Bodas de oro de don Juan Navarrete y Guerrero

No es posible presentar una imagen fiel y completa del gran homenaje que el pueblo de Sonora rindió al señor Arzobispo don Juan Navarrete y Guerrero, hoy siervo de Dios, debido a la diversidad de actos y a las distintas formas de manifestación, en suma, los mil modos como se volcó el alma sonorense en homenaje a su Pastor. La fiesta que vivió sonora en junio de 1969 no se ha olvidado.

ALOCUCIÓN DEL LIC. ARMANDO CHÁVEZ CAMACHO CAMPOY (*)

Lo dije hace años: es curioso que no sean sonorenses los dos hombres a quienes más debe Sonora en el orden espiritual y también en otros.

Fue en una serie titulada “Embajadores de Dios”, donde expresé que todos ellos traen la misma misión: llevar a los hombres a la compañía de su Representado.

Y qué rica variedad de lo humano se refleja en sus modos de proceder, pero la presentación de sus credenciales es idéntica: de un alma a otra, de corazón a corazón.

En ocasiones –añadí- la blancura de su virtud se manca con el mejor adorno-la sangre del mártir. Muertos –y a veces también en vida- sin dejar de ser Embajadores de Dios se convierten en Embajadores ante Dios.

De estos dos hombres no oriundos de Sonora, el primero en el tiempo fue un sujeto audaz y clarividente, italiano por nacimiento, alemán por su cultura, misionero español, jesuita universal: El Padre Kino.

El otro es él… un hombre enviado de Dios, llamado Juan.

Mi primer recuerdo es un temblor alucinado. Así. Por aquella Calle de la Carrera –hoy lleva el hombre de ilustre médico- caminaba bajo un sol de fuego.

Era el terrible verano hermosillense de 1919, peor que los anteriores y mejor que los siguientes, según angustiosa y permanente queja de quienes se queman.

La banqueta y el empedrado de la calle completaban la función entonces y ahora encomendada al Cerro de la Campana: recoger y distribuir equitativamente el calor.

Pero el recién llegado no se detenía por ello, sino que continuaba su ruta, en el ejercicio de la misión que apenas unos días antes se le había conferido.

Parece que todavía lo estamos viendo en esa hora del mediodía al ocurrir nuestro primer encuentro, que la impresión del niño ha perdurado en la memoria del hombre.

De sus 33 años estuvimos más cerca unos meses después, cuando sus afanes apostólicos lo llevaron a la cabecera de un ser querido –mi hermano Gustavito- para auxiliarlo en sus últimos momentos y dejar caer, sobre los que tanto sufríamos, el bálsamo de su palabra consoladora.

Nunca más dejaríamos de ver en el personaje de los dos encuentros inolvidables junto al Pastor respetable, al amigo entrañable de siempre.

José Juan María Fortino Navarrete y Guerrero, el Obispo más joven del mundo –hoy Decano del Episcopado Nacional- traía estudios de su natal Oaxaca, México, León y Roma, culminando con la borla del Doctorado en Teología por la Universidad Gregoriana; su experiencia en obras sociales en Aguascalientes; y el primero de sus destierros a Estados Unidos, para tornar a Roma con el señor Orozco y Jiménez, y tratar a un cierto joven Monseñor de la Secretaría de Estado, de quien se decía que los estaban preparando para Papa. Y lo fue con el nombre glorioso de Pío XII.

El señor Navarrete encontró a Sonora todavía temblando por el vendaval: 19 sacerdotes, la mayoría ancianos o enfermos; el Seminario clausurado desde hacía 5 años; la ignorancia y el abandono religioso en la plenitud de su nociva influencia. En suma, una tierra de misión.

Pero el Obispo se convirtió en misionero, en sembrador, en fundador, en todo, y de sus manos maravillosas fue surgiendo el prodigio: 56 escuelas, incluyendo primarias y nocturnas para obreros, 26 hospitales, 6 asilos para ancianos, un leprosario, un centro para tuberculosos, 6 hogares-escuelas, 2 Normales, cientos de iglesias, además de colegios, institutos, sociedades mutualistas, grupos juveniles, colonias para trabajadores, asociaciones y organismos diversos, con cuya acción se volvió precursor de importantes obras religiosas y sociales..

Formador de hombres y director de almas, enseñó a otros a formar hombres y a dirigir almas. En el ejercicio de tan elevado magisterio, sus mayores esfuerzos y desvelos se centraron en su Seminario, del que fue eximio catedrático de Filosofía, Teología, Sagradas Escrituras, Sociología, Oratoria Sagrada –en la cual alcanzó las cumbres-, etc., al mismo tiempo que Rector Magnífico. Y la cosecha ha sido espléndida: 112 sacerdotes de los cuales puede afirmarse, con el inmenso respeto que la comparación implica, que están hechos a imagen y semejanza del señor Navarrete.

Del Sonora que encontró el señor Navarrete al Sonora actual hay un profundo abismo, que sólo es posible llenar con la gigantesca personalidad del autor de esa transformación.

Es fácil decir –y por eso se dice tanto- que un hombre abre o cierra un época. En el caso del señor Navarrete esa es una verdad a medias, porque lo cierto es que él hizo época, la forjó de arriba abajo, le marcó su camino y la llevó de la mano.

El señor Navarrete cambió Sonora con su ejemplo y su vida, de tal manera que no hay más que dos Sonoras: el Sonora pre-Navarrete y el Sonora post-Navarrete. Y, en medio, 50 años de esfuerzo colosal cuya magnitud, alcance y sentido sólo Dios conoce. No hay, pues, otra posible clasificación histórica de Sonora en orden a las cosas del espíritu.

Pero erraría gravemente quien limitara la tarea del señor Navarrete a los campos del espíritu. Operando en ellos construyó –para usar terminología tan grata a los oídos de hoy- la infraestructura espiritual que ha servido de base al propio desarrollo material que presenciamos, y que también, por supuesto, al progreso cultural en marcha.

Tampoco en el orden geográfico debe limitarse la acción del señor Navarrete, porque su ejemplo trasciende las fronteras de Sonora y de México.

Y así fue como el señor Navarrete se hizo sonorense.

Un día se supo que querían reintegrarlo a su tierra nativa con rango que semejaba un ascenso. Ningún sonorense dudó de que el Pastor seguiría aquí, con sus ovejas.

Porque ya se había fundido con sonora y los sonorenses, haciéndose carne y sangre de Sonora; porque hizo suyo el destino de Sonora; porque ya era el rector indiscutible de la vida sonorense; porque Sonora se encontró a sí misma en la persona de él, cuando él hizo aflorar las mejores esencias de los sonorenses; porque él se había integrado y enraizado en esta tierra, que ya es suya, y en estos corazones, que ya son suyos, mediante una comunión, más que humana, que lleva 50 años de cálida, honda, cordial permanencia; porque ya es, no un sonorense, sino el primer sonorense.

Tengo plena conciencia de que estoy hiriendo la fina sensibilidad del señor Navarrete, pero no puedo ni debo evitarlo. Porque cuando se me invitó para hablar en esta ocasión me fue conferida la voz de Sonora. Nunca, en verdad, ni por la representación ni por el destinatario de mi palabra, nunca tarea tan alta fue encomendada a tan indigno instrumento. Continuaré, pues, esta labor tan ingrata para el señor Navarrete, pero tan grata para mí.

Alguien, un día, habrá de escribir su biografía. Entonces, con hondura y detalle, el lector lo descubrirá al llegar a Sonora: joven, ágil, delgado, vibrante, valiente, dinámico, radiante de fe, desbordante de entusiasmo y de vida, transido de la más pura emoción, listo para las mayores correrías apostólicas.

En los 50 años transcurridos desde aquella hora, por aquí –por Sonora- han pasado hombres y sistemas, movimientos pacíficos y armados, pasiones insanas y júbilos legítimos, triunfos y derrotas.

En lo humano –pero por sus relaciones con lo divino- sólo el señor Navarrete ha sido lo permanente, la autenticidad sin sombre, el fuerte y seguro asidero para no caer o para levantarse.

Su acción multiforme va desde el viajero incansable que lleva luz y consuelo a los más remotos rincones de su extensa Diócesis –disfrazado de ranchero en los largos años de prueba- hasta el Padre Conciliar quien, con sus colegas, revisa la Iglesia y el Mundo en el Vaticano II.

De la raza de los grandes hombres, colma y supera la común medida humana por reunir, en sí, las más extraordinarias dimensiones.

Patriarca, es decir, padre y conductor de su pueblo; profeta en el viejo sentido, como intérprete de Dios; apóstol por su obra y por descendencia directa de los Doce que siguieron a Jesús y de Él recibieron los poderes; pontífice o hacedor de puentes entre la Tierra y el Cielo. Pero además héroe civil, maestro, civilizador.

No podemos olvidar al perseguido, que de exilio en exilio y de infamia en infamia, tocó las lindes del martirio. Con la circunstancia de que hasta sus perseguidores lo respetaban, y si lo perseguían era por un sentido profesional de perseguidores, y por obediencia, que también entre esa clase de gente hubo un voto no declarado de obediencia al bárbaro en turno.

De su humildad es un símbolo su vieja sotana negra, como la de un cura de pueblo, sin correspondencia con su jerarquía.

De su pobreza evangélica habla su vida entera que proclama, además, su alegría de ser pobre.

De su sentido de la justicia y de su amor hacia todos está henchido medio siglo de afanes, dentro de una atmósfera sobrenatural de ascetismo, oración, vida interior y milagro continuo.

De su generosidad, todo Sonora es un puro testimonio.

De su espíritu de sacrificio está la entrega sin límites de tiempo ni de fuerzas.

Yo estoy convencido, firmemente convencido, de que en esta época nuclear, tecnológica, espacial, electrónica, etc., hay muchos santos en el mundo ejerciendo sus dos funciones principales: subir almas al Cielo y detener los rayos de Dios. El señor Navarrete es un santo y ejerce ambas funciones con notable eficacia, pero se diferencia con otros santos en que al señor Navarrete se le nota que es santo: en su vida, en su trabajo, en su rostro, en su palabra.

Pero a tal grado nos acostumbramos los sonorenses a las virtudes del señor Navarrete que hemos perdido toda capacidad de asombro frente a su grandeza, soslayando la verdad real de su presencia: que ha sido enviado a Sonora como un don gratuito que nunca merecimos.

Hemos de denunciar, también, que este hábil ladrón de corazones pretende –y parece que lo va a lograr- llenar el Cielo con sonorenses, aunque sea de contrabando. Además, pues, es contrabandista del Cielo.

El señor Navarrete conoció la división de su amada Diócesis de Sonora; la erección de una de sus mitades en Arzobispado, con sede en Hermosillo; el arribo de su dignísimo Arzobispo Coadjutor, convertido después en su sucesor; y la llegada, también del segundo Obispo de Ciudad Obregón, luego de correr, increíblemente, la sangre limpia y generosa de un gran mártir: el primer Obispo de Ciudad Obregón.

Pero el señor Navarrete no ha terminado su tarea. Su sola presencia es empuje y faro, aliciente y camino. Y cuando físicamente nos abandone, su espíritu regirá nuestras conciencias mientras su recuerdo llenará para siempre nuestros corazones.

Estos tres días han sido de apoteosis del señor Navarrete, según el griego significado del término, deificación del héroe –perdón por la pagana referencia- pero son, apenas un anticipo de lo que ocurrirá en el futuro cuando su inmensa personalidad ocupe los sitios que le asignarán la historia de sonora, la historia de México, la historia de la Iglesia y la historia de la Civilización.

Para siempre, será suya una presencia intangible y permanente, y cuando ascienda a las moradas celestes –quiera Dios retrasar indefinidamente esa hora- los sonorenses, en pos de su ayuda, buscaremos su faz transfigurada entre las más brillantes estrellas, al lado de Dios.

Pálido e incompleto resulta este resumen de lo que ha hecho el señor Navarrete en Sonora y por Sonora.

En humilde correspondencia, tengo el inmerecido honor de poner el corazón sonorense –absoluto, pleno, total- a sus pies, Señor.

* El autor, escritor y periodista, nacido en Hermosillo en 1911, escribió “Don Juan Navarrete, Un enviado de Dios”, biografía que es testimonio en la causa de beatificación del siervo de Dios.

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Un comentario

  1. El autor es un mexicano y sonorense ejemplar que en noviembre delpresente 2011, cumplirá 100 añso.

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