VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD
BENEDICTO XVI
A TURQUÍA
(28 DE NOVIEMBRE – 1 DE DICIEMBRE 2006)
CELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA CATEDRAL DEL ESPÍRITU SANTO
HOMILÍA DEL SANTO PADRE
Estambul, viernes 1 de diciembre de 2006
Queridos hermanos y hermanas:
Al concluir mi visita pastoral a Turquía, me alegra encontrarme con la comunidad católica de Estambul y celebrar con ella la Eucaristía para dar gracias al Señor por todos sus dones. Deseo saludar en primer lugar al Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y al Patriarca armenio, Su Beatitud Mesrob II, mis venerados hermanos, que han querido unirse a nosotros para esta celebración. Les expreso mi profunda gratitud por este gesto fraterno que honra a toda la comunidad católica.
Queridos hermanos e hijos de la Iglesia católica, obispos, sacerdotes y diáconos, religiosos, religiosas y laicos, pertenecientes a las diferentes comunidades de la ciudad y a los diversos ritos de la Iglesia, os saludo a todos con alegría, dirigiéndoos las palabras de san Pablo a los Gálatas: "Gracia a vosotros y paz de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo" (Ga 1, 3). Deseo agradecer a las autoridades civiles presentes su amable acogida y de modo especial a todos los que han hecho posible la realización de este viaje. Saludo, por último, a los representantes de las demás comunidades eclesiales y de otras religiones que han querido estar aquí presentes entre nosotros.
¿Cómo no pensar en los diversos acontecimientos que precisamente aquí forjaron nuestra historia común? Al mismo tiempo siento el deber de recordar de modo especial a los numerosos testigos del Evangelio de Cristo que nos impulsan a trabajar juntos por la unidad de todos sus discípulos en la verdad y en la caridad.
En esta catedral del Espíritu Santo, deseo dar gracias a Dios por todo lo que ha hecho en la historia de los hombres e invocar los dones del Espíritu de santidad sobre todos. Como nos acaba de recordar san Pablo, el Espíritu es la fuente permanente de nuestra fe y de nuestra unidad. Él suscita en nosotros el verdadero conocimiento de Jesús y pone en nuestros labios las palabras de fe para que reconozcamos al Señor. Después de su confesión de fe en Cesarea de Filipo, Jesús dijo a Pedro: "Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos" (Mt 16, 17).
Sí, ciertamente somos bienaventurados cuando el Espíritu Santo nos dispone a la alegría de creer y nos introduce en la gran familia de los cristianos, su Iglesia, tan rica por su multiplicidad de dones, funciones y actividades, y al mismo tiempo una, pues "es el mismo Dios que obra en todos" (1 Co 12, 6). San Pablo añade que "a cada uno se le otorga la manifestación del Espíritu para provecho común" (1 Co 12, 7). Manifestar el Espíritu, vivir según el Espíritu, no significa vivir sólo para sí mismo, sino aprender a configurarse constantemente a sí mismo con Cristo Jesús, convirtiéndose, como él, en servidor de sus hermanos.
He aquí una enseñanza muy concreta para cada uno de nosotros, obispos, llamados por el Señor a guiar a su pueblo haciéndonos servidores como él; esto vale también para todos los ministros del Señor, así como para todos los fieles: al recibir el sacramento del Bautismo, todos fuimos inmersos en la muerte y resurrección del Señor, "todos hemos bebido de un solo Espíritu" (1 Co 12, 13) y la vida de Cristo se ha convertido en nuestra vida, para que vivamos como él, para que amemos a nuestros hermanos como él nos ha amado (cf. Jn 13, 34).
Hace veintisiete años, en esta misma catedral, mi predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II expresó su deseo de que el alba del nuevo milenio "se encuentre con una Iglesia que ha hallado su plena unidad, para testimoniar mejor, en medio de las tensiones exacerbadas de este mundo, el amor trascendente de Dios, manifestado en su Hijo Jesucristo" (Homilía en la catedral del Espíritu Santo, en Estambul, 29 de noviembre de 1979, n. 5: L\\’Osservatore Romano, edición en lengua española, 9 de diciembre de 1979, p. 11). Ese anhelo no se ha cumplido aún, pero sigue siendo el deseo del Papa, y nos impulsa, como discípulos de Cristo que avanzamos con nuestras dudas y limitaciones por el camino que lleva a la unidad, a actuar incesantemente "por el bien de todos", situando la perspectiva ecuménica en el primer lugar de nuestras preocupaciones eclesiales. Así viviremos de verdad según el Espíritu del Señor, al servicio del bien de todos.
Reunidos esta mañana en esta casa de oración consagrada al Señor, ¿cómo no evocar la otra hermosa imagen que usa san Pablo al hablar de la Iglesia: la imagen de la construcción cuyas piedras están firmemente ensambladas para formar un único edificio, y cuya piedra angular, en la cual todo se apoya, es Cristo? Él es la fuente de la vida nueva que nos ha dado el Padre en el Espíritu Santo. El evangelio de san Juan lo acaba de proclamar: "de su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 38). Esta agua que corre, esta agua viva que Jesús prometió a la samaritana, los profetas Zacarías y Ezequiel la vieron brotar del costado del templo para hacer fecundas las aguas del Mar Muerto: una imagen maravillosa de la promesa de vida que Dios hizo siempre a su pueblo y que Jesús vino a cumplir.
En un mundo en el que los hombres son tan reacios a compartir entre sí los bienes de la tierra y en el que con razón comienza a preocupar la escasez de agua, un bien tan valioso para la vida del cuerpo, la Iglesia descubre que posee un tesoro aún más grande. Como Cuerpo de Cristo, ha recibido la misión de anunciar el Evangelio hasta los confines de la tierra (cf. Mt 28, 19), es decir, transmitir a los hombres y mujeres de nuestro tiempo la buena nueva, que no sólo ilumina sino que también cambia su vida, hasta vencer incluso a la muerte.
Esta buena nueva no es sólo una palabra, sino una Persona; ¡es Cristo mismo, resucitado, vivo! Por la gracia de los sacramentos, el agua que brotó de su costado abierto en la cruz, se ha convertido en una fuente rebosante, en "ríos de agua viva", en un caudal que nadie puede detener y que da nueva vida. Los cristianos no pueden tener sólo para sí lo que han recibido. No pueden confiscar este tesoro y esconder esta fuente. La misión de la Iglesia no es defender poderes ni obtener riquezas; su misión es dar a Cristo, compartir la vida de Cristo, el mayor bien para el hombre, que Dios mismo nos entrega en su Hijo.
Hermanos y hermanas, vuestras comunidades caminan por el humilde sendero de la vida diaria en compañía de personas que no comparten nuestra fe, pero "que profesan tener la fe de Abraham y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso" (Lumen gentium, 16). Sabéis bien que la Iglesia no quiere imponer nada a nadie, y que sólo pide poder vivir en libertad para revelar a Aquel a quien no puede esconder, Cristo Jesús, quien nos amó hasta el extremo en la cruz y nos entregó su Espíritu, presencia viva de Dios entre nosotros y en lo más íntimo de nosotros mismos.
Estad siempre abiertos al Espíritu de Cristo y, por tanto, sed solícitos con los que tienen sed de justicia, de paz, de dignidad y de respeto por ellos mismos y por sus hermanos. Vivid entre vosotros de acuerdo con las palabras del Señor: "En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os tenéis amor los unos a los otros" (Jn 13, 35).
Hermanos y hermanas, encomendemos ahora a la Virgen María, Madre de Dios y esclava del Señor, nuestro deseo de servir al Señor. Ella oró en el Cenáculo juntamente con la comunidad primitiva, a la espera de Pentecostés. Junto con ella, pidamos a Cristo nuestro Señor: Envía, Señor, tu Espíritu Santo sobre toda la Iglesia, para que habite en cada uno de sus miembros y los transforme en mensajeros de tu Evangelio.