La infelicidad no es producto de la pobreza, la enfermedad o la ignorancia, es producto del pecado que nos aleja de ese fin último que es Dios.
Todo niño -noble producto de Dios- llega a la existencia con un “instructivo” que le asegura su felicidad, y que ese instructivo no es otro que la ley de Dios. Dijimos también que esa ley, para distinguirla de otras, se llama ley moral. Veremos ahora, a través de una sencilla comparación, lo que ocurre cuando ese instructivo se ignora o se rechaza.
El mayor temor de una niñera inexperta cuando los padres se ausentan de casa por la noche es que se despierte el bebé. Si eso ocurre, lo más probable será que esa misteriosa criatura se limite a mirar de hito en hito a su desconocida guardián mientras berrea sin cesar. ¡Si al menos pudiera hablar y decir lo que le pasa, en lugar de llorar como descosido!.
La niñera intentará calmarlo trayendo ante su vista un montón de juguetes y objetos variadísimos, pero será en vano. A continuación le cantará alguna canción de cuna, intentará darle algún alimento o algo de beber, le hará cucamonas y desplegará toda su fantasía sin lograr otra cosa que desesperar a la criatura y hartarse ella misma. Sin embargo, al minuto de llegar la madre y tomar en sus brazos al niño, el llanto cesa. Y un minuto después, el anterior energúmeno es ahora un angelito que duerme plácidamente.
La civilización contemporánea tiene a un niño en sus brazos, pero ese niño, en lugar de sentirse feliz, sigue llorando con inmenso desconsuelo, y todos los juguetes que le ha mostrado no han logrado calmarlo. Le ha cantado canciones, le ha contado cuentos, lo ha halagado, lo ha mimado… pero el niño sigue haciendo pucheros.
Ha intentado variados recursos para contentarlo: le ha dicho que era una máquina, un animal, un producto de la evolución de la materia, un periodo e incluso un paréntesis del universo; que era eterno e infalible, que llegaría a dominar la enfermedad y la muerte.
Le ha ofrecido riquezas, libertinaje, sensualidad, poder y gloria, pero el hombre sigue siendo desgraciado y su infelicidad se contagia al mundo. No, la civilización contemporánea no ha logrado hacer feliz al hombre, porque no sabe que el secreto de su felicidad está en el instructivo que le dio Aquel que lo hizo ser lo que es.
El pensamiento moderno no descubrirá dónde reside la felicidad del hombre mientras siga empeñado en ignorar lo que el hombre es. Porque la infelicidad humana no puede explicarse con las razones que aclaran por qué se marchita una flor o por qué languidece un caballo sediento. Hay vida vegetal y animal en el hombre, por supuesto, y ambas pueden ser dañadas; pero la cuestión fundamental es que el hombre tiene también alma, alma humana, y ésta puede ser dañada. Y ese daño es pecado.
Tal es la raíz de la humana infelicidad. No hay otra. Otras cosas pueden hacer la vida del hombre ingrata, desagradable, incluso dificilísima, pero no necesariamente infeliz, desgraciada. Porque se puede hallar la felicidad en medio de la más absoluta pobreza, enfermedad o ignorancia, en medio del cansancio más atroz o de las tareas más duras, pero no allí donde reina el pecado. No, no puede haber felicidad en el corazón de un pecador. Puede cubrirse con la máscara del placer y aparentar alborozo, pero la música no la lleva dentro. Nadie mejor que un sacerdote sabe que un pecador arrepentido no necesita que se le incite a la vergüenza y al pesar, porque ha bebido hasta las heces la copa del desconsuelo y conoce su amargura.
Por Ricardo Sada Fernandez