¿Cuáles son las implicaciones morales de la fecundación in vitro a la luz del quinto mandamiento?
El 25 de julio de 1978 vio la luz del mundo en la clínica Oldham de Londres, tras un parto cesáreo, Louise Brown, el primer ser humano fecundado en probeta. Pocos meses después nace en Australia por el mismo método otra niña; en mayo de 1981 nace Amandine -el primer caso en Francia-, y en diciembre del mismo año tiene lugar un hecho similar en Estados Unidos. Desde entonces, el método de la fecundación del óvulo humano y de la posterior transferencia de ese óvulo fecundado al útero de la madre (FIVET= Fecundación in vitro con embryo transfer) ha originado ya millares de nacimientos.
En un primer momento podríamos pensar que se trata de un gozoso acontecimiento para la humanidad: sería ésta la solución para algunos matrimonios incapaces de procrear por métodos naturales. Pero las implicaciones morales, psicológicas, sociales y legales nos vendrán a decir que en realidad se trata de una de las mayores aberraciones que se han llevado a cabo en la historia de la humanidad. Veamos por qué.
La FIVET implica de hecho, en varias de sus fases y bajo diversas modalidades, la muerte de embriones humanos. Esa pérdida de vidas humanas se produce tanto en los primeros momentos del embrión, como cuando se transfiere, pero no se llega a implantar, en el útero de la mujer. Deliberadamente el equipo médico lo aborta si ese embrión se ha producido con malformaciones. Sabemos que la vida humana no puede ser objeto de experimentación (como si se tratara de ratones de hámster) para el progreso de la medicina ni para el beneficio de terceras personas. Este principio moral se extiende a toda la vida humana inocente a partir del mismo instante en que comienza.
Al principio, la FIVET se presentó como una técnica para solucionar los casos límites de infertilidad. Buscando no herir la sensibilidad de la gente, se hablaba sólo de FIVET homóloga (es decir, usando sólo gametos de los esposos para la fecundación in vitro e implantando el embrión en el útero de la esposa) -que tampoco es lícita moralmente-, pero ahora se usa indiscriminadamente todo tipo de combinaciones entre gametos del marido o del donante, el óvulo de la esposa o de la donante, implantación en el útero de la madre o el recurso a una “madre alquiler” (en total, si tenemos tiempo de contar, nos saldrían ocho posibles combinaciones). Junto a ello, se plantea el gran desorden moral de los métodos utilizados para las fases previas de la fecundación (por ejemplo, la masturbación, e incluso prácticas aberrantes como unir -destruyéndolos a continuación- gametos masculinos con óvulos de hámster, para determinar si la infertilidad se debe al hombre o a la mujer).
Naturalmente se siguen de esas prácticas tres formas de manipulación biológica o genética que no alcanzarían a imaginar hace unas décadas los autores de ciencia-ficción o los médicos de Hitler: no sólo, como dijimos, intentos de fecundación entre gametos humanos y animales (¿un hombre lobo real?), o gestación de embriones en úteros de animales (¿a alguien le agradaría haber sido llevado y parido por una yegua o una chimpancé?), sino también las intervenciones sobre el patrimonio cromosómico con el fin de seleccionar ciertas cualidades que los padres desearían ver en sus hijos (o los monstruos incontrolables que se originarían por fallas técnicas).
Veintidós años antes de que naciera Louise Brown, el Papa Pío XII alzó su voz para frenar esos intentos que apenas iniciaban. Dijo entonces: “Respecto a los intentos de fecundación in vitro, nos basta observar que se los debe excluir como inmorales y absolutamente ilícitos” (Discurso, 19-V-1956). Y desde entonces, como lo que está en juego es la dignidad e inviolabilidad de la vida humana, la Iglesia no ha callado su voz. Juan Pablo II fue concluyente: “Condeno del modo más explícito y formal las manipulaciones experimentales del embrión humano, porque el ser humano, desde su concepción hasta la muerte, nunca puede ser instrumentalizado para ningún fin” (Discurso, 23-X-1982). Y, como esta aberración no ha hecho más que proliferar abundantemente en los cinco continentes, el Magisterio emitió un documento concluyente el 22 de febrero de 1987: “Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreación”.
“De acuerdo”, podría decirnos un médico progresista con restos de sentido común, “pero dentro de poco las técnicas estarán a tal grado perfeccionadas que ya no se perderán los embriones ni se producirán malformaciones en ellos. Entonces sí la moral no tendrá nada que objetar al FIVET”. Suponiendo que lo anterior se llegara a dar, Dios (no la Iglesia) aún seguiría condenando tal práctica. Veamos la razón.
El hombre es la única criatura de este mundo a la que Dios quiere por sí mismo. Es tal su dignidad que llega a la existencia gracias al acto creador de Dios que infunde un alma espiritual e inmortal al cuerpo concebido por los padres. El amor divino concurre al amor humano de modo que éste es elevado al orden mismo de la creación. Por eso se habla de pro-creación. La sexualidad humana se distingue de la sexualidad animal en que no sólo se ordena a la trasmisión de la vida, sino también al amor. La unión sexual en el hombre es la expresión de una previa unión afectiva y espiritual, por la que el hombre y la mujer se entregan mutuamente de modo total, exclusivo y definitivo. La donación física sería falsa y egoísta si no respondiera a una previa donación afectiva y espiritual, de la que se excluye todo tipo de reserva presente o futura, y por la que el hombre y la mujer -antes de ser una sola carne, como dice crudamente el libro del Génesis- son un solo espíritu, un solo corazón, una sola vida, un solo destino.
Así pues, la procreación y la unión conyugal son dos bienes que funden sus raíces en el valor de la persona. La inseparabilidad de estos dos aspectos pertenece a la ley natural y al orden moral revelado por Dios: “En el acto conyugal no es lícito separar artificialmente el significado unitivo del significado procreador, porque uno y otro pertenecen a la verdad íntima del acto conyugal: uno se realiza juntamente con el otro y, en cierto sentido el uno a través del otro” (Juan Pablo II, Alocución, 22-VIII-84).
En la fecundación in vitro el acto que origina la vida humana no es el acto de amor conyugal, no procede de la unión psicológica y espiritual de las dos personas sino que depende de los operadores técnicos. El niño que va a nacer ha de ser respetado y reconocido como igual en dignidad personal a aquellos que le dan la vida, ya que ha de ser fruto de la auténtica donación de sus padres y no producto de la tecnología científica, objeto de producción y adquisición, sujeto al control de calidad, al uso o al rechazo.