Es imposible que la política tenga todos los contenidos de construcción del bien común que debe tener, si no hay una ciudadanía activa.
La inteligencia de un político y la autoridad son dos perfiles diferentes. Normalmente, los políticos que hablan de una serie de valores –que son punto de encuentro de mucha gente– y que se comprometen a vivirlos en su vida, acostumbramos a ver la política de una forma diferente de como la ven los que sólo son profesionales de la política. Los profesionales de la política se fijan en las encuestas y en las principales preocupaciones de la gente y, en función de esto, dirigen su mensaje político. En el fondo, convierten la política en respuesta a un requerimiento del mercado.
Los políticos listos acostumbran a hablar de aquello que a la gente le gusta escuchar, tienen autoridad, establecen su relación con la sociedad no sólo a partir del resultado de las encuestas, sino a través de un «cordón umbilical» que le hace sentir como suyo todo aquello que afecta al conjunto de la sociedad. Como fruto de esta dedicación a la vida pública hay una credibilidad moral. Una sociedad de este tipo crea unos valores que el político sabe reconocer; se identifica con ellos y es capaz de hacer propuestas para que la gente los siga.
Este político no se esconde detrás de la técnica. Considera que, ante cualquier problema, hay una dimensión política que va más allá de la solución técnica y sabe interpretar el problema desde el corazón de la gente. De esta forma hace de nexo y unión entre la técnica y la realidad. Este político tiene autoridad moral.
La gente habitualmente habla mal del poder, pero éste es imprescindible para que la sociedad funcione. Tiene que haber gente capaz de asumir los riesgos y tomar las decisiones que correspondan, aunque sea a contracorriente. Y debe contar con los mecanismos para imponerlas, porque la sociedad lo ha legitimado para hacerlo. Éste es un acto de humanismo y de humanidad muy importante.
El ejercicio del poder es imprescindible para que la sociedad no sea una suma de islas y los intereses privados se pongan por encima de los intereses comunes. Esto exige que el poder se ejerza en función del bien común. Si no hay el trasfondo del bien común, difícilmente el poder tendrá esta capacidad de expresar lo que la gente quiere.
Muchas veces, cuando nos referimos a la democracia, hablamos de sus leyes formales, por ejemplo de la posibilidad de ir a votar cada cuatro años. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial, hemos ido perdiendo de vista que la democracia no es sólo una mecánica que permite ir a votar de vez en cuando. La democracia es una actitud cívica fundamental que tiene que traspasar todos los órdenes de nuestra vida y de nuestra convivencia.
Para que haya democracia tiene que haber civismo y ciudadanos conscientes. Los ciudadanos no se pueden convertir en simples clientes de la administración pública. Cuando la política es puramente administración pública, los ciudadanos se convierten en clientes y pierden la corresponsabilidad de sentirse miembros activos de la sociedad.
En este caso, el sentido del trabajo deja de ser una contribución social y se transforma en algo que se da a cambio de un sueldo a final de mes. La cultura, que es un elemento de civismo y de ciudadanía fundamental, se convierte en momentos de ocio para hacer pasar ratos tan entretenidos como sea posible. La familia, que es la proyección de nuestra intimidad a la sociedad, se convierte sólo en el reducto de nuestra intimidad, que nos permite vivir tranquilos en nuestra casa.
Cuando la democracia se transforma en una cuestión formal, es decir se basa sólo en la maquinaria para ir a votar cada cuatro años, y no es la complicidad activa de la ciudadanía hacia el poder público, entonces el ciudadano es cada vez más un cliente, una persona que tiene miedo de todo y que se cierra en su propia intimidad.
El poder funciona si hay una regeneración de la vida democrática, lo cual significa cuestionar la dinámica de los partidos, que monopolizan la dinámica de la política cada cuatro años. Hay que ver si los partidos son sólo ámbitos para conquistar el poder o son ámbitos de debate político. Si estas piezas fallan, falla todo el esquema de la propia democracia. Por lo tanto, hay que regenerar toda la política.
Es imposible que la política tenga todos los contenidos de construcción del bien común que debe tener, si no hay una ciudadanía activa. Esto implica educación democrática, responsabilidad y poner en el centro de la vida ciudadana los valores que cada ciudadano aporta. De esta forma se consigue encajar los derechos y los deberes de los ciudadanos y los principios rectores de la política.
La gente tiene derecho a llevar a sus niños a la escuela y el deber de contribuir con la escuela en la educación de los niños. El ciudadano tiene el derecho a gozar del paisaje de los Pirineos y la obligación de cuidarlo. Cuando una persona está enferma tiene derecho a ir a un hospital y la obligación de cuidar su salud y la de las personas que le rodean. Esta corresponsabilidad debe de tener carta de ciudadanía y la política debe de venir como consecuencia lógica de trasladar este juego de derechos y deberes a la dimensión pública del bien común. Entonces se entiende la fuerza del poder y de la autoridad.
En este sentido, me gustaría que el debate del Estatuto se basase en la regeneración de la autoridad y del poder y en el sentido de ciudadanía.
La realidad es que, ante este objetivo, hay una sociedad cada vez más economicista, con poca visión a largo plazo, que no ve que tiene un proyecto en su vida y una misión a su alrededor. Esto dificulta encontrar un sentido de ciudadanía; el civismo es entonces puramente pasivo –se reclaman derechos y se olvidan los deberes– y toda la política que proviene de esta realidad sociológica nos lleva a ser cada vez más clientes y menos ciudadanos.
Si somos clientes, exigiremos al político que dé buenos servicios, pero no que haga propuestas de convivencia humana cada vez más potentes y más enraizadas en la capacidad creativa. De esta forma, la política será un poder cada vez más descarnado.
Otro escalón de este proceso es que hemos convertido las instituciones, que son el punto de encuentro, en trincheras de los partidos políticos y de las personas que tienen el poder. En la medida en que las instituciones no moderen la dinámica propia de los partidos para ganar el poder, los puntos de referencia ciudadana sobre la política se desvanecen.
Por suerte en Cataluña aún existe la tradición de que todos los líderes de los partidos políticos se reúnan para hablar de Cataluña de forma seria. En otros lugares, no pasa lo mismo: para conseguir el poder, se permite todo, y las instituciones –que deberían ser plataformas de convivencia plural– se convierten en trincheras de los partidos. Ésta es una de las perversiones del poder y hace que la autoritas, que es la que nos permite sintonizar individualmente con la gente que nos representa en las instituciones, pierda credibilidad.
Por Joan Rigol Roig, ex presidente del Parlamento de Cataluña y diputado del Parlamento.
http://www.ambit.org
Lo que dice Joan Rigol se resume en: menos Estado y más Sociedad. La política de ZP ha sido la de hacerse con el ámbito de la privacidad, incrementando el Estado a costa de la Sociedad.
Todo ello se resume en: más Sociedad y menos Estado. Con ZP hemos asistido a la invasión de todos los ámbitos de la sociedad y así, copándolos los ha inutilizado.