Necesidad de una estrella

El tema de la luz domina las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía, que antiguamente -y aún hoy en Oriente- estaban unidas en una sola y gran «fiesta de la luz». En el clima sugestivo de la Noche santa apareció la luz; nació Cristo, «luz de los

Homilías del Santo Padre Juan Pablo II

Domingo 6 de enero de 2002

1. «Lumen gentium (…) Christus, Cristo es la luz de los pueblos» (Lumen gentium, 1).

El tema de la luz domina las solemnidades de la Navidad y de la Epifanía, que antiguamente -y aún hoy en Oriente- estaban unidas en una sola y gran «fiesta de la luz». En el clima sugestivo de la Noche santa apareció la luz; nació Cristo, «luz de los pueblos». Él es el «sol que nace de lo alto» (Lc 1, 78), el sol que vino al mundo para disipar las tinieblas del mal e inundarlo con el esplendor del amor divino. El evangelista san Juan escribe: «La luz verdadera, viniendo a este mundo, ilumina a todo hombre» (Jn 1, 9).

«Deus lux est, Dios es luz», recuerda también san Juan, sintetizando no una teoría gnóstica, sino «el mensaje que hemos oído de él» (1 Jn 1, 5), es decir, de Jesús. En el evangelio recoge las palabras que oyó de los labios del Maestro: «Yo soy la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8, 12).

Al encarnarse, el Hijo de Dios se manifestó como luz. No sólo luz externa, en la historia del mundo, sino también dentro del hombre, en su historia personal. Se hizo uno de nosotros, dando sentido y nuevo valor a nuestra existencia terrena. De este modo, respetando plenamente la libertad humana, Cristo se convirtió en «lux mundi, la luz del mundo». Luz que brilla en las tinieblas (cf. Jn 1, 5).

2. Hoy, solemnidad de la Epifanía, que significa «manifestación», se propone de nuevo con vigor el tema de la luz. Hoy el Mesías, que se manifestó en Belén a humildes pastores de la región, sigue revelándose como luz de los pueblos de todos los tiempos y de todos los lugares. Para los Magos, que acudieron de Oriente a adorarlo, la luz del «rey de los judíos que ha nacido» (Mt 2, 2) toma la forma de un astro celeste, tan brillante que atrae su mirada y los guía hasta Jerusalén. Así, les hace seguir los indicios de las antiguas profecías mesiánicas: «De Jacob avanza una estrella, un cetro surge de Israel…» (Nm 24, 17).

¡Cuán sugestivo es el símbolo de la estrella, que aparece en toda la iconografía de la Navidad y de la Epifanía! Aún hoy evoca profundos sentimientos, aunque como tantos otros signos de lo sagrado, a veces corre el riesgo de quedar desvirtuado por el uso consumista que se hace de él. Sin embargo, la estrella que contemplamos en el belén, situada en su contexto original, también habla a la mente y al corazón del hombre del tercer milenio. Habla al hombre secularizado, suscitando nuevamente en él la nostalgia de su condición de viandante que busca la verdad y anhela lo absoluto. La etimología misma del verbo desear -en latín, desiderare- evoca la experiencia de los navegantes, los cuales se orientan en la noche observando los astros, que en latín se llaman sidera.

3. ¿Quién no siente la necesidad de una «estrella» que lo guíe a lo largo de su camino en la tierra? Sienten esta necesidad tanto las personas como las naciones. A fin de satisfacer este anhelo de salvación universal, el Señor se eligió un pueblo que fuera estrella orientadora para «todos los linajes de la tierra» (Gn 12, 3). Con la encarnación de su Hijo, Dios extendió luego su elección a todos los demás pueblos, sin distinción de raza y cultura. Así nació la Iglesia, formada por hombres y mujeres que, «reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos» (Gaudium et spes, 1).

Por tanto, para toda la comunidad eclesial resuena el oráculo del profeta Isaías, que hemos escuchado en la primera lectura: «¡Levántate, brilla (…), que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! (…) Y caminarán los pueblos a tu luz; los reyes al resplandor de tu aurora» (Is 60, 1. 3).

4. De este singular pueblo mesiánico que es la Iglesia, vosotros, amadísimos hermanos, sois constituidos pastores mediante la ordenación episcopal de hoy. Cristo os convierte en ministros suyos y os llama a ser misioneros de su Evangelio. Algunos de vosotros ejerceréis este «ministerio de la gracia de Dios» (Ef 3, 2) como representantes pontificios en algunos Estados: tú, monseñor Giuseppe Pinto, en Senegal y Mauritania; tú, monseñor Claudio Gugerotti, en Georgia, Armenia y Azerbaiyán; tú, monseñor Adolfo Tito Yllana, en Papúa Nueva Guinea; y tú, monseñor Giovanni d»Aniello, en la República democrática del Congo.

Otros serán pastores de Iglesias particulares: tú, monseñor Daniel Mizonzo, guiarás la diócesis de Nkayi, en la República del Congo; y tú, monseñor Louis Portella, la de Kinkala, en la misma República del Congo. A ti, monseñor Marcel Utembi Tapa, te he confiado la diócesis de Mahagi-Nioka, en la República democrática del Congo; y a ti, monseñor Franco Agostinelli, la de Grosseto, en Italia. Tú, monseñor Amândio José Tomás, ayudarás, como obispo auxiliar, al arzobispo de Évora, en Portugal.

Por último, tú, monseñor Vittorio Lanzani, como delegado de la Fábrica de San Pedro, proseguirás tu servicio a la Iglesia aquí, en el Vaticano, en esta basílica patriarcal tan querida para ti.

5. Hace un año, en esta fiesta de la Epifanía, al final del Año santo, entregué idealmente a la familia de los creyentes y a toda la humanidad la carta apostólica Novo millennio ineunte, que comienza con la invitación de Cristo a Pedro y a los demás: «Duc in altum, rema mar adentro».

Vuelvo a aquel momento inolvidable, amadísimos hermanos, y os entrego de nuevo a cada uno este texto programático de la nueva evangelización. Os repito las palabras del Redentor: «Duc in altum». No tengáis miedo a las tinieblas del mundo, porque quien os envía es «la luz del mundo» (Jn 8, 12), «el lucero radiante del alba» (Ap 22, 16).

Y tú, Jesús, que un día dijiste a tus discípulos: «Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 14), haz que el testimonio evangélico de estos hermanos nuestros resplandezca ante los hombres de nuestro tiempo. Haz eficaz su misión para que cuantos confíes a su cuidado pastoral glorifiquen siempre al Padre que está en los cielos (cf. Mt 5, 16).

Madre del Verbo encarnado, Virgen fiel, conserva a estos nuevos obispos bajo tu constante protección, para que sean misioneros valientes del Evangelio; fiel reflejo del amor de Cristo, luz de los pueblos y esperanza del mundo.

«EL CRISTIANISMO NO SE SIENTE EXTRAÑO AL MUNDO»

Al mediodía del día 6, solemnidad de la Epifanía del Señor, el Papa se asomó a la ventana de su estudio que da a la Plaza de San Pedro para rezar el Angelus con los fieles y peregrinos allí reunidos.

Juan Pablo II afirmó que en la fiesta de la Epifanía, el Evangelio de San Mateo habla de «una misteriosa «estrella», que guió a los Magos hasta Jerusalén y después a Belén, donde adoraron al Niño Jesús. (.) Recuerda el rico símbolo de la luz, muy presente en la Navidad. Dios es luz y el Verbo hecho hombre es «luz del mundo», luz que guía el camino de las gentes: «lumen gentium»».

«Esta gran verdad animaba a mi venerado predecesor Pablo VI cuando hace exactamente 40 años realizó su histórica peregrinación a Tierra Santa. Precisamente el 6 de enero de 1964, en Belén, en la Basílica de la Natividad, pronunció unas palabras memorables. Entre otras cosas dijo: «Miramos al mundo con inmensa simpatía. Si el mundo se siente extraño al cristianismo, el cristianismo no se siente extraño al mundo». (.) Desde aquel lugar en el que nació el Príncipe de la Paz, exhortó a los responsables de las naciones a una colaboración cada vez más estrecha para «instaurar la paz en la verdad, en la justicia, en la libertad y en el amor fraterno»».

«Hago mías de todo corazón -continuó- estas palabras del siervo de Dios Pablo VI. (.) Que con la ayuda materna de la Virgen todos los seres humanos puedan llegar a Cristo, Luz de la verdad, y el mundo progrese por el camino de la justicia y de la paz».

 

MARIA NOS AMA COMO A SU DIVINO HIJO

CIUDAD DEL VATICANO, 7 GEN 2004 (VIS).-«La maternidad divina de María» fue el tema de la primera catequesis de Juan Pablo II en 2004 pronunciada durante la audiencia general de los miércoles, celebrada en el Aula Pablo VI.

«¡María, Madre de Dios!. Esta verdad de fe profundamente ligada a las fiestas navideñas se evidencia de forma particular en la liturgia del primer día del año, solemnidad de Santa María Madre de Dios. María es la Madre del Redentor, la mujer elegida por Dios para realizar el proyecto salvífico centrado en el misterio de la encarnación del Verbo Divino».

«Toda la existencia de María está ligada estrechamente a la de Jesús. En Navidad Ella ofrece a Jesús a la humanidad. En la cruz, en el momento supremo del cumplimiento de la misión redentora, será Jesús quien entregará a su Madre como don para cada ser humano, como herencia preciosa de la redención. Las palabras del Señor crucificado a su fiel discípulo Juan constituyen su testamento. El confía su Madre a Juan y al mismo tiempo consigna al apóstol y a todos los creyentes al amor de María».

«En estos últimos días de Navidad -concluyó el Santo Padre- detengámonos a contemplar en el Nacimiento la silenciosa presencia de la Virgen al lado del Niño Jesús. Ella nos reserva el mismo amor, el mismo cuidado que tuvo para su Hijo divino. Dejemos por lo tanto que sea Ella quien guíe nuestros pasos en el nuevo año».

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