De los Comentarios de San Agustín, obispo, sobre los salmos
Jesucristo ora por nosotros, ora en nosotros y al mismo tiempo es a Él a quien dirigimos nuestra oración
Dios se ha hecho hombre, se ha encarnado en nuestra historia, de modo que se inserta y se hace presente en nuestra vida, en nuestros pensamientos y sentimientos, en toda nuestra vida. No sólo es un Sacerdote que, desde su cielo, intercede por nosotros; no sólo es un Dios a quien le complace ser invocado por los hombres. Es «Jesucristo en nosotros». Su historia, pues, no ha concluido; está abierta a nuevos horizontes, a nuevas posibilidades. La historia de Cristo continúa hoy, siempre nueva porque es nuestra historia. Y esto se concentra, de un modo particular, en la plegaria litúrgica: ahí, como dijo San Agustín, Jesucristo ora por nosotros, ora en nosotros.
E1 mayor don que Dios podía conceder a los hombres es haer que su Palabra, por quien creó todas las cosas, fuera la cabeza de ellos, y unirlos a ella como miembros suyos, de ma
nera que el Hijo de Dios fuera también hijo de los hombres, un solo Dios con el Padre, un solo hombre con los hombres; y as!, cuando hablamos con Dios en la oración, el Hijo está unido a nosotros, y, cuando ruega el cuerpo del Hijo, lo hace unido a su cabeza; de este modo, el único salvador de su cuerpo, nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ora por nosotros, ora en nosotros, y al mismo tiempo es a él a quien dirigimos nuestra oración.
Ora por nosotros, como sacerdote nuestro; ora en nosotros, como cabeza nuestra; recibe nuestra oración, como nuestro Dios.
Reconozcamos, pues, nuestra propia voz en él y su propia voz en nosotros. Y, cuando hallemos alguna afirmación referente al Señor Jesucristo, sobre todo en las profecías, que nos parezca contener algo humillante e indigno de Dios, no tengamos reparo alguno en atribuírsela, pues él no tuvo reparo en hacerse uno de nosotros.
A él sirve toda creatura, porque por él fue hecha toda creatura, y, por esto, contemplamos su sublimidad y divinidad cuando escuchamos: Ya al comienzo de las cosas existía la Palabra, y la Palabra estaba con Dios y la Palabra era Dios; ya al principio estaba ella con Dios; por ella empezaron a existir todas las cosas, y ninguna de las que existen empezó a ser sino por ella. Pero los que contemplamos esta divinidad del Hijo de Dios, que supera y trasciende de modo absoluto a toda creatura, por sublime que sea, lo oímos también, en otros lugares de la Escritura, gimiendo y suplicando, como si se reconociera reo de algo.
Y dudamos en atribuirle estas expresiones por el hecho de que nuestra mente, que acaba de contemplarlo en su divinidad, se resiste a descender hasta su abajamiento, y le parece que le
hace injuria al admitir unas expresiones humanas en aquel a quien acaba de dirigir su oración como Dios; y, así, duda muchas veces y se esfuerza en cambiar el sentido de las palabras; y lo único que encuentra en la Escritura es el recurso a él, para no errar acerca de él.
Por tanto, que nuestra fe esté despierta y vigilante; y démonos cuenta de que aquel mismo que contemplábamos poco antes en su condición de Dios tomó la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte corno hombre; y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte; y, clavado en la cruz, quiso hacer suyas las palabras del salmo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
Por tanto, oramos a él por su condición de Dios, ora él por su condición de siervo; por su condición divina es creador, por su condición de siervo es creado, habiendo asumido él, inmutable, a la creatura mudable, y haciéndonos a nosotros con él un solo hombre, cabeza y cuerpo. Así, pues, oramos a él, por él y en él; hablamos con él y él habla en nosotros.