La educación para la paz —como contrapuesta no sólo a la guerra, sino también y sobre todo a la violencia— implica el cultivo de las Humanidades en su más amplio y universal sentido.
Me encontraba, ya hace algunos años, discutiendo con mis alumnos de Introducción a la Filosofía (primer curso) acerca del pacifismo como uno de los movimientos emergentes de eso que entonces me dio por llamar nueva sensibilidad.
Al hilo de la conversación, uno de los estudiantes insistió en que era necesario distinguir entre los pacifistas y los pacíficos. El pacifista —aclaré— es el que pide la paz, porque él mismo no la tiene; mientras que el pacífico es el que da paz, precisamente porque la posee.
En esta distinción se encuentra el núcleo de una educación humanista para una cultura de la paz. La cuestión de cuándo hay que preferir la guerra a la paz, o la paz a la guerra es un tema de filosofía política, no de pedagogía. Me parece que uno de los errores de algunos enfoques actuales de la educación es pretender que con ella se resuelve todo. Pero lo que resuelve todo, en realidad no resuelve nada.
Yo me encuentro entre los que no entienden que la única manera de salvaguardar la paz sea la carrera de armamentos. Aun aceptando que hay un uso lícito de la fuerza, y que la doctrina clásica de la guerra justa es muy sólida, apenas cabe dudar de que —con los actuales medios destructivos, con el uso bélico de la energía nuclear— es muy difícil que pueda haber hoy una guerra justa. Pero el pacifismo radical tiene otros orígenes y otros fines. Busca el equilibrio por el camino más corto, en la línea de un decadente ecologismo civil. No suele medir con la misma vara las agresiones de una y otra procedencia y llega al cinismo de la máxima antes rojo que muerto (lieber rot als tot). Es un pacifismo entreguista, que defiende la vida corporal a costa de la dignidad de la persona humana.
Y es precisamente esta convicción profunda de la dignidad de la persona humana la que se encuentra en la base de una educación para la paz de signo humanista. Cuando digo persona humana, me refiero obviamente a todo individuo de la especie homo sapiens, incluyendo por supuesto al todavía no nacido, al moribundo, al discapacitado, al subnormal profundo, al drogadicto, al negro marginal, a la prostituta, al homosexual, al marroquí, al hutu y al tutsi, al kosovar y al serbio.
Ésta es la primera lección del humanismo para la paz: que todas las personas —sean quienes fueren— gozan de idéntica dignidad ontológica y que son igualmente merecedoras de respeto, de manera que en ningún caso pueden ser objeto de malos tratos o de torturas, de prisión degradante o de pena de muerte; que, como decía el viejo Kant, nunca deben ser tratadas sólo como medio, sino siempre también como fin. Claro aparece que esta postura no se puede reducir a una mera solidaridad intraespecífica, ni encuentra suficiente fundamento en una concepción materialista del ser humano. Si sólo somos un sofisticado fragmento de materia, no se ve por qué no podemos utilizar embriones humanos para investigar en terapia génica o donar individuos altos, rubios y sin peligro de contraer cáncer.
En la medida en que esta concepción de la dignidad humana parece que es hoy minoritaria, podemos decir con Salvador Giner que vivimos en una inseguridad radical en el más seguro de los mundos. La nuestra es una sociedad del riesgo, en la que nuestra vida está amenazada desde dentro, por el terrorismo, por la ingeniería genética, por la eutanasia, por el SIDA, por las vacas locas, por el uranio empobrecido, por los accidentes de tráfico o, en último término, por el peligro de vivir y morir en la más completa soledad.
Como dice también Salvador Giner, la guerra ha sido obliterada. Las guerras que conocemos acontecen siempre en otro sitio, en países desconocidos y pintorescos, que apenas están en el mapa: en el Sudán, en Birmania, en Eritrea, en el Sáhara Occidental, en Colombia, en Sri Lanka, en un oscuro pueblo palestino llamado Ramalla. Lo que nos rodea a nosotros, y lo que está en la raíz de esas guerras marginales, es la violencia.
Violencia la ha habido siempre, se dirá. Pero no es cierto. Como ha señalado Jesús Ballesteros, la violencia es un fenómeno específicamente moderno, que supone la glorificación del poder arbitrario, la exaltación del más fuerte, el culto a los instrumentos de destrucción, el desprecio a la vida humana débil o ajena.
Y es aquí —en el tema de la violencia— donde se incide plenamente en el ámbito educativo. No deja de ser patético que se esté hablando continuamente a los niños de los males de la guerra, que les resulta más bien lejana, y apenas se les mencione el inmediato peligro que les rodea de padecer o —peor— cometer violencia. Violencia que, además, se está gestando ya en el tipo de educación que casi siempre reciben: una educación utilitarista, pragmática, emotivista, en la que se ridiculiza todo lo que no conduzca al éxito social y a prevalecer sobre los demás.
Como ha señalado Hannah Arendt, la violencia sólo surge cuando toda una civilización está convencida de que la actividad más alta del hombre no es la contemplación de la verdad, sino la transformación del mundo y la influencia en los demás por medio de la técnica. Algo de eso vislumbró la hija de un amigo mío, cuando dejó de estudiar marketing y decidió comenzar a estudiar filosofía: yo no quiero engañar a la gente —dijo—, yo quiero comprenderla.
El desprecio de las Humanidades, que no es sólo una desafortunada actitud de los gobiernos que nos han tocado en suerte, sino de la entera sociedad, esconde una raíz de violencia difícil de negar. Los más destacados expertos en cultura audiovisual reconocen el carácter violento de la propia cultura de la imagen, en la que se basa cada vez más la enseñanza; y admiten el hecho patente de que la nueva economía surgida de las tecnologías telemáticas está ahondando el abismo que separa a los países pobres de los ricos. Sin querer quitar un ápice de utilidad —incluso educativa— a las nuevas tecnologías multimedia, me parece lamentable que una de las conclusiones de la Cumbre del Milenio, que reunió hace poco en Nueva York a los mandatarios de los países más poderosos de la Tierra, haya sido, entre otras trivialidades que no van a cumplir, el conectar a Internet a todas las escuelas del Tercer Mundo. Lo que no han dicho es dónde piensan enchufar el modem y qué van a dar de comer a los niños y niñas entre web y web.
La educación para la paz —como contrapuesta no sólo a la guerra, sino también y sobre todo a la violencia— implica el cultivo de las Humanidades en su más amplio y universal sentido: las lenguas clásicas, la literatura universal, la historia universal, la filosofía, el arte en todas sus manifestaciones, la poética, la retórica, el aprendizaje de un modo de dialogar sosegado y razonable. Según dice también Hannah Arendt, la acción política, hasta donde permanece al margen de la violencia, está realizada con palabras, es más, consiste en encontrar las palabras oportunas en el momento oportuno. Sólo la pura violencia es muda, razón por la cual nunca puede ser grande.
Según informa el semanal Die Zeit del pasado 12 de octubre, recientes estudios especializados en Alemania demuestran que se está produciendo un crecimiento en los trastornos lingüísticos entre los niños de pre-escolar y primaria. En una investigación de la Universidad de Mainz, se cifra este aumento de discapacitación verbal en un 25% durante los años noventa. La causa a la que estas indagaciones apuntan es siempre la escalada de horas que los niños y niñas dedican a ver la televisión, medio de notoria pobreza comunicativa. Los niños no se ejercitan en hablar, y no tienen a nadie que los corrija —dice uno de los especialistas. Y otro estudio de la Universidad de Friburgo de Brisgovia demuestra que los niños que ven más de tres horas diarias de televisión hablan menos, sacan peores notas en lengua alemana y son emotivamente más abúlicos que sus compañeros que ven menos televisión. Y, por supuesto, los pequeños personajes japoneses o americanos que protagonizan buena parte de la programación infantil apenas hablan. Son violentos: sólo repiten balbuceos que constituyen, a su vez, los sonidos más repetidos por los niños en las guarderías; y, por cierto, destruyen todo lo que se les pone por delante. Pero de esto casi nadie se atreve a hablar, porque por medio está el valor más intocable de todos: la publicidad.
Cuando hablo de formación humanística, no estoy pensando en una enseñanza erudita e ilustrada, en el mal sentido de la palabra, sino en una educación profundamente humana, que considere al hombre, a la mujer, al niño y al anciano, no en una presunta grandeza cuyo ilusorio cultivo conduce a la pedantería y a la arrogancia; estoy pensando en una aproximación cuidadosa y serena a la variedad y variación de las personas humanas, en las que siempre se entrevera una vocación sublime y una profunda miseria.
Como ha mostrado Roberto Calasso en su lúcido libro La ruina de Kasch, el olvido del dolor y del sacrificio en la efectividad de la vida humana ha conducido a la conversión de toda la realidad social en una inmensa máquina ordenada a un metabolismo industrial y comercial que no respeta ningún valor moral, y consagra la universalidad del sacrificio. Nos hemos olvidado —y es preciso que esté presente en todos los niveles de la educación— de que la persona humana es una realidad esencialmente dependiente de los demás. Por ello no sólo hemos de cultivar las cualidades típicas de la autarquía ilustrada —la fuerza, la autenticidad, la impasibilidad, la autosuficiencia, la creatividad, la competitividad— sino también y sobre todo las que MacIntyre llama en su último libro virtudes de la dependencia reconocida: el cuidado, la atención a los más débiles, la misericordia, la piedad, la ayuda a los minusválidos, el agradecimiento, la humildad, la solidaridad callada, la comprensión, la paciencia.
Este sería el verdadero pensamiento débil, que paradójicamente estaría reñido con el relativismo cultural y ético. Creer que la violencia se evita admitiendo que todas las posturas valen más o menos lo mismo, para evitar cualquier actitud dogmática, equivale a mantener que ninguna actitud vale, en el fondo, nada. Y, por lo tanto, que —en último término— todo está permitido, siempre que se produzcan determinadas circunstancias. Pues bien, este relativismo escéptico es el verdadero caldo de cultivo de la violencia. Si todo vale, es decir, si nada vale, el que tiene razón es el que más fuerza tiene. Y en la mesa de negociaciones se lleva el gato al agua quien pone la pistola parabellum encima del tapete. La libertad sólo es posible si se admite el amplío campo de lo opinable. Pero lo opinable sólo se puede reconocer si algo —unas pocas convicciones o principios, al menos— no es opinable sino categórico. Si no hay un humanismo cívico, si no existe una ética pública, si todo es política, entonces hemos de estar preparados para cualquier amenaza, para cualquier atropello, para cualquier forma de extorsión o de violencia.
Evidentemente, la educación no es lo mismo que la política, ni desde la educación se resuelven todos los problemas de la convivencia pública. La educación no tiene la última palabra. Sólo tiene la primera.