Dios nos manifiesta que su entrega a los hombres no tiene límites. Jesús revela a un Dios que se oculta en la pequeñez, desciende a la debilidad completa y se deja vencer.
Es nuestro mundo al revés. Y es un mensaje de amor. Estamos de nuevo en esta lógica de amor de un Dios que desciende, y desciende a lo más bajo. Un Dios que se humilla. Nos encontramos ante un Dios que se hace pequeño y pobre, que ocupa el último puesto, el puesto del niño. El niño simboliza a todos los que no pueden desenvolverse solos, el pobre representa a los que tienen «hambre y sed», los que están encarcelados o en una tierra extranjera. «Cuánto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Es un misterio sobrecogedor que el mismo Dios –la grandeza, la belleza y el poder absoluto– se oculte en el más pequeño, en el más débil, en el que sufre más.
Dios nos manifiesta desde el misterio de la Navidad que su entrega a los hombres no tiene límites. Está dispuesto a compartir nuestras necesidades y nuestros sufrimientos. Por eso oculta la gloria de su divinidad y se hace presente en un Niño. Toma libremente el camino descendente para sanarnos en lo más hondo de nuestro ser y atraernos al corazón de su amor trinitario.
Isaías había anunciado ya la ternura del Mesías: «No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha que se extingue». Su misión consistirá en «llevar la Buena Nueva a los pobres, curar los corazones oprimidos, anunciar la libertad a los cautivos y la liberación a los presos»
Jesucristo ofrece a todos los hombres el don de una nueva vida, que consiste esencialmente en una nueva amistad con Dios. No excluye a nadie, por pobre y pequeño que sea. Se muestra cercano a los afligidos y abatidos, a los enfermos e ignorantes, a los marginados y condenados: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso». Los débiles y despreciados de toda clase descubren en Jesús una felicidad inesperada. Se ha acabado el tiempo de la soledad, de la vergüenza y de la humillación. Sienten cómo son acogidos, cómo se les devuelve una dignidad en la que ya no creían.
Jesús se hace amigo de los niños y de los pobres, e incluso se identifica con ellos. El niño simboliza a todos los que no pueden desenvolverse solos, el pobre representa a los que tienen «hambre y sed», los que están encarcelados o en una tierra extranjera. «Cuánto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). Es un misterio sobrecogedor que el mismo Dios –la grandeza, la belleza y el poder absoluto– se oculte en el más pequeño, en el más débil, en el que sufre más.
La lógica del amor
Los hombres solemos admirar a una persona importante y grande, pero también la tememos. Ordinariamente es más fácil amar a alguien que es débil y que nos necesita. Quizá sea esta una de las razones por las que Jesucristo se hace pequeño y vulnerable: quiere entrar en comunión con nosotros. Nos enseña así que la lógica del amor es distinta de la de la razón o del poder: amar es ponerse al alcance del otro.
En su paso por la tierra, Jesucristo perdona los pecados a los que se arrepienten de ellos; al mismo tiempo nos revela la alegría de Dios al perdonar; nos muestra a un Dios que se «conmueve» ante nuestro destino. La parábola de la oveja extraviada, por ejemplo, nos da a conocer la felicidad del pastor que recupera su pequeño animal; no dice nada sobre el «estado anímico» de la oveja: cuando el pastor la encuentra, se la coloca, rebosante de alegría, sobre los hombros.
En la narración de la mujer pobre que ha perdido una moneda, Jesús nos lleva de nuevo más allá de la escena cotidiana. El desvalimiento y la angustia de esta pobre mujer son una imagen de otro dolor, en este caso infinito: el «dolor» del mismo Dios en su búsqueda del hombre perdido. A través de la protagonista de la parábola, Jesús nos habla de Dios que está removiendo cielo y tierra para encontrar lo que está perdido. Y la alegría de la mujer al encontrar su moneda es la felicidad de Dios por haber encontrado al hombre desviado».
Padre misericordioso
La historia del hijo pródigo expresa el mismo hecho con la máxima claridad. Cuando el padre ve a su hijo volver a él –descamisado, flaco y mugriento–, corre a abrazarle, sin juzgarle, sin hacerle reproches, sin ni siquiera decirle «te perdono». El padre sólo tiene un deseo: recuperar a su hijo, vivir en comunión con él. Este deseo es más fuerte que las heridas que el joven le ha provocado.
Así ama Dios a los hombres. Baja del cielo para liberarles de su culpa y su miseria. No es nuestro amor la causa y la medida del perdón divino. Es el amor misericordioso y absolutamente gratuito de Dios el que, por el contrario, tiende a provocar nuestro amor contrito y agradecido.
Cuando Jesucristo comienza su ministerio público, Juan el Bautista declara que no es digno de ponerse de rodillas ante Él para desatarle la correa de sus sandalias`. Más tarde, una mujer pecadora lava con sus lágrimas los pies del Mesías, y María de Betania los unge con un valioso perfume . Estos gestos, por pequeños que sean, parecen adecuados en el trato con un Dios que se ha hecho hombre, ya que expresan mucho respeto y un gran amor.
Maestro que sirve
Sin embargo, poco antes de la pasión vemos a Jesús arrodillado ante los apóstoles lavando sus pies. En lugar de servir al maestro, es ahora el maestro quien sirve a sus discípulos. De esta manera les da a entender que el Reino prometido ya ha llegado el Reino en el que el mismo Señor «se ceñirá, los hará ponerse a la mesa y, yendo de uno a otro, les servirá».
Estamos de nuevo en esta lógica de amor de un Dios que desciende, y desciende a lo más bajo. Un Dios que se humilla». Nos encontramos ante un Dios que se hace pequeño y pobre, que ocupa el último puesto, el puesto del niño o del esclavo. En la cultura judaica de aquel tiempo, era normalmente el esclavo el que lavaba los pies a su señor. «Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve».
Jesús –como se canta en un villancico navideño- bajó «a la tierra para padecer». Nos ha prestado el máximo servicio con su muerte en la cruz. Allí escuchamos la última palabra del amor, si es que puede tenerla el amor. Que Dios se haya revelado definitivamente en un crucificado es algo que contradice todas las expectativas humanas. Es «escándalo para los judíos, locura para los gentiles». Dios pobre, se pone de rodillas como un simple criado, se deja atacar e injuriar, ya crucificado. Es un escándalo. Es nuestro mundo al revés. Y es un mensaje de amor.
Jesús revela a un Dios que se oculta en la pequeñez, desciende a la debilidad completa y se deja vencer. Su descenso se inicia cuando toma la naturaleza humana, se manifiesta claramente en el lavatorio de los pies y culmina en la pasión y la muerte. «Hemos visto su gloria», exclama San Juan, refiriéndose principalmente a la gloria de la cruz. La «gloria de Dios» es el amor.
Es el descenso de Dios por amor al hombre (kenosis) en la pasión de Jesús lo que comienza a exaltar a Jesús (cfr. Jn 12, 32). De este modo se cumple en Jesús la paradoja que se cumple en todo amor auténtico: es la entrega y el empequeñecerse a sí mismo por el bien del otro, lo que más engrandece a una persona.
Gloria a Dios en el Cielo y en la tierra
Dar gloria a Dios -«en el Cielo», cantan los Ángeles en Belén-, pero también en la tierra, no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir. Dios nos llama a un estilo de vida completamente nuevo: nos invita a entrar en su Reino, no sólo después de la muerte, sino aquí y ahora. Para quien ha comprendido esto, la unión con Cristo llega a ser más importante que cualquier otra cosa. Una pequeña anécdota lo ilustra de un modo gráfico: en una ocasión, preguntaron a un párroco por uno de sus feligreses: «¿Quién es el señor que acaba de salir de la iglesia?» Y el párroco contestó: «Es uno de mis ancianos que vive en comunión con Dios y que, además, hace zapatos»
Vivir con Dios es una experiencia liberadora; es como si una persona hubiera atravesado el Mar Rojo, haciendo el paso de la esclavitud a la libertad. Tiene ahora una nueva conciencia de sí misma, siente un gran alivio y un amor que corresponde a los deseos más profundos de su corazón. El hombre no se contenta con soluciones pasajeras. No quiere vivir cien años, sino para siempre. No quiere ser un poco feliz, sino plenamente. El único camino para lograrlo es la comunión con Cristo.
Una persona libre sabe liberar también a los demás. Despierta la vida de los que le han sido confiados, y ayuda a cada uno a crecer según su propio ritmo.
No es verdad que la fe en la vida eterna haga insignificante la vida terrena. Por el contrario, sólo si la medida de nuestra vida es la eternidad, también esta vida sobre la tierra es grande y su valor inmenso. Estamos llamados a vivir en íntima comunión con Dios y con los demás hombres, y a convertir así toda nuestra existencia en una alabanza al Creador. De este modo podemos anticipar la realidad del Reino de Dios. En otras palabras, nuestra vida tiene la seriedad de un «ensayo general» de lo que haremos por toda la eternidad: transparentar el amor, la bondad y la misericordia divinas.
No se trata de una relación externa entre la tierra y el cielo, tal como un niño puede entender las enseñanzas religiosas: si cumples la voluntad de Dios en este mundo, recibirás un premio en el otro. Hay más bien una conexión interna y necesaria entre nuestra actuación aquí y allá. Si una persona no llegara a ser «alabanza de su gloria», sería un cuerpo extraño en el cielo.
Conviene estar preparados para la «representación final» cuando se realice plenamente el plan creador de Dios. Lo que vamos a hacer después de nuestra vida no debería cogernos por sorpresa. Por eso es tan importante darnos cuenta de que los acontecimientos que vivimos constituyen el lugar de cita con Dios en cada momento. Dar gloria al Señor en la tierra es descubrir y comunicar, aquí y ahora, la felicidad del cielo: «alabamos tu nombre por siempre, ahora y en la eternidad», rezamos en el Te Deum.
El sentido del misterio de Belén, del humanarse de Dios Hijo, haciéndose Niño, pequeño, desvalido, se podría resumir así: «Dios nos llama a su propia bianeventuranza» (CEC, n. 1719). Por eso, el Ángel les dice a los pastores: «¡Alegraos!, os anuncio una gran noticia, que lo será para todo el pueblo…»