Del amor apache… al amor de Dios

Beata Katherina Tekakwitha Una indígena cherokee que se enfrente a su Padre porque quiere entregarse por entero a Dios.

Katherina Tekakwitha (1659-1682)

Telenovela en tres actos

Primer acto. Mamá tiene dos hijas. Está en su habitación. Sentada en su sillón teje con estambre un suéter para su primer nieto. Sus manos ágiles picotean con maestría las agujas, mientras sus ojos bien concentrados miran a través de unos lentes un poco caídos. Son las 5 de la tarde. Katy, su hija menor, universitaria de 20 años, entra con especial nerviosismo en aquella estancia. Antes, dice las obligadas palabras:

—“¿Se puede…? Es que quería preguntarte algo y pedirte un consejo…” Luego de varios preámbulos para saber qué terreno pisa, se anima y suelta lo que trae:

—“Desde hace seis meses estoy inquieta….. No sé qué me pasa. De repente me ha venido a la cabeza la idea de que quizá Dios me llama y tengo vocación para entregarme a El completamente….. Pero estoy dudosa, tengo miedo, no sé si estoy muy joven aún”. La conversación se acaba de golpe y ya no puede seguir hablando . A mamá se le baja la presión, se le erizan cuatro cabellos, cae el estambre al suelo y traga saliva antes de dictar sentencia:

—“¡¿Entregarte a quién?! ¡¡Catalina, estás loca!! Ahorita que venga tu papá se lo vamos a decir y vamos a hablar muy seriamente de todo esto…. —Mijita: estás muy chica, piénsalo bien, a lo mejor no es lo tuyo…. —Pero si tú siempre has sido una persona normal… Razones van y vienen. Se cuestionan preguntas de todo tipo y se dan consejos: quién te ha metido esa idea en la cabeza…; a lo mejor te voy a llevar al médico…; que si ya no te gustan los muchachos….; deberías probar antes otras cosas, y ya luego decidir… cuando seas más mayor y acabes la carrera”.

Segundo acto. El escenario es idéntico. La actriz principal sigue tejiendo. La actriz secundaria es la misma y entra en la misma habitación pero ahora interpreta un guión diferente….

—“Mamá: quería preguntarte algo y pedirte un consejo. Desde hace seis meses estoy de novia con Jorge. Estoy inquieta. No sé qué me pasa. De repente me ha venido a la cabeza la idea de que él es la persona que más quiero, y justo ayer me ha propuesto matrimonio. Me quisiera casar, pero estoy dudosa, tengo miedo. No sé si estoy chica para esa decisión. A mamá ya no se le eriza ningún cabello y la madeja de estambre sigue en su sitio. Con una sonrisa que no disimula nada le dice: — “Ahorita que venga tu papá se lo vamos a decir y vamos a hablar de todo esto. Le encantará. Vamos a fijar la fecha, y si quieres ve pensando en los preparativos de la boda. Además, ya eres mayor de edad y puedes tomar decisiones”.

—“Mamá: pero me preocupa mucho una cosa importante. Jorge es muy bueno, tiene buen trabajo, aunque sé que hace negocios un poco raros, tiene dinero. Ayer me dijo toda la verdad: es divorciado….”

—“Bueno, Katy. Algún defecto habría de tener. Nadie es perfecto”.

La sentencia final dictada por la feliz señora que va estrenar un segundo yerno de segunda mano da por terminada la sesión: —“Uno no es nadie para juzgar. Allá él y su conciencia y no nos toca entrometernos en su vida privada.

Tercer acto. Es muy parecido al primero, sólo que ocurrió en la vida real hace trescientos años. Hay un refrán que dice: en todas partes se cuecen habas, para decir que el mundo no cambia mucho y que las situaciones se repiten casi igual en todos los sitios. Esta vez las habas se cocieron en lo que hoy es Estados Unidos y Canadá a mediados del siglo XVII, cuando comenzaba a evangelizarse la parte más septentrional de América.

Indios muy feroces, flechas y caballos

Los habitantes de esa región son, en su mayoría, indios de todas las denominaciones: navajos, sioux, dakotas, apaches y cherokees. La personaje principal de este relato pertenece a los iroqueses. Cuando llegaron los primeros misioneros, pagaron con sus vidas su heroica labor. Hubo de todo. Torturados bárbaramente, atravesados con flechas, quemados vivos, despe­dazados a golpe de hacha, terminaron su vida hombres de la gran talla de San Isaac Jogues y San Juan de Brébeuf, a los que celebramos cada año el 19 de octubre. Isaac solía decir, inundado de celo por aquellas almas: —Yo sólo quiero lo que Dios quiere, aun a riesgo de mil vidas.

Y le tomaron la palabra al pie de la letra, pues una vez caído prisio­nero, le torturaron hasta mutilarle ambas manos —manos de sacerdote, que bendijeron, bautizaron niños y consolaron a miles— para morir después a golpe de hacha en la cabeza. Sus compañeros de misión fueron también víctimas de este "amor apache" y acabaron sus vidas en la hoguera luego de torturas inauditas. Todos fueron canonizados en 1930. Así de hostiles eran los moradores de esta tierra cuando llegó el Evan­gelio a donde vivió esta nueva Beata de apellido casi impronunciable, una de las primeras cristianas, nacida en Auriesville, Nueva York, hija de un indio Mohawk.

Es mujer de buenas maneras, dócil, laboriosa y pasa el tiempo traba­jando mientras debe seguir la vida y las primitivas —salvajes— costumbres de su tribu; pasa sus años entre bosques interminables de coníferas y extensas llanuras que sólo interrumpen su monotonía unos lagos de aguas muy frías. Aquí Katherina comenzó a conocer al verdadero Dios. Cuando llega a los veinte años de edad recibe el Bautismo que tanto desea y añade a su nombre el de Katheri o Katherina. Incluso en la temporadas de caza, siguiendo a su propia tribu, continúa rezando sus primeras oraciones ante una tosca cruz, que ella misma ha tallado con ramas de abeto.

—Papá, no me voy a casar…

Llega el momento en que su padre, un indio grandote y un poco gordo, señor de buena cepa y de cara muy seria, le dice a la hija: ¿Tú-cuando-pensar-casarte? Es lo normal en todas las tribus. Nadie debe que­darse al margen de las costumbres del lugar. Ante la insistencia, ella responde con serenidad y firmeza que tiene a Jesús como único esposo: quiere entregarse sólo a Dios con alma, cuerpo, mente y corazón en medio del mundo, sin salirse de su ambiente ni cambiar sus circunstancias.

Es una valiente decisión, consideradas las condiciones sociales de la mujer en aquél tiempo, ya que supone para Katherina el riesgo de vivir marginada y en la miseria. Es un gesto valeroso, a contra­corriente, profético, el primero conocido de esa índole, entre los indios de Norteamérica. En 1677 ella abandona el territorio de los Mohawk y pasa a la misión de San Francisco Xavier a las orillas del río San Lorenzo. Allí sigue una vida de oración intensa y de trabajo. El día de Navidad de 1677 con un inmenso gozo, recibe por vez primera la Comunión.

La vida de Katherina en aquél lugar transcurre con una gran normalidad. Los que le conocieron, admiraban su inconmovible fe, más recia que sus aguerridos parientes, envuelta en una profunda humildad. Y todo con gran normalidad, viviendo así la vida ordinaria en medio de los suyos.

Dios permitió —como suele hacerlo con las almas que más quiere—, que los últimos meses de su vida padeciera enfermedades y atroces sufrimientos. ¿"Amor Apache"? Quizá es mejor decir —aunque no todos lo entiendan— que era Amor de Dios por una de sus criaturas predilectas y amor correspon­dido, fino y fiel, de una mujer por su Padre y Creador. En medio de sus dolores, Katherina estaba segura que ése era el modo de amar más a Dios antes de dejar este mundo. Sus últimas palabras parecen no decir gran cosa, pero son sencillas y su­blimes a la vez; las susurra en trance de muerte y sintetizan una vida de entrega total a Dios: —Jesús, te amo. Muere cuando no cumple aún los 24 años de edad. Enfrentó con valentía y forta­leza las presiones de su padre, decidió el camino de la virginidad para ser enteramente de Dios a pesar de las críticas de los demás.

Juan Pablo II la elevó a los altares el 22 de junio de 1980. La ceremonia fue singular y muy original, una muestra folkórica más de la universalidad de la Iglesia Católica. Muy cerca del llamado Altar de la Confesión, en la Ba­sílica de San Pedro, en Roma, una pareja de indios lucían casi hasta el suelo, vistosos penachos, de abundantes y coloridas plumas. Subieron despacio, solemnes, la escalinata del altar al momento de las Ofrendas de la Misa. Eran auténticos miembros de la tribu de los Mo­hawk, que asistieron a la ceremonia de beatificación de la primera mujer india norteamericana. Son descendientes de los que hace tres siglos dieron muerte en circunstancias atroces a aquellos jesuitas que llevaron la fe de Cristo al Canadá. Katherina es la dul­ce, frágil y fuerte figura … la primera virgen iroquesa, que en Norteamé­rica renovó en el siglo XVII, los prodigios de santidad de Santa Escolás­tica, Santa Gertrudis, Santa Catalina de Siena, Santa Angela de Merici, Santa Rosa de Lima, precediendo en el camino del Amor, a su gran hermana espiritual, Teresa del Niño Jesús [1].

Novelas rosas y novelas negras

Cuando un hijo o una hija tiene inquietudes o decide entregarse a Dios, se da un lógico sufrimiento en los padres. Ellos han pensado durante años en su futuro. Sueñan con novelas rosas, con lo que serán de grandes, con el tipo de yerno o nuera, con sus futuros nietos, y de repente la criatura les sale con una novela color de hormiga, o bastante gris o negra, que viene a echar por tierra tantas cosas que ellos veían razonables y hasta necesarias. Tienen razón. Hay que comprender a los papás de Katherina o cualquiera que protagonice una historia o telenovela con este argumento. Pero los padres, si quieren lo mejor para sus hijos, serán insensatos si en esos momentos, en lugar de ayudarles, se ponen a hacerles pruebitas, diez interrogatorios seguidos o chantajes sentimentalones: —¿Cómo vas a dejar a tus padres, tú que siempre has sido un apoyo para ellos…? ¿Qué no nos quieres? Amigos y familiares parece que se han puesto de acuerdo: hay que hacerle la vida imposible hasta que desista. El Evangelio se aplica a la letra: los enemigos del hombre serán los de su propia casa (Mt 10, 36). No se dan cuenta que si Dios llama a uno de sus hijos, no es una pérdida. Es un honor, una muestra de predilección por esa familia.

La renuncia al matrimonio por dedicarse a Dios —la virginidad por el Reino de los Cielos— es un don que sólo el mismo Dios puede dar porque es superior a las fuerzas humanas; es un estado de vida escogido con plena libertad, más excelente que el Matrimonio. Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace espiritualmente fecunda, pa­dre y madre de muchos, cooperando a la realización de la familia, según el de­signio de Dios[2].

A veces se piensa que si alguien decide entregarse a Dios la mejor manera de comprobar que tiene una vocación de este tipo es que pruebe otras cosas, y luego ya elija libremente. Es verdad que no se han de tomar decisiones precipitadas. Hay que pensarlo bien, aconsejarse por personas prudentes que les conozcan bien. Pero la vocación para entregarse a Dios no es igual a la vocación que tiene uno para estudiar una carrera. Tampoco es como elegir los pantalones, falda, aretes, lápiz labial, pestañas, o el moño que me voy a poner hoy. En esas cosas más triviales está bien decir: esto “no es para mí, voy a cambiar”; ciertamente, puedo y debo probar hasta acertar con lo que más me queda y me va bien, porque soy yo quien elijo a mi gusto una cosa por encima de otras. Pero cuando Dios llama a alguien, el que elige es El, la iniciativa es Suya, no mía. No quiere que probemos otras cosas para luego elegirlo a El como opción última, porque ya no queda de otra…. No. Es otra lógica, es otro modo de razonar.

Katherina Tekakwitha es buen modelo de valentía. No hay que temer al ambiente ni a ser chocantes en un mundo donde parece estar prohibido o suena ridículo dedicarse por entero a Dios, porque —se dice— eso sería esclavi­zarse…. Pero en este mismo mundo sí está bien visto, se permite o se tolera, porque no es tan malo, que alguien sea esclavo del dinero, de las comodidades, del alcohol, del novio, del instinto, de la publicidad, de todas las modas, de la computadora, de navegar por el internet, y de un consumismo galopante que cada día nos pone a los pies nuevos caprichos que se pueden comprar… Es verdad que no todos ni la mayoría de las personas han de entregarse plenamente a Dios, dejando de lado el valiosísimo amor humano, pero es muy necesario que personas así —si tienen vocación y hay en ellos una inquietud firme de que Dios les llama pidiéndoles el corazón completo— sigan ese camino y nos recuerden que la vida no se acaba en este mundo y de que nuestro fin está más allá de las cosas.

El celibato —la entrega completa a Dios dejando el matrimonio— no es una renuncia. Planteado así parece un “mal negocio”, porque se piensa sólo en lo que se deja, no en lo mucho que se gana. El sexo y el amor, que son algo nobilísimo, no son, sin embargo, los motores primeros y únicos que realizan una vida. Es bellísimo y santo el amor entre un hombre y una mujer, es genuinamente humano, pero permanecer virgen también es algo inmenso si es por Dios y los demás: nada hay tan gozoso como darle a El todo lo que uno es, alma y cuerpo. Una joven que se entrega así, no lo hace por excluirse, por acomplejada, o porque opta por un camino de solterona, o porque no le gustan los niños de veinte años ni los de unos meses de nacidos. Al contrario. A la vez que siente esos mismos anhelos de toda mujer, elige un camino para desplegar con más altura la propia capacidad de amar, llegando mucho más lejos, a muchas personas y familias, a la humanidad entera. Es una auténtica y elevada maternidad, casta y fecunda, para que el corazón se entregue apasionadamente a otros.

En esta hora decisiva de la historia, vosotros queridos amigos y ami­gas —así habla Juan Pablo II al oído de miles de jóvenes mexicanos—, estáis llamados a ser protagonistas de la nueva evangelización (…). Los hombres de hoy están cansados de palabras y discursos vacíos de conte­nido que no se cumplen. El mundo se resiste a creer las palabras que no van acompañadas de un testimonio de vida. Seréis verdaderos testigos cuan­do vuestra vida se transforme en un interrogante para los que os contemplen: ¿por qué actúa así este joven? ¿por qué se le ve tan feliz? ¿por qué procede con tanta seguridad y libertad? Si vivís así obligaréis a los demás a confesar que Cristo está vivo y presente (…) Cristo conoce vues­tra fragilidad y limitaciones, pero al mismo tiempo os dice: ¡Ánimo, no temáis! Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo! (Mt 28, 20) (…) (María) os pide vuestro sí. Os pide que os atreváis a seguirle poniendo vuestras vidas en las manos de Dios para que os convierta en instrumentos de un mundo mejor que éste en que vivimos. María espera de vosotros que respondáis generosamente a la llamada de su Hijo si El os lo pide todo. No tengáis miedo si el Señor os llama para una vocación de consagración espe­cial. Ciertamente Cristo pide la vida entera, una entrega radical, sin límites.[3]

Beata Katherina. Ruega por nosotros. Ruega por nuestros papás y ruega por nuestras mamás.


[1] Juan Pablo II, Homilía en la Beatificación de Catherina Tekakwitha, 22 de junio de 1980.

[2] Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris Consortio, n. 16.

[3] Homilía en San Juan de los Lagos, Jalisco, 8 de mayo de 1990.

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2 comentarios

  1. Gracias por compartirnos esta historia qu es un testimonio de vida y tambien una guia para seguir sus pasos, ya que siempre buscamos modelos a seguir , hoy en dia mas que nunca es bienvenida esta narracion para poder orientarnos en un ideal de vida y comprender que risto es Camino, Verdad y Vida……es el amor de Dios

  2. Benditos sean los padres que tienen hijos con la misión de dar a conocer la palabra de nuestro Señor Jesucristo, que renuncian al pecado y practican el celibato, en estos tiempos es tan difícil pensar en vivr así, son personas escogidas y guiadas por el mismo Dios, viven en completa paz, en oración constante, no desean poseciones y no saben de soledad, no la conocen, Jesús llena sus vidas, es el amor pleno, benditos sean, les admiro tanto! Gracias por compartirnos la historia de Catherina, no la conocíamos!

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