Literatura, cultura y fe: un reto para el siglo XXI
Por Juan Manuel de Prada, escritor y articulista español
Soljenitzin decía que Europa, después de las dos guerras mundiales, había enfermado con un ímpetu de automutilación y, ciertamente, si analizamos la historia de Europa en las últimas décadas nos damos cuenta cómo los síntomas de esta enfermedad, de esta curiosa enfermedad de automutilación se multiplican.
Vemos cómo Europa ha perdido confianza a través de manifestaciones tan claras como por ejemplo el descenso de la natalidad. Vemos cómo ha perdido la confianza a través de fenómenos tan evidentes como la pérdida de fe, en el sentido religioso de la palabra. Vemos la pérdida de capacidad para concederle a la vida una visión trascendente; vemos también cómo el bienestar económico, la prosperidad, ha provocado también una especie, digámoslo así, de relajación en los espíritus, de desgana, de apatía, de hastío; es un hastío metafísico, casi podríamos decir. Y en líneas generales, yo creo que a Occidente, y repito, más concretamente a Europa, parece como si le hubiese atacado un síndrome, una especie de gangrena que la paraliza y que, sobre todo, no le concede capacidad de reacción.
En este caldo de cultivo ha florecido lo que a mi modo de ver es la gran lepra de nuestro tiempo; una lepra que se está extendiendo a velocidad galopante en estos albores del siglo XXI, que es lo que se ha dado en denominar relativismo. Es un concepto, como la propia palabra indica, suficientemente difuso para que uno no sepa exactamente a lo que se refiere, pero que aquí trataremos de diseccionar.
El relativismo nace de la falta de fe en el futuro. Hemos dejado de creer en la posibilidad de una renovación material-espiritual. Estamos conformes con este bienestar del que disfrutamos, y esto hace que cunda entre nosotros una suerte de escepticismo, una especie de satisfacción un poco cetrina con los bienes materiales, con las comodidades que nuestra sociedad ha alcanzado a través del progreso, y eso ha hecho que esos progresos espirituales, que también son necesarios para la humanidad, hayan dejado de interesarnos.
Al dejar de tener confianza en el futuro, en las posibilidades del futuro, surge también una especie de desconfianza hacia lo que podríamos llamar la persecución de la verdad. Todo sistema filosófico, toda escuela de vida persigue algún tipo de verdad. Naturalmente, nadie está en esta posesión de la verdad, y quienes creen estarlo son los fanáticos, pero quien no aspira a encontrar la verdad ha dejado de ser hombre.
Yo creo que una de las fatalidades de nuestra época precisamente es esta: que no solamente hemos dejado de creer en la existencia de una verdad, de un absoluto, sino que incluso hemos llegado a concebir la idea -la monstruosa idea- de que la labor de buscar la verdad es en sí misma una labor fundamentalista, integrista, de tal manera que, al avergonzarnos de la posibilidad de que exista una verdad, todo deja automáticamente de tener sentido, todo automáticamente es discutible, todo automáticamente puede entrar en controversia, y ya no sólo en controversia, sino también en cambalache, en trueque. Las ideas se convierten en algo fungible, son como una calderilla que pasa de unas manos a otras, y dejan de tener esa solemnidad, esa grandeza que tenían cuando perseguían la existencia de una verdad. Ésta, como digo, es una de las características evidentes de nuestra época.
Y cuando a una sociedad espiritualmente empieza a corromperle esta enfermedad, cuando deja de creer en el futuro y deja de creer en la posibilidad de alcanzar una verdad, naturalmente surgen todo tipo de mistificaciones.
A la cultura occidental, a lo que podríamos llamar cultura cristiana (aunque esto ya prácticamente estaría mal visto decirlo, dado el estado de las cosas), de repente le han surgido una serie de conflictos interiores que tienen que ver precisamente con esta incapacidad para intentar alcanzar la verdad. Y así, por ejemplo, hemos empezado a avergonzarnos de nuestras conquistas en el plano cultural, en el plano ideológico, en el plano social, en el plano político. Hemos dejado de tener la capacidad de considerar que esos frutos de nuestra cultura, esos frutos ideológicos, esos frutos de pensamiento, tienen un valor intrínseco, un valor verdadero.
En cierto modo, empieza surgir en nuestras sociedades una especie de complejo de culpa, que ya no sólo se extiende a una necesaria consideración de los males que nuestra cultura haya podido infligir a otras culturas, sino que incluso llega a considerar que nuestra cultura es peor que otras culturas precisamente porque ha cometido esos errores, siendo incapaz de distinguir que, junto a esos errores, existen otros muchos beneficios que nuestra cultura ha logrado exportar, porque son creaciones propias de Occidente, creaciones eminentes que han hecho que la vida sea algo mejor en líneas generales. Éste, como digo, el estado de las cosas en Europa, a mi modo de ver. Ante una situación como ésta, surgen lo que podríamos denominar los problemas de la desvinculación.
Desde el momento en el que dejamos de creer en la cultura en la que hemos crecido, en la cultura que nos justifica, en la cultura que es, en cierto modo, nuestra genealogía espiritual, e incluso nos avergonzamos de ella porque pensamos que es una cultura sometedora, engreída e infatuada, surge en las sociedades europeas un curioso fenómeno que podríamos denominar fenómeno de desvinculación.
Por este fenómeno, las personas dejan de sentirse como eslabones de una cadena, como herederas de una tradición y portadoras de una llama que se proyecta hacia el futuro (antes decíamos que hemos dejado de creer -de tener confianza- en el futuro). Desde ese momento en el que estamos desvinculados del pasado e incapaces de afrontar el futuro, nuestra existencia se convierte en un caos banal, en una sucesión de días sin mayor sentido, o con un sentido puramente utilitario.
Tratamos de llenar nuestros días satisfaciendo una serie de gustos, de apetencias; tratamos, sobre todo, de espantar la zozobra de ese vacío que nosotros mismos nos hemos creado. Todo ello convierte nuestra vida en una especie de aguachirle; todo es muy blando todo es muy inconsistente. Creo que este es el fenómeno fundamental del relativismo, que se aprecia en todos los ámbitos de la vida.
Si nos fijamos, por ejemplo, en el ámbito educativo, observaremos cómo aquellas disciplinas que tienen más que ver con la explicación de nuestra genealogía espiritual dejan de tener protagonismo. Se retraen, como caracoles en su concha, hasta convertirse casi en unos vagos rudimentos que dejan en sí mismos de tener valor y que, poco a poco, se van mistificando, hasta el extremo de que al final la historia se convierte en una especie de zurriburri, visto desde los ojos de nuestro tiempo. Así, los actos del pasado se condenan desde la mirada de nuestro tiempo, lo cual es una aberración absoluta desde el punto de vista intelectual. Pero es algo que se impone.
Todas estas disciplinas que tienen que ver con nuestra genealogía espiritual son gibarizadas, por emplear un término metafórico. Esto ocurre en general con todas las humanidades, de forma especialmente lastimosa con disciplinas que, a mi modo de ver, constituyen la médula de nuestra cultura, como puede ser, por ejemplo, el latín. Y ocurre, claro está, con la religión.
La religión, no olvidemos, nace de un acontecimiento trascendente que requiere para su comprensión de la fe. Pero no olvidemos tampoco que la religión es un hecho cultural, y que ese acontecimiento trascendente, desligado de esa tradición cultural, de las aportaciones culturales que han tratado de explicarlo, de alabarlo o de engrandecerlo a través del arte y a lo largo de los siglos, resulta ininteligible. De tal manera que nuestros niños, nuestros jóvenes, al ser despojados de esa tradición cultural, al ser saqueados, en cierto modo se convierten en huérfanos, son arrojados a la intemperie, que es lo que yo creo que persigue esta sibilina degeneración educativa que estamos sufriendo.
Este fenómeno de desvinculación, como decía, se aprecia en muchos ámbitos de la vida, no sólo en los citados hasta ahora. Lo estamos viendo también en la que es una de las células primordiales de la sociedad y, desde luego, en una de las instituciones jurídicas sobre las que se levanta el edificio social, que es la familia.
Evidentemente, la familia es un baluarte contra el relativismo, porque nosotros nacemos y crecemos en una familia, y la familia nos concede esa perspectiva de la que hablaba antes. Nos enseña que nuestro paso por la tierra tiene un sentido, y otorga una duración a nuestra vida que va más allá de las fronteras puramente físicas de ésta, porque nos muestra cómo antes que nosotros estaban nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros bisabuelos… Cobramos conciencia de esa transmisión, de que somos eslabones de una cadena. Naturalmente, la familia es además un impulso hacia el futuro; es -digámoslo así- el invernadero donde se fortalecen nuestras facultades para que el futuro vuelva a ser algo que verdaderamente tiene sentido.
Por supuesto, la familia es el gran enemigo del relativismo que hoy en día triunfa. Y así, vemos cómo la familia es atacada por todos los flancos. En primer lugar, proponiendo nuevas formas de organización familiar. En segundo lugar, intentando demostrar lo que ya se llama "familia tradicional", como si pudiera existir una familia que no fuera tradicional, cuando la familia trata precisamente de convertir la vida en una tradición, en un paso (utilizando el término traditio etimológicamente).Evidentemente, no puede existir una familia que no sea tradicional.
De manera que -como se puede observar- los ataques del relativismo a lo que podrían ser los baluartes transmisores de una cultura que dé significación a nuestra vida y que nos permita contemplar el futuro con confianza, son muy variados.
Otro de estos ataques, que creo que es especialmente pernicioso y que -en cierto modo- está ligado con los ya mencionados (pues el relativismo, a pesar de que es un gran aguachirle en el que parece que nada tiene sentido, también obra con unas intenciones aviesas, escondidas pero plenamente significadas) es lo que podríamos denominar la destrucción del derecho. Este fenómeno es muy peligroso, y quizá estemos asistiendo a él sin prestarle la atención que merece.
El derecho se expresa de forma nítida a través de unas leyes positivas, de unas leyes plasmadas por el legislador sobre el papel, de unas leyes que se aplican en nuestras relaciones diarias; y el derecho, desde un punto de vista positivo, lo que busca es regular las relaciones sociales en busca de un bien, de un bien individual y colectivo. Pero, naturalmente, este derecho solamente tiene sentido si está vinculado a un derecho inmanente, a un derecho que es previo al derecho positivo e incluso previo a la organización social. Un derecho que, en cierto modo, tiene que ver con esa verdad de la que hablábamos al principio y que, repito, no es una posesión, sino algo que perseguimos.
Naturalmente, el relativismo no soporta la idea de que las leyes estén fundadas en un derecho natural, en un derecho previo a la organización política, porque el relativismo busca un nuevo absolutismo, un nuevo totalitarismo, en el cual esa verdad deja de existir y es sustituida por la voluntad de la mayoría o, al menos, de quienes creen que ostentan la mayoría. Y está claro que ésta es otra de las manifestaciones más evidentes de este relativismo que hoy en día nos corrompe.
Desde el momento en que este derecho que deja de tener su base en lo que podríamos llamar un ordenamiento inmanente, en algo que está ahí, que es una verdad que existe previamente a las leyes y a la organización social, esas leyes pueden volverse incluso contra el Derecho con mayúscula. Y así, estamos asistiendo a fenómenos en los cuales, a través de las leyes, podemos destruir el orden moral previo al derecho, bien destruyendo la familia, bien destruyendo la vida, o bien vendiéndole a la gente esa idea quimérica y absurda de que ellos son los amos absolutos de su vida porque no existe una instancia superior que merezca mayor crédito que la propia voluntad del individuo. Todos estos fenómenos tienen mucho que ver con el relativismo, con la desvinculación del hombre de una tradición cultural, intelectual y moral que lo precede.
De manera que hemos visto ya tres manifestaciones muy evidentes, muy sibilinas, pero que se están introduciendo en nuestra vida sin que nos demos cuenta y contra las cuales parece que no tenemos armas para combatir…
Pero yo creo que sí las tenemos. Una de esas armas –yo diría que la fundamental- es el apetito que siempre ha sentido el hombre por algo que lo desborda. Yo creo que si algo nos explica a los seres humanos es precisamente que (quizá en nuestro afán de perdurar, quizá en nuestra insatisfacción porque no podemos entender que todos nuestros afanes, nuestros desvelos, las grandes obras que queremos hacer a lo largo de nuestra vida perezcan con nosotros) desde el principio de los tiempos hemos alumbrado una llama sagrada que nos obliga a ser inmortales, y nos obliga porque está inscrito en nuestra naturaleza. El hombre necesita ser inmortal. Y, naturalmente, cuando surge este deseo de ser inmortal, esos pilares movedizos, esos pilares de falsa solidez sobre los que se apoya el relativismo, se empiezan a derrumbar.
Tengo el absoluto convencimiento de que si en esta batalla en sordina –no cruenta como las de antaño, sino silenciosa e invisible, pero cada día más presente en nuestra sociedad- que se está produciendo hoy en Europa entre el relativismo y la posibilidad de una vida volcada hacia la trascendencia, algún día el relativismo cae derrotado, será precisamente porque los europeos cobremos conciencia de que ese hecho trascendente, que ilumina y da impulso nuestra vida, tiene un sentido más fuerte y, además, una tradición cultural fuerte, frente a esta tradición cultural débil surgida de la nada, que es la que se nos vende en nuestra época.
Creo esto porque creo el cristianismo –y a esto vamos tratando de ahondar en el asunto que da título a esta conferencia- nos aporta, en primer lugar, una justificación a esa llama de la que hablaba antes que alumbra dentro de nosotros, pero además nos aporta también una justificación que tiene mucho que ver con nuestra propia cultura, que nos enseña a aceptarla y a sentirnos orgullosos de ella.
Hay una serie de conquistas a las que me refería antes – de tipo social, ideológico, político- de las que con frecuencia los europeos nos avergonzamos. Todas estas conquistas, en contra de lo que se quiera decir hoy en día, tienen su raíz y han sido modeladas precisamente por la tradición cultural cristiana, lo cual se suele olvidar. Así ocurre, por ejemplo, cuando se apela a la dignidad del hombre.
El concepto de dignidad del hombre, al igual que el reconocimiento de los derechos del hombre, se nos vende muchas veces como un concepto propio de la Ilustración, de la Revolución Francesa, etc. Esto es absolutamente falso. Naturalmente, el concepto de dignidad del hombre sólo podía darse en una cultura en la cual Dios se hace hombre, y desde el momento en que Dios se hace hombre, al convertirse el hombre, digámoslo así, en recipiente de la divinidad, alcanza la dignidad máxima. Por tanto, el concepto de dignidad del hombre solamente podía tener sentido en una cultura como la cristiana. Esto es algo que suele manipularse, presentándose la evolución de los derechos humanos como algo desgajado de nuestra tradición cristiana, lo cual, como digo, es algo absolutamente falso.
Grandes logros de orden social y político que ha logrado Europa no serían comprensibles sin esta tradición cristiana. Pensemos, por ejemplo, en lo que es la separación entre Iglesia y Estado. Es algo que, evidentemente, malinterpretó el cristianismo durante siglos, pero esa idea está ya presente en los Evangelios. Lo que ocurre es que, en nuestra época, esta idea que tan fructífera puede ser tanto para la Iglesia como para el Estado, ha sido malinterpretada. Así, en Europa se llama separación entre Iglesia y Estado a algo que es totalmente distinto, que es la separación entre política y moral.
En Europa, la separación entre política y moral se disfraza de separación entre Iglesia y Estado, y son cosas muy distintas. Naturalmente, la separación entre Iglesia y Estado es deseable, pero me parece muy indeseable, y un fenómeno muy propio del relativismo, la separación entre política y moral.
Chesterton tenía una definición maravillosa de los Estados Unidos. Decía que eran una nación con el alma de una iglesia. Si nos fijamos en el nacimiento de los Estados Unidos resulta muy interesante, porque ya surgen, a diferencia de Europa, con el concepto de la separación entre Iglesia y Estado; es decir: jamás el Estado ha tenido una vinculación con ninguna de las múltiples iglesias que allí se asentaron desde su fundación. Sin embargo, desde el comienzo de su nacimiento, en los Estados Unidos tuvieron muy claro que la política no podía estar separada de la moral, porque esa política no tendría sentido. Por eso Chesterton dice que es una nación con el alma de una iglesia: porque, a pesar de que allí haya decenas o cientos de iglesias, todos los ciudadanos están íntimamente unidos en esa convicción de que la ordenación política de la sociedad tiene que tener una inspiración de tipo moral o religioso, en el amplio sentido de la palabra.
En Europa, por el contrario, durante muchos siglos no estuvieron separados Iglesia y Estado, pero cuando se separaron, creo que lo hicieron del modo más nefasto posible: creando esa escisión entre política y moral. De esta manera, al ser la política algo absolutamente ajeno a una serie de conceptos morales previos, creo que poco a poco ha ido degenerando en esta situación de la que estoy hablando.
No quiero ser excesivamente pesimista y pintarles un cuadro demasiado negro de nuestra situación, pues creo que no sería justo, entre otras razones porque creo que sí hay motivos para la esperanza.
Hay una frase extraordinaria –por volver a citar a Chesterton- que habla de cómo lo religioso irrumpe en su vida, de cómo al principio lo religioso se convierte en él en una mera curiosidad intelectual. Él incluso llega a mencionar que siente atracción hacia la religión católica, a la cual terminaría convirtiéndose cuando empezó a ver cómo los intelectuales de su época, tan enfrentados casi siempre por razones de tipo estético, de tipo ideológico, en cambio coincidían todos en el varapalo a la Iglesia Católica. Eso le incitó a él, por curiosidad al principio y luego por fascinación, a intentar defenderla, en vez de atacarla.
Chesterton nos cuenta cómo durante este periodo de curiosidad intenta desmontar un poco esa especie de gran marasmo en el que la crítica a la Iglesia católica se había convertido en moneda de curso frecuente, y además, moneda que daba prestigio en los ambientes intelectuales de la época. Como se puede ver los ambientes intelectuales de aquella época y de ésta han cambiado muy poco.
Después de esa fase de curiosidad, él siente en un determinado momento que, al irse aproximando a la Iglesia católica, siente una fascinación de tipo intelectual, de tipo cultural. Y, claro, frente a una religión como es la anglicana -que es una religión que prácticamente surge por conveniencias políticas y que tiene una tradición muy pobre-, de repente, alguien que ha sido educado en ella experimenta el deslumbramiento de la tradición cultural católica. Experimenta esa fascinación absoluta que a cualquier persona con una mínima sensibilidad estética le produce todo el arte en sus más variadas manifestaciones, que ha sido creado como una ofrenda a Dios en la religión católica.
Todo esto, produce en él una extraordinaria conmoción. Él nos dice que, en su proceso de aproximación al catolicismo, llegará a un momento en el que se siente como un niño que retoza en un prado y que, cada día, descubre en sus retozos una flor nueva, un animal que no conocía, un paisaje distinto.
Esta impresión de alborozo que nos muestra Chesterton es algo que yo también he sentido al descubrir, ya no solamente la religión como acontecimiento de fe, sino también la religión como hecho cultural. En una época como la nuestra, en la que nos sentimos huérfanos, desasistidos, como moléculas en un universo inabarcable; en una época en la que, en definitiva, nos sentimos desvinculados de una tradición y condenados a ese zurriburri del relativismo; en una época como ésta, yo creo que el cristianismo nos ofrece una tradición cultural extraordinariamente rica que explica nuestra genealogía espiritual y que, desde luego, fortalece nuestra confianza en el futuro.
Durante muchos siglos, el cristianismo fue el motor, el impulsor de las artes. Pensemos en las grandes catedrales góticas, esas catedrales que cantaba Víctor Hugo en Nuestra Señora de Paris. En un capítulo prodigioso, cuenta que esas catedrales dejaron de ser construidas el día que el hombre dejó de creer en lo que esas catedrales significaban y, en cierto modo, él explicaba la decadencia de Occidente porque esas catedrales habían dejado de ser construidas.
Desde esas grandes catedrales góticas hasta la Divina Comedia de Dante, pasando por el mejor arte de los grandes maestros, todo eso ha existido, existe, y seguirá existiendo única y exclusivamente gracias al cristianismo. Creo que tenemos que ser conscientes de que cuando se produjo una ruptura entre la cultura, el arte y la religión, tenemos que reconocer –a mi modo de ver- que el arte entró en una fase de decadencia. Esto quizá ocurrió porque el arte también dejó de creer en la existencia de una verdad. Desde ese momento quizá dejó de creer en el fin último de toda belleza. Así, el arte se convirtió en un admirable pasatiempo, en un juego más o menos virtuoso. Creo que el arte perdió su esencia, lo que verdaderamente lo justifica. Esta es mi impresión.
Al desvincularse el arte de esa búsqueda de una verdad, termina convirtiéndose en arte decorativa. Yo creo que una de las grandes tragedias de nuestra literatura contemporánea, de nuestro arte contemporáneo, es que –en líneas generales- lo que busca es una especie de complacencia de tipo estético, proporcionar un entretenimiento, pero nada más. Detrás de ese velo, de esa apariencia más o menos agradable, no hay nada, y creo sinceramente que ese vacío que se oculta detrás del arte contemporáneo está también el hastío de nuestra época. Naturalmente, estoy generalizando: no quiero decir con esto que todo se una porquería, que nada valga nada.
Hemos dejado de creer en la posibilidad de una verdad y, por tanto, también nuestras manifestaciones artísticas son lánguidas, son débiles, no tienen detrás una idea fuerte que las sostenga. Yo creo que ese es uno de los grandes dramas de nuestro tiempo. Por eso creo que es muy importante que intentemos recuperar esa tradición cultural, que entendamos que esa tradición cultural sigue estando vigente, sigue siendo válida para nuestro tiempo, y que intentemos que, a través de ella, nuestra época cambie (primero, desde luego, en el aspecto artístico, en el aspecto intelectual, pero luego también en el aspecto social).
Creo que Europa no volverá a recuperar su brío mientras no asuma que tiene que volver la mirada a Dios, que tiene que volver la mirada a su tradición cultural. Y en el momento en el que deje de renegar de lo que íntimamente es, en el momento en el que acepte esa tradición cultural, creo que Europa podrá volver a ser lo que en algún momento fue.
Naturalmente, cuando se exponen estas ideas así, desnudamente, como se las estoy exponiendo yo a ustedes, automáticamente es tildado uno de toda la artillería de insultos y vituperios que nuestra época suele destinar a quienes se atreven a decir esta cosas. Naturalmente, te conviertes en un retrógrado, en un reaccionario, incluso te conviertes en un fascista. Digamos que todos estos piropos son los que el pensamiento dominante y los repartidores de bulas dispendan a quienes se atreven a mencionar estos asuntos.
Está claro que mencionar estos asuntos es difícil, precisamente porque uno de los efectos del relativismo -que quienes lo sufren lo toman por un efecto benéfico pero que, en realidad, es un efecto anestesiante- es que infunde en las personas un sentimiento de satisfacción, de complacencia. Por ello es tan difícil el combate contra el relativismo, porque las personas se sienten a gusto con lo que tienen, precisamente porque han sido desligadas de una tradición y, por tanto, han sido desligadas de la capacidad para afrontar esa búsqueda de la verdad a la que nos referíamos antes. Desde ese momento, las personas se sienten satisfechas en lo que son; no saben exactamente lo que son, pero se sienten cómodas.
Yo creo que el éxito de todos los totalitarismos se explica precisamente porque conceden un simulacro de bienestar a sus súbditos, les da una idea de que esa sociedad en la que viven es la mejor posible. Y, naturalmente, la inteligencia del relativismo es que convierte en tirano al individuo, a diferencia de los totalitarismos clásicos, en donde existía un tirano paternal que trataba de que sus hijos no se le desmandasen.
El individuo se siente como un monarca absoluto de sí mismo, siente que puede hacer con su vida lo que le dé la gana. No hay ningún tipo de trabas, no hay ningún tipo de cortapisas, todo es extraordinariamente amoral, de tal manera que uno puede hacer lo que quiere. Esto, naturalmente, complace a la sociedad. No sólo le complace, sino que además la sociedad está dispuesta a luchar por eso, porque se cree que ese es el estado idílico del ser humano.
Naturalmente, denunciar esta situación te convierte en un proscrito, te condena al ostracismo. Pero creo que nuestra misión, a fin de cuentas, es tratar de ser divulgadores de la verdad; de la verdad –repito- no como posesión, sino como un fin que nos permita romper las cadenas. Por eso a mí me gusta hablar de estos temas, que son temas bastante antipáticos y que me están dando muy mala fama. Pero, sinceramente, creo que el único destino noble de una persona en nuestro tiempo, es la intemperie, es el ostracismo. Ese otro destino en el redil, ese destino gregario al que nos quiere imponer nuestra época, es el destino más triste y más esclavizado que pueda hoy en día asumir una persona.
A través de mi trabajo de escritor, he tenido ocasión de reflexionar sobre estos asuntos y de descubrir un poco su fondo de verdad. Yo creo que en el mundo en el que yo me muevo –en el mundo de los escritores, de los artistas- , esta lepra de nuestra época que es el relativismo, triunfa de una forma especialmente galopante.
¿Por qué? Porque, evidentemente, en esta especie de gran zurriburri que es el relativismo, un arte, una literatura sin ideas de fondo, sin ideas fuertes, garantiza una de las características de nuestro tiempo, que es eso que he dicho antes de que el hombre se convierte en un monarca absoluto. Pues bien, en el arte, el artista se convierte en un monarca absoluto: todo vale, todo tiene, de repente, el mismo valor. El mismo valor tiene una persona con un conocimiento de las figuras retóricas y que, por tanto, domina los secretos del lenguaje y puede crear belleza a través de esas figuras, que quien las ignora por completo y se limita a redactar o a soltar lo que se le pasa por la cabeza sin demasiado orden ni concierto…
Todo tiene el mismo valor y, naturalmente, cuando todo tiene el mismo valor, nada tiene valor. Este es uno de los graves problemas de nuestro tiempo desde el punto de vista artístico, intelectual, cultural.
Cuando nada tiene valor, se entroniza y se convierte en modelo lo más absurdo, lo más disparatado, lo más pedestre, a veces, lo más abyecto. Y esto creo que está muy presente en nuestra época. Cuando uno coge un suplemento cultural y lee la lista de libros más vendidos y se encuentra con los libros que hoy en día la gente devora con fruición, se queda verdaderamente asustado, porque se da cuenta de que ninguno de esos libros le ofrecen a la gente nada, más que un entretenimiento rastrero, pedestre. Esas personas cierran esos libros y su vida sigue siendo exactamente la misma, esos libros no han inmutado para nada su vida, cuando la verdadera misión del arte es arañarnos, trastornarnos, introducir en nuestra vida un componente de desasosiego, de búsqueda, de duda, que la transforme. Cuando el arte no nos proporciona eso, el arte es puro pasatiempo y, por tanto, no es arte.
Contra esta situación, creo que solamente es posible esto que he dicho: una recuperación de nuestra tradición cultural, que no tiene que ser una recuperación nostálgica sino que, por el contrario, tiene que ser una recuperación en el sentido con el que comentaba antes estas palabras: volcada hacia el futuro, una recuperación renovadora.
Esa tradición de siglos no puede morir. Desde luego, los apóstoles del relativismo quieren que muera, quieren verla sepultada. Pero quienes no somos del todo relativistas, siempre hemos creído en la posibilidad de la resurrección. Muchas gracias a todos por su atención.
Almudi.org
El relativismo es el argumento que tú usas para explicar (justificando) la inquisición, y los comprtamientos de otros tiempos. Te pones en la época en la moral imperante, en las circunstancias. Simple y llanamente un concepto de moral relativista.