poco satisfechos con la teoría darwiniana, a la que critican. Por ejemplo, al modelo gradualista darwiniano se le ha opuesto la teoría del equlibrio puntual de Eldredge y Gould, así como la idea de las mutaciones neutras de Kimura.

La idea central de los estructuralistas está ligada a las hipótesis holistas, que no son necesariamente vitalistas. Sólo podemos entender a la naturaleza como un todo (holismo). El estructuralismo biológico dedica una atención particular al concepto de campo (Goodwin), al de dinámica estructural y al de determinismo holistico (Fox). Aunque se pretende una idea no-reduccionista, no se puede prescindir del estudio de las propiedades de las estructuras en procesos dinámicos.

El principal problema para los estructuralistas residirá en la formulación de principios que resulten unívocos, prescindan del mecanicismo y sitúen en el lugar que, según ellos, sea el que le corresponda a la teoría darwiniana; (Cf. Lambert y colaboradores y R. S. Karpinskaya en Rivista di Biologia, 1969).

No se puede olvidar que los antidarwinistas en algunos casos, como ocurre con Sibatani o Levtrup, han llegado incluso a lo hiriente en sus críticas a Darwin, por ejemplo cuando hablan de «industria darwiniana», «integridad» de Darwin, de la que dudan basados en el escaso crédito que éste concediera a sus precursores, para atribuirse, en exclusiva, el mérito de la teoría evolutiva (en parte ello es cierto), y así sucesivamente. Tampoco se anda con medias tintas Croizart cuando escribe:

Darwin era definitivamente pobre como pensador; bueno, sin llegar a excelente, como observador, capaz, pero no en demasía, como propagandista.

Ni que decir tiene que estos juicios no se caracterizan por su objetividad. Lo que le ocurrió a Darwin fue que se adelantó con mucho a su tiempo, desconoció los trabajos de Mendel (aunque los exégetas y críticos han descubierto que el humilde monje envió una tirada aparte de su trabajo de 1866 al superensalzado inglés) y tuvo panegiristas (Huxley, Haeckel) que escandalizaron por él a la sociedad, hipócrita o pacata, de la «era victoriana».

Es muy verdad que el fundamento experimental del darwinismo (de ahí las numerosas dudas y que atenazaron al gran naturalista, como se deduce del estudio comparativo de las seis ediciones de su obra cumbre El Origen de las Especies, que él retocó con esmero) se desarrollaría mucho después de Darwin (neodarwinismo), y no es menos cierto que «las ideas de Darwin sobre la supuesta «aligación» -o mezcla de caracteres hereditarios-peor que de pobres o fantásticas pueden calificarse de impropias de un pensador que demostró, por otra parte, tanta perspicacia en la interpretación de otros hechos, para los que también le faltaban bases experimentales.» (Cf. R. Alvarado, «Darwin y su obra zoológica olvidada», en Conmemoración del Centenario de Darwin, Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, pp. 31 a 47, Madrid, 1983). Pero «Darwin ha sido uno de los más grandes naturalistas de todos los tiempos… autor de numerosos estudios… variadísimos, que por sí solos engalanarían un currículo brillante de cualquier investigador» (loc. cit., p. 47). La bondad de una nueva teoría o más exactamente de un nuevo punto de vista (y eso es lo que es por ahora el estructuralismo) no requiere de argumentos denigratorios para otra, el darwinismo, que ha cumplido un papel importante en las ciencias biológicas y ha contribuido a su progreso.


Publicado en el nº 3 de la Revista Atlántida

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