El Sanedrín, formado por setenta miembros y el Sumo Sacerdote, se reunía al completo sólo cuando la situación era muy grave.
El mínimo exigido para adoptar una decisión importante era de veintitres. No sabemos cuantos estuvieron aquella madrugada, pero serían los suficientes para dar un aspecto legal a la condena preparada por la noche.
Después del encuentro con Caifás, los conjurados piensan que ya han encontrado causa suficiente para matarle: la blasfemia de proclamarse Dios. Rápidamente llaman a los sanedritas a la misma casa de Caifás para no reunirse en la sala del Consejo. Acudirán los confabulados que no han dormido en aquella noche intensa y dura; también los indecisos para los cuales hay que encontrar un buen motivo que haga incluirse su voto; y los partidarios de Jesús como Nicodemo y José de Arimatea, que son pocos en el conjunto, como se verá por el desenlace de los hechos.
La cuestión que se plantea es estrictamente religiosa y en ella todos son puestos a prueba: creer o no creer en Jesús. Esta fe lleva consigo una profundización enorme en el conocimiento de Dios, pues se trata de alcanzar niveles altísimos en la intimidad de Dios como amor. Se trata de ver y creer que el Padre es un verdadero Padre que tiene un Hijo. Además que ese Hijo se ha hecho hombre y está ante ellos. Se trata de aceptar que el Dios de justicia y poder se humilla en vez de manifestarse con un esplendor de rayos y truenos. Es mucho el salto, pero no imposible. Algunos, en el mismo Sanedrín, lo han dado. Todos recibirán la gracia de Dios para poder creer. La suerte del Pueblo elegido está en sus manos, y en su fe. Los signos de aquellos tres años están ante sus ojos. No se puede decir que no conociesen muchísimo de Jesús. Es posible que conociesen todo, desde las bienaventuranzas hasta el sermón del pan de vida y la interpretación de la Ley en clave de interioridad. En el Templo, Jesús había declarado su identidad, y ésta es la cuestión central que se va a tratar. El resto es poco importante ante el hecho de que Jesús se haga igual al Padre. Si esto es cierto representa un salto enorme en la comprensión de Dios y de la salvación. Si no se acepta, la condena por blasfemia es un imperativo. Los juzgadores van a ser juzgados de su fe en Dios y en la palabra de Dios.
"Al hacerse de día se reunieron los ancianos del pueblo, los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y le condujeron al Sanedrín". La sesión evita las acusaciones sobre la destrucción del Templo y va al núcleo de la cuestión que ya Caifás ha puesto de relieve. Y le dicen: "Si tú eres el Cristo, dínoslo". Parece una cuestión repetida, pero hay que tener en cuenta que se trata de comprobar, ahora oficialmente, lo que ya se ha dicho en todas partes. Jesús no rehuye la respuesta sino que responde con claridad, pero desvelando las intenciones de los juzgadores. "Y les contestó: Si os lo digo, no creeréis; y si hago una pregunta, no me responderéis". Sigue Jesús hablando y se declara Mesías, el enviado de Dios, el Salvador, el deseado de las naciones, el Príncipe de la paz, el esperado por todos, y vuelve a decirlo utilizando palabras de Daniel. "No obstante, desde ahora estará el Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios" (Lc). "Entonces dijeron todos: Luego ¿tú eres el Hijo de Dios?". Han llegado al centro de la cuestión tantas veces repetida en público. Es cosa clara que al decir Hijo de Dios no lo entienden ya como la condición de todos los hombres que son hijos de Dios, ni siquiera de una filiación extraordinaria, pero, al fin y al cabo, humana. Entienden que Cristo sea el Hijo igual al Padre, uno con el Padre y, por tanto, Dios y hombre verdadero. Esta es la cuestión central. se trata de aceptar que Dios ha entrado en la historia para salvar a la humanidad, se trata de creer en esa locura de amor de Dios. Jesús declara solemnemente la verdad ante los sabios de Israel, ante los que tienen las llaves de la Revelación anterior de Dios que ahora llega a su punto culminante, ante los que tienen el poder religioso del Pueblo como Tribunal supremo. "Les respondió: Vosotros lo decís: yo soy"(Lc). Sus palabras vuelven a caer en la asamblea como un trueno. El nombre de Dios es utilizado por Jesús para señalarse a sí mismo.
Todos los presentes creen en Dios espíritu puro, distinto del mundo, infinito, justo, misericordioso, creador. Pero ahora se trata de aceptar que ese Dios entra en la historia con el fin de salvar a los hombres. En ese caso Jesús es el Señor de la historia, toda la humanidad ha sido regenerada y alcanza en Jesús una perfección suprema. Al que tenga fe se le abren los horizontes hasta niveles insospechados. Realmente están ante Dios con nosotros, ante Dios que salva, éste es el significado del nombre de Jesús. Por la fe pueden entrar en esas realidades inmensas e infinitas. Se renueva la cuestión puesta a Adán y Eva: ser fiel a Dios o no serlo, y para ello superar una idea de Dios pequeña y muy inferior a la realidad. Los que creían se dan cuenta de ello, al menos de lo esencial. Pero la mayoría renovó el pecado de origen de un modo más grave aún, y "dijeron: ¡Qué necesidad tenemos ya de testimonio! Nosotros mismo lo hemos oído de su boca"(Lc). Y le condenan a muerte, aunque en realidad ellos son condenados al negar al mismo Dios que salva.
"Y habiéndole atado, lo llevaron al procurador Pilatos" (Mt). En aquella hora se solía seleccionar al cordero para el sacrificio oficial en el Templo. Tenía que ser sin mancha ni defecto. Se le ataba la pata delantera con la trasera. El animal balaba inocente, entonces el levita de un tajo certero le cortaba el cuello y el cordero moría para implorar el perdón de Dios. Jesús, el Cordero de Dios, es atado para acudir al sacrificio anunciado en la Escritura, que ahora se hacía sacrificio perfecto de la nueva alianza.
Se apresuran y atraviesan la entera ciudad de Jerusalén desde el Monte Sión al monte Moria donde, junto al Templo, estaba la torre Antonia, lugar de residencia del procurador romano. Los conjurados hierven pensando los mejores modos de conseguir que el romano les sirva a sus intereses.
Reproducido con permiso del Autor,
Enrique Cases, Tres años con Jesús, Ediciones internacionales universitarias
pedidos a eunsa@cin.es
Inspirada reflexión que hace pensar en la frase de san Agustín: tengo miedo que Dios pase y yo no me dé cuenta.
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Muchísimas gracias por la ayuda y alimento al alma que nos proporcionan con este material.Tengo 59 años y hoy apredí por qué ataron a Jesús.
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