Cuando fue elegido como Papa el Card. Jorge Mario Bergoglio, todo mundo deseaba saber más sobre la vida y la familia del nuevo Pontífice. ¿Cómo fue la infancia del nuevo Pontífice? ¿cómo influyó su niñez en su futura misión al frente de la Iglesia católica?
Quienes conocen la vida de Karol Woytila, el futuro Juan Pablo II, seguramente han quedado impresionados por las dificultades de su infancia: muerte de la madre y los hermanos; la invasión rusa a Polonia y la muerte de su padre. ¿Dios prepara así a los que serán pontífices?
Por contraste, la niñez del Papa Francisco ha sido muy normal. Sus padres fueron Mario José Bergoglio y Regina María Sívori. El papá, originario de Portacomaro, una localidad de la Provincia de Asti (Italia) llegó en 1929 a Argentina, a los 24 años, huyendo del fascismo italiano.
Ya en Argentina, Mario José Bergoglio se desempeñó como contador y trabajó como empleado en el ferrocarril. Más tarde trabajó en la administración de la empresa familiar, una empresa de pavimentos. Cuando ésta quebró, Mario José ayudó a su hermano a repartir mercancía y más tarde consiguió empleo en otra empresa.
La mamá de Jorge Mario, Regina Sívori, nació en Buenos Aires (Argentina), y también tenía raíces italianas, pues sus padres eran inmigrantes que procedían de Piamonte y Génova. Jorge Mario cuenta que sus papás “se conocieron en 1934 en misa, en el oratorio salesiano de San Antonio, en el barrio porteño de Almagro, al que pertenecían. Se casaron al año siguiente” (A. Tornielli, en: Vatican Insider).
De este matrimonio nacieron cinco hijos. El primero, nacido el 17 de diciembre de 1936, a quien llamaron Jorge Mario, se convertiría en Papa 76 años después. Siguieron Óscar Adrián, Martha Regina, Alberto Horacio y María Elena. De todos ellos, sólo el actual Papa y María Elena siguen con vida.
De los cinco hermanos, fue Jorge Mario quien tuvo mayor contacto con sus orígenes italianos, por haber sido el mayor. Así lo comentaba: “fui el que más asimilé las costumbres [italianas] porque fui incorporado al núcleo de mis abuelos. Cuando yo tenía 13 meses, mamá tuvo mi segundo hermano; somos en total cinco. Los abuelos vivían a la vuelta y para ayudar a mamá, mi abuela venía a la mañana a buscarme, me llevaba a su casa y me traía a la tarde. Entre ellos hablaban piamontés y yo lo aprendí. Querían mucho a mis hermanos, por supuesto, pero yo tuve el privilegio de participar del idioma de sus recuerdos”.
Esta cercanía con la abuela fue muy importante para que el futuro Pontífice creciera en la fe. “La que me enseñó a rezar fue mi abuela. Ella me enseñó mucho en la fe y me contaba las historias de los santos” (ibídem).
El actual Papa recuerda bien el testamento que les dejó su abuela: “Que estos mis nietos, a quienes he dado lo mejor de mi corazón, tengan una vida larga y feliz, pero si en algún día de dolor, la enfermedad o la pérdida de una persona amada los llena de desconsuelo, que recuerden que un suspiro en el Tabernáculo, en donde está el mártir más grande y augusto, y una mirada a María al pie de la Cruz, pueden hacer caer una gota del bálsamo sobre las heridas más profundas y dolorosas”(ibídem).
La infancia del nuevo Papa nos da una buena lección: Dios no siempre se vale de eventos dramáticos para forjar a los que serán sus instrumentos; todo fiel creyente puede descubrir que los episodios de su vida diaria –como la fe aprendida en el hogar– son una ocasión de prepararse para cumplir con determinación su propia misión en la vida.