Benedicto XVI: Turquía 2006

VIAJE APOSTÓLICO DE SU SANTIDAD

BENEDICTO XVI

A TURQUÍA

(28 DE NOVIEMBRE – 1 DE DICIEMBRE 2006)

 

DIVINA LITURGIA DE SAN JUAN CRISÓSTOMO

EN LA FIESTA DE SAN ANDRÉS APÓSTOL

 

DISCURSO DEL SANTO PADRE

 

Iglesia patriarcal de San Jorge en el Fanar, Estambul

Jueves 30 de noviembre de 2006

 

 

 

Esta Divina Liturgia celebrada en la fiesta de san Andrés apóstol, santo patrono de la Iglesia de Constantinopla, nos remonta a la Iglesia primitiva, a la época de los Apóstoles. Los evangelios de san Marcos y san Mateo narran cómo Jesús llamó a los dos hermanos, Simón, a quien Jesús dio el nombre de Cefas o Pedro, y Andrés:  "Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres" (Mt 4, 19; Mc 1, 17). El cuarto evangelio, además, presenta a Andrés como el primer llamado, ho protoklitos, como es conocido en la tradición bizantina. Y es precisamente Andrés quien lleva a su hermano Simón a Jesús (cf. Jn 1, 40 ss).

 

Hoy, en esta iglesia patriarcal de San Jorge, podemos experimentar una vez más la comunión y la llamada de los dos hermanos, Simón Pedro y Andrés, en el encuentro entre el Sucesor de Pedro y su hermano en el ministerio episcopal, cabeza de esta Iglesia, fundada según la tradición por el apóstol Andrés. Nuestro encuentro fraternal pone de relieve la especial relación que une a las Iglesias de Roma y Constantinopla como Iglesias hermanas.

 

Con profunda alegría damos gracias a Dios porque da nueva vitalidad a la relación que se entabló desde el memorable encuentro celebrado en Jerusalén, en enero de 1964, entre nuestros antecesores el Papa Pablo VI y el Patriarca Atenágoras. Su intercambio epistolar, publicado en el volumen titulado Tomos Agapis, atestigua la profundidad de los vínculos que se desarrollaron entre ellos y que se reflejan en la relación existente entre las Iglesias hermanas de Roma y Constantinopla.

 

 

El 7 de diciembre de 1965, víspera de la sesión final del concilio Vaticano II, nuestros venerables antecesores dieron un nuevo paso, único e inolvidable, respectivamente en la iglesia patriarcal de San Jorge y en la basílica de San Pedro en el Vaticano:  borraron de la memoria de la Iglesia las trágicas excomuniones de 1054. De ese modo confirmaron un cambio decisivo en nuestras relaciones. Desde entonces, han sido muchos e importantes los avances registrados en el camino del nuevo acercamiento mutuo. Recuerdo, en particular, la visita de mi predecesor el Papa Juan Pablo II a Constantinopla en 1979 y las visitas a Roma  del  Patriarca  ecuménico Bartolomé I.

 

Con este mismo espíritu, mi presencia hoy aquí pretende renovar nuestro compromiso común de continuar por el camino que lleva al restablecimiento, con la gracia de Dios, de la comunión plena entre la Iglesia de Roma y la Iglesia de Constantinopla. Puedo aseguraros que la Iglesia católica está dispuesta a hacer todo lo posible para superar los obstáculos y para buscar, junto con nuestros hermanos y hermanas ortodoxos, medios de colaboración pastoral cada vez más eficaces con ese fin.

 

Los dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés, eran pescadores, a los que Jesús llamó a convertirse en pescadores de hombres. El Señor resucitado, antes de su Ascensión, los envió juntamente con los demás Apóstoles con la misión de hacer discípulos a todas las naciones, bautizándolas y proclamando sus enseñanzas (cf. Mt 28, 19 ss; Lc 24, 47; Hch 1, 8).

 

Este encargo que nos dejaron los santos hermanos Pedro y Andrés dista mucho de estar cumplido.

Al contrario, resulta hoy más urgente y necesario que nunca, ya que no se dirige tan sólo a las culturas marginalmente alcanzadas por el mensaje del Evangelio, sino también a las culturas europeas profundamente arraigadas desde hace siglos en la tradición cristiana. El proceso de secularización ha debilitado el arraigo de esta tradición, más aún, es puesta en tela de juicio e incluso rechazada. Ante esta realidad, estamos llamados, juntamente con todas las demás comunidades cristianas, a hacer que Europa vuelva a tomar conciencia de sus raíces, tradiciones y valores cristianos, dándoles una nueva vitalidad.

 

Nuestros esfuerzos encaminados a construir vínculos más estrechos entre la Iglesia católica y las Iglesias ortodoxas forman parte de esta tarea misionera. Las divisiones existentes entre los cristianos son motivo de escándalo para el mundo y constituyen un obstáculo para el anuncio del Evangelio. En la víspera de su pasión y muerte, el Señor, rodeado de sus discípulos, oró con fervor para que fueran uno, y así el mundo crea (cf. Jn 17, 21). Sólo a través de la comunión fraterna entre los cristianos y a través de su amor recíproco resultará creíble el mensaje del amor de Dios por todo hombre y mujer. Cualquiera que examine de manera realista el mundo cristiano actual comprobará la urgencia de este testimonio.

 

Simón Pedro y Andrés fueron llamados juntos a ser pescadores de hombres. Pero esa misma misión tomó formas distintas para cada uno de los dos hermanos. Simón, a pesar de su fragilidad personal, fue llamado "Pedro", la "roca" sobre la que la Iglesia se edificaría; a él en particular se le encomendaron las llaves del reino de los cielos (cf. Mt 16, 18). Su itinerario lo llevaría de Jerusalén a Antioquía, y de Antioquía a Roma, para que en esa ciudad pudiera ejercer una responsabilidad universal. Por desgracia, la cuestión del servicio universal de Pedro y de sus Sucesores ha dado lugar a nuestras diferencias de opinión, que esperamos superar, también gracias al diálogo teológico recientemente reanudado.

 

Mi venerado predecesor el siervo de Dios Juan Pablo II habló de la misericordia que caracteriza al servicio a la unidad de Pedro, una misericordia que Pedro mismo fue el primero en experimentar (cf. Ut unum sint, 91). Partiendo de esta base, el Papa Juan Pablo II invitó a  entablar un diálogo fraterno con el fin de encontrar formas de ejercer el ministerio petrino hoy, respetando su naturaleza y esencia, de manera que "pueda realizar un servicio de fe y de amor reconocido por unos y otros" (ib., 95). Hoy deseo recordar y renovar esa invitación.

 

Andrés, el hermano de Simón Pedro, recibió otra misión del Señor, una misión a la que su propio nombre alude. Dado que hablaba griego, se convirtió, junto con Felipe, en el Apóstol del encuentro con los griegos que acudían a Jesús (cf. Jn 12, 20 ss). La tradición nos dice que no sólo fue misionero en Asia menor y en los territorios al sur del Mar Negro, es decir, en esta misma región en la que nos encontramos, sino también en Grecia, donde sufrió el martirio.

 

Por tanto, el apóstol Andrés representa el encuentro entre la cristiandad primitiva y la cultura griega. Este encuentro fue posible, especialmente en Asia menor, sobre todo gracias a los Padres capadocios, que enriquecieron la liturgia, la teología y la espiritualidad tanto de las Iglesias orientales como de las occidentales. El mensaje cristiano, como el grano de trigo (cf. Jn 12, 24), cayó en esta tierra y produjo fruto abundante. Debemos estar profundamente agradecidos por la herencia que hemos recibido del fecundo encuentro entre el mensaje cristiano y la cultura griega. Ese encuentro ha influido de forma duradera en las Iglesias de Oriente y de Occidente. Los Padres griegos nos han dejado un valioso tesoro, del que la Iglesia sigue sacando riquezas antiguas y nuevas (cf. Mt 13, 52).

 

También en la vida de san Andrés se puede constatar la lección del grano de trigo que muere para dar fruto. Según la tradición, siguió el mismo destino de su Señor y Maestro, terminando sus días en Patras (Grecia). Al igual que Pedro, sufrió el martirio en una cruz, la cruz diagonal que veneramos hoy precisamente como cruz de san Andrés. De su ejemplo aprendemos que el itinerario de cada cristiano, al igual que el de toda la Iglesia, lleva a la vida nueva, a la vida eterna, a través de la imitación de Cristo y la experiencia de la cruz.

 

A lo largo de la historia, tanto la Iglesia de Roma como la de Constantinopla han experimentado con frecuencia la lección del grano de trigo. Juntos veneramos a muchos de los mismos mártires cuya sangre, según las célebres palabras de Tertuliano, se convirtió en semilla de nuevos cristianos (cf. Apologeticum, 50, 13). Con ellos compartimos la misma esperanza que obliga a la Iglesia a ir "peregrinando entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios" (Lumen gentium, 8; cf. san Agustín, De Civitate Dei, XVIII, 51, 2). Por su parte, también el siglo recién concluido contó con testigos valientes de la fe, tanto en Oriente como en Occidente. Incluso en la actualidad hay muchos testigos como ellos en diferentes regiones del mundo. Los recordamos en nuestra oración y les brindamos todo el apoyo que podemos, mientras pedimos apremiantemente a todos los líderes del mundo que se respete la libertad religiosa como derecho humano fundamental.

 

La Divina Liturgia en la que hemos participado se ha celebrado según el rito de san Juan Crisóstomo. La cruz y la resurrección de Cristo se han hecho místicamente presentes. Para nosotros, los cristianos, esto es fuente y signo de una esperanza constantemente renovada. Esta esperanza se encuentra magníficamente expresada en el antiguo texto conocido como Pasión de San Andrés:  "Te saludo, oh cruz, consagrada por el Cuerpo de Cristo y adornada con sus miembros como piedras preciosas (…) Que los fieles conozcan tu alegría y los dones que atesoras…".

 

Todos nosotros, ortodoxos y católicos, compartimos esta fe en la muerte redentora de Jesús en la cruz y esta esperanza que el Señor resucitado infunde a toda la familia humana. Que nuestra oración y actividad diarias se inspiren en el deseo ardiente no sólo de asistir a la Divina Liturgia, sino de poder celebrarla juntos, para participar en la única mesa del Señor, compartiendo el mismo pan y el mismo cáliz. Que nuestro encuentro de hoy sirva de estímulo y anticipación gozosa del don de la comunión plena. Y que el Espíritu de Dios nos acompañe en nuestro camino.

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