Pregunta:
La consulta ha llegado desde México: Estimado Padre… el motivo que me lleva a escribirle es el deseo de recibir alguna información de su parte en relación al trabajo que estoy desarrollando. Concretamente estoy acompañando pastoralmente algunas parejas y estas presentan algo en común: la infidelidad matrimonial, más por parte del hombre… Quisiera sugerirle que dentro del cuadro ‘el teólogo responde’, presentara alguna reflexión sobre la ‘infidelidad’.
Respuesta:
Hay que reconocer la infidelidad matrimonial es uno de los dramas conyugales más graves (aunque no el único) que afectan, en nuestro tiempo, a la institución matrimonial. La infidelidad dentro del marco del matrimonio se denomina ‘adulterio’, como enseña en Catecismo de la Iglesia Católica: ‘El adulterio. Esta palabra designa la infidelidad conyugal. Cuando un hombre y una mujer, de los cuales al menos uno está casado, establecen una relación sexual, aunque ocasional, cometen un adulterio. Cristo condena incluso el deseo del adulterio’[1].
El adulterio es un pecado grave que transgrede la ley natural y la ley divina: ‘El sexto mandamiento y el Nuevo Testamento prohíben absolutamente el adulterio. Los profetas denuncian su gravedad; ven en el adulterio la imagen del pecado de idolatría. El adulterio es una injusticia. El que lo comete falta a sus compromisos. Lesiona el signo de la Alianza que es el vínculo matrimonial. Quebranta el derecho del otro cónyuge y atenta contra la institución del matrimonio, violando el contrato que le da origen. Compromete el bien de la generación humana y de los hijos, que necesitan la unión estable de los padres’[2].
A pesar de ello se está constituyendo en una de las muchas plagas que azotan la desasosegada nuestra cultura. Algunos datos estadísticos, que hay que tomar con pinzas, arrojan cifras estremecedoras: el diario La Nación, en su edición del 19 de marzo de 1997, bajo el título ‘Adulterio: nuevo furor sobre un viejo pecado’, cita el estudio realizado por Shere Hite utilizando un cuestionario impreso en ‘Penthouse y otras revistas para adultos’ (es decir, una encuesta realizada entre un público libertino); en este estudio el 66% de los hombres y el 54% de las mujeres de Estados Unidos consultadas afirmaban haber tenido al menos una aventura adulterina. Se cita también el sondeo -hecho con técnicas de muestreo más confiables- de NORC (año 1994, también en Estados Unidos); éste señalaba una praxis del adulterio en el 21,2% de los hombres y en el 11% de las mujeres[3].
Sean cuales sean los datos reales, la situación es una lógica consecuencia del brete cultural en que nos encontramos metidos. Entre muchas causas quiero destacar dos.
La primera es la mentalidad divorcista que ha sumergido la institución matrimonial en una crisis agudísima que amenaza con sofocarlo. La experiencia de 12 años de divorcio en Argentina es elocuente: el divorcio ha engendrado más divorcios y separaciones, menos matrimonios, más concubinatos, menos hijos por matrimonio, más hijos fuera del matrimonio (un estudio del INDEC establecía que en 1995 el 45% de los argentinos nacieron fuera del matrimonio) y envejecimiento poblacional[4]. La situación de los divorciados vueltos a casar, aunque sea dolorosa y pastoralmente merezcan un cuidado singular por parte de la Iglesia[5], es, sin embargo, una situación de adulterio; el hecho de que el fenómeno se extienda cada vez más debe preocuparnos seriamente.
La segunda causa debemos buscarla en la incomprensión -por parte de muchos católicos incluso teólogos y pastores- de la enseñanza de la Humanae vitae sobre el acto conyugal. Muy sabio fue Pablo VI al defender la indisolubilidad de los dos significados o dimensiones del acto conyugal[6]. Éste, por su íntima naturaleza, es al mismo tiempo unitivo y procreador. Mantener la unidad de ambos aspectos es condición esencial para respetar la ‘totalidad’ de la entrega matrimonial. El matrimonio es ‘uno con una para siempre’, para ‘darse totalmente cada vez que se entregan en su relación conyugal’. El no comprender este segundo elemento puede conducir a la postre a no entender el sentido del primero. El robarle un significado al acto conyugal, como ocurre en el fenómeno de la anticoncepción (en la que se le despoja voluntariamente del valor procreador), implica una donación mezquina, un amor a medias, un regalo truncado. Quien se acostumbra a este modo (parcial) de darse, puede terminar por preguntarse qué mal hay en reservarse parte de sus sentimientos para compartir con alguien distinto de su cónyuge legítimo. Esto no es una cosa nueva. El mismo Pablo VI advirtió en la Humanae vitae que el uso generalizado de anticonceptivos conduciría a ‘la infidelidad conyugal y a la generalizada degradación de la moralidad’, y asimismo que el hombre perdería el respeto hacia la mujer y ‘ya no le importaría su equilibrio físico y psicológico’, hasta el punto en que él la consideraría ‘como un mero instrumento de disfrute egoísta, y ya no como su respetada y amada compañera’[7]; lo único que cabe agregar es que el mismo fenómeno se da hoy en muchas mujeres respecto de sus esposos. La mentalidad hedonista, con su conceptos tergiversados del sexo seguro, de las relaciones prematrimoniales, de los matrimonios a prueba, con su desprecio de la virginidad, etc., propagados con la complicidad de los medios masivos de información y de auténticas ‘multinacionales’ del sexo, han extendido inquietantemente este modo ponderar el amor y la sexualidad.
¿Qué hacer para remontar este clima de infidelidad? En general, lo que está a nuestro alcance, es el preparar a los futuros esposos para vivir la fidelidad en todas sus dimensiones, y predicar eso mismo a los hombres y mujeres en general, especialmente a los ya casados[8].
El verdadero amor exige espontáneamente la exclusividad. El universo del amor tiene dos polos; el amor verdadero tiene como característica la ‘suficiencia intrínseca’, es decir, que los que se aman no necesiten de nadie más. Si necesitan de ‘alguien’ de afuera para dar plenitud a su corazón, lo que está fallando es el amor.
Pero no solamente el amor exige la fidelidad, sino que la fidelidad ‘protege’ al amor. Todo esfuerzo por ser fiel, especialmente en los momentos de tentación fuerte, repercuten aumentando, purificando y transformando el amor de los esposos.
Normalmente a la infidelidad -en el sentido de ‘engaño’ del cónyuge con otro amante- es algo que sucede porque se entiende la fidelidad conyugal en un sentido restrictivo. La verdadera fidelidad implica tres dimensiones: es la fidelidad cordial, mental y carnal. Lamentablemente, muchos la identifican exclusivamente con esta última; y esta última, sola -sin las otras- no puede mantenerse en pie.
1) Fidelidad cordial, del corazón, quiere decir reservar el corazón para el cónyuge, y renovar constantemente la entrega que se le ha hecho la vez primera en que se declaró su amor. Dice Gustave Thibon: ‘La verdadera fidelidad consiste en hacer renacer a cada instante lo que nació una vez: estas pobres semillas de eternidad depositadas por Dios en el tiempo, que la infidelidad rechaza y la falsa fidelidad momifica’. Charbonneau añade: ‘el marido que deja dormir su corazón ya es infiel’. Fidelidad implica, por tanto:
-como dimensión positiva: reiterar la entrega del corazón; los esposos están obligados, en virtud de amor, a ser afectivos entre sí; demostrarse el cariño. Flor que no se riega se marchita; corazón que no ese alimentado, busca comida en otros platos.
-como dimensión negativa: evitar todo trato imprudente con personas de otro sexo. Entiendo por trato imprudente aquellas manifestaciones de afecto (a veces puramente a nivel de amistad) que pueden empezar a ablandar el corazón. La persona con quien no se convive, la que es tratada sólo esporádicamente, siempre revela menos defectos que aquella que comparte el propio hogar… Y… el prado del vecino siempre parece más verde… por el solo hecho de mirarlo de lejos. Así, de los tratos reblandecidos (lo que no quiere decir que todos debemos ser corteses y cordiales con el prójimo) pueden ser inicio de enamoramientos.
2) Fidelidad mental: no sólo es adulterio e infidelidad el contacto carnal con la persona ajena al matrimonio, sino también el pensar en ella y desearla. La fidelidad exige castidad de pensamientos, memoria y deseos. El que maquina, imagina, sueña despierto, ‘aventuras’, aunque no tenga intención de vivirlas en la realidad, ya es infiel, y esto prepara el terreno para la infidelidad en los hechos. En este sentido, difícilmente guardará la fidelidad conyugal quien mira o lee revistas o películas pornográficas, o con algún contenido pornográfico; quien no cuida la vista ante otras mujeres u hombres; quien asiste o frecuenta ambientes donde no se tiene el mínimo pudor en el vestir o en el hablar. La castidad exige, para poder ser vivida, un ‘ambiente casto’. Esto no es puritanismo; esto es simplemente lo ‘normal’, lo adecuado a la norma. Considero que la falta de seriedad en esta dimensión es causa principal de las infidelidades matrimoniales, y no se puede poner remedio a este problema si no se empieza por cortar con el caldo de cultivo de toda infidelidad que es la falta de castidad en las miradas, en el pensamiento y en el deseo.
3) Fidelidad carnal: es bastante claro y evidente por sí. La infidelidad carnal es siempre una profanación del cónyuge inocente, porque el matrimonio ha hecho de ellos una sola carne (Mt 19,5); al entregarse uno de ellos a una persona ajena al matrimonio, ensucia y rebaja la persona el cónyuge.
Finalmente, hay que tener siempre en cuenta que la fidelidad es una gracia; como tal, los esposos deben pedirla, es decir, rezar pidiendo a Dios no faltar nunca a la palabra dada en el matrimonio. Especialmente quienes se encuentran en situaciones más difíciles, ya sea por el ambiente en que viven o por hábitos desordenados largo tiempo consentido, deben recordar que la Iglesia nos enseña a orar con San Agustín: Da quod iubes et iube quod vis (da lo que mandas y manda lo que quieras)[9]. El Concilio de Trento completó esta afirmación con una expresión magnífica: ‘Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y a pedir lo que no puedas y te ayuda para que puedas’[10].
P. Miguel A. Fuentes, IVE
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2380.
[2] Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2380-2381.
[3] Cf. La Nación, 19/03/1997; p. 17.
[4] Véase el estudio de Jorge Scala, Sociología de diez años de divorcio en Argentina, en: Jorge Scala y otros, Doce años de divorcio en Argentina, EDUCA, Bs. As. 1999; esp. pp. 119ss..
[5] Cf. Juan Pablo II, Familiaris consortio, n. 84.
[6] Cf. Humanae vitae, 12.
[7] Cf. Humanae vitae, 17.
[8] Tomo, con libertad, algunas ideas del libro de Paul-Eugène Charbonnaeu, Curso de preparación para el matrimonio, Herder, Barcelona 1984, pp. 188-197.
[9] San Agustín, Confesiones, X, 29, 40.
[10] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. 11; DS 1536.