¿Qué es lo que acontece cuando la ética comienza a entenderse como técnica, como estrategia, como arte de la optimización?
En el año 1952 el Tribunal Supremo alemán condenó a dos médicos por cooperación al homicidio. Los médicos, durante el año 1941, habían tomado parte en la campaña gubernamental de eutanasia masiva para los enfermos mentales. Habían elaborado listas de enfermos, entregándolos así a la muerte. Ante el Tribunal quisieron hacer valer de forma incontestable que sólo habían cooperado en la acción homicida para salvar a una parte de los enfermos que estaban amenazados de muerte. De hecho, habían excluido de las listas, aproximadamente un 25% de enfermos, infringiendo así las disposiciones vigentes. Con su conducta habían librado de una muerte segura en la cámara de gas a otros pacientes, poniéndolos a salvo o alojándolos en establecimientos confesionales.
Estos médicos fueron absueltos en la primera instancia judicial, aceptándose las alegaciones mencionadas. Sin embargo, el Tribunal Supremo federal revocó la resolución absolutoria y fundamentó su fallo del siguiente modo: «Cuando están en juego vidas humanas, sostener la oportunidad de aplicar el principio del mal menor en atención a valores efectivos razonables, así como intentar hacer depender la legitimidad jurídica de la acción del resultado global de la misma desde una perspectiva social, se opone a la cultura que mantiene la enseñanza moral cristiana acerca del ser humano y su índole personal».
Los acusados «no habrían actuado en desacuerdo con la opinión mantenida entonces por los médicos más responsables y serios si se hubiesen negado a participar en la matanza de enfermos mentales, al precio de ser apartados de cualquier puesto de interés decisorio dentro de la maquinaria del exterminio». El caso es que, como el juicio puso de manifiesto, hubo muchos médicos honestos que prefirieron dejar sus puestos de especialistas clínicos antes que cooperar, aun indirectamente, en la masacre de inocentes.
Los tiempos han cambiado. Los «patrones culturales dominantes» ya no están orientados por la enseñanza moral cristiana que, por su parte, poseía elementos comunes con las doctrinas judaica, griega y romana. Buena parte de los herederos de esa enseñanza, y que tienen la misión de transmitirla, renuncian precisamente a seguir haciéndolo. Los médicos que entonces se apartaron de toda cooperación en el exterminio –aun tratándose de una cooperación remota– y desistieron de cualquier intento de influir en el proceso, hoy serían censurados en Alemania por ciertos obispos católicos, pues para tales médicos es mucho más congruente con su «bata blanca» esa postura ética que la de contribuir a salvar el mayor número posible de vidas amenazadas y a rebajar la cifra total de muertos. Igualmente les censuraría el «Comité Central de los católicos alemanes», incluso les acusaría del delito de omisión de auxilio, por su irresponsable retirada. El Papa, uno de los últimos defensores de la vieja Ética, con dos milenios y medio de antigüedad, ha sido cuestionado por algunos obispos alemanes por el hecho de que miles de no nacidos sean abandonados a la muerte. La respuesta clásica a esta cuestión es clara. Nadie tiene responsabilidad de lo que sin su intervención sucede, siendo así que esto sólo podría evitarse haciendo algo que no le incumbe hacer.
El deber de una omisión incondicional
Todo el mundo reconoce que nadie puede ser censurado por omitir una acción que le era físicamente imposible realizar, como por ejemplo en el caso de que no tuviera manos. El modo de pensar europeo –aunque no sólo de los europeos– siempre tuvo en cuenta que existen acciones que no es posible realizar moralmente. No existe responsabilidad alguna por lo que sucede sin poderlo evitar mediante tales acciones. Los médicos que no participaron en aquel asunto de la eutanasia, se encontraron como si carecieran de manos para rellenar las listas. El viejo legislador romano tenía, para esto, la clásica fórmula: «Las acciones que contradicen las buenas costumbres han de considerarse como aquellas que nos es imposible llevar a cabo» (Digesto XXVII). Se podría comparar la quintaesencia de ese pensamiento con la fórmula popular de que el fin no justifica los medios.
Esta concepción será calificada por sus nuevos adversarios como fundamentalismo ético. Según ellos, el fundamentalista ético es quien piensa que hay algo a lo que no está dispuesto, aunque esté en juego el más noble de los fines. En Europa, el arquetipo literario de dicho «fundamentalismo» ha sido siempre Antígona, cuya convicción de que estaba obligada a sepultar a su hermano, fundada en una tradición inmemorial, no se subordinaba a la razón de Estado. La ética filosófica clásica, que fue integrada en el cristianismo desde su comienzo, advierte que la bondad de una acción depende no sólo de ella misma –del tipo de acción que sea–, sino también de las circunstancias, de los efectos resultantes, de las alternativas disponibles y de las intenciones subjetivas de quienes toman parte en ella. Existen, no obstante, acciones cuya intrínseca malicia es perfectamente reconocible aun sin un conocimiento previo de las circunstancias, de las intenciones y motivaciones subjetivas. Son siempre reprobables, y el propósito de alcanzar un fin bueno a través de semejantes acciones nunca puede ser un buen propósito. El fin bueno no hace bueno al mal medio.
De aquí se infiere que no son válidos los imperativos que previamente desconsideran las circunstancias y que, más bien al contrario, existen mandatos incondicionales de omisión: hay cosas que el hombre debe estar dispuesto a no hacer. «Ese hombre es capaz de todo» es, ciertamente, una buena tarjeta de presentación en los regímenes totalitarios y en las bandas mafiosas. Para las personas normales, se trata de una advertencia, de una señal de peligro. Y lo mismo para la ética filosófica clásica, para Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant o Hegel. Contraponerlas como «ética de la convicción» (Gesinnungsethik) y «ética de la responsabilidad» (Verantwortungsethik), en el sentido de Max Weber, es errar la puntería. La cuestión no es si asumimos una responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones y omisiones, sino más bien a qué se refiere esa responsabilidad y si ella nos alcanza. Por eso la noción de «ética teleológica» (teleologische Ethik) resulta también inadecuada como rasgo diferenciador. Toda ética es teleológica en tanto que se refiere a acciones que son siempre teleológicas, es decir, que tienen un fin. El carácter incondicionado de ciertos deberes de omisión descansa en que tenemos una responsabilidad preferente frente a los efectos por los que se define nuestra respectiva acción, así como frente a quienes están afectados inmediatamente por tales efectos. Determinadas acciones son, sin embargo, con independencia de sus consecuencias posteriores, incompatibles con esa responsabilidad. La acción de excluir a alguien de la lista para el exterminio, en el caso de los médicos mencionados al principio, afectaba directamente a quienes habían sido seleccionados para morir. De ahí que la acción sea irresponsable, aunque la contrapartida fuera que otros pudieron salvarse por ella.
En esta distinción se fundamenta el que la omisión de una acción reprobable sea una obligación absoluta, análoga a la de evitar o combatir cierta conducta. Quien considera el aborto como algo reprobable, nunca debe prestarle su cooperación. El deber que el Estado tiene de impedirlo es ciertamente un deber de rango superior, pese a la notoria insuficiencia de nuestra legislación en este punto. No obstante, ese deber ha de considerarse como la obligación de una intervención positiva con un tipo de incondicionalidad distinto al que corresponde al deber de omisión. El deber de intervenir siempre está sujeto a una ponderación en la que se tiene en cuenta que el principio del mal menor tiene un puesto legítimo, que sin embargo no entra en juego cuando se trata del deber de omisión.
Max Weber lo expuso claramente con el ejemplo del pacifista. Quien considera reprobable cualquier muerte, incluso en tiempo de guerra, puede negarse justificadamente a prestar el servicio militar. Weber sentía mayor respeto por la «ética de la convicción», frente a quienes se alinean hoy con la mayoritaria «ética de la responsabilidad», mientras no se politice la cuestión. Ahora bien, quien no sólo se niega a prestar el servicio militar, sino que trata de manipular políticamente la insumisión, se hace responsable de sus consecuencias, ya que se convierte en autor de aquélla. Si consigue, aunque sólo sea debilitar las fuerzas armadas de su propio país, sin llegar desde luego a suprimirlas completamente, podrá ser también responsable del estallido de la guerra, como fue el caso de los movimientos pacifistas occidentales antes de la segunda guerra mundial. En el contexto de estas ideas radica el sentido de la distinción propuesta por Weber.
Cuando Tomás Moro renunció a su puesto de Lord Canciller y volvió a su vida privada, siguió exactamente ese mismo principio. Reprobó el cisma de la iglesia de Inglaterra; no quiso contribuir de ninguna forma a su separación de la de Roma. Pero no se sentía obligado a actuar en contra como un político activo, conociendo sobre todo lo inútil de tal intento, pues a la hora de intervenir siempre se piensa en la posibilidad de éxito. Tomás Moro no estaba interesado en un inútil comando suicida. Si finalmente fue ejecutado, al no permitírsele vivir en paz ni tan solo como una persona privada, lo fue porque se esperaba de él una confesión que no concedió por ser incompatible con su conciencia. Él no se sintió llamado a hacer de héroe, que muere entregando su vida por una causa.
Una ética estratégica no es ética
Sin embargo, él estaba preparado para morir si en ello consistía el precio por la omisión de algo que consideraba reprobable. Y tampoco se dejó arrastrar por las sugestiones de su hija, que decía que finalmente todos los obispos de Inglaterra, con excepción de unos pocos, no veían la reprobación que sí veía Moro. Éste se apoyaba en el amplio consenso alcanzado por la cristiandad en los últimos mil quinientos años, consenso que ha sido quebrado, en lo que se refiere a la definición de las acciones buenas y malas, en el campo de la ética filosófica desde hace más de cien años. En el seno de la doctrina moral católica se ha roto desde hace más tiempo incluso, y en el de la teología moral católica desde hace unas décadas. No hay lugar aquí para ocuparnos de las causas de estas quiebras. El hecho es que en el debate sobre el certificado de asesoramiento que se exige como condición del aborto legal en Alemania, ambas partes se acusan recíprocamente de falta de respeto a la vida humana –una, por cooperación a la muerte, otra por omisión de la prestación de ayuda–, lo que hace que esa fractura se manifieste abiertamente sin que las partes en litigio le den su verdadero nombre.
Quizás pueda destacarse más claramente la distinción acudiendo a Kant, si bien este autor no puede ser considerado como un representante cabal de la ética clásica. Kant propone considerar las acciones desde el punto de vista de si pueden ser representadas como parte de un orden general de la vida digno del hombre. La nueva ética, en cambio, propone preguntarse si una acción es idónea para producir un cierto estado de cosas humanamente digno. A lo que nosotros hoy denominamos buenas acciones, los griegos las llamaban «bellas» acciones, es decir, aquellas que se conciben en sí mismas como justas y, por ello, como posibles partes de un orden de vida justo. La nueva ética, por el contrario, considera buena una acción si el conjunto de sus efectos resulta más deseable que el conjunto de resultados que se deriven de cualquier otra alternativa disponible.
La nueva ética juzga las acciones como parte de una estrategia. La acción moral va a ser entonces una acción estratégica. Esta forma de pensar, que en un principio se denominaba corrientemente «utilitarismo», tiene su origen en el pensamiento político. Bentham, padre del utilitarismo, tenía ante los ojos la política social. Y aquí se encuentra el ámbito legítimo origen de esa forma de pensamiento. La política es siempre utilitarista, y si existen límites al utilitarismo, entonces se trata de los límites que hay que poner a la política, de límites éticos. Bentham creía asimismo disponer de un claro concepto determinante de la utilidad, el placer, y a ser posible con la mayor cantidad posible de bienestar subjetivo.
Cuando John Stuart Mill introduce criterios cualitativos en semejante concepto del bienestar, afirmando ser preferible un Sócrates infeliz que un cerdo feliz, entonces se da ya un paso más allá del utilitarismo político. Posteriormente, G.E. Moore cuestionó el principio hedonista del interés utilitario, así como el que éste hubiese asumido como objetivo de la estrategia ética el incremento del contenido axiológico del mundo. Tal «utilitarismo ideal» fue el que produjo, en los años sesenta, la orientación consecuencialista en la teología moral católica, cooperando en la irrupción de una visión moral de carácter estratégico enmascarada tras el equívoco concepto de una «ética teleológica».
Antes de que esta ruptura encontrara su primera expresión dramática sociológicamente relevante en el asunto del certificado alemán, ya se había hecho reconocible a los observadores a través de tímidas manifestaciones. Así, por ejemplo, en las plegarias de la Iglesia ya no se pedía a Dios, como una dádiva suya, que nos haga justos, pacíficos y valientes, sino más bien que nos «predisponga» en favor de la justicia, la paz y los derechos humanos, etc., lo cual, según la nueva ética, se puede conseguir sin necesidad de poseer las virtudes antes reseñadas. A la luz de la ética estratégica, el cuidado de la propia salvación –que constituía una preocupación central, tanto para la filosofía antigua como para el Cristianismo– aparece como una forma de egoísmo espiritual.
¿Es egoísmo moral tener la bata limpia de sangre?
Jean-Paul Sartre formuló constantemente este reproche contra el «interés por una conciencia limpia», y finalmente lo hizo en los inacabados Cahiers pour une morale. En todo caso, esa advertencia la había limitado a los ateos. Según él, éstos estaban obligados por el consecuencialismo radical, y nadie podía arrebatarles la responsabilidad respecto del mejoramiento del mundo. Para quien persiga ese objetivo valen las palabras de Lenin: «Todo nos está permitido». Para los creyentes es válida otra cosa, añade Sartre. Ellos reconocen, en primer lugar, que el destino del mundo está en las manos de Dios. Si se empeñan, según las palabras del Apóstol Pablo, en «conservarse sin mancha ante el mundo», entonces no se trata de egoísmo moral, pues ellos asumen una responsabilidad ante Dios por su propia vida. Dicha responsabilidad se confirma cuando intentan que sus acciones sean «bellas» (decorosas). A mí me parece que Sartre comprendió mejor que ciertos teólogos lo que supone las consecuencias morales de la fe en Dios.
Volvamos nuevamente a los argumentos obrantes en el conflicto sobre el certificado del asesoramiento en Alemania, ejemplo actual y muy controvertido del planteamiento consecuencialista. Parece en primer lugar que se trata de salvar vidas humanas, y precisamente mediante un compromiso que se asume en relación al aborto despenalizado a través de un asesoramiento previo. Y también con el objetivo de «no dejar a las mujeres en la estacada», allanándoles el camino para el aborto a las que lo deseen. Aquí están en juego, evidentemente, dos diferentes objetivos que se engarzan de manera ingeniosa. Pero, ¿dónde está escrito que la Iglesia deba estar interesada, ante todo, en evitar la muerte prematura? El primer interés de la Iglesia es la «salvación de las almas», no el «derecho a la vida», proteger el cual es una misión del Estado. En la medida en que se delegue esa protección en la Iglesia, ambas instituciones acaban corrompiéndose. En el asesoramiento eclesiástico de ninguna manera se pone en primer lugar a los niños, sino más bien a las mujeres. La muerte prematura no existe en ningún caso sub specie aeternitatis. Ahora bien, al matar se produce el suicidio espiritual. Deja a una mujer en la estacada quien coopera a ese suicidio espiritual. De este modo se está ya programando el futuro certificado eclesiástico para la eutanasia.
Esto es así, en todo caso, si el aborto es lo que los cristianos creen que es, algo reprobable, tanto para el cristianismo como para Sócrates, cuyo análisis filosófico se ha convertido durante dos mil años en patrimonio común, pese al hecho de que pareció escandaloso a sus contemporáneos: obrar injustamente es siempre mucho peor para los que cometen la injusticia que para quienes la padecen.
El consecuencialismo continúa siendo, hoy en día, un paradigma dominante en la teología moral católica en Alemania, a pesar de que el Papa Juan Pablo II haya hecho una crítica detallada a este tipo de ética en su encíclica Veritatis splendor, señalando además su incompatibilidad con la enseñanza cristiana. La incompatibilidad de ambas morales se puso claramente de manifiesto, de manera ejemplar, en el período en el que se proyectó un nuevo certificado de asesoramiento en el que debía hacerse constar expresamente que no podía emplearse para el aborto despenalizado. Este fue nuevamente rechazado, ya que los portadores del certificado de referencia amenazaban con demandar al Estado en el caso de que mantuviera ese texto y ya no fuera reconocido, en cuanto certificado eclesiástico, como aval para la realización del aborto. El escarnio público no se hizo esperar, pero la burla y la protesta desde casi todos los sectores tradujeron realmente el panorama trágico de la cuestión, es decir, el fracaso del intento de forzar una compatibilidad entre dos formas irreconciliables de ética.
En la discusión filosófica hubo de considerarse el consecuencialismo como algo superado desde hacía tiempo. Ese modelo no es capaz de ayudarnos a formular teóricamente nuestras intuiciones morales elementales. En este sentido, John Rawls ya demostró cómo la exigencia de justicia no puede fundarse desde el consecuencialismo. Las consecuencias de una legislación pueden ser muy ventajosas en determinadas circunstancias para la mayoría, mientras una minoría puede ser privada de sus derechos por esa legislación. La objeción de que dicha ventaja pudiera no constituir una auténtica ventaja, ya que está acompañada por una corrupción moral, no le afecta al consecuencialismo. Es decir, el consecuencialismo sólo puede incluir, según su cálculo, valores extramorales, pues de lo contrario tendría que argumentar de forma circular: moralmente bueno es todo aquello que promueve un bien moral.
Una debilidad añadida a esta argumentación estratégica reside en que descubre que no disponemos de suficiente información para poder juzgar acerca de una optimización a largo plazo. Los futurólogos, que creen saber más del futuro que las personas corrientes, tendrían que exigirles a éstas que delegaran en ellos su conciencia. Así, el consecuencialismo constituye una inhabilitación moral de las personas corrientes. De nuevo el certificado del que venimos hablando supone un buen ejemplo. La cooperación al aborto puede servir quizá para impedir otros abortos, pero con gran probabilidad la presentación del certificado obtenido de instituciones cristianas sirve para debilitar la conciencia de lo injusto y de ese modo contribuye, a la larga, a multiplicar los abortos. Y es que, precisamente por medio de ese certificado, también se le arrebata al Estado su deber de protección constitucional.
Por regla general, los consecuencialistas son, asimismo, inconsecuentes. Sencillamente rechazan de todo punto y de forma concluyente aceptar las responsabilidades por las amplias consecuencias que se producen. El consecuencialismo, entonces, no puede responder de sus propias consecuencias. Esta contradicción interna, que ha desarrollado, por ejemplo, Julian Nida-Rümelin en su Crítica del consecuencialismo (1993) con matemática precisión, supone también su refutación. Una sociedad compuesta de puros estrategas privados, que subordina su acción comunicativa y su capacidad de mantener los compromisos al cálculo optimizador, quedaría paralizada. Además, el consecuencialismo promueve la extorsión, pues un consecuencialista debe estar siempre preparado para cometer un homicidio si se le amenaza con que, en caso de negarse, morirían diez personas: solamente a un consecuencialista se le puede amenazar con esto, y en este sentido aparece nuevamente el ejemplo del certificado de asesoramiento mencionado. Se intenta extorsionar a la Iglesia con la amenaza de que sin su cooperación morirían más niños. Quien participa de la deforme concepción consecuencialista de responsabilidad, tiene que sucumbir a dicha extorsión. La realidad es que, por una parte, ningún hombre puede vivir a la larga con ese concepto de responsabilidad sin corromperse moralmente y, por otra, sin sentirse permanentemente presionado.
Si nuestro deber se limita siempre a perseguir un programa de optimización, no nos estará permitido hacer casi nada más, sencillamente porque con aquel programa nos quedamos tranquilos y toda creatividad queda ahogada en ese cálculo. De todas formas, aquí es válido el dicho de que «lo mejor es enemigo de lo bueno». Si siempre mantenemos el criterio de «lo mejor posible», según el punto de vista de las consecuencias, entonces dejaremos de preocuparnos más ante una reflexión tan simple.
El Apóstol Pablo condena en la Carta a los Romanos la máxima: «Permítenos hacer el mal de modo que salga de él algo bueno». Los consecuencialistas no se sienten aludidos por esa condena; más bien al contrario, asumen la tesis de que lo que Pablo ahí condena no se da realmente. O sea, que ellos han redefinido lo bueno y lo malo: moralmente bueno es lo que tiene consecuencia buena. La frase de Mefistófeles: «Yo soy una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal, pero siempre procura el bien», sería aplicable únicamente a los que no saben que están procurando el bien. Mefistófeles, que lo sabe –por eso él dice que sí– es eo ipso bueno.
Aristóteles ha introducido una distinción conceptual cuyo alcance no debe ser desestimado: la que se da entre «poíesis» y «praxis», entre producir y actuar. El producir posee la medida de su rectitud en algo distinto del mismo producir, en un objeto producido o en una situación causada, mientras que la rectitud del actuar, por el contrario, radica en él mismo, en su adecuación a una situación, en su inserción dentro del plexo de las relaciones morales, en su «belleza». La rectitud del producir viene juzgada por el «arte», que los griegos denominan techné, mientras que la rectitud del obrar viene dada por la ética. Naturalmente, todo producir se halla inscrito por su parte en un contexto práctico, y por ello tampoco está exento de una evaluación moral.
¿Qué es lo que acontece, sin embargo, cuando la ética comienza a entenderse como técnica, como estrategia, como arte de la optimización? Lo que entonces ocurre es que se suprime la instancia que pone límites a la prosecución de nuestros objetivos. Se suprime lo que para los griegos representaban esos límites, el pudor –¿qué cara se pone cuando se dice algo así?, pregunta Neoptolomeo a Odiseo cuando le propone acabar con el amigo Filoctetes mediante una mentira para salvar a los griegos de Troya–; sólo queda entonces un imperativo: perseguir los fines buenos oportunamente, por lo que, con todo ello, finalmente desaparecen las que Hegel llamaba «relaciones morales». En efecto, entre el que da su palabra y el que la recibe se establece una relación de este tipo. La obligación de mantener un compromiso nace de la palabra dada, y se trata de un compromiso frente a aquel a quien se le hizo la promesa. Para los consecuencialistas sólo existen obligaciones respecto a personas individuales de un modo indirecto. El auténtico objeto de la moral sólo sería «lo mejor», tomado genéricamente. La posibilidad de fiarse de un compromiso representa, no obstante, un elemento importante en la convivencia humana, y la perturbación de esa confianza perjudica ese elemento. El deber de mantener un compromiso se deriva, para los consecuencialistas, del deber de la optimización. Ésta constituye una responsabilidad para el mantenimiento de la importante institución del compromiso. Pero, por ejemplo, quien se compromete a solas ante la petición de un moribundo, puede prometer lo que quiera, dada la circunstancia de estar sin testigos, sin sentirse vinculado en todo caso por la muerte del interlocutor. Promesa y ruptura de ésta quedan, pues, sin consecuencias.
Esto no es precisamente lo que la gente corriente entiende como moral, pero el consecuencialista tiene que encontrar también correcto que la gente corriente no piense de un modo consecuencialista. Esta gente podrá pensar tranquilamente en categorías de relaciones morales y seguir unas reglas normativas como si éstas contuviesen en sí mismas alguna importancia. Esto no puede ser sino una ventaja. El filósofo o teólogo consecuencialista conoce, no obstante, el arcano de la moral, y ese conocimiento lo eleva por encima de las personas corrientes. «Todo le está permitido», y las normas morales le supeditan de la misma manera que a los peatones la prohibición de cruzar el semáforo en rojo. En buena ley, deberían respetarse, pero no hace falta, si las infracciones carecen de consecuencias, por ejemplo si es de noche y se cruza la calle sin niños. Ejemplo de una regla técnica, que solamente tiene consecuencia moral de modo secundario.
Tomás de Aquino dio en su Summa Theologiae un ejemplo convincente para fundamentar las normas morales que tiene conexión con lo que he denominado «relaciones morales» en Hegel. Tomás describe el caso de un hombre buscado por un delito. ¿Habrá que auxiliarle, o más bien habrá que ayudar a la policía? Tomás responde: depende de las responsabilidades concretas. El gobernante ha de pensar en la eficacia policial, y la mujer del delincuente debe ayudar a su marido a ocultarse, pues ella es responsable del «bienestar particular de su familia», mientras que el gobernante, por el contrario, ha de responsabilizarse del «bien público del Estado». Ambos, según y cómo, deben respetar el deber del otro; la mujer no puede convertirse en terrorista, y el juez no puede perseguirla por «obstrucción a la justicia». (De este modo puede el Estado, cumpliendo con su deber, hacer disminuir el número de los abortos, y la Iglesia, cumpliendo con el suyo, no cooperar en ninguno de ellos, no poniendo en práctica ninguna de las conductas cuyo resultado es el aborto).
El derecho moderno de los Estados libres contempla, por lo demás, esa misma concepción. Ni el juez ni la mujer del delincuente antes mencionados saben lo que el consecuencialista afirma saber: que, en realidad, al final ocurrirá lo mejor para todos. Tomás dice: eso sólo lo sabe Dios. Él es el único que cuida por el «bien del universo». A nadie le está permitido suplantar a Dios, pues tampoco nadie conoce lo suficiente. G.E. Moore, el fundador del «consecuencialismo axiológico», ha reconocido como ningún otro de sus sucesores el carácter utópico de esta teoría, cuando dice que desconocemos fundamentalmente las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones, por lo cual, como consecuencialistas, tampoco podemos conocer lo que sea lo moralmente bueno. No nos queda más que aceptar que los resultados benéficos a corto y medio plazo también lo sean a la larga. Pero, continúa Moore, no podemos afirmar tajantemente que las cosas no puedan ser de otra forma.
Que lo bueno tenga consecuencias buenas no lo consideraban Kant y Fichte como una verdad analítica, como hacen los consecuencialistas, sino como una cuestión religiosa, de fe en un gobierno divino del mundo. En lugar de querer lo que Dios quiere que suceda –y esto únicamente lo podemos conocer a posteriori– debemos, como afirma Tomás de Aquino, querer lo que Dios quiere que queramos. Esto, a diferencia de lo primero, sí podemos conocerlo, pues la razón práctica nos ilustra sin ningún esfuerzo moral de predicción.
Por Robert Spaemann
Filósofo alemán, catedrático de Filosofía de la Universidad de Heidelberg, Suttgart y Munchen.
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