«Los que bajaron a Egipto». El relato empalma con la situación en que ha terminado el libro del Génesis: la historia de la salvación continúa, el Dios que ha intervenido en la vida de los patriarcas va a seguir interviniendo.
Por otra parte, se trata de un grupo minúsculo, insignificante. Encontramos una especie de ley de la acción de Dios, en toda la historia de la salvación: para realizar su obra Dios parece tener predilección por lo pequeño, lo que no cuenta, lo que no es (cfr. 1Cor 1,18-25; 2Cor 12,1-10; Jue 6,12-16; 7,1-7; 1Sam 16,6-12; 17,45-47). De este pequeño grupo de personas Dios va a suscitar un gran pueblo, que será el pueblo elegido para ser depositario de las promesas, el pueblo de Dios. «No porque seáis el pueblo más numeroso se ha prendado el Señor de vosotros y os ha elegido, sino por el amor que os tiene…» (Dt 7,7-8). Dios no tiene en cuenta las cualidades que ve en los hombres. Su amor, su inmenso amor es la única norma de su actuar.
«Fueron fecundos y se multiplicaron»: se repiten las mismas palabras de Gén 1,28.
La bendición-mandato de Dios se ha cumplido. Su palabra es siempre eficaz. Es preciso saber descubrir a Dios en los signos en que se manifiesta. Donde hay vida, ahí está Dios, pues Dios es el Dios de la vida (Lc 20,38). Incluso aunque no se le mencione, aunque parezca ausente…
Un pueblo oprimido
«Se alzó en Egipto un nuevo rey que nada sabía de José…» Para el pueblo elegido comienza el calvario: se trata de aplastarlos, de reducirlos a cruel servidumbre… El camino del pueblo elegido no es un camino de rosas. No lo fue para Israel, no lo fue para Jesús, no lo fue para los santos…¿Por qué empeñarnos en pensar que la vida tiene que ser un camino facilón y sin obstáculos?
«Pero cuanto más los oprimían, tanto más crecían y se multiplicaban» (v. 12). He aquí la paradoja: la opresión no termina en la destrucción, sino todo lo contrario. Crecían y se multiplicaban en proporción al grado de opresión. Esto va contra toda lógica humana. Y exige una explicación: se trata de un nuevo signo de la presencia oculta de Dios, del Dios que multiplica la vida precisamente en medio del dolor y del sufrimiento. ¿No atisbamos ya aquí el misterio de la cruz, la locura de la cruz que es fuerza de Dios (1Cor 1,23-25), fuente de vida y bendición?
«Cuanto más les oprimían, tanto más crecían y se multiplicaban». La Iglesia tiene abundante experiencia de esto. Sabe de sobra que «la sangre de mártires es semilla de cristianos» (Tertuliano). Sabe que es en las épocas de persecución cuando más ha crecido, en número y en santidad. ¿Por qué seguir renegando de las dificultades, de las contradicciones y persecuciones? Y lo mismo cabe decir a nivel personal. La situación óptima no es la paz idílica, carente de todo conflicto exterior o interior: «Teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas…» (Sant 1,2-4).
«Temían a Dios…»
No contentos con oprimir a los israelitas, los egipcios les declaran una auténtica guerra a muerte: «Todo niño que nazca lo echaréis al Río». Una guerra en la que está implicado todo el pueblo de Egipto (v. 22). Más aún, el Faraón pretende involucrar en esta lucha contra la vida a las mismas comadronas hebreas…
«Pero las parteras temían a Dios y no hicieron lo que les había mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños». Por primera vez se menciona a Dios, aunque de manera indirecta, y no como actuando, sino sólo para decir que las comadronas temían a Dios. Parecía que los propósitos del Faraón acabarían inevitablemente cumpliéndose. Pero de repente aparece en el horizonte un personaje oculto, invisible. «Las parteras temían a Dios…» Entendemos que la guerra contra «todo niño» es en realidad guerra contra Dios, porque la vida viene de Dios, porque Él es fuente de la fecundidad y de la vida (v. 7).
«No hicieron lo que había mandado el rey…» Encontramos aquí un acto explícito de «desobediencia civil». Y la razón que se nos da es que «temían a Dios».
Ningún hombre tiene poder alguno sobre la vida de sus semejantes, porque la vida sólo a Dios pertenece. Ninguna autoridad humana tiene derecho a mandar nada contra la ley de Dios. Sin embargo, la única manera de evitar someterse a la altanería y a la prepotencia de los hombres es el «temor de Dios». Temer a Dios en la Biblia no significa tenerle miedo, sino tener esa actitud de sumisión religiosa y respeto humilde a Él, propia de quien le considera Dios y único Señor.
Porque «temen a Dios», al Dios de la vida, las parteras se ponen al servicio de la vida y se niegan a obedecer al rey que les manda matar. Sólo el que «teme a Dios» no teme a los hombres. Sólo el que teme a Dios puede ser libre de las presiones y de las injustas exigencias de los hombres, aunque sean las más altas autoridades humanas.