Discurso de S. S. Juan Pablo II ante la Academia Pontificia para la Vida
Señor cardenal; venerados hermanos en el episcopado y el sacerdocio; ilustres señores y señoras:
1.Deseo, ante todo, dar gracias al Consejo Pontificio para la Familia, al Consejo Pontificio para la pastoral de los agentes sanitarios y a la Academia Pontificia para la Vida por haber pensado y organizado esta Jornada conmemorativa del quinto aniversario de la publicación de la encíclica Evangelium vitae. Tiene lugar en el marco de las celebraciones del Año jubilar, y quiere estar en sintonía de oración con la peregrinación que haré a Tierra Santa el mes próximo para venerar los lugares donde "el Verbo se hizo carne" (Jn 1, 14).
Saludo al señor cardenal Alfonso López Trujillo y le agradezco los sentimientos manifestados en el saludo que me ha dirigido. Os saludo asimismo a todos vosotros, participantes en esta reflexión sobre un documento que considero central en el conjunto del magisterio de mi pontificado y en continuidad ideal con la encíclica Humanae vitae del Papa Pablo VI, de venerada memoria.
2. En la encíclica Evangelium vitae, cuya publicación fue precedida por un consistorio extraordinario y una consulta a los obispos, tomé como punto de partida una perspectiva de esperanza para el futuro de la humanidad. Escribí: "A todos los miembros de la Iglesia, pueblo de la vida y para la vida, dirijo mi más apremiante invitación para que, juntos, ofrezcamos a este mundo nuestro nuevos signos de esperanza, trabajando para que aumenten la justicia y la solidaridad y se afiance una nueva cultura de la vida humana, para la edificación de una auténtica civilización de la verdad y del amor" (n. 6).
Vida, verdad, amor: palabras que entrañan sugerencias estimulantes para el compromiso humano en el mundo. Están enraizadas en el mensaje de Jesucristo, que es camino, verdad y vida, pero también están grabadas en el corazón y en las aspiraciones de todos los hombres y mujeres.
La experiencia vivida en la sociedad, a la que la Iglesia ha llevado con renovado impulso su mensaje durante estos cinco años, permite comprobar dos hechos: por una parte, la persistente dificultad que el mensaje encuentra en un mundo que presenta graves síntomas de violencia y decadencia; por otra, la inmutable validez de ese mismo mensaje y también la posibilidad de su aceptación social en los ambientes donde la comunidad de los creyentes, implicando también la sensibilidad de los hombres de buena voluntad, expresa con valentía y unión su compromiso.
3. Existen hechos que demuestran cada vez con mayor claridad cómo las políticas y las legislaciones contrarias a la vida están llevando a las sociedades hacia la decadencia moral, demográfica y económica. Por tanto, el mensaje de la encíclica no sólo puede presentarse como verdadera y auténtica indicación para la renovación moral, sino también como punto de referencia para la salvación civil.
Así pues, no tiene razón de ser esa mentalidad abandonista que lleva a considerar que las leyes contrarias al derecho a la vida —las leyes que legalizan el aborto, la eutanasia, la esterilización y la planificación de los nacimientos con métodos contrarios a la vida y a la dignidad del matrimonio— son inevitables y ya casi una necesidad social. Por el contrario, constituyen un germen de corrupción de la sociedad y de sus fundamentos.
La conciencia civil y moral no puede aceptar esta falsa inevitabilidad, del mismo modo que no acepta la idea de la inevitabilidad de las guerras o de los exterminios interétnicos.
4. Gran atención merecen los capítulos de la encíclica que tratan sobre la relación entre la ley civil y la ley moral, por la importancia creciente que están destinados a tener en la renovación de la vida social. En ellos se pide a los pastores, a los fieles y a los hombres de buena voluntad, especialmente a los legisladores, un compromiso renovado y concorde para modificar las leyes injustas que legitiman o toleran dichas violencias.
Es preciso usar todos los medios posibles para eliminar el delito legalizado, o al menos para limitar el daño de esas leyes, manteniendo viva la conciencia del deber radical de respetar el derecho a la vida desde la concepción hasta la muerte natural de todo ser humano, aunque sea el último y el menos dotado.
5. Existe otro campo muy amplio del compromiso en favor de la defensa de la vida en el que la comunidad de los creyentes puede mostrar su iniciativa: es el ámbito pastoral y educativo, sobre el que trata la cuarta parte de la encíclica, dando orientaciones concretas para la edificación de una nueva cultura de la vida. Durante estos cinco años se han emprendido numerosas iniciativas en las diócesis y las parroquias, pero queda aún mucho por hacer.
Una auténtica pastoral de la vida no se puede delegar simplemente a movimientos específicos, por más meritorios que sean, comprometidos en el campo sociopolítico. Siempre debe formar parte integrante de la pastoral eclesial, a la que compete el deber de anunciar el "evangelio de la vida". Para que esto suceda de modo eficaz, es importante la realización tanto de planes educativos adecuados como de servicios e instituciones concretas de acogida.
Esto supone, ante todo, la preparación de los agentes pastorales en los seminarios y en las facultades de teología; requiere, además, la recta y concorde enseñanza de la moral en los diferentes tipos de catequesis y de formación de las conciencias; se concreta, por último, en la organización de servicios que permitan a todas las personas con dificultades recibir la ayuda necesaria.
A través de una acción educativa concorde en las familias y en las escuelas, hay que lograr que los servicios adquieran el valor de "signo" y mensaje. Del mismo modo que la comunidad requiere lugares de culto, debe sentir la necesidad de organizar, sobre todo en el ámbito diocesano, servicios educativos y operativos para sostener la vida humana, servicios que sean fruto de la caridad y signo de vitalidad.
6. La modificación de las leyes tiene que ir precedida y acompañada por la modificación de la mentalidad y las costumbres a gran escala, de modo capilar y visible. En este ámbito, la Iglesia ha de hacer todo lo posible, sin aceptar negligencias o silencios culpables.
Me dirijo de modo particular a los jóvenes, que son sensibles al respeto de los valores de la corporeidad y, ante todo, del valor mismo de la vida concebida: ellos han de ser los primeros artífices y beneficiarios del trabajo que se realice en el marco de la pastoral de la vida.
Renuevo, asimismo, la exhortación que dirigí en la encíclica a toda la Iglesia: a los científicos y a los médicos, a los educadores y a las familias, así como a cuantos trabajan en los medios de comunicación social, y de modo especial a los especialistas en derecho y a los legisladores.
Gracias al compromiso de todos, el derecho a la vida podrá aplicarse concretamente en este mundo, en el que no faltan los bienes necesarios si se distribuyen bien. Sólo así se superará esa especie de silenciosa y cruel selección por la que los más débiles son injustamente eliminados.
Ojalá que todas las personas de buena voluntad se sientan llamadas a movilizarse por esta gran causa. Que las sostenga la convicción de que cada paso dado en defensa del derecho a la vida y en su promoción concreta es un paso dado hacia la paz y la civilización.
Esperando que esta conmemoración suscite un nuevo y concreto impulso para el compromiso en favor de la defensa de la vida humana y la difusión de la cultura de la vida, invoco sobre todos vosotros, y sobre cuantos trabajan con vosotros en este delicado sector, la intercesión de María, "Aurora del mundo nuevo y Madre de los vivientes" (Evangelium vitae, 105), y os imparto de corazón la bendición apostólica.
S. S. Juan Pablo II
Roma, 14 de febrero de 2000.