Del Tratado de San Ambrosio, obispo, Sobre la huida del mundo
Adherirse a Dios, único bien verdadero
Hubo otro tiempo en el que la idea de Dios, único y verdadero tesoro del corazón humano, empujaba a los hombres a dejarlo todo para tratar de encontrarle en el silencio, en la meditación, en la liturgia, en la soledad, entendida como total apartamiento del mundo. Hoy, semejante anhelo es considerado como nocivo para un crecimiento responsable, sofocante para nuestra libertad y se tiende al activismo para encontrar a Dios en los hombres. Se trata de dos momentos diferentes que han de encontrar su equilibrio. Ese equilibrio se halla precisamente en Dios, soledad absoluta, actividad por excelencia; y ese equilibrio tan sólo lo puede alcanzar quien es capaz de aunar en ambos elementos: la acción y la contemplación.
Donde está el corazón del hombre, allí está también su teso ro; pues Dios no acostumbra a negar la dádiva buena a los que se la piden. Por eso, porque Dios es bueno y porque es bueno sobre todo para los que esperan en él, adhirámonos a él, unámonos a él con toda el alma, con todo el corazón, con todas nuestras fuerzas, para estar así en su luz y ver su gloria y gozar del don de los deleites celestiales; elevemos nuestro corazón y permanezcamos y vivamos adheridos a este bien que supera todo lo que podamos pensar o imaginar y que confiere una paz y tranquilidad perpetuas, esta paz que está por encima de toda aspiración de nuestra mente.
Éste es el bien que todo lo penetra, y todos en él vivimos y de él dependemos; nada hay que esté por encima de él, porque es divino; sólo Dios es bueno, por tanto, todo lo que es bueno es divino y todo lo que es divino es bueno; por esto dice el salmo: Abres tú la mano, y sacias de favores a todo viviente; de la bondad divina, en efecto, nos vienen todos los bienes, sin mezcla de mal alguno.
Estos bienes los promete la Escritura a los fieles, cuando dice: Lo sabroso de la tierra comeréis. Hemos muerto con Cristo, llevamos en nuestros cuerpos la muerte de Cristo, para que también la vida de Cristo se manifieste en nosotros. Por consiguiente, no vivimos ya nuestra propia vida, sino la vida de Cristo, vida de inocencia, de castidad, de sinceridad y de todas las virtudes. Puesto que hemos resucitado con Cristo, vivamos con él, subamos con él, para que la serpiente no encuentre en la tierra nuestro talón para morderlo.
Huyamos de aquí. Puedes huir en espíritu, aunque te quedes con el cuerpo; puedes permanecer aquí y al mismo tiempo estar con el Señor, si a él está adherida tu alma, si tu pensamiento está fijo en él, si sigues sus caminos guiado por la fe y no por la visión, si te refugias en él, ya que él es refugio y fortaleza, como dice el salmista: A ti, Señor, me acojo: no quede yo nunca defraudado.
Así, pues, ya que Dios es refugio y ya que Dios está en lo más alto de los cielos, hay que huir de aquí abajo hacia allá arriba, donde se halla la paz y el descanso de nuestras fatigas, donde podemos festejar el gran reposo sabático, como dijo Moisés: El reposo sabático de la tierra será para vosotros ocasión de festín. Descansar en Dios y contemplar su felicidad es, en efecto, algo digno de ser celebrado, algo lleno de felicidad y de tranquilidad. Huyamos, como ciervos, a la fuente de las aguas; que nuestra alma experimente aquella misma sed del salmista. ¿De qué fuente se trata? Escucha su respuesta: En ti está la fuente viva. Digámosle a esta fuente: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Pues la fuente es el mismo Dios.
¡Oh¡ Señor Jesús …te digo como la samaritana … Dame de beber de esa agua para nunca más tener sed.
Cuando se está en la etapa final de la vida se desea ardientemente lograr la salvación y llegar a la felicidad eterna
En éste mundo lleno de tantos ruidos y distracciones que sofocan a nuestro espíritu, hagamos un poco de tiempo para el silencio y encontrarnos con nosotros mismos y con el Señor, en la meditación de su Palabra y en la oración.