• Dolor sincero por los pecados cometidos. “El acto esencial de la penitencia, por parte del penitente, es la contrición, o sea, un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo, por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento. La contrición, entendida así, es el principio y el alma de la conversión, de la metánoia evangélica que devuelve el hombre a Dios, como el hijo pródigo que vuelve al padre, y que tiene en el sacramento de la Penitencia su signo visible, perfeccionador de la misma atrición. Por ello, “de esta contrición del corazón depende la verdad de la penitencia”… Es bueno recordar que contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar”.[1]
• El propósito de no volver a cometer el pecado confesado (enmienda) es señal de arrepentimiento genuino y sincero.
No es necesario prometer que jamás se pecará en el futuro. La resolución de evitar ponerse en ocasiones de pecado es muestra suficiente de un arrepentimiento sincero. La ayuda de la gracia de Dios junto con la intención de rectificar dará la fortaleza para resistir y vencer las tentaciones en el futuro.
[1] Cf. Juan Pablo II, op. cit.