Andrés Huneeus
Vale la pena sentar bases para “respirar” una información de calidad que preserve a las personas de la etiqueta rotulada: “en vías de extinción”.
Ha surgido entre nosotros un debate singular: si la violencia y la pornografía en la televisión son dañinas o inocuas. La discusión se plantea generalmente en términos muy modernos, o sea, estadísticos, cuantitativos. Se trata de determinar qué número de horas ante la pantalla genera instintos asesinos o perversiones eróticas. Cabe pensar, pues, que de no hallarse una relación “significativa” entre aquéllas y éstos – o sea, sólo unos pocos muertos o depravados, a pesar de una enorme absorción de rudeza y obscenidad- no habría motivo de preocupación por los efectos sociológicamente negativos de tales programas.
El sentido común no desempeña en todo esto papel alguno. La tarántula el pudú y los pidenes necesitan vivir en un ambiente natural propicio, y de allí la notable preocupación de muchos por la ecología. Pero la ecología del espíritu, su entorno, no parecen suscitar una inquietud similar.
Tal incongruencia sólo puede explicarse porque existe un concepto falso –o al menos trunco- de lo natural. Se acepta que la naturaleza física está sometida de suyo a un ordenamiento equilibrado y sólo puede conservarse sana y hermosa si se respetan ciertas leyes de vida. Está bien y es así; más aún, la misma vida del hombre depende en alto grado del orden que existe en la naturaleza.
¿Peces en un charco de petróleo?
Pero sucede que el ser humano –cuerpo y alma- también tiene sus propias leyes de una vida equilibrada, su propia ecología espiritual. Requiere una atmósfera, un entorno para desarrollarse sanamente. No se pueden criar peces en un charco de petróleo, pero hay quienes creen posible criar seres humanos en un pantano. Demos por sentado que no logra probarse esa relación “significativa” entre la televisión y determinadas conductas antisociales o psíquicamente perturbadoras; ¿sería ello motivo para defender o justificar tales despliegues de crudeza?
Se pondría así en tela de juicio todo el sentido milenario de la educación basado en conceptos y actitudes que elevan la vida del hombre, exaltan el respeto por los demás, el trato digno, el dominio de sí, la delicadeza. Nos criaríamos, como describió Tolstoi, “en la negación radical de todo o, dicho de otro modo, como salvajes”.
¿No hay acaso una dosis innegable de barbarie ambiental en la vida moderna? Dos guerras mundiales sin precedentes serían prueba de ello. Pero ahora, por añadidura, sociólogos, periodistas, legisladores y psiquiatras analizan la violencia juvenil, la crueldad con los niños, los accidentes de tránsito causados por un manejo impetuoso, los conflictos familiares –todo medido en cifras ascendentes- y pocos ven la relación entre causas y efectos.
Confortable pérdida de discernimiento
Aun cuando la violencia y la pornografía televisadas no desempeñen en ello un papel, trasuntan y propagan una atmósfera de degradación. “Describen la vida”, dirán los escépticos; “el arte debe reflejarla”, nos harán reflexionar quienes pretenden hacerlo. Pero el gran arte –ése que ha durado siglos y milenios- es distinto. No es que no exista crueldad o pasiones en él, pero no constituyen su único contenido: son episodios de una trama más elevada y permanente. Paolo y Francesca, Otelo, Macbeth, Romeo y Julieta vuelan a una altura infinita sobre la excesiva crueldad justiciera, los diálogos pedestres, las infidelidades mezquinas, la vida artificiosa de mundillos inventados sin talento para matar una tarde ociosa o noches vacías.
Nada enriquecedor en esas imágenes; nada que sirva de catarsis; nada que nos adentre en almas humanas verdaderas, dotadas de cierta grandeza en sus heroísmos o miserias. La altura moral de su pueblo, dijo alguien, se mide por su modo de divertirse. Ahora –bendita tecnología- no necesitamos ver las cosas “en vivo y en directo”, sino creadas en los estudios y sólo detrás de un vidrio mágico. Es una manera cómoda de perder el discernimiento, la sensibilidad espiritual en forma imperceptible ante lo que está bien y lo que daña nuestras raíces profundas.
En otras palabras, todo se reduce a la limpieza del corazón, no menos necesaria para el bien común que la de los ríos y el mar.
Istmo 212