Si el Espíritu Santo es el santificador de nuestras almas, es necesario que los hombres nos esforcemos en conocerle, tratarle y seguir sus enseñanzas, demostrando así que le queremos.
El hombre debe hablar con El, pedirle ayuda, tratarle con intimidad: «Concede a tus fieles, que en ti confían, tus siete sagrados dones.
Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo» (Secuencia de la misa de Pentecostés).
El trato continuo con el Espíritu Santo aumenta nuestro amor, y en consecuencia nos facilita el seguir con docilidad sus enseñanzas:
«El Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras… Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre» (Mons. Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 135).
Nuestros deberes para con El son:
a) Presentarle nuestros homenajes de adoración y amor.
b) Pedirle sus virtudes y sus dones, tan importantes en la vida cristiana.
c) Evitar cuanto pueda disgustarlo, y sobre todo el expulsarlo de nuestra alma por el pecado mortal: «no contristéis al Espíritu Santo», nos alerta San Pablo (Ef. 41, 30).
Son igualmente de San Pablo estas palabras: «¿Ignoráis vosotros que sois templo de Dios, y que el Espíritu Santo mora en vosotros? Pues si alguno profanare el templo de Dios, Dios le perderá» (I Cor. 3, 16).
Tenemos pues, una estricta obligación de aleiar nuestro cuerpo nuestra alma de toda impureza, por respeto al Espíritu Santo, que mora en ellos.
Si el Espíritu Santo es el santificador de nuestras almas, es necesario que los hombres nos esforcemos en conocerle, tratarle y seguir sus enseñanzas, demostrando así que le queremos.