Jesús denuncia los pecados del pueblo elegido

Jesucristo perfecciona la ley de Dios, purificándola de las malas interpretaciones y abusos que se habían introducido en la vida de Israel

Jesucristo en su predicación corrigió los muchos abusos que se habían introducido en la vida de Israel; pero no introduciendo una ley nueva, opuesta a la Ley de Dios, o distinta de ella, sino purificándola de las malas interpretaciones y elevándola según un amor más alto. Por eso dijo: «No penséis que he venido a abolir la Ley y los profetas. No he venido a abolir, sino a perfeccionar. Porque en verdad os digo: antes pasarán el cielo y la tierra que pasen una iota o un ápice de la Ley sin que todo se cumpla (…) Porque os digo que si vuestra justicia no supera a la de los escribas y fariseos no entraréis en el reino de los cielos» (Mt. 5, 17-20) En concreto, Jesús critica las siguientes deformaciones de la Ley:

 

Deformación de los diez mandamientos

Este es el peor de los pecados de los guías ciegos de Israel en el tiempo de Jesús. Por eso será muy extensa la enseñanza del Señor sobre cada uno de los mandamientos. Les marcará el camino óptimo para encontrar siempre la correcta interpretación de todos los mandamientos: amar a Dios sobre todas las cosas: En las enseñanzas de Jesús podemos ver el alejamiento a que había llegado el pueblo de Israel del camino de la verdadera Ley.

 

El Templo

Como era necesario para los sacrificios previstos por la Ley entregar en el Templo corderos o tórtolas, se fue formando alrededor del Templo un comercio de gentes que sacaban provecho material del cumplimiento de la Ley por parte del pueblo. Por eso «entró Jesús en e/ Templo y arrojó a todos los que vendían y compraban en él y echó por tierra las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas. Y les dijo: Está escrito: Mi casa será casa de oración, y vosotros la habéis convertido en cueva de ladrones» (Mt. 21, 13) San Juan llega a precisar que en esta ocasión, «haciendo un látigo con cuerdas, los arrojó del templo, a las ovejas y a los bueyes, y esparcid el dinero de los cambistas y volcó las mesas» (Jn. 2, 15)

 

Las riquezas

La avaricia y el amor a las riquezas son dos grandes dificultades para poder cumplir la Ley de Dios. Los grandes pecados contra la justicia: robos, estafas, etc. los condenaban todos; pero, además, los que se decían cumplidores de la Ley habían introducido deformaciones. Por ello Jesús recriminaba a los fariseos que olvidasen cuidar a sus padres mientras decían que su dinero era sagrado y ofrecido al Templo. También que «devoran las casas de las viudas simulando largas oraciones. Estas tendrán un juicio muy severo» (Jn. 12, 4-6)

Cuando Jesús enseñaba: «no podéis servir a Dios y a las riquezas, oían estas cosas los fariseos, que son avaros, y se mofaban de él» (Lc. 16. 13-14)

La hipocresía

 

Quizá sea ésta la actitud que más caracterizaba a los escribas y fariseos, y la que más recriminó Jesús. Por eso les dice: «Vosotros los fariseos limpiáis la copa y el plato por fuera, pero vuestro interior está lleno de rapiña y maldad» (Lc. 11, 38)

La actitud hipócrita se manifiesta de muchas maneras. Así, se pagarán los diezmos de las cosechas como el eneldo y el comino (plantas insignificantes) pero se olvidará la justicia, el amor de Dios y la lealtad. Buscarán los primeros puestos en las reuniones y banquetes para ser vistos y gozar de fama y honores. Se comportan, en definitiva, como sepulcros blanqueados, que por fuera tienen un aspecto limpio y grato, pero «por dentro esconden podredumbre y miseria (cfr. Mt. 23, 23ss)

Es comprensible que, ante esta conducta, Jesucristo se indignase y les dijese: «¿Por qué traspasáis vosotros el precepto de Dios con vuestras tradiciones? (… ) ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos» (Mt. 15, 3-7)

Nuestro Señor dice que es una necedad la hipocresía, porque «nada hay oculto que no haya de descubrirse, y nada escondido que no llegue a saberse» (Lc. 12, 2) Para evitar la hipocresía el remedio es actuar ante Dios: «Estad atentos a no hacer vuestra justicia delante de los hombres para que os vean; de otra manera no tendréis recompensa ante vuestro Padre celestial que está en los cielos» (Mt. 6, l)

El legalismo

Esta actitud está muy unida con la hipocresía, y consiste en una falsa interpretación de la Ley. El legalista cuida atentamente los menores detalles de la Ley, pero falta a su espíritu. Se queda en la letra, pero al perder el sentido y el motivo de la Ley, que es el amor, acaba actuando contra ella. Jesús recrimina a los fariseos su legalismo cuando dice: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que pagáis el diezmo de la menta, el anís y el comino! dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad. Bien está hacer aquello, pero sin omitir esto. Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello» (Mt. 23, 23-24)

Cuando se capta el verdadero sentido de la Ley, entonces se cumplen tanto los grandes preceptos como los pequeños. Sería un error recurrir al legalismo para escaparse del cumplimiento de la Ley, pues también sería una hipocresía. Jesucristo cumplió estrictamente todos los preceptos de la Ley, incluso aquellos que en justicia no le correspondía cumplir estrictamente.

El formalismo

Uno de los cometidos principales de los sacerdotes era el de ofrecer sacrificios a Dios en nombre de todo el pueblo, siguiendo un ritual muy concreto. La deformación formalista consiste en que se cumpla el rito externo con perfección, pero se abandone e»¡ espíritu con el que se debe ofrecer a Dios dicho sacrificio. Esta deformación fue una de las más duramente criticadas por los profetas a lo largo de toda la historia de Israel.

Jesús insistirá en el espíritu de adoración que debe poner el hombre en el trato con Dios, por eso dice: «Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya tienen su recompensa. Tú, cuando ores, entra en tu aposento, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está allí en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo escondido, te premiará. Y cuando oréis no digáis palabras inútiles, como los paganos; que se figuran que van a ser oídos por su abundancia de palabras. No les imitéis; porque sabe vuestro Padre de qué cosas tenéis necesidad antes de que se las pidáis» (Mt. 6, 6-9)

La parábola del fariseo y el publicano es altamente elocuente de cómo debe ser el trato con Dios. El fariseo se coloca arrogante ante Dios y empieza a contar sus bondades comparándose con los demás. El publicano, en cambio, tiene una actitud bien distinta, pues reconoce su pecado y pide perdón a Dios. El comentario del Señor a esta parábola es muy expresivo: «Os digo que éste (el publicano) bajó justificado a su casa, y no aquél. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado» (Lc. 18, 9-14)

El verdadero culto a Dios deberá apoyarse en una actitud interior humilde. Sois semejantes a sepulcros blanqueados.

Confusión entre lo religioso y lo político

El pueblo de Israel había sido constituido alrededor de la Alianza con Dios. Sus primeros jefes, Abrahán, los patriarcas, eran cabezas religiosas y civiles del pueblo. Moisés aglutinó de nuevo al pueblo haciendo de él un auténtico Pueblo de Dios; aunque con él se distinguen los sacerdotes de los gobernantes, se puede decir que Israel era esencialmente una teocracia.

El hecho de ser gobernados por gentiles de otra religión, como eran los romanos, era una afrenta enorme al pueblo elegido, que consideraba esta situación muy parecida a la esclavitud entre los egipcios, o a la cautividad de Babilonia. Por eso la liberación que debía traer el Mesías, descendiente del rey David, se veía como religiosa, pero también como política.

En este contexto, los fariseos y los herodianos deliberaron, a pesar de ser enemigos entre sí, para coger a Jesús en una contestación comprometida y entregarlo al poder y jurisdicción del gobernador. Por ello le dijeron: «¿Es lícito dar tributo al César o no?» La pregunta estaba hecha con mala intención, pues si Jesús decía que no se debía pagar el impuesto, se enfrentaba al César y podía ser detenido por el gobernador romano. Si decía que sí, se ponía de parte del César y contra los que defendían el nacionalismo israelita. Jesús «conoció su malicia y dijo: Hipócritas, ¿por qué me tentáis? Mostradme la moneda del tributo. Ellos te mostraron un denario. Díceles: ¿De quién es esta imagen y la inscripción? Le dijeron: Del César. El les contestó: Dad, pues al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios» (Mt. 22, 18-22) Con estas breves palabras Jesús dio un criterio fundamental para las relaciones entre lo religioso y lo político. Estos dos poderes deben estar separados, aunque su relación debe ser de mutua ayuda.

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