No nos impongas tu moral, impongamos la mía

A menudo, el menor indicio de que una postura sobre cierta ley controvertida se inspira en determinadas convicciones éticas o religiosas basta para descalificarla acusando a quienes la sostienen de pretender «imponer su moral» a los demás. Este argumento es una falacia, explica el filósofo norteamericano Edward Feser, autor de un libro sobre Robert Nozick, en «Tech Central Station» (www.techcentralstation.com, 31 mayo 2005).

Se trata, dice Feser, de una petición de principio y una manera tendenciosa de describir la postura rival. Pues todo el mundo tiene sus particulares convicciones morales, que no por serlo quedan descartadas como candidatas a inspirar la legislación. Así se comprueba cuando se hace el experimento de emplear el argumento contra quienes suelen esgrimirlo. Supongamos que alguien acusara a los partidarios de la discriminación positiva de «querer imponer sus ‘opiniones personales’ a todos los demás». Replicarían que «no es ‘simplemente’ su disgusto personal y subjetivo lo que les motiva, sino más bien su compromiso con la igualdad como ideal moral objetivo». Análogamente, si alguien se opone a «la pornografía o el matrimonio homosexual, eso no quiere necesariamente decir que se oponga porque tales cosas le resulten repugnantes; su rechazo puede estar basado en un principio moral objetivo y racionalmente defendible».

Feser llama al truco dialéctico que describe «la falacia anti-conservadora», porque suele esgrimirse contra los conservadores por parte de liberales, socialistas o feministas. La falacia consiste en atribuir las posturas morales del adversario a meras preferencias personales, sin conceder la posibilidad de que sus preferencias deriven de juicios que pueden ser verdaderos y, por tanto, universalmente válidos. Así se descartan los argumentos del contrario sin debatirlos, y se da por supuesto lo que habría que demostrar: que el otro no tiene razones para justificar su postura.

Relativismo aparente

Otra formulación de la falacia es que los contrarios pretenden «imponer la moral por ley» o «legislar sobre moral». Pero también «liberales y libertarios apelan a ciertos principios morales para defender las políticas de su preferencia. ¿Cómo entonces pueden, sin incurrir en incoherencia, criticar a los conservadores por hacer lo mismo? ¿No pretende el liberal ‘legislar sobre moral’ cuando defiende la redistribución de la riqueza en nombre de la justicia? ¿No está en tal caso ‘imponiendo sus opiniones morales’ a los ricos? ¿No tratan también los libertarios de ‘imponer sus opiniones morales’ a los liberales cuando pretenden detener tal redistribución?».

«En realidad, la tesis de que ‘no debemos imponer a otros nuestras personales opiniones morales’ es muy curiosa. Parece implicar la idea de que todas las opiniones morales son ‘meramente’ personales en el sentido de que no reflejan más que gustos o preferencias individuales, y por tanto no se puede justificar ‘imponerlas’ a quienes no comparten esos gustos o preferencias. La continua invocación de esta idea en las críticas a las políticas conservadoras es, probablemente, la razón principal por la que liberales y libertarios resultan a menudo sospechosos de relativismo moral. Pero como, según ya hemos visto, liberales y libertarios pueden ser perfectos absolutistas con respecto a sus propias creencias morales, y nada reacios a decir a los demás que deberían atenerse a ellas, es evidente que sus opiniones de ningún modo son genuinamente relativistas. De hecho, la misma idea de que ‘no debemos imponer a otros nuestras personales opiniones morales’ suena a imperativo moral absoluto».

Un recurso retórico

Por tanto, la verdadera cuestión no es una general sobre la «imposición» de posturas morales, sino una particular sobre la «validez» de determinada postura. Los usuarios habituales de la falacia deberían, pues, formular sus críticas «de manera más franca; pero eso sería a costa de perder eficacia retórica». En efecto, «si un liberal o libertario dijera: ‘Mis opiniones son genuinas opiniones morales, y las conservadoras son meras expresiones de preferencias personales’, o ‘Mis opiniones morales son correctas, y las conservadoras no’, resultaría obvio que no estaría haciendo más que afirmaciones no justificadas y muy discutibles. Mucho mejor, entonces, decir algo así como: ‘Nadie debe imponer a otros sus personales opiniones morales’. De ese modo, el liberal o libertario ‘parece’ estar diciendo algo evidentemente verdadero (que nadie debe imponer a otros sus peculiares y subjetivos gustos personales), cuando en realidad está declarando una tesis extremadamente discutible para la que no ha ofrecido justificación alguna (que se debe permitir a las opiniones morales liberales o libertarias, pero no a las conservadoras, inspirar las leyes)».

El recurso frecuente a esta falacia, concluye Feser, adultera el debate público, fomentando el simplismo. «No todos los principios morales deben ser impuestos por el poder del estado, pero casi todo lo que hace el estado se basa en algún principio moral. Es una frivolidad, por tanto, sostener que ‘no se debe legislar sobre moral’, si eso significa que las leyes no deberían inspirarse en principios morales controvertidos. Y casi todos los principios morales son controvertidos en medida significativa: aun si la gente concuerda en que el asesinato está mal, a menudo discrepa con respecto a qué debe ‘considerarse’ asesinato, como atestiguan las disputas sobre aborto, eutanasia e incluso el sacrificio de animales. La cuestión, pues, no es ‘si’ principios morales discutidos deben informar nuestras leyes, sino más bien ‘qué’ principios morales discutidos –liberales, conservadores, libertarios o los que sean– deberían informarlas».

Aceprensa

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