Y allí irán acudiendo los demás; al caer la tarde están reunidos diez de los apóstoles; Judas se ha ahorcado y Tomás no aparece. Todos están desconcertados. Pedro y Juan explican su experiencia del sepulcro vacío. Al poco, llegan las mujeres con el mensaje del ángel. No saben si creerles. No mucho más tarde llega la Magdalena. Sus palabras son fuego y llena de luz, se lo cuenta todo y el por qué de su gran gozo; las huellas de dolor se han borrado de su rostro, y va a buscar a María. Pero ellos no saben que pensar; quizá se refugian en un escepticismo burlándose de la imaginación de las mujeres. "Y les pareció como un desvarío lo que habían contado, y no les creían"(Lc). Aún les ofusca el misterio de la muerte en sus corazones y en su mente. Han sido muy fuertes las experiencias del viernes santo. Han visto el cuerpo de Jesús agujereado y destrozado, han comprobado su rigidez al desclavarlo; lo han limpiado, lo han colocado en el sepulcro de José. Han movido la enorme piedra. Además temen a los judíos que en cualquier momento pueden ir a por ellos. Están en un estado de gran confusión. Y Jesús si se ha manifestado a la Magdalena ¿por qué no a ellos? ¿han sido demasiado culpables y cobardes? ¿son, acaso, peores ellos que esta María?
Y entonces sucede la gran prueba: "Al atardecer de aquel día, el siguiente al sábado, estando cerradas las puertas del lugar donde se habían reunido los discípulos por miedo a los judíos, vino Jesús, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros"(Jn). Los ojos parece que se les salen de las órbitas, ¡imposible! ¿Es el mismo Jesús? las puertas no estaban abiertas… Y les da la paz. No es un saludo de siempre, ahora se trata de la paz verdadera, esa que el mundo no puede dar. Después de la gran batalla, la gran victoria y la gran paz. La paz del que ha vencido al diablo, del que ha vencido al pecado, la paz del que ya está más allá de la muerte. Y esa paz les llega a ellos. Es como un perdón por sus insuficiencias.
"Y dicho esto les mostró las manos y el costado. Al ver al Señor se alegraron los discípulos. Les dijo de nuevo: La paz sea con vosotros"(Jn). Le miran y no se cansan de mirarle; le tocan, y, en verdad es su Jesús, el de siempre, pero con esas heridas tan conocidas, bien abiertas, pero luminosas, como las condecoraciones del que ha luchado con heroicidad.
Y habla Jesús: "como el Padre me envió así os envío yo. Dicho esto sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les son perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos"(Jn).
En la cruz Jesús había entregado el Espíritu Santo al mundo. El que ha de abrir el mundo divino al mundo humano, el santificador, el amor personal, originado eternamente por la efusión del Padre en el amor, también eterno, del Hijo, el don del Padre y el don del Hijo. Ahora se lo da a ellos de una manera especial. En el soplo y las palabras concreta más su misión de sacerdotes de la Nueva Ley: les da el poder de perdonar, de juzgar desde la misericordia.
El poder de perdonar, que sólo lo tiene Dios, se encomienda a unos hombres claramente frágiles. A través de ellos los pecadores podrán tener una garantía de que Dios les ha sanado el alma. La Iglesia será una gran fuente de perdón.
Por si aún tenían dudas les dice el Señor: les insiste en que pueden tocar su cuerpo pues no es un espíritu sino que tiene carne y huesos. "Como no acabasen de creer por la alegría y estuvieran llenos de admiración, les dijo: ¿Tenéis aquí algo que comer? Entonces ellos le ofrecieron parte de un pez asado. Y tomándolo comió delante de ellos"(Lc).
Ellos no pueden comer, sólo saben mirar y en sus almas se va haciendo la luz. Verdaderamente ha resucitado, vive, ha triunfado sobre la muerte. Esta es la gran victoria. Ahora empiezan a entender todo. Y se enciende en sus corazones el deseo de preguntar para comprender todo lo que ha sucedido.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias
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